Que la moda es necesitar algo que pasa de moda al tenerlo. Que si nadie recuerda cómo estabas vestido es haber sido elegante. Que la imagen de uno siempre debe transmitir el perfume de casa. Que verse bien es el primer paso para salir a la vida y conquistar todo aquello que se sueñe. Esas y otras tantas más penden de un extenso perchero de máximas coleccionadas durante 30 años como productor de moda y asesor de imagen y estilo. Pero será la madre de todas ellas la que dispare esta conversación. “El (buen) gusto se construye”, sentencia. Es entonces que iremos en camino de entender de qué modo ha erigido el propio, “gracias a dos abuelas, una tía y un sacerdote” que supieron convertirlo en el hedonista de hoy. Y principalmente, la raíz de esa necesidad, porque como revela: “Buscar y disfrutar la belleza me ha salvado la vida”. De camino, Fabián Medina Flores (52) –”un hombre en eterna cimentación”– dará cuenta de cómo llevar y lucir una gran historia.
Las abuelas
El faro inmediato fue Felicitas Medina, madre de su padre. “Una gaucha aguerrida que 100 años atrás, y con 19, había osado divorciarse, despegarse del apellido de su exmarido, sortear los intentos de ser comprada por tantos árabes asentados en Santiago del Estero y aprender a armarse (literalmente) para defender su casa en pleno campo”, describe. “¡Porque para ser india, la más guapa!”. Hoy, Fabián convive con el busto de yeso de su amada Felicitas apostado en el living de su casa. “Ella hablaba francés y solo se dirigía a nosotros en ese idioma. Y, por entonces, ya decía ´camarero´ a quienes otros llamaban ´mozo´. Fue la madre de hombres de prefectura con el nudo de la corbata bien hecho. Era una mujer bravísima, estricta, severa con lo más cotidiano. En gran parte, la maestra de la rectitud que hasta hoy me domina”, suscribe.
No obstante, señala también influencias de Marta Albornóz Cerrudo, madre de su madre y a quien evoca con el cetro del matriarcado bien en alto durante aquellos fines de semana “de infinitas tertulias” en los que congregaba a todas sus hijas en la casa de San Fernando (Gran Buenos Aires) para, entre otras tantas cosas, hacer “30 litros de conservas de higo que alcanzaran hasta Navidad”, compartir “tips de cómo quitar manchas”, zurcir, coser, tomar medidas y recibir al sastre que llegaba acarreando rollos de géneros para vestir a quien se pusiera en la fila. “Era el punto de encuentro de una familia unida por la ropa, sus cuidados y sus rituales”, recuerda. Actividades que no excluían a los hombres, “porque el tío Rito era experto en desarmar colchones y volver a tejerlos con el mismo suplex. Ver tanta sabiduría artesanal, tanta exquisita dedicación por los detalles era maravilloso. Imposible de que no dejase marca en un chico como yo, demasiado observador”, dice.
Tía Gilda
La hermana de su padre, que además era su madrina, trazó un antes y un después en la vida de Fabián “desde el momento en que decidió llevarme a una galería de arte, cuando yo ni siquiera sabía que existían sitios así”, cuenta. “Desde entonces, cada visita a un museo era para mí tan divertido como entrar a un zoológico. Se sabía “distinto” de, por ejemplo, aquellos primos que pendían de una de las ramas familiares. Y cierta “indignación por su cotidianeidad” lo confirmada. “¡Los otros (así los llamará en este relato) jugaban al carnaval en interiores, comían carne sin ensaladas ni manteles en la mesa y para mí era un montón!”, recuerda a pesar de su corta edad.
“Papá creía que estaba bueno que mi hermana (Laura, 47, directora de arte, hoy “eximia florista”) y yo nos conectásemos con la naturaleza y para nosotros, esas guerras bactereológicas (como resultaban las carreras hasta el chiquero, por citar alguna de las actividades) eran el horror”. Gilda y Ángel, su marido, no habían tenido hijos y, de algún modo, el pequeño no solo resultaba la compañía infantil “más cómplice que pudieran tener”, sino también “casi un par en todas esas pasiones que a otros niños les resultaba un plomazo”, dice el autor de Manual de estilo (Editorial Grijalbo) y Salir de la jaula (Penguin Libros). “En ese momento no tenía noción de que mis tíos me subían a todos esos viajes que papá no podría costear. Yo disfrutaba de los paseos por los anticuarios o de las tardes de remate en Breuer Moreno. Me sentía un flâneur y ese era mi modo de ser plenamente feliz”, revela.
Entre tanto descubre un instante de rotunda inflexión en la que se sorprendió a sí mismo frente a frente con lo que podría ser una destinada vocación. Teresita Varela, prima de su padre, que tiempo atrás lo había instruido en el arte de los arreglos florales y navideños, ahora lo dejaba seguirla de cerca en las clases de Protocolo y Ceremonial que dictaba en el Museo de Art Decó. Hasta que un día, “ligeramente indispuesta, alguien me dijo: ´La lección de hoy es Precedencias, queda en tus manos´, y me animé”, recuerda.
Aún era un adolescente, pero la gracia de su impronta personal llamó la atención del dueño de una incipiente agencia de modelos que lo convocó para dar esa introducción a sus novatas. “De ahí en más, vi luces comencé a ayudar a un fotógrafo. Y fui un ´asistente de fotógrafo´, porque ni siquiera tenía nombre eso que hacía. Entonces yo decía: ´Ah, sí... mi tía tiene una estatua que iría con esto´ o ´En mi casa hay un bargueño perfecto para esa toma´. ¿Había que conseguir tal o cual estilo de lámpara? ‘Sé dónde conseguirla’. ¡Yo había llevado una niñez entre todas esas cosas! Me dejaban sacar todo lo que quería de los mejores lugares de Buenos Aires solo para ilustrar una nota gráfica. Así nació una carrera. ´El que ayudaba´ terminó recibiendo un premio en la Universidad de Palermo”, dice, reivindicando la profesión en la que hoy se ha convertido. Claro, no sin antes haber estudiado Historia del Arte, por lo que dictó un icónico curso en su trayectoria, llamado Mujeres del siglo, en el Museo Nacional de Bellas Artes. Pero volvamos al back de su construcción.
Desliza al pasar que, entendible pero también paradójicamente (al tratarse de la rama familiar más querida por él), “lo único” que podría unirlo a su padre es el arte. Casi una invitación a explorar esa vinculación “difícil, hasta estos días”, como define. “Yo soy hijo de un nenito a quien subieron a un tren en Santiago del Estero con rumbo a Buenos Aires, solo y con tan solo ocho años de edad”, cuenta Fabián. Esa fue la suerte de cada uno de sus hermanos y, por último, la de su madre (Felicitas). Juan Belarmino Medina (89) quería ser pianista, “pero el desamparo y la necesidad de saber defenderse lo convirtieron en boxeador, y luego, en DT de la Federación. Se forjó trabajador y, por sobre todo, un hombre demasiado honesto, casi jubilado en el Correo Argentino y por regalo de Perón”, dice dando cuenta de otra de sus diferencias: “los ideales políticos”. Según sus relatos, Juan Belarmino, de por entonces 13 años, había logrado ganar una carrera “en alpargatas, porque no había forma de tener zapatillas”. La actitud de aquel chico tan aguerrido conmovió al General, quien le preguntó: “¿Cuál es el premio que más quisieras?”. A lo que respondió: “Trabajo, señor”.
“A pesar de sus limitaciones” y de “las broncas” que eso también le provocaba, define a su padre como “un adelantado”. Juan Belarmino ya usaba su bicicleta para ir a trabajar, hablaba de los beneficios de consumir semillas, hacía yoga, opinaba que comer tanta carne estaba mal y no le importaba nada que su hijo faltara al colegio. “Cuando no podía dormir me decía: ´Dale, demos una vuelta y tomamos algo por ahí´. ‘¡No papá, tenés que mandarme a la cama porque mañana tengo colegio!’, reprochaba yo”, cuenta Fabián. “Era tan negligé que nunca se interesó en cierto negocio familiar que se desplomó con la llegada de la democracia, y mientras algunos se suicidaban y otros se escapaban, el hippie de la bici, que pregonaba la comida macrobiótica, fue el único que se hizo cargo del total de las deudas. Lo perdimos todo. Hasta tuve que entregar mi departamento por eso”, relata. “Pero cuando recuerdo que alguna vez me dijo: ´Vos deberías tener un pasaporte para salir al mundo´, tal vez pueda tenerle algo más de paciencia”, suelta.
“Lo habré odiado por más de 10 años”, dice. La relación entre Medina Flores y su padre fue “por lo menos, malísima”. Además porque “él no era ni tan respetuoso ni tan cuidadoso con mamá y eso no estaba bien”, recuerda. A Fabián le cuesta ser explícito pero finalmente suelta que “sí, él ejercía violencia psicológica, y todo eso, con ella”. Reconoce que siente cierto pudor porque su declaración se trata de “dos vidas ajenas” y prefiere el recaudo. “Después de todo es su intimidad y, aunque yo no esté para nada de acuerdo, alguien con sus características dio con alguien como mamá y matchearon así”.
María del Valle Flores (790, peluquera de oficio, “tan tímida y pudorosa que jamás se animó a un escote y usó jeans por primera vez hace muy poco”) había sido criada “para asistir en cuidados a los varones de su familia”, dice. “En casa no comía hasta mi padre se sentara a la mesa. Y de existir algún problema con él (en referencia a lo que ha contado) su propia madre jamás le hubiese dado la razón. Porque ella debía responder a su marido, para eso se había casado. Es así. Había sido formateada para priorizar la felicidad de su padre, la de sus hermanos y, luego, la de su hombre“, explica.
“Mamá es la mujer más dulce, la adoro tanto... Hasta hace poco tuvo un merendero. Y a pesar de que siempre le advertimos que podría meterse en problemas, le ganó la vocación solidaria. Un día, esos mismos chicos a los que tantas veces había alimentado, le robaron la bici en la que iba, tirándola al piso y lastimándola hasta el punto de haber quedado mal de una pierna. Mi hermana y yo la increpamos: ´¡Se acabó, no hagas más estas cosas!´. A lo que respondió: ´Es que, al menos, por 2 horas, ellos lo pasan bien acá. Encuentran un poco de todo eso que necesitan´”, relata Fabián. “Y esa fue una gran lección para el resto de mi vida”.
El clima en casa “no era armonioso. Podía estar todo bien y, en dos segundos, todo demasiado mal”. Claro que con los años, hubo algunas sorpresas más. “Fue en tiempos de Versus (Telefe, 1998-2001). Yo participaba haciendo, entre otras cosas, cambios de look. El ciclo era una bomba porque aún se miraba televisión”, bromea. “Y quizás, creyendo que aquel éxito era mío y eso me daba mucho dinero, vinieron a buscarme. Cierta noche, una de las productoras me avisó que, en la tribuna, había una persona que preguntaba por mí. Se trataba de un señor, alguien mayor que yo, que no solo se presentó como mi medio-hermano sino que además me exigió plata porque su madre estaba muy enferma”, relata Fabián. “El modo fue sumamente agresivo que me indignó”.
Estaba descubriendo que Juan había tenido una familia paralela a la suya. “Fue toda una revolución. Otra vez papá. Otra vez intentar acomodar sus erros. Otra vez debía salir con el matafuegos a calmar sus incendios”, señala. “De haber podido, lo hubiese bloqueado”, bromea en serio. “Pero siempre estaba mamá de rehén. Y la reunión familiar era importante para ella, que trataba de que las Pascuas, la Navidad y todo eso se mantuviese de algún modo”, cuenta Fabián. “Durante mucho tiempo no participé de nada, tal vez porque lo único que me salía era enojarme. Hasta que nació Allegra, mi sobrina, y su llegada ameritó volver a aquel buen clima”, señala. Respecto de si, finalmente, pudo perdonar a su padre, Medina Flores responde: “¡He invertido tanto en terapia que para no hacerlo! Sí, tengo que apurarme porque él está muy mal. Muy enfermo. Y tal vez sea momento de aprender a desconectar de ciertas cosas y aprender, de una vez por todas, el arte del disfrute”.
El padre Andrés
“Así como el box alguna vez lo había hecho con mi padre, el colegio religioso logró salvarme”, asegura. Durante ocho años, a las 5:30 de cada mañana, Fabián llegaba al Nuestra Señora de la Guardia (Florida, Buenos Aires) para planchar el alba del sacerdote y las sobrepellices de los manguillos, lustrar el cáliz y “quitar los dedos marcados” de las bandejas de la eucaristía. “Ahí todo estaba ordenado. Los géneros, las velas, todo olía a lo que debía oler. Y, principalmente, no había gritos, problemas ni discusiones. Me sentía rodeado de belleza y quería sentirme así todo el tiempo. De algún modo crecí buscando que mis espacios privados fuesen así: en paz, armoniosos, tan distintos a lo que tenía en casa. Y siento que ya lo conseguí”, indica desde el living de su nuevo departamento frente al edificio de la Facultad de Ingeniería (Sede Las Heras) que, desde el sofá, “dispara la fantasía de que se trata de la Catedral de Milano”. En definitiva, el padre Andrés fue clave. “Me enseñó la importancia de los buenos hábitos. El valor de la disciplina. Pero, por sobre todo, ese genio supo mirarme. Mientras a los demás les organizaba el torneo de fútbol, a mí me ponía en fila mis deseos”, cuenta. “Se ocupó de hacerme pensar en qué eran esas cosas de la vida que realmente me interesaban. Él le prestaba atención a un niño diferente y eso, ayer y hoy, es muchísimo”.
Al cumplir 14, Fabián decidió que sería sacerdote. “Estaba genuinamente convencido. Por un lado me protegía y por otro, ayudaba”, dice. Para entonces, y durante años, las visitas al Cottolengo Don Orione habían sido el plan fijo de cada fin de semana. “Tal vez ahí, entre excluidos y necesitados, donde vi cosas realmente tremendas, fui forjando una vocación de servicio. Preparaba las meriendas, los ayudaban a higienizarse, los acompañaba a rezar y a preparar su ropa. Me sentía bien dando un mínimo de belleza, haciendo que sus días sean un poquito más lindos”, cuenta. Pero el seminario sería un camino que a ojos de hoy define como “tortura”. No lo conoció, pero jura que “es lo más parecido a ese servicio militar que tantas veces me sedeaban mis primos cuando me bullyineaban”, recuerda. Entonces describe un pasaje de la diaria en aquel lugar: “¿Querés jugo?, me preguntaban. Bueno, acá las tenés, ¡exprimilas! Me decían acercándome una de esas latas inmensas de kerozene repletas de naranjas”, relata. “¡Arrancaba a las 4:30 de la mañana y para el mediodía ya no resistías ni el olor! Ese sitio era un gran filtro. Supongo que intentaban sacarte las ganas. Ni siquiera en casa me habían gritado de esa manera”.
Fue entonces que el padre Andrés (aunque ajeno, preocupado) citó a Juan Belarmino y a María del Valle para sugerir un camino alternativo pronunciando tres palabras y una combinación que, por aquel entonces, sonaba “como la peor rareza”: psicólogo y test vocacional. El arte fue el denominador común en cada intento y, entonces, Fabián se despidió del seminario. “Sin saber que chocaría de frente con otra realidad”, anticipa. Debió completar el año en un colegio estatal (“creyendo que lo peor ya había pasado”) hasta poder ser inscripto en el secundario Martín y Omar (San Isidro). “Claro, yo había salido de una cajita y se me vino un tsunami sin aviso al tomar conciencia de esa situación económica y familiar de las que hablé hace un rato. De las pérdidas y las desilusiones en referencia a papá”, recuerda. “Ya no había auto, no había esto, ni lo otro... Nos habíamos achicado un montón”.
Alguna vez, así como al pasar, su padre sugirió: “Si tenés algún amigo que nos quieras presentar...”. Y ese inicio de frase bastó para enojarlo. Transitaba el final de su adolescencia “¡y me pareció un horror!”, recuerda Fabián en tiempos de “extrema negación” respecto de su sexualidad. “Me convertí en adulto rodeado de artistas, en un ámbito en el cual el único prejuicioso con el tema era yo. Tal es así que una editora de moda, con la que trabajaba, llegó a decirme: ´Tratá de poner en vos mismo la magia y el color que das a lo que hacés´. Todo yo eran mis prejuicios. Ejercía mi propia represión. Veía tanto desorden afuera que no quería provocar uno más. Tendía a conservar ese orden, esa disciplina con la que me había formado”.
Su coming out llegó “de muy grande”, señala uno de los protagonistas de La jaula de la moda (Ciudad Magazine). “Creo ser el único gay de mi edad que nunca ha pisado Amerika Disco, por ejemplo. No iba. No me gustaba lo que había. Ni me parecía un plan verme ahí adentro”, explica. Pero los 90 dejaban vacías las pasarelas convencionales y las modelos se convertían en figuras de esos sitios en los que se bailaba la mejor música. “Y de repente, en el News (por Buenos Aires News), Florencia De La V (47) era celebrity de cierre de los desfiles en los que las modelos se animaban a las plumas y ella, a la alta costura. Fue así que la conocí”, evoca antes de dar cuenta de cómo logró abrazarse a su propia identidad.
“Y es así que un día apareció Jorge Ibáñez (1969-2014). Yo no usaba sus vestidos para mis producciones. Me gustaban más otros diseñadores. Siguen gustándome más otros diseñadores”, admite Medina Flores. “Ese también era un chiste entre nosotros, porque sabía tomarse mi opinión con su humor, tan de otro planeta”. Desde entonces, “cuando el día venía más o menos estresante, nos enviábamos un mensaje: ´¡Ya, a la barra de tal hotel!´. Destapábamos un espumante y ahí veíamos cambiar la luz del sol hasta muy tarde. Siempre los hice cargo por eso: ´¡Ustedes me introdujeron al alcoholismo!´”, dice con gracia.
“Yo estaba acostumbrado a ser el gran celador en mis equipos de trabajo, siempre en pos de la perfección absoluta. No tomaba más que agua en una década en la que gente se divertía en serio. Siempre salí ileso de esa locura y acompañando a muchos zombies a sus casas después de cada evento”, relata. En definitiva, “Jorge era todo para afuera y yo todo para adentro. Él podía hacer todo eso que hacía yo, pero además lo pasaba bien. Entonces me di cuenta de que yo también podía divertirme aún siendo tal cual era, como me salía y sin pruritos. ¡Y eso estaba bien! Lo extraño horrores...”, admite conmovido. “Él me conquistó por lo amoroso que era pero, principalmente, por su libertad. Imaginate, yo, que venía de estudiar piscología para entender qué era lo que me pasaba porque la religión no me había ayudado demasiado, estaba siendo final y realmente libre. Jorge me enseñó a no postergarme nunca más”.
El amor no le costó menos que su salida del clóset. “No estaba bueno, pero hubo un largo tiempo en que, una vez superada esa etapa, yo me relacionaba solo con hombres casados”, revela. Se trataba de “personajes muy particulares, que debían ser cuidados y protegidos”, señala. “Todo era: ´Nos vemos detrás de la segunda columna del tercer nivel de tal estacionamiento...´. Y yo creía que eso estaba bien. Que era el modo normal de vincularse. Salí con un funcionario y con un polista”, detalla. Pero hará foco en el romance más “intenso y extenso”, el segundo de los mencionados. “Yo entendía que él, por las exigencias de su deporte, necesitaba estar acompañado por su mujer. Cuadraba con la lógica. Y no lo pasé nada bien. Nada bien”, describe. “Una vez, durante un Abierto (de Polo), terminé al lado de ella, escuchándola y sugiriéndole (a modo de consuelo) que lo cuidase más. Y por otro lado, mientras estaba con él, le aconsejaba que no se divorciase. Llegó un punto en el que pensé: ´¡¿Pero qué estoy haciendo yo en medio de estas negociaciones?!´”, relata.
Esa relación tampoco tendría un piedra libre. Pero sí menos tensión en cada cita. “Había dos ventajas para la situación: no existía tanto asedio con los celulares, ni mucho menos con redes sociales, y yo también viajaba mucho, lo que propiciaba los encuentros casuales. Una vez me citó en Patio Bullrich, y le dije: ´¡¿Ahí vamos a vernos?!´. Me respondió: ´¿Cuál es el problema? Ahí tomo el té con mi madre, converso con mi contador...´. Pensé: ´Pero mirá que piola...’. Tenía todo muy estudiado. Tanto que después descubrí que yo no era el único”, relata Fabián. “Claro, yo no exigía nada. Todo se iba acomodando tal cual sucedía”. Dice que si bien siempre supo que esa relación sería imposible, “hubo una vez en la que él casi me elige a mí”, dispara. No dirá que el polista estuvo a punto de dejar a su familia “porque me resulta algo agresivo para la otra parte”, explica. Pero, al parecer, un enojo interno en el matrimonio había desatado la “valentía” del señor en cuestión. “Y enseguida me convencí de que se trataba de un rapto emocional por lo que estábamos viviendo juntos en ese lugar, en ese ratito. Que no dejaría a su main sponsor. Y que yo merecía que me eligiesen genuinamente y no porque había peleado con su dueña o, mejor dicho, con su patrona”.
La relación duró tres años y, al final del día, “fue claramente egoísta”, sentencia Fabián recordando su decisión de terminarla. “Nada fuera de la típica mentalidad de un campeón que, de cualquier forma, siempre terminaría ganando. Yo jamás sería una prioridad, ni habría un proyecto de hogar ni peinaríamos juntos caballos blancos”, grafica con gracia. Un poco de hartazgo y mucho de diván sirvieron para quererse. “Y así como yo podía optimizar guardarropas, marcas y entidades, me encargué de mi mismo. Me traté bien y mejor, como lo haría con cualquier otro cliente. Esa fue la primera vez que me elegí. Que estuve pendiente de todo eso que me gustaba a mí. Aprendí a disfrutar como debía y merecía”, cuenta.
Es en ese estadio de inédito bienestar que “finalmente logré sentir alivio por haberme alejado de la mala gente”, sentencia. El polista aceptó, sí. Pero no se alejó demasiado. “Pasé por todas las instancias: odio, rechazo, pena, y ahora me da risa. Volví a cruzarlo en algún que otro viaje previo a la pandemia. Con él y con su madre, que me adora. Pero no volví a canjear mi felicidad”, concluye. “Tengo un grupo de WhatsApp con mis seis amigos heterosexuales que se llama ´Mis maridos´. Y al compartir que ya no estaba dispuesto a estar con nadie más, ellos siempre me alentaron: ´¡Vos tenés que conseguirte a alguien como vos, tranquilo, buen pibe...!´. Y finalmente ese hombre apareció”, desliza anticipando de qué irá el próximo párrafo.
Llama JM a su futuro marido. Fabián es reticente a los detalles porque aquí está en juego la intimidad de alguien más. Pero dirá que el entrenador personal Juan Manuel Ardaiz (27) “es un tipo íntegro, responsable y con principios, que muchas veces parece más grande que yo por su don de señor”. Se conocieron hace cinco años, “casualmente en un Abierto de Polo”, suelta con suspicacia. “Y como le pasa a todo el mundo que lo ve, me distraje con su imagen, porque es muy guapo, sin sospechar la calidad de hombre que había detrás”, dice. Medina Flores no solo descubrió “alguien que lee más que yo”, sino también, el mejor “y más apasionado” compañero de palco en el Teatro Colón. Y fue precisamente ahí donde, tal vez, JM supo confirmarle que no habría mejores. “Yo lo vi comportarse con los suyos. Vi cómo le quitaba el abrigo a su madre y a su hermana. El modo, sus movimientos. Es un dandy de otra escuela. Me acuerdo que pensé: ´¡Es Gino!´”, refiriéndose a Bogani, su pope en el mundo del estilo. “Conocer a la familia de JM me dio cuenta de todo. Su madre es divina, vienen a casa, participan, eligen vinos juntos, y él tiene con ella la relación que me hubiese gustado tener con la mía”.
De repente un día, en alguna situación social y del modo más casual, Fabián escuchó a JM decir: “...porque nosotros somos muy felices”. Y entonces se sintió “cohibido”, describe. Pero segundos después reaccionó: “Claro, él sólo estaba describiendo eso que nos pasa. Sí, somos una pareja feliz”, asegura. Tanto que se casarán el próximo 18 de septiembre, día del cumpleaños de Hannibal, el mini galgo que comparten (“y el único que podría inspirarme algo parecido a la vocación de ser papá”). Ya designaron a sus testigos porque “en realidad ya hubo una ceremonia que fue la más importante para nosotros, por eso podemos alardear”, comenta. “Y lo digo con cierto prurito porque me sorprendí a mí mismo estando en esa. Me dije: ´¿En serio estamos haciendo esto?´”. Fue JM quién impulsó la moción durante una comida con sus amigos, la pareja de Alexia Toumikian y Juan Pablo de Jesús (por otro lado, padrinos del can). “Nosotros también deberíamos pensar en casarnos, ¿no?”, preguntó el entrenador. “Yo hice como que no había escuchado nada”, cuenta Fabián. “Pero insistió”. Lo inevitable esperaría dos años de pandemia y una mudanza.
Y entonces una noche cuadró la escena perfecta. “Estábamos comiendo en un lugar fabuloso con su familia y mejores amigos, cuando, en relación a aquella propuesta, dije: ´Debería ser en un lugar así, con esta arquitectura´. Justamente ese día se habían casado Simon Porte Jacquemus (diseñador francés y fundador de la firma Jacquemus) y Marco Mestri, y compartí en mis redes algunas imágenes de esa boda. Una cosa llevó a la otra y dijimos: ‘¿Cuántos somos? A ver... 12. Listo’. Se dio”, relata Medina Flores. “No le tengo miedo a la palabra y ya sabrán que no falta capacidad discursiva, pero esa noche fue JM quien mejor se expresó. Habló de lo que sentimos, de lo que construimos y terminó recordando una frase que me había dicho al conocernos: ´¿Y si es? ¿Y si funciona?´. Y sucedió. Aquí estamos, transitando esta felicidad y esto que se nos dio tan naturalmente. Claro que esa noche todos dijeron: ¡Ahora falta una gran fiesta!”. JM quiere que el festejo sea frente al mar, “porque ahí todo siempre es más amable”. La clave es “celebrar como sabemos”, porque esa ha sido una “gran lección” según Fabián. “Después de la muerte de Jorge (Ibáñez) yo aprendí a vivir al día. Pero al día de todo: de las emociones, de la diaria... Ya no pienso como antes ni espero demasiado: ¡Este vino se abre hoy!”, enfatiza. “Yo decidí que viviré creyendo que muero cada día”.
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