Alguien agitado, entre el tumulto, gritó: “¡Los chicos también reclaman!”. Entonces, subida a lo más alto del Semi, en torno al que se había montado la manifestación popular, tomó el micrófono sin titubear. Tenía 6 años y tanta indignación como el resto de los vecinos congregados y urgidos del cierre de la ciénaga cercana en la que, tras varios pedidos vanos, había muerto un chiquito. Nancy Pazos (54) señala este recuerdo no sólo como presagio de su pasión sino también como la foto del contexto social de aquella porción del Sur, “siempre tan destratada y olvidada que hasta fue el sitio en el que se apagó el último farol de la Buenos Aires de la Revolución en 1810″, subraya. Habla de Villa Soldati, y aún así, lo hace agradecida “por esa mirada que me dio y que logró signarme” de camino a ser la joven prodigio del periodismo de los “gloriosos 90″ y en cada una de las elecciones de vida que la han traído hasta aquí: “El mejor de mis momentos”, sentencia.
Se crio entre el riachuelo y la quema. “Exacta y literalmente a 50 metros del lugar en donde se quemaba la basura de la ciudad”, describe. Y abre así la trama de su infancia, “etapa indudablemente definitoria” de la historia de cualquiera. La realidad, detrás de la casa de sus abuelos paternos (sobre la avenida Roca y José Martí) sí que apretaba. Sus padres “eran demasiado jóvenes” y “se acomodaron en esa vivienda que construyeron a pulmón y con sus manos cada fin de semana”, señala. Al momento de casarse, Horacio Pazos tenía 20 años y Lidia, 19. “Ella había huido abrazada al primer señor que pasó por la esquina, escapando de una relación muy compleja con su madre”, dice Nancy. La abuela Pancha (Francisca Riera) era canillita, dueña de “el negocio” frente a la estación de Soldati y “quien paraba la olla” en el hogar de un policía retirado, “con algunos problemas”, y dedicado a las changas. “Una mujer por demás empoderada pero demasiado machista”, señala antes de adentrarse al duro porqué.
Pancha “le cortó las alas”. Lidia era “brillante”, pero al terminar la primaria “mi abuela decretó que los únicos que estudiarían serían los mellizos, sus hijos varones, cinco años menores que ella”, cuenta Pazos sobre sus tíos, hoy abogado y docente de educación física. “Ni las monjitas del colegio, que la visitaban para rogarle, lograron convencerla. La necesitaba ayudando en su negocio”. El segundo episodio sería aún más devastador. “Una vez, algún hombre que frecuentaba el local manoseó a mi mamá. Y cuando finalmente ella se animó a contarlo, mi abuela le dijo: ´¡Chita la boca, que es mi mejor cliente!´. La situación fue letal para ella, le carcomió la cabeza a tal punto que nunca pudo perdonarla. Y a sus 30 necesitó cortar el vínculo”, relata. No volvieron a hablarse. “Lo curioso es que mi abuela fue diametralmente opuesta conmigo. Terminó siendo la mina más liberal. Yo ya vivía sola, trabaja y estudiaba. Y ella me pedía que le llevase mi ropa para lavar y planchar. No quería que me distrajera por nada. Y entonces me dijo una frase que la hice de cabera hasta el día de hoy: “¡Nancita, si lavás platos perdés plata!”
“Fue así que comenzó una historia de mucha frustración para mamá”, señala. Lidia se había casado con Horacio “al año de conocerse” y desde entonces “se obsesionó” por embarazarse. “Con decirte que papá siempre contaba que después de hacer el amor la tomó de los tobillos y la sacudió boca abajo para que todo entrase correctamente”, suelta con gracia. “Entonces yo representé para ella lo primero propio que tenía. El centro de su universo. Y seguramente depositó en mí la reivindicación de todas sus desgracias y desilusiones. Por lo que me convirtió en una nena prodigio. Porque a pesar del contexto, pensá que papá había hecho sólo hasta tercer grado y ella nunca llegó a la secundaria, priorizaron una educación de excelencia. Supieron detectar y alimentar ese terreno fértil que era mi cabeza”, dice. Nancy recibió un piano de juguete (“al alcance de lo que podíamos”) cuando ya tomaba clases particulares con una profesora del barrio. “Aprendí a leer música en un pentagrama antes de conocer el abecedario”, destaca.
Los Pazos “trabajaban de lo que podían” y hasta hicieron ropa para sobrevivir mientras esperaban alcanzar el lujo que suponía algún empleo fijo. “Hoy estaríamos totalmente olvidados y recibiendo el IFE (Ingreso Familiar de Emergencia). Porque la situación era realmente apremiante”, desliza. “Me acuerdo cuando ya no quedaba nada y mamá me mandaba a pedir fiado al almacén de la vuelta porque a ella le daba mucha vergüenza hacerlo... (se quiebra). Entonces cada vez que opino frente a un micrófono o dialogo con un político respecto de tanta gente que no logra llegar a fin de mes, lo hago con autoridad. Sé de qué se trata. Llevo esa sensación en el corazón. Lo viví. Yo sé el pudor que da. Porque muchas veces la gente se siente culpable de ser pobre. La pobreza avergüenza, te quita la dignidad”, afirma. “Hoy vivo aquí (barrio privado de Pilar) pero sigo mirando la vida desde ahí. A veces, cuando comparo precios o hago cuentas sobre cosas de la casa, mis hijos me dicen: ´Ah, claro, como vos fuiste pobre...´ Sí, y lo reivindico, les explico mi gratitud por ese pasado. Por abrir mi óptica y, por ende, hacerme empática desde la lógica. Y te aseguro que ellos aprenden esa lección”.
Nancy leía a mansalva, “y lo que fuera”, apunta. Sabía sacar ventajas de una abuela canillita que hacía canje “2x1″ en textos y revistas. “Devoraba todo, inclusive contenidos que no estaban dirigidos a menores. Me acuerdo de la primera vez que mamá me vio tocándome íntimamente... ¡Se espantó! Me gritó: `¡Eso no se hace!´ Y yo, que para entonces había leído un artículo sobre masturbación femenina en la Reader´s Digest, pensé: ´Pobre, no sabe que no debería retarme por esto´. Mirá lo impresionante que era mi cabeza, ¿no?”, reflexiona. “Para que tengas una idea, cuando cumplí 8 años, todos, pero todos, me regalaron libros. Imaginarás cómo me veía el barrio”, dice. Y no fue diferente a cómo lo hacían sus pares. Exceptuando a esas dos amigas con las que “rotábamos en el rol de escoltas y abanderadas”, dice no haber hablado “el mismo idioma que el resto del Universo”.
Entonces recuerda cuando, a los 12 años, escuchó nombrar a Charly García y preguntó de quién se trataba. “¡Sí, lo sé. No estaba bien, yo era un aparato de otra galaxia que leía a Marx”, dispara. Y ante las burlas de sus compañeras, retrucó: “¡Ustedes tampoco saben quién es Leonid Brézhnev o Soong Ching-ling!”. Para los 15 ya había subido de nivel en la escuelita del Partido Comunista, en el que militaba. “Leía y estudiaba muchos sobre política y economía y eso acotaba mis charlas con cualquiera”, destaca. Aunque “también fui muy física y algo aspiracional”, suelta graciosa. “Y esta es otra de las partes insólitas de mi vida”, promete. “Finalmente había logrado inscribirme en GEBA (Club de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires), como alguna amiguita del colegio. La cuota era terrible y ahorré durante mucho para pagar dos años seguidos hasta llegar a ser federada en Atletismo”, cuenta. “Así que entre clases, libros y pistas, no miraba tele. Tengo un ´hueco mediático´ de varios años que muchas veces me dejó fuera de onda en el círculo social”.
Regresemos a sus 10, cuando el divorcio de sus padres coincidió con la mudanza familiar a Pompeya. “No fue un buen tránsito”, advierte. “Dos años antes, mamá me preguntaba si debía separarse o no. Me lo consultaba, pedía mi consejos. Algo que podría parecer cruel, pero no. Era lo que ella podía. Yo era su mejor amiga”. Es entonces que sobrevolando ese episodio, Pazos reflexiona sobre cómo la moldearon esas varias circunstancias. “Nunca jugué con muñecas, porque siempre fui grande. Crecí prácticamente sin infancia. Por eso, una de las batallas que libré al crecer, con la maternidad, fue dejar que mi hijos realmente sean chicos. Ejercitar el: ´Yo cuido, yo contengo, yo soy el adulto´”, explica. En fin, “después de 30 años de terapia, imaginarás que ya no quedan pendientes ni temas bajo la alfombra. Aprendí a perdonar y a perdonarme”, dice. “Aún así, hay veces en las que recuerdo a esa Nancy chiquitita y lo único que hago es calmarla y decirle que todo estará bien”. Esa charla que mantuvo con mamá “fue de las cosas que me marcaron en la vida”, señala. No entrará en detalles, sólo dirá que “por supuesto le aconsejé que no dejase a papá y así aguantó dos años más”. Nancy insiste con que, desde entonces, Horacio y Lidia usaron “sus herramientas posibles” para mantener esa “sensación de unión como la de antes”, aunque sufrió. “Hubo dolor”, cuenta. “Mucho dolor”.
“No me gustaba ver a mamá sola”, dice. Y su pugna diaria por salir a adelante “con aquel puesto en el Hospital de Clínicas” no hacía más que acopiar preocupación a esa “cabecita” y, a pesar de su edad, la obligación moral de sumar su remo. Porque, para entonces, Nancy tenía una hermana siete años menor. “Conservo esa imagen de estar de su manito mientras cruzábamos la avenida Sanz acompañadas por la señora a la que mamá le pagaba sólo para que nos cruzara del otro lado del barrio, donde estaba el colegio. La esperábamos en la esquina, de ida y de vuelta”, relata. “No había plata para niñeras, y esa era la solución más factible durante su ausencia”. Con 11 ya preparaba el almuerzo, para ella y para Paola (hoy 49). “Así fue que un mediodía, confundiendo las arvejas, herví durante horas los porotitos grises de las chauchas que había estado pelando una por una. Y esa noche, cuando mamá llegó, se encontró que ya no había qué comer y vio en la basura todas las vainas que había desechado”, relata con gracia. “¡Por suerte seguían envueltas en el papel de diario y pudimos rescatarlas!”.
Pasarían 6 años hasta que Lidia volviese a encontrar el amor. Y entonces, un portazo daría otro giro de guión en esta historia. “A los 17 me fui de casa, si se quiere, después de una discusión en términos de intimidad sexual”, titula Nancy. “Yo ya estaba haciendo el CBC en la facultad y planeaba pasar fin de año de vacaciones con Gerardo, mi novio en aquel entonces. Y cuando le avisé a mamá, se atacó. ´¡¿Vos estás diciéndome que tenés relaciones sexuales con él?´, me dijo. En ese momento ella estaba de novia con un señor que vivía en Azul y que la visitaba en casa (un departamento de tres ambientes), fin de semana por medio. ¡Yo me mataba de risa porque lo hacía dormir en el living! Pero bueno, en definitiva era su asunto”, cuenta Pazos. “Entonces cuando ella explota con ese reproche, le dije: `¡Sí, tengo sexo con Gerardo y lo paso muy bien. Sos vos la que tiene problemas con tu sexualidad, no yo!´. Me respondió: `Si te vas por esa puerta no volvés´”, relata Nancy. “Entonces busqué dos bolsas de consorcio: en una metí la ropa de vacaciones y en la otra, el resto de lo que tenía. Así que llorando a mares, porque sentía que estaba abandonando a mi hermanita, me fui”, recuerda. Y nunca más volvió.
Nadie sabía que Nancy estaba embarazada (tampoco está segura de si su madre se enteró alguna vez). “Ni que ese viaje a Mendoza, con Gerardo, también serviría para decidir qué íbamos a hacer con eso”, cuenta. Fue en el tren hacia Cuyo cuando conocieron a unos chicos puntanos que los invitaron a un stop en un camping de Nogolí. “Ahí nos hicimos amigos de un matrimonio. Ella trabajaba en un juzgado de menores. Y cuando se enteró de mi estado me ofreció todas las garantías para que entregase al bebé en adopción. Ni siquiera pude pensarlo”, cuenta Pazos. “Yo sabía que no estaba en circunstancias tales como para criar un hijo que no deseaba, pero tampoco me daba como para entregarlo a otra persona y que una parte de mí anduviese por ahí. No lo sé, en ese momento pensé así. Fue muy duro”, dice. “Sé que mi vida hubiese sido muy diferente. Y hoy no tendría estos tres hijos de haber tenido aquel en ese entonces. Nunca me arrepentí porque, realmente, elegí muy convencida”. Gerardo acompañó a la par, “aunque consciente de que la decisión era mía”, subraya. Nancy abortó. “Lo hice en un tugurio de Liniers”, relata. “Un sitio tan lúgubre y en condiciones tan paupérrimas que podría decirte que estoy viva de casualidad”.
El segundo aborto fue siete meses después. “Y la verdad, que aunque sea horrible decirlo, me resultó un trámite”, define. “Pero ningún método funcionaba. Quedé embarazada tomando pastillas y además había fallado también no sé cuál otro que intentamos. Y en ese entonces, los ginecólogos no querían ponerme un DIU. El que después, finalmente, me quité a los 34″, detalla. Nancy se ha pronunciado a favor de la despenalización y legalización del aborto seguro y gratuito. Una de las causas en defensa de las libertades de la mujer que milita con fervor. “Crio a tres varones diciéndoles que hoy están más en problemas ellos para tener un hijo que sus potenciales novias. Que deben cuidarse diez veces más si no quieren paternar. Porque la decisión siempre estará del lado de las mujeres y su rol, llegado el caso, sólo será acompañarlas”. Como lo hizo Gerardo, 35 años atrás.
Pasaron algunos meses sin ver a mamá. “Y como soy bastante práctica en ese sentido, y jamás logro sostener los conflictos en el tiempo, un día volví a visitarla como si nada”, cuenta Pazos. “A partir de aquel momento, el vínculo fue como el que hubiésemos tenido a la distancia, si yo me hubiera ido a vivir a otra provincia, por ejemplo. La nuestra fue una relación de idas y vueltas”, define. Aún así, Lidia pasó sus últimos días con ella. “¡Fueron 8 meses increíbles! Imaginate que no habíamos vivido juntas desde mis 17″. La mamá de Pazos, ya diagnosticada con demencia senil, tuvo un problema de salud que ameritó la visita a la guardia del Argerich y, desde entonces, se instaló en casa de la periodista justo antes de iniciada la pandemia. Seis días después (en febrero de 2020), Horacio murió en la terapia intensiva de aquel mismo hospital. “Y entonces fue trágico. Todos los días durante 3 meses debía contarle a mamá que papá había muerto, porque ella se olvidaba a los minutos. Fue terrible”, relata Nancy. En agosto, la familia entera contrajo COVID y, a pesar de los cuidados, Lidia no fue exenta: “Salió por esa puerta y no volvió jamás”.
“Mamá tenía en su casa todas mis fotos y recortes que ni yo tenía. Era una especie de fan y, en algún momento, llegó a reclamarme por qué no la reivindicaba más en las entrevistas que me hacían. Una vez me dijo: ´Leí toda esta nota y no dijiste que fui yo quien te impulsó en todo esto´. Y me acuerdo que le respondí: ´Ay, vieja, si cuento que a los 17 años me echaste de casa y, por eso, podría haber terminado adicta y tirada en algún río... ¡No sé, mirá!”, bromea. “Pero sí, fue una gran impulsora de mi acercamiento a lo intelectual. De que a partir de tu cabeza vos puedas ascender, de expandirte. Mis padres tuvieron algo que yo trato de trasmitir a mis hijos: toda la vida, y con las posibilidades con las que contaron, me hicieron sentir centro del Universo”, concluye. “Crecí sin ninguna dudas de que ellos estaban mirándome, mañana, tarde y noche. Yo fui su gran orgullo. Y eso te da una energía vital única. Nada es más valioso para un chico que sentirse mirado, bien alimentado amorosamente por sus padres y hasta el final”.
La soledad, “lo que más me angustia”, como define, ha sido marca (de origen), compañera (de la huída) y tópico de diván (durante 3 décadas). Nancy dice estar “muy bien relacionada con ella”. El tiempo le hizo entender que “la inteligencia muchas veces te deja sola”. Entonces cuenta la historia de una elección. “Yo pintaba para una carrera científica. De hecho hice el bachillerato especializado en física y matemática y hasta me quería ir al Instituto Balseiro. Pensá que a los 16 ya tenía en mi haber un curso de Heidegger y otro de programación de Basic. O sea... ¡En la Argentina no existían las computadoras y yo ya sabía programar!”, se jacta. Pero un test de orientación vocacional lo cambiaría todo. “La psicoanalista del Borda con la que lo hice me dijo que veía dos carreras posible para mí: Computación científica o Periodismo. Entonces me propuso: ´Para la semana que viene pensate cómo sería tu diaria de acá a 10 años, siendo licenciada en una y en otra´. Me flasheó, porque una cosa es plantearte qué querés estudiar y otra es de qué querés trabajar. Volví decidida: ´Voy a ser periodista´, le dije. Y elegí esa opción porque, justamente, estaba convencida de que la otra me llevaría a mucha más soledad”, explica. “Siempre digo que el periodismo es un gran mar de conocimiento, pero de un centímetro de profundidad. Y resultó para mí no sólo una forma de ponerle coto a mi mente sino también de estar en contacto con la gente y así sentirme acompañada”.
¿Recuerdan a Gerardo? Al irse de casa, aquella vez, Nancy se instaló en Los patios de San Telmo. Se trataba de un conventillo, sobre el pasaje San Lorenzo, que originalmente había sido un complejo de ateliers de artesanos e irremediablemente convertido en sus viviendas por la hiperinflación de fines de los 80. “Mi novio de aquel entonces hacía vestidos de bambula y alquilamos ahí, donde había un baño común para todos”, cuenta. “¡Mi vida estaba atravesada por cosas tan disímiles que me bañaba con un calefón a alcohol y paralelamente viajaba a New York en el Tango 01!” Pero eso sería avanzar demasiado. Recapitulando y para entonces, Nancy ya había vendido cartones en el bingo de Daniel Angelici (58). “¡El primer trabajo que tuve siendo menor de edad (17)!”, cuenta hoy sin rodeos “porque ya prescribió”. El tano, como lo llama a su vecino de Soldati, “tenía unos manguitos y papá lo convenció para comprar, con él y otros tantos, algunos puntos del bingo de San Bernardo. Y entonces me llevaron con ellos, de temporada”, relata. No es el punto, pero se divierte soltando el dato: “Una tarde, Angelici me invitó al cine y mi viejo compró una entrada sólo para ver la película sentado justo en medio de los dos”. Luego llegarían los días en el Centro de Estudios Legales y Sociales, junto a Madres de Plaza de Mayo haciendo research de temas relacionados a los Derechos Humanos.
Pero ella quería “más periodismo”. Rolando Graña (62), su profesor en la facultad, la invitó a El Porteño. Ahí conoció a Juan José Salinas (69), quien aprovechó la pasión que esta chica de 19 tenía por la política. “Imaginate, yo entraba con minifaldas al Congreso y conseguía lo que quería. Además, claro, de entender muy bien de qué se trataba todo eso”, dice. No tardó en conocer a Jorge Lanata (62) y “empecé a firmar las notas de Página 12 que él escribía”, revela. Su nombre empezó a girar. Le ofrecieron espacio en Sur (financiado por el PC). Fue ahí que se topó con Eduardo Luis Duhalde (“el Duhalde bueno”, destaca). “¿Quién es esa chica?”, preguntó él parado en medio de la redacción. “La pasante, una más de la mesa de noticias...”, le respondieron. “A Menem le va a encantar”, retrucó. Y así fue elegida para cubrir la gira presidencial, tal como lo hacía Gabriela Cerruti (56), desde ese momento su contrincante en Página 12. “Al poco tiempo ya había pasado meses en La Rioja y conocía al 90% del Gabinete Nacional como ningún otro colega”, explica. Su información ya cotizaba en bolsa.
Pazos subió a un avión por primera vez en su vida como parte de la corte menemista. “¡Y solita!”, recuerda. Aquella vez, los nervios de la novedad le jugaron una mala pasada: “Recuerdo que bajé del avión descompuestísima”, cuenta. “En eso veo a un señor gordo, como de unos 120 kilos, amigo de Salinas y enviado por él para guiarme desde el aeropuerto. Era José Luis Manzano”, detalla con gracia. “Y al verlo, lo primero que atiné a decir fue: ´¡Necesito un baño urgente!´ Así fue mi debut con los vuelos y en la gira presidencial”. También conoció “el exterior” en tales circunstancias laborales pero a bordo del Tango 01 “y acompañando al primer presidente peronista en visitar los Estados Unidos”, señala. “De Soldati a New York, sin escala. Te imaginarás que no hablaba una sílaba en inglés. Me paraba en la puerta de algún Mc Donald´s para escuchar hablar a la gente y sentirme dentro de una película”, dice. “Me pasaba algo que luego fui identificando como una gran capacidad. Cuando vivía ese tipo de experiencias tan fuertes para una chica del sur, yo me miraba desde afuera, de prestado. Como si fuese cronista de mi propia historia. Y me niego a perder ese don de seguir asombrándome con lo que me pasa”, describe. Además fue durante uno de esos tantos vuelos, más precisamente a bordo del avión de Luis María Macaya (vicegobernador bonaerense), que Nancy se hizo mayor. Y es un dato que elige resaltar. “Sentado detrás de mí iba Pierri, candidato 18 a diputado y me decía: ´¡Nena, si alguna vez querés dedicarte a la política hacelo en Provincia, que ahí entran como 20!´”, recuerda con gracia. “Cumplí mis 21 antes de aterrizar”.
Hablamos de cómo logró acomodar, por aquel entonces, la “leyenda urbana” de su romance con Carlos Menem. “A ver, en ese momento yo empezaba a competir con el periodismo grande y serio. Y éramos muy pocas las mujeres en ese camino. Y a mí, aquel San Benito me lo cuelgan como una manera de explicar el porqué de mi información, que era mucha y era buena”, cuenta. “Y aquí dos puntos. El primero: Al único político que me co* le hice 3 hijos. El segundo: Menem siempre fue muy respetuoso conmigo. Tengo otras historias del menemismo y de otros gobiernos, inclusive el actual, de gente que suele sobrepasarse. Pero Menem jamás soltó ni siquiera una palabra fuera de lugar”, asegura. “Yo tuve un intento de juicio con Mario Pergolini (58) porque fue él quien lo tiró en televisión. Desde Neustadt a Lanata, lo llamó mucha gente para decirle: ´Flaco, estás equivocado´. Finalmente pidió perdón”, recuerda. “Si lo dijesen hoy, y no digo con el presidente de turno porque no da glamour, realmente no me importaría. Pero en ese entonces fue muy vejatorio para mí. Fue hacerme sentir una prostituta. Lo sufrí muchísimo y hasta lo traté en terapia durante meses”, cuenta. Además, Nancy revela haber tenido “reglas muy claras conmigo misma”, como define. “La primera: siempre debía tener una pareja al lado. De hecho salía de una relación para entrar en otra, porque el contexto de ´mostrarse sola´ entre la clase política era letal. Y la compañía de un señor daba cierto plafón”.
Su “época dorada” ya había iniciado. Pero dice haber tenido la concreta y asombrosa “sensación de éxito” sentada a una mesaza. “El éxito me vino con Mirtha Legrand (95), señores. Y eso hay que decirlo”, asegura. “Hoy todos los periodistas pasan por su mesa, pero en aquel entonces, ella invitaba sólo a figuras reconocidas. Y de repente, un día me encuentro sentada entre las más grandes celebridades. Fui una de las primeras periodistas de gráfica, considerando a hombres y a mujeres, con lugar en esa lista”. Resulta que Mirtha solía leer su nombre cerrando cada una de esas notas de Clarín que más le interesaban. “Y siempre creyó que esa Nancy Pazos era una señora de 50 y pico. Hasta que aparecí en el estudio, de 23, flaquita y con el pelo corto ¡Un bombón! Porque eso era, hay que decirlo”, dispara con gracia. “¡Quedó plasmada!”, relata. Pero no tanto como su gente en Villa Soldati. “Yo ya había volteado no sé cuántos ministros por mis denuncias en las tapas del diario, pero ese día, mamá y mi abuela Pancha, me dijeron la misma frase: ´¡Nancita, ya llegaste!”, recuerda.
La exposición, los flashes y ´las vidrieras´ de revistas comenzaban a ganar la batalla. “Era un mix rarísimo: por la mañana hablaba de política con Néstor Ibarra (Radio Mitre), por la noche me sacaban fotos en los boliches de moda, Marcelo Tinelli (61) me producía en televisión (Ruleta Rusa) y las marcas de ropa me buscaban”, explica. “De hecho, el día de mi casamiento (el 26 de abril de 1998 y con su colega, Fernando González), estaba llegando tarde a la Catedral de San Isidro, vestida de jean, porque para romper reglas voy a fondo, y veo que Crónica TV estaba transmitiendo en vivo. ¡Una locura! ... Y, además, un horror, porque me casaba aunque estaba enamorada de otro (se refiere a Diego Santilli, 55)”.
Y bien vale, aquí, un breve desvío. Entre tanto, Nancy ha colado: “Yo sé amar porque amé mucho”. Es entonces que pregunto qué ha aprendido del amor en tantos años. “Que no es para todo el mundo. Y aquellos que sí podemos enamorarnos debemos conservar esa posibilidad. Cuando yo me sentí herida por amor, lo primero que dije en mi sesión de terapia fue: ´Que esto no se lleve mi capacidad de amar. Esa es mía. Me la quedo y la defiendo a rajatabla´”, cuenta. “Yo no quiero la vida apacible del que elige sobrevivir en ese terreno. Yo voy por el amor que expone, que sobresalta, que duele”. Esa intensidad se corresponde con sus nociones del sexo, “eso que nos mantiene absolutamente vivos”, define. Y ahí también está Soldati. “Fui una mina de avanzada en muchas cosas, pero especialmente en el disfrute de mi sexualidad, desde siempre y casi por cuestión genética. Con decirte que no tengo memoria de la primera vez que me di placer, porque la masturbación nació conmigo. Es una energía vital que me acompañó siempre”, define.
“De hecho en la pandemia me abastecí de varios objetos de los cuales, de muchos, no tenés retorno. ¡No hay señor que te traten como ellos!”, bromea.
“Invito a que las mujeres se exploren, porque si sabemos qué es lo que nos da placer vamos a saber pedir. Eso también empodera y las chicas de hoy lo saben”, señala Pazos. “A diferencia de los varones, desempolvan tabúes y se animan a muchos más. Después de todo ya estamos descendidas socialmente, divirtámonos”, sugiere. “En esta eclosión, los hombres no están encontrando su lugar, porque ese empoderamiento femenino hace que ellos puedan recuperar espacios en los que no se sientan exigidos a ser exitosos. En eso ganan. Una parte del feminismo que aún no estamos contando”, analiza. En fin, “claro que hablo de todo esto con mis hijos aunque se avergüencen, les bajo línea cruda de cómo tratar a una mujer. Yo digo que soy una especialista en política y en sexo, porque soy un ser deseante. ¡Eso fue lo que me llevó a tener un matrimonio de casi 20 años!”, bromea. “Y esas dos cosas se dan en la clase baja. Porque las mujeres disfrutan mucho más del sexo en esos estratos. No andamos pidiendo permiso. Cogemos con todas la de la ley. ¡No nos cogen, cogemos!”, asume.
Charlamos, entonces, respecto de “esa efervescencia” del menemismo y de sus excesos. Drogas duras, descartadas. “Sí, fumé marihuana y hachís”, comparte. Pero se reconoce “demasiado mental y muy consciente como para ir más allá. Aunque todo el mundo creía que me daba con todo porque siempre estaba re pilas”, cuenta. “No tuve excesos de ese tipo. Pero sí, tal vez, mi talón de Aquiles fue la frivolidad”.
“Me transformé en una persona bastante frívola”, dice con tono de mea culpa. “Tal vez necesitaba olvidarme un poco de donde había nacido y por lo que había transitado, como para poder disfrutar mucho más de la vida. ¡Sólo por un ratito!”, reflexiona. No había cumplido 30 y ya era “millonaria”, asiente. “Llegué a ganar mucha, pero mucha plata. Tenía una casa en San Isidro, valuada en 500 mil dólares, y un sueldo mensual de otros 15 mil verdes sólo por mi trabajo en la radio. Era una suma de dinero que yo no había visto jamás. Y entonces compré una casa para papá, una para mamá y otra para mi hermana. Finalmente lográbamos saber de qué iba eso de tener tu techo propio”, cuenta. “Cuando entré a mi casa por primera vez, lo primero que hice fue pintarla con colores. Porque en las casas alquiladas, en las que me había criado, las paredes siempre eran blancas”.
“Fueron épocas en las que trabajé más por la fama que por el prestigio”, reconoce a la distancia. “Y tenía que ver meramente con mis otras aspiraciones. Por ahí me mandaban a cubrir presidentes a Punta del Este (Uruguay) y alguien comentaba: ´¡Pero esta está en las playas top!´ Sí, ¿por qué no? Tal vez eso me pintaba con prejuicios ante algunas miradas pero yo no iba a negociar mi aburrimiento. Después de todo no venía de la cuna de Magdalena Ruíz Guiñazú ni como la de María O´Donnell, hija de un intelectual. Yo venía de Soldati, todo deslumbraba y de todo disfruté”, dice Pazos. “¡Bastante poco me equivoqué! Las de mi barrio se perdonan fácil, al fin y al cabo llegué mucho más lejos de lo que hubiese imaginado jamás. “Yo fui por la fama y la logré. Ahora voy por el prestigio y lo voy a lograr también”, promete. “Siento enorme gratitud en este regreso al periodismo, porque lo estoy haciendo en el canal más importante del país, como es Telefe y en el medio de comunicación gráfico más poderoso como es Infobae. Estoy convencida de que atravieso mi mejor momento profesional, porque la gente que me lee y la clase política, atiende lo que digo. Y siento que influencio en muchas cosas”, señala. “Vivo una etapa mucho más linda que el de aquella chica de 30 perdida por las luces del centro”. Aunque anuncia que solo quedan 6 años. “Porque he decretado mi retiro al cumplir 60. Sí, soy grande, pero demasiado millennial en ese sentido. Ya estoy haciendo la ecuación de qué porcentaje quiero dedicar al trabajo y cuál al disfrute. Después de tantos años estoy dispuesta a dejar atrás esa sensación de obligación y empezar a vivir una era más lúdica que laboral. Y decir con honores: ´Señores, hasta acá he llegado´”.
Pero volvamos al camino de los 2000. Nancy volvería a “elegir fuerte” definiendo otro cambio en la trama de su historia. “Yo, que había nacido Mafalda, me convertí en Susanita”, infiere. Se enamoró del padre de sus hijos, “pero con tanta pasión, tanta magia y tanto convencimiento, que dejé mi profesión creyendo que ser un Ingalls (entre comillas) era el norte de mi vida”. Fueron 8 años de “cierta suspensión” de su oficio. No se arrepiente, “pero es algo que no recomendaría hacer a las generaciones de chicas que vendrán”, dice. Porque supone que de no haber sido así, “mi presente hoy tal vez sería otro”. Sí, claro, “el crecimiento de Diego (Santilli), no era compatible con mi ejercicio de la opinión respecto de la política”. Pero hubo dos pruebas cruciales para su maternidad “que me obligaron a mirar hacia el centro de nosotros mismos. A cuidar el interior de nuestra casa”, define. “La enfermedad de Nicanor (síndrome urémico hemolítico) que lo colocó al borde la muerte, indefectiblemente cambió mi eje y mis prioridades. Fue el peor momento de mi vida. Una etapa de enajenación absoluta durante la que no pude evitar que la culpa me atravesara”, dice. “Ya no quise trabajar. Y a diferencia de mamá o de mi abuela, allá en Soldati, yo pude permitírmelo”. Pero no sería el único pesar.
“Tiempo después detectamos que Tonio, de por entonces 3 años, era sordo unilateral”, revela. Nancy estaba “recién separada y recomenzando con todoa 60 kilómetros de la ciudad”, inclusive con la cartilla médica. “Entonces le comenté a su nueva pediatra que notaba que al llamarlo, mi hijo giraba su cabeza en 180 grados. Aún no sabíamos que tenía una discapacidad tan grave. La audiometría de uno de sus oídos salió plana, plana, plana. Y fue otro gran golpe fue darnos cuenta de que su situación era irreversible. El oído no tiene nervio conector. Ni siquiera hay chances de operación o de implante. Fue durísimo. Un dolor enorme”, cuenta. “Socialmente, la sordera es una discapacidad sorda, difícil de detectar. Y quien la padece suele pasar por tonto. Además de ser la menos cool, digamos. Vos fíjate que el ciego usa anteojos cada vez más fashion. En cambio, al sordo lo avergüenza usar audífonos. De las discapacidades motrices, la sordera, es la que más fuera te deja de la sociabilización, porque no te deja compartir”, opina. “Si hay varias voces en un mismo ámbito, a él se le distorsionan. Se aturde. Y en el colegio, cada uno de los docentes, se cuelga un dispositivo con micrófono y a él, a le llega a su audífono evitando que, si sus compañeros hablan, él pierda conexión con la clase o se confunda”, relata. “Va a un colegio bilingüe y habla muy bien el infglés ¡Es un genio, Tonito!”
Fue la de las primeras en pararse de manos contra los fundamentalistas de la maternidad y manifestar públicamente que no tenía intenciones de ser madre. “Es más, defendía el derecho de no serlo. No tenía el deseo ni la necesidad de ´realizarme´. Con la carrera que tenía...¡Olvidate!”, suelta. Y con ese precepto asegura haber llegado al altar en aquella oportunidad. Después, “bueno, llegó Santilli”, bromea. Hoy, tantos años después, anuncia: “Lo único que me faltó en esta vida es haber tenido una hija mujer”. Claro, confirma que lo dice hoy, con mirada feminista. Pero la charla derivó hacia este lado mientras recorríamos los ejes de la educación que hoy promulga. “Siempre consideré que mis hijos debían criarse como lo hicieron a pesar de los inconvenientes: como chicos fuertes e independientes. Y por ende, buenas personas. Porque para ser buena persona hay que ser fuerte. Quien no lo es, termina siendo malo, porque la jungla te arrastra. Cuando no hay dónde pararse, es difícil que puedas defenderte al paso de la sociedad”, expone. “Es de lo que hablamos siempre con Diego: estamos orgullosos de ellos, porque son buena gente. Y es en gran parte porque esa Nancy que alguna vez tuvo una gran eclosión se dio cuenta de que alguien debía estar mirándolos. Constantemente. Sacar la mirada del exterior y atender sus individualidades. Fue ese momento del que hablábamos. Elegí no trabajar para afuera, sino para adentro. Y te aseguro que crecí muchísimo. Fue una gran enseñanza”.
Por supuesto, Pazos nunca dejó de llevar a sus hijos a Soldati, algo que mantuvo “como principio de vida”, según describe. “Quise que se nutrieran de esa verdad, de todo aquello”. De hecho, “los tres fueron bautizados y recibieron la Primera Comunión en la misma iglesia en la que lo hice yo”. Y se quiebra con la última foto de este recorrido. “Ellos eran muy chicos, el mayor tendría 7 u 8 años. Habíamos ido a comer a lo de papá en su casa, en la que yo me había criado”, relata. “Una casa humilde, con ladrillos expuestos. Sin revoques ni pintura. Pero con terraza. Y ya nosotros vivíamos en este barrio, donde todos los techos son a dos aguas. Entonces se fascinaron con la idea de subir y de estar en una terraza. Esa tarde, mientras volvíamos en el auto, Teo me dijo: ´Ay, má... ¡Qué linda es la casa del abuelo!´ Y esa frase me partió en dos. Sentí tocar el cielo con las manos”, cuenta. “Porque nada de lo que ahí podían ver tenía sentido estético. Entonces, en ese preciso instante, entendí que yo les había transmitido Soldati con tanto amor, pero con tanto amor, que ellos pudieron ver precioso el lugar donde nací”.
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