Fue en agosto que dijo no tener recuerdos de haber deseado jamás un día del niño. Que era la primera vez en 58 años que imprimía ese registro. Que nada tenía que ver con extrañar a sus viejos, “como otra tantas veces”. Ni con la nostalgia de los días felices en el Club el Tala, no. Ni siquiera con la añoranza de su vida entre sus perros. Si no, tal vez, con pretender abrazar “la injustificada sensación del todo por delante”. De “pensarse con cierta impotencia inmortal”. De “no reprocharse lo que hicimos bien y lo que hicimos mal” hacia alguien más o en detrimento de uno mismo. Porque, después de todo, siempre estaría ahí ese “inventado futuro eterno para sanarlo”. Fue en agosto que sintió inéditas ganas de un día del niño, “para abrazarme y decirme que ya pasa, que lo voy a superar”. Y, entonces, aquel posteo se hará centro de esta charla curiosa por saber quién fue Luis Esteban, mucho antes de convertirse en Novaresio (58).
Y es que Vera (hija de su marido, Braulio Bauab, 55), le ofrendó en convivencia esa “reconexión con la patria de uno”, como define a la infancia. “Ese sitio al que permanentemente recurro, por ella y también en vericuetos típicos del psicoanálisis, para recordarme quién soy pero, principalmente, quien no quiero ser”, cuenta. Tras ese vaivén lúdico entre los dos, que comenzó cuando la pequeña de 5 años tenía apenas 10 meses, fue que Luis moldeó esa reflexión a la par de las plastilinas. Y aquí asoma el quid de la cuestión. “Ya he cumplido con las expectativas de los otros. He sido un gran considerado con lo que se esperaba de mí. Y así perdí mucho tiempo anteponiendo ese modelo a mi propio deseo. Son muy pocas las cosas que tengo claras en esta vida y una de ellas es que hoy no quiero ser ni hacer eso que no venga en ganas”.
Respecto de si ha sido un niño feliz, Luis suelta una salvedad. “Atravieso una etapa de una intensa revisión de categorías. Y la de la felicidad me parece demasiado pretenciosa”, dice. “Partiendo de un sano entorno familiar, reconozco un montón de etapas felices”. Y enumera algunas fotos precisas: “los juegos con Mariana, Gustavo y Robertito (sus vecinos de pasillo) en el patio de Cochabamba 554, por ejemplo; mi primera carrera de natación ganada en algún torneo local; y las sesiones de piano. Hechos pequeños de gran alegría”. Pero entendiendo que “la felicidad es una construcción arbitraria de sumas de buenos instantes” sostiene que no tarda en “hurgar en esos momentos que no han sido nada gratos. Algunos tuvieron que ver con mi condición sexual, otros tantos con la enfermedad de mamá (de la que hablará luego) y con el hecho de haber crecido en una casa con prolongadas y difíciles estrecheces económicas, en la que, además, no se decía ´te amo´ y los silencios pesaban, tal vez, más que las palabras”.
Yendo por partes. En referencia a cierta precariedad de bolsillo, Luis se recuerda preguntado frente al plato sobre la mesa: “¿Por qué fideos todos los días?”. Y a su madre responder: “Porque somos italianos”. Claro, no tardaría en darse cuenta de que el menú nada tenía que ver con raíces ni tradiciones. Es más, “muchos de mis miedos de hoy surgieron de aquellas épocas. De aquel clima del ´no nos va a alcanzar´ que había en casa”, advierte. No, no habla del pavor que siente por las arañas o por el fantasma de la ceguera que lo atormentó durante toda su vida y por el que llegó a comentar en terapia alguna vez: “Si me pasa, me suicido, pero sin morirme del todo”. Novaresio se refiere “al temor que comparto con Susana (Giménez), y que al escucharlo de su boca me dejó algo más tranquilo”, cuenta. “Le tengo terror a la pobreza. Todavía hoy sigo siendo muy gringo para eso. A principio de mes ya separo la guita para los impuestos, para la prepaga, para todo eso que supone el deber. Ni hablar del T.O.C. que nunca pude quitarme de encima: No puedo comprar ropa y usarla de inmediato. ¡Se guarda para cuando haya que salir!”.
En otra arista, la ausencia del “amor dicho”. Atribuye esa desafección a dos padres piamonteses: “Los italianos más duros y contenidos, tan diametralmente opuestos al de ese maravillo sur”, define. “No tengo dudas de que mis viejos me adoraban pero podría contar las veces me dijeron te quiero”, revela. Luciano Ricardo Alba Novaresio (“Alba lo heredó de una tía encaprichada con tener una sobrina que llevase su nombre y a quien nadie pudo hacer entrar en razón cuando la partera gritó ¡Es un varón!”) y María Olimpia Castagna habían escapado de una Torino en llamas durante la Segunda Guerra Mundial y llegaron a Adrogué, contratados por la Siam. Dos años después supieron que Rosario era un eventual polo industrial y apostaron a la apertura de su propio taller de rectificaciones de piezas y tratamientos térmicos. “Les fue muy bien por un tiempo”, reseña. “Y entonces... ¡Ay! Ya ni siquiera tengo ganas de nombrar a aquel ministro. Pero digamos que la revolución industrial de Carlos Menem liquidó a mi papá a tal punto que murió de tristeza”.
Luciano era “genial”, un gran autodidacta. “El tipo más culto que yo haya conocido”, define Luis. “Había aprendido español leyendo los diarios y era quien resolvía todas mis dudas semánticas. Fue un tipo del hacer, hacía y hacía tanto que hasta llegó a formar parte de las comisiones de la Dante Alighieri y del Hospital Italiano, en Rosario”, cuenta. “Pero, heavy. ¿Approach físico? No recuerdo que hayamos tenido. Aunque después, con el paso del tiempo, uno va enterándose a través de la gente: ´¡Tu viejo te admiraba un montón!´, ´Él estaba orgulloso de vos´. Y yo también. ¡¿Por qué no nos lo dijimos?!”, se cuestiona. “De mi viejo aprendí tanto... Hay algo de lo que está bien, de lo justo, de lo que corresponde, que él representaba muy bien”, dice. Un aspecto que, a su vez, ha pesado y que hoy, tantos años después, “podría reprocharle haberme inculcado el deber ser. Eso de ´primero hay que hacer lo que hay que hacer y si es que queda un rato, dárselo al placer´ Pero para el placer jamás quedaba espacio”, concluye. “La frase que más recuerdo es: ´Hacer las cosas bien y hacerlas mal es exactamente lo mismo en tiempo y esfuerzo. Sólo que si las hacés mal, vas a hacerlas dos veces´. La apliqué a la diaria por el resto de mi vida”.
No exagera. “Literalmente murió de tristeza”, cuenta Luis, de por entonces 32 años y “justo cuando comenzábamos a tener un gran vínculo de compañeros”. Luciano tenía una afección cardíaca que se complicó por los avatares del contexto. “La apertura indiscriminada de las importaciones de los 90 terminaron con su taller y lo dejaron en la ruina. Yo lo vi buscar trabajo desesperadamente. Ya no podía pagar ni la prepaga, con el dolor que le significaba asumirlo. Y ya recién recibido de abogado, pude incorporarlo a mi plan en la Caja Forense de Rosario. Todo eso le pegó horrible, muy feo. Y se fue”, relata. Es así que recuerda su “primer gran golpe de crecimiento”, como define. “Papá había tenido un primer infarto con riesgo de muerte cuando yo tenía 17. Y en un momento, en el cual no sé por qué motivo mamá no estaba en la clínica, escuché al médico preguntar: ´¿Familiares de Luciano?´ Me paré de inmediato. El tipo me miró a los ojos y me dio el parte. En ese preciso instante, y de un sopapo, yo sentí que me convertía en adulto”, afirma. “Y fíjate que ese hecho me envalentonó tanto que me sacudió esa timidez extrema y absoluta. Pasé de ser un gris, el chico escondido que fui durante mi época de escuela, a organizar el centro de estudiantes. A ser un tipo efusivo y hasta a querer dedicarme a todo esto”, cuenta. “37 años después, extraño a mi viejo con admiración. Y lo quiero con el discreto silencio con el que nos relacionamos. Sin mucho adjetivo dicho, pero con la sustancia de nuestro amor. Papá hubiese merecido conocer más vida y, cómo no, MI vida”.
María Olimpia no escapará a la revisión con reprendas. “A mamá podría reprocharle su dureza. Cierta intransigencia. A ella le costó mucho bancarse la idea de tener un hijo gay. Y me hizo muy pesada esa historia”, recuerda. “El 16 de febrero de mis 16 años, me dejó una carta en la que decía que respetaría mi decisión de vida. Pero que le dolía el hecho de que yo haría perder el apellido. Y eso fue un mazazo para mí”, comparte. “Entonces me senté frente a un dilema: debía elegir entre vivir bajo el designio materno o hacerlo según mis propias convicciones. Y aprendí, para siempre, que uno debe apostar a sus deseos. Vaya si fue crecer”, explica. Evita revelar las líneas de ese texto, “porque me llevan a un lugar de mucha emoción”. Pero sí desnudará el concepto general. “Contaba que me quería. Y que hacía todo ese esfuerzo titánico para tácitamente decir “´te quiero´ teniendo claro quién sos vos”. Para Luis fue de impacto ese enunciado. “Porque tenía la fantasía de no haber sido el hijo que ellos hubieran querido. Algo saldado pero que durante mucho tiempo ha sido recontra duro”, concluye. “Hoy estoy bastante potente con ese tema: creo que uno jamás va a satisfacer el deseo del otro, ni siquiera, y especialmente, el de la persona amada”.
En definitiva, Olimpia lo dejó tranquilo colando entre renglones “sos el hijo que quise tener”. Sí, claro. Habría una respuesta: “La confesión de mi profundo agradecimiento”, señala Luis. Pero fue “mucho más tarde”. El feedback del envío resultó más o menos así: “´¡Tengo la carta!´, `Ah, ok´. Y eso fue todo”. Jamás se habló del tema como tampoco de la vida “sin simulaciones” que Luis llevaba en su plano social. “Entiendo que mamá realmente hizo lo que pudo”, cuenta. “Aún cuando seguía usando frases del estilo ´¡Cuando yo tenga nietos...!´ Ya está, vieja, basta... ¡El señor que está al lado mío duerme en la misma cama!”, recuerda. “Frente a sus amigas, presentaba a mi pareja como ´un amigo´, y cuando me vine a Buenos Aires, seguía invitando a comer a quien fuera mi ex. No había dudas, pero tampoco oficializaciones de ningún tipo. Ya te digo, en la casa de los silencios, donde las omisiones pesaban tanto o más que las palabras, nada se decía con nombre y apellido”.
Para ese entonces habían logrado dejar atrás los tiempos de distanciamiento que supieron, al menos, aliviar el sofoco. “No dejamos de vernos, pero sí de hablarnos”, cuenta Luis respecto de su madre. Al cumplir 18, en simultáneo con el inicio de sus estudios universitarios, sintió una clara necesidad: “Yo quería bardear y eso no es compatible con la vida en casa de los viejos”. Trabajó como cajero en un supermercado y decidió mudarse a un departamento. Aunque, tal vez, sin medir algunas consecuencias: “Era mucho más que pagar el alquiler. Yo dormí en el piso durante dos años antes de poder comprar la cama en una carpintería de segunda”, recuerda. “Y cuando ella se puso complicada con el tema gay, desconectamos”, dice. “Era una tipa de mucha acción. Tenía esa cosa de caer en casa para ver qué... Y algunas otras cosas más difíciles. Tanto, que no dan ganas de contar. Situaciones duras pero ya perdonadas. Muy saldadas”, afirma. “Quiero creer que realmente intentó hacer todo lo que pudo. Y su estructura le permitió eso”.
Y haremos un alto aquí, porque el cambio de racha permitió entrever un gran episodio en la vida de Luis. Al dejar la caja del supermercado pasó por la secretaría de la Dante hasta llegar al consulado italiano. “De repente empecé a ver mucha plata. Era un pibe de 22 y me pagaban, como decirte, 4 mil dólares mensuales por un trabajo administrativo muy pavo”, cuenta. Entonces ganó una beca de estudiante en la Università di Siena y decidió radicarse en la Toscana, Italia. “De lunes a miércoles era mozo en un bodegón y el resto de la semana me dedicaba a la vida nómade de mochilas y albergues”, recuerda. En su trayecto por Napoli compartió cuarto con un australiano “que no hablaba una sola palabra en italiano ni en español” y con una salvadoreña “que recorría el mundo haciendo evangelización de la Teología de la liberación”, describe. Una de tantas noches en la que buscaban diversión “en esas calles tan heavies”, se metieron en el único sitio todavía iluminado. “No, no era un bar”, relata. “¡Eso era un velatorio!”
“Al irrumpir, vestidos de turistas, la gente nos miraba de un modo espantoso”, cuenta Novaresio. “Yo hablo bien el italiano, pero con un acento que evidentemente no es del Sur. Fue así que un señor me dijo: ´Usted no es de aquí. Usted es el del Norte´. ´¡No! Yo soy recontra del Sur, soy argentino´, respondí. Claro, era 1990 y se vivía el pico de la fiebre mundialista. ´¡Argentino, Maradona!´, gritó el hombre en pleno velorio. ´¡Giuseppe, aquí hay un argentino que conoce a Maradona!´, le comenta efusivo a un familiar que estaba del otro lado del salón. ´No, no... Yo no conozco a Maradona´, intenté explicarle por lo bajo. La salvadoreña me miró y me dijo: ´Sí, te callas y lo conoces´. Todo se había hecho un alboroto. Gente, gritos y un hombre muerto ahí en el medio”, detalla Luis. “Nos llevaron en auto hasta el albergue con la promesa de pasar por nosotros al día siguiente para llevarnos a almorzar pastas a la casa familiar. ¡Ellos querían que yo les contase mis anécdotas con Maradona!”, relata. “Me sentaron en el medio de la mesa. Y a mí, que los únicos datos que tenía de Diego eran Villa Fiorito y la Claudia, me decían: ´A ver, contanos cómo es doña Tota´”.
Recapitulando, María Olimpia falleció en abril de 2017 (a sus 85), 4 meses después de haber sufrido una caída que fracturó su cadera. “Ella había padecido el síndrome de Rendu-Osler-Weber, se trata de una fragilidad capilar congénita que le provocaba profundísimas hemorragias nasales y anemia consecuente”, explica Luis. “Y esos episodios, de tanta vergüenza social para ella, porque podían detonarse en cualquier momento y lugar, me sumían en una gran tristeza cuando era un chico. Significaron siempre una gran angustia para los dos. Y la gran razón por la que no he tenido hermanos”, relata. “Cuando nací tuvo una hemorragia fatal. Hoy se trata la afección en las maternidades, pero en aquel entonces los médicos le dijeron: ´¡No más!´. Y cierta vez que, inocentemente, en la radio dije ´Me hubiera gustado tener un hermanito´, lo pasé muy mal”, afirma. “Al llegar a casa, ella estaba triste y algo indignada por ese comentario, así que no jodí más con ese tema”.
Fue una gran maestra de tenacidad. “De mi vieja aprendí a decodificar silencios. A tener vergüenza. A paralizarme cuando me sentía excluido. A no abrir la heladera en casa ajena. A no comer antes que el resto. Ni repetir, ni pedir la sal, ni reclamar más salsa para la comida que se sirviera. De ella aprendí a manejar autos. Que los animales también son el prójimo. A despagarme de su brazo hasta decir: “Ya está, voy a poder solo”. De mamá aprendí la forma de amor envidiable que tenía por mi padre”, enumeró Luis alguna vez. Olimpia compartía con Luciano el estilo de la sobriedad afectiva, “sólo que como ella vivió 22 años más que él, tuve tiempo de deconstruirme”, analiza Novaresio. “Aprendí a decirle un montón de cosas. A toquetearla, a franelearla y a abrazarla hasta el último momento. Mi vieja murió de mi mano, y aunque no fue recíproco porque todavía le costaba, no me cansé de decirle cuánto sentía por ella”.
Y se enciende otra memoria de aquel día. “Todos los psicoanalistas te explican que, a la edad que fuese, la orfandad es un vértigo que excede todo eso que presumimos”, suelta. “Una de esas noches en que mamá se debatía entre la muerte y la vida, me había recostado en un sillón de una de los boxes de terapia intensiva. Estaba hecho bolsa. Entonces pasó una médica residente. Una chica joven, de unos veintipico. Me dijo: ´¿Sabés por qué estás tan mal?´ Sí, le respondí: Porque mi vieja va a morirse. ´No sólo por eso, sino porque, además, vas a quedarte huérfano. Y es la sensación de soledad más grande que vas a experimentar. Porque para arriba ya no hay nadie´. Al principio me molestó su comentario, pero le pedí: ´A ver, contame más´. Continuó. ´¿O no te pasa que tenés un logro o una decisión fenomenal ya resueltos pero se los contás a tus viejos sólo por esa sensación de contención, de cierta validación tan necesaria? Y de repente no están más´. La entendí. Yo no tengo hijos, tampoco puedo mirar hacia abajo. La orfandad me es muy pesada”, revela.
Otra arista de esas desdichas que Luis señala ha sido el bullying. “Sufrí bastante”, anticipa. “Tenía una apariencia física que no colaboraba: blanquito, flaquito, rubiecito, de pelo largo. Todo parecía ser propicio para eso. Hasta que comencé a nadar y lograr una contextura más importante, la pasé mal. Muy mal y durante mucho tiempo”, cuenta. “El modo de desprecio era decirte ´maricón´. Esos momentos fueron de plena angustia, porque uno es excluido, apartado, segregado por motivos que no logra entender. ¿Por qué la mirada del otro es tan importante? Y no olvidemos, que además, vuelvo a decir: pesaba mucho aquel deber ser que respiraba en casa”, señala. “Mirá lo que son las vueltas de la vida que después de muchísimos años me reencontré aquí en Buenos Aires con un conocido de aquellas épocas. Un chico que se había dedicado tanto a hostigarme con aquella expresión. Y me pidió disculpas. Fue un re-gesto”. Después de todo, “si hay una palabra que hoy me gusta mucho es ´Puto´”, cuenta. “Me parece un término divertido, muy nuestro. Uno que deberíamos reivindicar”.
Muy a pesar de la desnudez que suponía la vida de equipo en los vestuarios del natatorio, Luis marca el “inicio de mi deseo homosexual” en la pantalla. Su crush (o “platónico” en términos más convencionales) ha sido Tom Selleck (77), “un estilo consecuente a lo largo de mi vida”, suma con gracia. Pero la magia se esfumó al descubrir que “el tipo era ideológicamente siniestro, de ultra derecha y hasta miembro de la Asociación Nacional del Rifle”. No obstante cuela una recomendación: “Que nadie se pierda In & out (Es o no es), en la que se enamora del personal de Kevin Kline. ¡Una gran película”. En definitiva, Novaresio tuvo “algunas novias” hasta sus 19. Después se enamoró de Alberto. “Mi primer amor fue un levante callejero”, recuerda. “Se trataba de un pibe fuera de serie que, incluso, me abrió la puerta a una gran pasión: la música clásica y, particularmente, la ópera. Era cantante barítono, salido del Instituto Pro Música de Rosario, que es como el non plus ultra de la música medieval y de cámara”, dice. “Lo llamaban el turco, tenía una familia hermosa y realmente era un fenómeno. Yo ya vivía en Buenos Aires cuando llamaron para darme la espantosa noticia: había sido asesinado en un hecho de robo tremendo”.
Dice que le gusta tanto ser gay que, a ojos de hoy y con la posibilidad, elegiría el mismo destino. “Me parece que es una re vida”, dispara. “La homosexualidad me ha traído buenas cosas. Por lo pronto me obligó, como a las mujeres, a los negros o a practicantes de otros cultos, a una doble demostración de que se está a cierta altura. Eso desarrolló en mí una gran autoexigencia. Te diría que yo he sido mi crítico más cruel. Porque realmente supe ser despiadado conmigo mismo...”, cuenta. Y en ese tren, jura haberse castigado “muchísimo” en cierto sentido. Y se refiere a lo que llama “una errada convicción filosófica”. Luis creía que (“aunque jamás la careteé”, como señala) compartir su sexualidad era “sumamente discriminador”. En definitiva “tampoco la heterosexualidad debía ser anunciada”. Y lo entendió casi a la fuerza, “con un coming out muy de prepo”, define. Recordemos la vez en que, con afán de fotografiar a su gato que paseaban por delante de su computadora, quedó expuesta la pestaña de un buscador de pornografía gay. “Y debo decir que lo que más me dolió no fue haber sido trending topic durante los siguientes 3 días, sino más bien que los más jóvenes me trataran de demodé: ´Ey, Luis... ¡Esa página ya está pasada de moda!´”, suelta con gracia. Pero el relato oficial llegaría tiempo después, cuando un epígrafe debajo de las primeras fotos robadas en compañía de Braulio rezaba: ´Novaresio y su chongo´. “Él me dijo: ´No da, soy profesional y tengo una hija, hay que aclararlo´”, recuerda sentado en la Grand Suite del Hub Porteño Hotel, sitio de nuestro encuentro.
De todos modos, y tal vez por ese instinto de supervivencia que forjó su condición, como señaló en líneas atrás, Luis dice haberse preparado. “Ya casi no tenemos vínculo con Osvaldo Bazán (59), pero en tiempos en que éramos amigos me dijo una frase que conservé muy vigente: ´Hay que estar muy listo para que en algún momento de la vida te digan puto de mierda. Y durante mucho tiempo lo esperé. Te imaginarás que haciendo periodismo político de debate, y en el fragor del ida y vuelta, siempre fantaseaba con: ´Ya se viene, este tipo va a darme por la cabeza que soy puto´. Pero inmediatamente ponía el foco en: ´¿Y qué voy a hacer cuando pase?´ Porque de eso me ocupaba”, relata. Finalmente ese universo quimérico (y casi apocalíptico) sobre el día después del dato revelado se sintetizó en abrazos, más y menos espontáneos, pero con aceptación genuina. Luis elige tres reacciones. “Cuando conté que estaba enamorado, una persona muy importante del medio en el que trabajaba por entonces, atado a un viejo formato y un poco más grande que yo, me dijo: ´¡Te equivocaste! Vas a perder parte de tu público como le pasó a Ricky Martin´. Y confieso que me paniqueó un poco”, cuenta. “Después, recibí un conmovedor mensaje por whatsapp de un importantísimo ex viceministro de economía, muy conocido, a quien no nombraré porque no me lo autoriza, en el que escribió: ´Mirá, para mí los putos estaban mal. Yo me burlaba de ellos. Y cuando te vi dándole un beso a Braulio (en la transmisión del casamiento) me emocioné y aprendí un montón´. En ese momento yo pensé: ´Ya está. ¿Sirvió? Tarea cumplida´”.
Y remata con el recuerdo de la charla que mantuvo con Daniel Hadad (60). “El mayor apoyo, la más cálida comprensión, vino de su lado”, describe Luis. “Yo llegué a Buenos Aires contratado por él. Desde entonces gané una amistad. Cada vez que yo debo tomar una decisión heavy, personal o profesional, es a quien llamo. Y cuando pasó aquel episodio con mi gato, fue al primero a quien recurrí para charlarlo. Quien lo conoce sabe que las reuniones con él duran 6 minutos. Ponele 7, como máximo. Nosotros pasamos una hora y media de genialidad. Inclusive me contó muchas cosas de su vida que me ayudaron a entender la mía. Daniel me animó con sabiduría: ´Luis, tranquilo. De aquí en más disfrutá de lo que va a pasarte´. Hoy entiendo que debí haberme reído de aquella situación”.
Considera que “Argentina sigue siendo un país homofóbico, racista y antisemita”. Y que, aunque le de tedio contar su historia una vez más, “de homosexualidad debe hablarse hasta que la cancha quede nivelada. Hasta que ya no tengamos necesidad de tener ´un día del orgullo´. Hasta que una acción privada no se convierta en un hecho de peso para la toma de decisiones o considerados. Hasta que ya no sea un tema”. No. No se siente referente. Luis prefiere hablar de “colaboración”. Presume su invitación más reciente: sumar voz en un SUMMIT sobre transversalidad LGTBIQ+ en el sector empresarial gestionado por Antonio Aracre, máxima autoridad de Syngenta para Latinoamérica Sur. Siempre está pronto para marchar orgulloso y hasta para presentar DJs sets del Colectivo como en el último festival de la calle Gurruchaga, por pedido de Pamela Malewicz, Subsecretaria de Derechos Humanos y Pluralismo Cultural de la Ciudad de Buenos Aires. Es así que Luis descubre su nueva amistad con Alam Wernik. “Me preguntaron: ´¿Te animás a anunciar a este Dj?´ Pero claro, respondí. Enseguida goolgleé y vi que era brasileño, que reside en Chicago (Estados Unidos), que durante algún tiempo había vivido aquí en Buenos Aires y que, además, es actor porno”, cuenta. “Cuando me vio, me dijo: ´¡Amigo!´ Claro, él me conocía de la televisión, pero porque en realidad era fan de Viviana Canosa (51), con quien yo hacía el pase en mi anterior trabajo”.
Alam, Luis y Braulio ya tienen planes para el reencuentro de fin de año. “Y me encanta decir que tengo un amigo actor porno que gana miles de premios por lo que hace. ¡Y esto a mí me lo dio el hecho de ser gay!”, explica. “¿Entendés que el tipo que venía de la política y, es más, de trabajar con Mariano Grondona (90), sale de noche con un actor porno? ¡Es una felicidad enorme!”, suelta antes de una revelación. “Y si hablamos de alguna posibilidad en otra vida... ¡Sí, me encantaría ser actor porno! ¡¿Por qué no habría de intentarlo?! Bueno... Tampoco sé si me da”, remata con gracia. Puede resultar algo extraño pero “ninguna bestialidad” (como rotula) volver a hablar de lo que significó la muerte de Olimpia. Porque Luis asegura que ha sido “liberadora” en un gran sentido. “Yo soy un tipo considerado, pero lo he sido al extremo. Al punto de obturar un deseo personal, de contener ciertas cuestiones. Y hablo de mi consideración hacia ella. Que, repito, tal vez hubiese podido más. Pero yo supuse que una mayor exposición mía podría joderle. A ver, una vez dije que me hubiese gustado tener un hermano y eso desató un dolor inmenso. Imagino que el que yo diga que me gustaría ser actor porno, entre otras tantas cosas que he contado en esta charla, no le hubiese generado demasiada simpatía”, resuelve. “Hoy ya no debo considerar que mi vieja está ahí”.
Tal fue así que el 15 de julio de 2021 logró colocar un anillo de casado en la mano de su marido muy de frente a quien quiso celebrarlo. “Braulio me transformó”, así señala. “Encontré en él algo que no es muy frecuente hallar a nuestra edad: un par. Tiene una historia, una vida, una profesión, objetivos, una espalda sobre la que descansar y una voz a la que atender”, enumera. “Sin duda alguna, el Señor B (Braulio) me convirtió en mejor persona”. Y no sólo dirá que le abrió “la puerta a un disfrute de lo cotidiano y de los social, al que no estaba acostumbrado”, sino que además (como gran cultor del fitness) influyó hasta en su evolución física. “Finalmente me siento muy bien”, dispara. Sí, Luis se refiere a las cuestiones de salud que lo alejaron de algunas medicaciones clásicas de los pos 50, pero también a “cierto narcisismo estético”. Una “presión muy del universo gay más allá de la hegemonización de la belleza a nivel general”. A Novaresio, el paso del tiempo le resulta “por lo menos, espantoso; la gente te dice: ´Pero los años traen sabiduría... ¡Te la canejo ya!´ A mi me tiene un poquito tomado ese tema”, cuenta. Sí, Novaresio piensa en la muerte. “De hecho ´¿Nos morimos y qué pasa?´ es una de las preguntas fetiches en mis entrevistas”, dice. ¿Su propia respuesta?: “Nada”. Hay algo de la mística que le resulta “contagiosa”. Pero, “para no ser tan petulante” prefiere definirse como agnóstico: “Porque así nos definimos aquellos que con las herramientas de conocimiento que hoy tenemos no podemos demostrar la existencia de Dios. Es por eso que mis amigos ateos me llaman cagón”.
A esta altura de la soirée, y principalmente al lado de Braulio, la noción de pareja se ha resignificado. “Es que nosotros ya hemos pasado la maravillosa y disfrutable etapa del enamoramiento”, cuenta sobre aquel supuesto período de los 2 años del que hablan los neurocientíficos. “Yo compro el fármaco del amor. No creo en el hilo rojo (ni en ningún otro designio al que llamen destino), pero sí en la atracción inexplicable en la que uno apuesta. Porque el amor es una apuesta”, asegura. “Gabriel Rolón dice algo así como que el amor es saber cómo herir a otro y no hacerlo. Es el poder sobre uno que el otro decide no accionar. Y mi historia con Braulio es otra historia, en la que lo más fascinante es la honestidad. El ´che, pasa esto, qué hacemos?´”, cuenta. Respecto de la fidelidad “y de todo lo demás”. Porque “ser fiel es ser respetuoso a lo que se acuerda, a lo que nos pasa y al planteo pertinente. Nosotros tenemos un pacto de sinceridad”, señala. “Y aquí estamos. Decidimos compartir. Hoy sucede esto. Si mañana es otra cosa, nos lo contamos”.
Lamenta no haber tenido hijos. “Aún cuando haya sido una decisión muy consciente”, explica. “Durante mucho tiempo la subrogación ha sido impensable y la adopción era inexistente para una persona sola y gay. Cuando ya pude, que era más grande, lo pensé. Pero en algún punto entendí que debía ser un proyecto de a dos. Hay algo que te golpea mucho en ese proceso de mal llamado ´alquiler de vientre´. En un momento te preguntan: ´¿Y quién se hace cargo si usted muere?´ Entonces decís: ´¡Epa!´... En fin. Ya estoy bien con ese tema. Ha sido decidido a conciencia”, anuncia. De todos modos la vida, un tanto obstinada, le tenía planeado un paseo de cerca por esas sensaciones. Luis y Vera se conocieron cuando ella tenía 10 meses. “Ya iba al maternal contando quién era el novio de su papá”, recuerda. “Al principio el vínculo fue raro. Yo no era el papá, claramente tampoco su mamá, porque la tiene”, dice sobre Virginia Laino, Experta en Gestión de Riesgo y ONG y Consultora Humanitaria. Dicho sea de paso, “la mujer que yo querría para tener un hijo”, como cuenta haberla “piropeado” alguna vez. “Porque no es ninguna Laura Ingalls, lo que la hace mucho más atractivo para mí, que desconfío tantos de las Laura Ingalls de la vida...”. En fin, “yo no era el papá, ni la mamá de Vera, pero sí el adulto que convivía con ella 3 o 4 días a la semana, que jugaba con ella y que me quedaba a su cuidado. Y lo resolvió maravillosamente. Ni bien empezó la pandemia, sus maestras le pidieron por zoom que dibujase a su familia. Entonces trazó a tres personas: ´Mi papá, mi mamá y mi Luis´, así nos llamó. Y es así como me siento. Yo soy el Luis de Vera. Y Vera es la Vera de Luis”.
Esta charla va cerrando en otro hogar, diferente al del PH de la calle Cochabamba. Y despunta así un imperdible Luis de diario epilogando esta nota y su presente. “Soy bueno cocinando, especialmente pastas. Lavo muy bien los platos, porque me resulta una gran terapia. Soy buen besador. Un don que pelea posición con el de la escucha. Y me gusta escribir cartas en circunstancias precisas a quienes quiero mucho”, enumera dando cuenta de la lista de sus otros talentos. “Casi todas las mañanas le dejo a Braulio una nota. Pero una nota a la que le pongo mucha garra”, comenta. “Este es mi anillo de compromiso”, dice mostrando el interior de la pieza. “El mío dice Churro muá, porque él me llama Churro. Y el suyo dice Calláte, Benedetti. Porque un día, después de leer las líneas que le había escrito, reaccionó: ´¡Parece de sobre de azúcar!´ Entonces le devolví: ´¡Pero calláte, Benedetti! Si nunca escribiste nada no te hagas el preciosista”. Cada noche, dice conciliar el sueño “con el Padre Nuestro como un mantra” aún sabiendo “el gaste” que recibirá de sus amigos religiosos por esa confesión. “No preguntes por qué, pero suelo repetir esa oración hasta dormir. Y en ese momento, se dan dos cosas. Mi última sensación: que es la seguridad de saber que al lado está mi esposo, que cuento con su infalible estrechar de manos. Y mi último pensamiento que es: ´Mañana estará muy bueno, porque volveré a hacer lo que tengo ganas”. Y hoy, de cara a sí mismo en una foto de pequeño, bien podría decirse: “Tranquilo Luis, la cosa no será tan complicada”.
Gracias especiales a Hub Porteño Hotel, sitio elegido para este encuentro.
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