Fue un trip de 31.187 versículos en busca de respuestas. Del Génesis al Apocalipsis, leyó la Biblia entera. Tenía apenas 11 años pero demasiados, y muy precoces, cuestionamientos que finalmente se harían millones al caer en la cuenta de que la fe nada tiene que ver con la razón. Por entonces se formaba (mientras tanto, eso creía) en el María Auxiliadora, de San Miguel de Tucumán, “y necesitaba entender”, como señala. Así, Cristina Alejandra Pérez (49) iniciaba el camino hacia la crisis existencial que la convertiría en mucho más que una agnóstica definitiva. “Sentía entre otras cosas que, con su mirada, las monjas instauraban que el amor y el deseo eran algo pecaminoso. Entonces yo pensaba: ‘¿Cómo puede ser que Dios nos haya hecho capaces de amar y todo eso, que es tan natural como que las flores florezcan en primavera, fuese tan malo?’”. Y tomó la primera de una serie de decisiones con las que se diseñaría a sí misma, firme y consecuentemente, para siempre.
Al cumplir 15, “ya contestataria y rebelada contra la idea del control y la opresión social de la religión”, golpeó la puerta del despacho de la Madre Superiora para anunciarle: “Me voy de este lugar”. No sin antes, claro, y con el analítico en mano, decirle “algunas cuantas cositas que quedaron entre ella y yo”, relata. “Me la jugué. Sí que eso fue jugármela por la libertad. Mi libertad de pensar”. Tiempo después comenzó el cuarto año de secundaria en el Liceo Nacional, “donde conocí otras formas de amor y de Cristo”, describe. “Porque de repente tenía una compañera embarazada dispuesta a ser madre soltera u otra que trabajaba a medio tiempo como mucama. En fin, muchas historias increíbles, modos diversos de ver y de sentir la vida”. En ese colegio, “que no premiaba ni reconocía a sus alumnos según la cantidad de misas y peregrinaciones a las que hayan asistido”, Cristina finalmente logró ser abanderada.
Son recuerdos pertinentes en una charla que gira en eje de la determinación “como mujer y profesional” que comenzó a manifestarse desde pequeña y que, según dice, la invita a “pasar la antorcha” a otras mujeres. “En especial a las de 30, con quienes suelo identificarme. Quizás por no querer ser mamá o esposa de nadie, dos cosas que decidí alguna vez con el riesgo de ser catalogada como lo peor. Chicas más insurrectas al juicio ajeno y dispuestas a plantarse ante una monja o ante quien sea”, argumenta. Y es así que, té mediante en su tan elegido Four Seasons porteño, acepta desandar los primeros y cruciales 16 años de su vida. “Cuando era una niña con candidez, inconsciencia, la sensación lúdica del ´nada es imposible´ y, por sobre todo, con la gran bendición de tener certeza de lo que quería”.
Cristina nació y creció en un contexto familiar de clase media baja (“a veces cayéndose”) pero de altas referencias. Hasta que su padre, José Antonio Pérez (hoy 73 y ex viajante del rubro farmacia y droguería), logró comprar su primera casa “muy al fondo y sin frente”, vivieron en la que alquilaban sus abuelos. Una propiedad “de aquellas con zaguán”, altillo y un “patio-corazón” que conectaba los cuartos “en los que sabíamos acomodarnos”, la peluquería de él y la sala de costuras de ella. Una pareja de “luchadores” que sufrían, como muchos otros, la hiperinflación. “Aún tengo el registro de la desesperación que de desataba en casa porque los precios cambiaban en cuestión de horas. Algo que hoy, y por la actualidad económica que atravesamos, sigue generándome sobresaltos”, revela. Pero esa “tenacidad tan sanguínea” de los inmigrantes siempre aleccionaba frente a cualquier incertidumbre.
Sus bisabuelos habían llegado en el mismo barco desde Bicorp, un pueblo español de la Comunidad Valenciana que hoy cuenta con 529 habitantes y que solo es renombrado por el Arte Rupestre Levantino de Las Cuevas de la Araña, declaradas por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad en 1998. En fin. “Al llegar a este país, mi bisabuelo Terencio firmó con su pulgar porque no sabía escribir”, cuenta Cristina.
“Su madre se llamaba Desamparados y él, luego, decidió bautizar a su hija como Amparo. Ella fue mi abuela (paterna), la persona más importante de mi vida. Adoraba la potencia de esa mujer que quemó sus preciosos ojos turquesas cosiendo para ayudar en casa. Que se ocupó de que sintiéramos la protección de su cobijo y me enseñó que nada era imposible, que yo no sería ni más ni menos que nadie. Una reina que me empujó diciendo: ´Salí a la vida, vos valés´”, relata Pérez. “Y a la que, además, le encantaba hacerme ropa para que me destacara. ¡De ahí habré salido tan coqueta!”, bromea.
Entre tanto asoman la tía Loló (Amparo, 84), “una de las primeras egresadas de la Facultad de Farmacia”, y María Cristina Navarro (73), “una mamá muy devota”, como define. “Entonces crecí con todos esos amores modelos, sumados al de papá, un auténtico creativo de quién heredé la capacidad de construir castillos en el aire y ese gran atrevimiento que hoy veo en el espejo”.
Describe su cuarto, en el Barrio Plazoleta Mitre, como “el mundo de Alicia”. De color durazno había pintado las paredes y de blanco los muebles de sus bisabuelos que ella misma supo reciclar. “Pasaba horas con un cepillo de brushing en la mano, que oficiaba de micrófono, jugando a conducir mi propio informativo cuando no estaba con la oreja pegada a alguna radio esperando las noticias”, recuerda. “Y cuando vos terminás haciendo en tu vida aquello a lo que jugabas nunca dejás de tener esa sensación de ´¡qué bueno está este juego!´. Es algo que tengo muy presente, muy en cuenta. Siempre me animo a dar un paso más, a tomar riesgos, conservando ese sentido del trapecio. Crecí con pocos recursos y en una provincia con un solo canal (Canal 10), un solo informativo y una sola presentadora, Silvia Rolandi, a quien sigo saludando con total admiración. Pero a los 14 ya tenía voz en un programa radial, sintiendo la certeza de haber nacido para eso”, señala. “Aún cuando nada estaba el alcance. Ni siquiera había carrera de Periodismo ni de Locución en Tucumán. Por lo que, con el correr de los años, aprendí que tener lo imposible es tener un montón. Es tenerlo todo”.
Es la segunda de cinco hermanos: Claudio (53, administrativo del Poder Legislativo en Tucumán), Lorena (45, productora de espectáculos), Lourdes (40, cultora de la espiritualidad y experta en terapias alternativas) y José (36, dueño de una compañía de impresiones y empleado en un Juzgado de Paz). “Todos abrazados por el don de hacer lo que elegimos”, define. Y más allá de la multitud que suponía la diaria, Cristina se abría mundos exclusivos. Fue entonces que la soledad se le hizo mejor amiga, aunque señale que “con mi biblioteca cerca nunca estaré sola”. La misma que se ha mudado con ella adonde fuese. “Pueden romperme el corazón. Puede faltarme plata. Puedo ser traicionada. Pero sé que al llegar a casa siempre habrá una línea en algún párrafo de cualquier libro me salvará la vida”, señala. Como la que elige compartir en esta charla: “Simply the thing I am shall make me live” (”Simplemente lo que soy me hará vivir”), de All´s well thar ends well, de su venerado William Shakespeare. “Era la frase favorita de Jorge Luis Borges. Y cuando visité por primera vez la casa de Shakespeare la escribí en el libro de visitas, por mí y por él”, rememora.
Con tan solo siete años, “y por exquisita influencia de mi abuela Nelly”, atesoraba textos de Amado Nervo, Pablo Neruda, Federico García Lorca e incluso de Alvin Toffler, el escritor sociólogo y futurista famoso por sus discusiones sobre la revolución digital y la de las comunicaciones. “Y todo eso que entonces parecía no tener sentido hoy sé que era información”, reflexiona.
Esa “disciplina de la lectura y el banquete que significaban las palabras raras” fue la que habrá facilitado años después la digestión de la Biblia, además y tal vez, guiada por la fascinación literaria por sobre la del credo. “Mi formación intelectual me hizo dar cuenta de que uno es demasiado pequeño como ser humano para definir a Dios desde el dogma. Quizás podamos percibir la idea de una fuerza superior o creadora, pero ni siquiera podemos decir que existe. Así emprendí un camino sin un paraíso ni un más allá resueltos, pero sí con la capacidad de encontrar un sentido al misterio. Porque ser agnóstico es estar en ese estado de pregunta permanente y recibir las verdades como van viniendo a nuestra limitada percepción de la vida”, argumenta.
A propósito del lugar que ocupa actualmente la espiritualidad en su vida, Pérez responde: “Soy muy profunda, puedo tener a mano un rezo anglicano, una frase de la Torá, un salmo del Rey David, con total respeto por los cultos pero con una apreciación de lo divino sin demasiada explicación”. Como asegura, “mi espiritualidad proviene de la literatura, mi Biblia es Shakespeare y mi Dios, la libertad”.
“Yo era la chica rara. Concentrada, metódica, insoportable. Muy amante de lo clásico y de las desafiantes lecturas complicadas, que escribía todas las obras de teatro del colegio, las ponía en escena y las actuaba. Una nerd”, admite Cristina. “De quien en casa comentaban asombrados: ´¡Se encierra a leer cada cosa en vez de salir a jugar!´. Y esa que al entrar a un aula podía escuchar el murmullo de la clase al pasar”, describe. “Con los años se le ha puesto el nombre de bullying. Y al respecto creo que debemos tener cuidado con el tratamiento”, señala a colación. “En cierto punto hay que estar atentos a no construir desde la victimización, sino desde la autoestima. Enseñándole al chico que sufre esa situación que vale mucho e incitándolo así a aceptar lo maravilloso que es ser diferente. Si uno se quiere a sí mismo ya tiene el mejor de los antídotos”, reflexiona.
Las “miradas cuestionadoras” se le hicieron costumbre durante los años adolescentes en que “era un fideíto con manteca, flaquita y blanquísima en un mundo de gente bronceada. No, yo no era la más linda, ni la más graciosa ni la más histriónica, pero si había que pararse a hablar o a leer, sabía que había nacido para eso. En definitiva nada nos hace más atractivos e interesantes que la certeza de saber qué y quién queremos ser”.
Trabajar a los 14 no escapó a la mira de intolerantes y prejuiciosos. Así inició su camino, “con disciplina de bailarina”, cada sábado y cada domingo desde las 6 de la mañana en una emisora a los pies del cerro donde “aprendí mientras hacía”, como el buen oficio: “Con el manual invisible y bien dispuesto para quien quiera abrirlo”. Fueron turnos eternos pero muy esperados durante el resto de los cinco días. Y entonces cuela lo que dice ser “un hecho capital” en su vida: “Con mi primer sueldo me compré el jardinero verde que tanto quería”. La autonomía económica había echado raíces tan fuertes como las de un futuro anunciado. “Y cuando eso pasó se hizo inevitable soltar la inocencia de la infancia y acelerar los procesos que me convirtieron en mujer”, cuenta. “Entonces todo mi entorno quedó muy atrás o yo muy por delante. Siempre tuve amigas más grandes y a los 15 me puse de novia con un chico de 22, estudiante de Psicología. Sí, mi infancia se desgarró pero fue hacia el arrojo de la aventura de la vida. Porque esa precocidad me llevó a debutar en televisión nacional con tal solo 19 años”.
En síntesis, el capítulo había iniciado 11 meses antes, cuando Alejandro Romay visitó Tucumán para la inauguración de una escuela de Agricultura y Sacarotécnia. Ella, al frente del noticioso de Canal 5 ATS desde los 17, buscaba una nota con su coterráneo. Y él, nuevos talentos. “Nena, venite al hotel donde estoy, quiero hacerte una prueba para mi canal”, le propuso. Al llegar, con la prisa que insume la agenda de un Zar, le entregó un ejemplar de Ámbito Financiero señalándole un titular relacionado a una reciente medida económica anunciada por Domingo Cavallo. “¿Ves esta nota? Hablame del tema en cinco versiones”, la intimó. Improvisación. Narración. “Estiramiento”, típico de aquella televisión. Objetivos más que superados para Cristina, quien día después fue invitada a rendir prueba en el estudio oficial de Nuevediario.
Recuerda que cruzó a Guillermo Andino al salir y “casi me desmayo”, dispara. “Pensé: ‘Con esto ya llegué, aunque no me contraten’”. En fin, tres meses después, cuando esta estudiante de Historia (en la Universidad Nacional de Tucumán) creía diluida cualquier posibilidad, la tía Loló le anunció: “Te llamó una tal señorita Antonia desde Buenos Aires”. Pérez dice haber sentido que su corazón se detenía al reaccionar que se trataba de la secretaria del director de Noticias de Canal 9. La querían ahí con urgencia: al día siguiente. “Y pregunté: ’¿Podría ser pasado mañana?’. Claro, no tenía tenía la plata para un pasaje de avión y corrí a pedir un adelanto de sueldo para costar el viaje en micro”, cuenta. “Días después ahí estaba yo, reemplazando durante los tres meses de verano a los periodistas titulares junto al mismísimo Romay”.
Viene a cuento. Cristina no tiene títulos universitarios pero sí tantas millas de estudio que bien podrían valerle cuatro carreras. Saltó de Historia a Ciencias Políticas (“por la imposibilidad de compatibilizar horarios de clases y de trabajo”) pero completó cursos de literatura inglesa con diplomatura en la Universidad de Londres y varios en la Universidad de Oxford, como el de escritura de ficción y crítica literaria. Así revela que encontró en la lengua sajona el “desbloqueo” de las palabras que hasta entonces estaban demasiado sujetas al decir periodístico. Y, finalmente, ese “sacar el alma de la jaula” la condujo a la edición de sus cuatro libros (It´s all about the woman who wears it: 20 laws for being, Cuentos inesperados, El jardín de los delatores y La dama oscura) y, es más, a subirse a los escenarios como Cleopatra y Lady Macbeth. “Ha sido de los hechos más trascendentes de mi historia”, describe al paso. “Porque es entregar el cuerpo a otro y en ese desdibujarse, en ese desaparecer que eso supone, sos vos más que nunca. Como suelo decir: el teatro tiene la textura de la vida, del ahora, del ya, del presente”, explica. “Jamás dejé de estudiar y creo que el periodismo nos convierte en estudiantes eternos”, asegura. Y el mensaje que la ocupa es que “no se necesita nacer en el seno de una familia aristocrática que nos envíe a colegios bilingües para llegar a Harvard. El deseo, la voluntad, siempre superan cualquier adversidad”.
Preparación para lo soñado. Oportunidad (“que es la magia de la vida”). Y alguien que crea en uno, “además de uno mismo”. Cristina enumera así las claves de (y en) su trayecto. “Porque cuando uno cree en vos, te enviste de poder”, explica. Y Romay (así como lo había hecho su abuela Amparo) creyó tanto en ella que hasta se ofreció a firmar la garantía para el alquiler del primer departamento porteño que la rescataría de aquel hotelito “en que le pasé dificultades”.
La anécdota remata con la sorpresa de haber visto, tiempo después, esa misma firma del Zar enmarcada y exhibida casi como trofeo en la pared de la inmobiliaria. Recuerda que sabía acopiar cada minuto de guardia periodística al punto de estudiar el Cronista Comercial en los baches de la cobertura callejera de algún policial, “porque yo debía entender todo”, señala como alguna vez lo hizo con Biblia en mano. Entonces habla del éxito al que considera la sumatoria de “la maestría, la barrera al avance del tedio, la pasión por lo que se hace más allá de lo que digan y abrazar sin culpas el término competencia, porque trabajamos en un medio que mide los resultados”. Y a Cristina le gusta competir, “en especial si esa contienda comienza conmigo misma”. Porque, “en esta vida que es movimiento”, cree que acomodarse en un nombre, en un logro, en la gloria o en el bronce, “nos hace envejecer”.
Otro factor que señala como pieza vital de su construcción personal ha sido el vínculo que entabló con el dolor. Y además cita al miedo. “Ambos, modos inevitables de encontrarnos con nosotros mismos. Grandes maestros si realmente estamos dispuestos a mirar eso que somos”, define. En materia de miedos, su talón de Aquiles son aquellas circunstancias “que a mí o a los míos nos hacen sentir finitos”, describe. “Porque, generalmente, las personas épicas como yo, que vivimos en la Ilíada y la Odisea, tendemos a creernos inmortales. Suelo ser valiente para casi todo, pero mi ginecólogo bien sabe que de algo ínfimo puedo hacer una desgracia shakesperiana. ¡Mis mamografías anuales son actos dramáticos! Juro que es así. Puedo llegar a ser realmente insoportable”, revela.
Por otro lado, “aprendí a relacionarme con dolor”, apunta. “Entendí que hay que aceptarlo y no mirarnos como víctimas ni como alguien que va por ahí buscando penas, porque sino ella nos encuentra. Ante el dolor debemos vernos como en tránsito y atravesarlo siempre bien vestidos y de pie”, dice. “Sí, he enfrentado grandes dolores que muy pocos conocen”. Y no seremos la excepción, aunque dejará escapar algunos de los más recientes. “La muerte de mi abuela Amparo ha sido un pesar inmenso (en 2005, a sus 90 años). Y luego, las enfermedades de mis padres ha sido otro. Eso duele mucho. Los padres nos duelen mucho. Porque nosotros somos nuestros padres”, relata. “Uno nunca sabe cómo hacer para sentir con ellos. Creyendo que podemos lograr que todo les duela menos”.
José Antonio tuvo carcinoma de cavum, un tumor maligno en la zona superior de la faringe (por delante de la columna vertebral y por detrás de las fosas nasales). “Un cáncer extrañísimo que lo llevó a la más dura cirugía”, recuerda la conductora de Sin vueltas (Radio Rivadavia). Y tras superar el cáncer de mama, María Cristina recibió otro diagnóstico: “Mamá tiene Parkinson hace más de 20 años”. Y respecto de ese tránsito, Pérez reconoce cierta impotencia. “Yo trato de ayudarla con mis herramientas, pero aprendí que debo aceptar las suyas. Comprenderlas y comprenderla. Por ejemplo, hace cinco años que le pido que haga kinesiología, que considere sus beneficios, y ella se niega. Sí, claro que me frustro. Pero no puedo transferirle mi experiencia”, cuenta. “Tal vez parezca una tontería lo que estoy diciendo, pero no lo es. Porque intento que se mantenga fuerte en transcurso de su enfermedad. Y me angustia no saber cómo ayudar. A veces te sentís inútil, insuficiente”. Es ese amor que fluctúa de lugar, define. “El tiempo nos hace padres de nuestros padres, pero son ellos los que siempre y finalmente tienen esa gota de sabiduría que necesitamos en el momento exacto más allá de los avatares de la vida que nos aquejen”, define. “Por eso es imposible que no duela. ¿Y qué se hace entonces con eso que se siente?”, reflexiona. “Que el dolor no nos quite la posibilidad de seguir ofreciéndonos la vida y que el miedo no nos deje quietos. Esa sería la búsqueda, ¿no? Porque la vida es eso. Es ese cuerpo a cuerpo”.
Reencausando la charla acerca de las determinaciones de su adolescencia que se han mantenido coherentes con su estilo de vida durante más de tres décadas, Cristina vuelve a esa mañana que decidió renunciar a “la mirada flagelante” del María Auxiliadora. “Yo creo que fue en ese preciso momento, y para siempre, que tracé una línea de defensa de mi libertad de pensamiento. Ahí empezó todo. Porque yo no les pregunté a mis padres si podría trabajar: fui a avisarles que trabajaría. Tal vez pedía permiso para ir a bailar, algo de lo que papá era bastante celoso, pero jamás para trabajar”, relata. “Fue como si se tratase de dos Cristinas paralelas, la naturalmente adolescente y la que estaba abriéndose camino”, dice quien siempre ha pregonado que “las mujeres somos personas que no pertenecemos a nadie. Ni a los padres, ni a los maridos, ni a la sociedad, ni al Papa”. Desde entonces jamás necesitó que alguien le oficiara venias para ser tal o cual cosa, algo que considera “una de las formas de cambiar la historia” como lo que dice ser: “Una mujer convencida de su derecho a ser libre, de su valía”. Aquella que siempre creyó en “hacer más que en militar”, fomentando el feminismo desde su baldosa: “Avanzando a la par de cualquiera, dando un ejemplo e inspirando a otras”.
Caminó los 80 y los 90 queriendo bailar a lo Flashdance, con la impronta de Madonna, la transgresión de Michael Jackson y el espíritu de Jane Fonda, “dispuesta a entrenar más allá de los 90″. Entró en un gimnasio a los 12 y no concibe resignar jamás el cultivo del cuerpo. Porque, según cuenta, “me genera energía, introspección, endorfinas, una gran relación con mi cuerpo y cierta sensualidad que también es poder”. Se define “vanguardista y transgresora. Mirame: tengo casi 50 y sigo usando minifaldas”, dispara con gracia esta hinca de Vélez Sarsfield. Club que, dicho sea de paso, eligió al llegar de Tucumán: “Porque sentí que me necesitaba más que cualquier otro”. Y justifica su elección subrayando no solo lo ejemplar que le resulta esa institución sino que además “tiene el fútbol que me gusta, el ofensivo, el que busca el arco”. Más allá, claro, de que la pasión la condujo a ser elegida “Voz del Estadio”.
Cristina jugaba con soldaditos mientras no era un cowboy más entre hermanos y primos. “Si elegía una muñeca era para vestirla”. Nunca quiso ser mamá y fue de las primeras en osar manifestarlo públicamente y sin tapujo alguno. “Para mí esa era una certeza más”, asegura, frente a los pares de su generación que apuntaban su incomprensión, juicios e interrogantes. “Eventualmente solía ser ese entorno el que me empujaba a los cuestionamientos, haciéndome creer que estaba padeciendo una especie de enfermedad que en algún momento se me pasaría. Pero estuve lejos de considerarlo, por más que me insistieran con que era lo mejor del mundo”.
Entonces liga el poder de la vocación. “Eso que elegimos con tanta convicción es eso por lo que estamos dispuestos a entregarlo todo. Y tantas veces me preguntaron con azoro: ´¿En serio no querés ser mamá?´. Y no, la verdad es que no me veo sin dormir por dar la teta. No. Pero sí podría desvelarme hasta el alba solo por escribir. Simplemente porque eso no sería un sacrificio para mí”. Una decisión que indefectiblemente ha roto relaciones con hombres que, con el avance “o la dinamia del amor”, guardaban la esperanza de aunar sus planes. “Pero los míos eran igualmente lícitos y entendibles”, retruca.
Dos fueron las propuestas concretas de matrimonio a las que ha dicho “no, gracias”. Pérez está convencida de que la idea social del casamiento es pura burocracia. “El amor, esa entrega tan voluntaria entre dos personas, no debería ser mediada por el Estado o por un juez de paz”, señala. Entiende que “formar una familia no se reduce solo a tener hijos” y que su noción de pareja “pasa por compartir otras tantas cosas como ricas charlas, viajes inolvidables y buen sexo. ¡Ese es un gran plan!”, enfatiza. “El amor también es como un libro. Y yo me permito elegir ese que no me sé desde el comienzo. Y el casamiento suele ser lo contrario: ya en la ceremonia te dicen de qué va ese texto”.
¿Qué aprendió del amor? Cristina dispara sin preámbulo alguno: “Que caminé toda mi vida para encontrar a Luis”. La hostess de Telefe Noticias (Telefe) habla del abogado Luis Alfonso Petri (45), político de la Unión Cívica Radical y ex diputado nacional por la provincia de Mendoza (2013-2021). “Y eso es un montón. Yo no me casé, pero tengo la inicial de su nombre grabada bajo mi piel”, cuenta al tiempo que muestra el dorso de su muñeca izquierda. “Como decía Gabriel García Márquez: ´Si no hay duda, es amor´. Entonces yo aprendí que este es un viaje que terminó cuando lo encontré”. Otra de las solideces sobre las que erigió su historia. “Luis y yo estamos juntos desde la primera vez que nos miramos a los ojos”, relata. “Siempre había esperado un rayo. Y él fue ese rayo”.
Hasta la noche del 14 de octubre de 2021 y durante semanas, desde Cuyo a Puerto Madero, habían volado textos y “charlas increíbles hasta de cuatro horas” en un ida y vuelta con sabor a “noviazgos del pasado”. Se habían conocido micrófono mediante, cuando ella buscaba una entrevista urgente con alguno de los firmantes del pedido de juicio político al presidente Alberto Fernández (63) por la fiesta de Olivos. “Al escucharlo por primera vez ya se me hizo interesante. Me gustó su modo de relato casi en prosa. Porque Luis habla con una humanidad, con una vocación, con una sabiduría, con una humanidad que te desarma”, infiere.
Pero fue recién en el intento de postear la nota en redes sociales que descubrió el aspecto físico del, por entonces, diputado nacional. Esa primera charla “personal” que inició respecto de las bondades del cabernet franc derivó, indefectiblemente, en un pedido de cita. Fue entonces que Cristina, en pos de la discreción, ofreció su propia casa. “Al abrir la puerta nos miramos y supimos que estábamos enamorados. Tal es así que, sin decirnos nada, nos dimos un abrazo que duró dos minutos. Dos minutos en los que me sentí literalmente suspendida entre sus brazos”, recuerda.
Esa misma mañana, ella había desayunado un mensaje de Luis que decía: “¿Cómo amaneciste el primer día del resto de nuestras vidas?”. Asegura haber sentido la presión visceral de una adolescente y en esas inéditas condiciones surcó el día entero y hasta condujo el noticiero hasta llegar a su casa. “Las conversaciones entre los dos habían puesto las expectativas demasiado altas. Con decirte que él llegó a decirme: ´Si al encontrarnos no pasa esto tan fuerte que nos estuvo sucediendo al charlar, nos damos la mano y, cordialmente, cada uno por su lado’”, cuenta. “No queríamos romper eso que nos parecía tan mágico”. No hubo beso esa noche, pero sí compartieron el vino preferido de la anfitriona (que él había llevado) y la vida, desde entonces. Eso sí, “sin dejar de tratarnos de usted durante los primeros tres meses”, cuenta. “De pronto, muy rápidamente yo dejé de ser la periodista de la tele y él dejó de ser el político para empezar a ser nosotros mismos más allá de los diversos escenarios de la vida. Esa intimidad es invaluable. Y me refiero a la intimidad del ser juntos. La verdad es que yo siempre soñé con un hombre así y con una relación como la que tenemos. Y fíjate que es una relación de aviones y valijas (Petri vive en Mendoza) y eso nos obliga a adaptarnos a horarios rarísimos. Como hoy, que desperté con él a las 4 de la mañana para acompañarlo hasta su vuelo de regreso”.
Luis tampoco se casó jamás. Pero es papá de Julián (15), fruto de una relación que se disolvió cuando el, por entonces, pequeño tenía dos años. “Juli es un nene amoroso, que expresa mucho cariño. Desde el primer día fue dulce conmigo, muy tierno. Y a pesar de la distancia geográfica supimos construir un vínculo muy lindo en cada visita”, cuenta Cristina. “En ese sentido nunca hubo problemas con las parejas que he tenido. Ese vínculo entre padres e hijos es algo que me impone mucho respeto. Porque los hombres de mi generación los tienen muy en cuenta. Y Luis es un gran padre. Un padre presente y apasionado por serlo”, cuenta. “Otro aspecto en el que también lo acompaño muy de cerca”.
Desde entonces, luego de aquella primera cita, hubo fuego epistolar. Decidieron escribirse y fue un arrojo de tres cartas y sus recíprocas respuestas. Las del primer envío hablaban de esa sensación de saberse “escritos para llegar a este lugar”. De hecho Luis manifestaba que lo que habían vivido aquella noche “no había sido un encuentro, sino un reencuentro”. Las segundas, “ya eran un tanto quenchi, con menos ´usted´ y más pasión desatada. Y las últimas fueron hace muy poco”, señala. Con pudor acepta leer un tramo de eso que escribió para él, en el inicio del hábito. Entonces Cristina abre su celular y bucea entre las líneas hasta encontrar el párrafo que menos la sonroja: “Es curioso. Siento haber llegado de un largo viaje. Sin saber que el destino era usted. Lo descubrí en sus brazos. Usted nunca fue un extraño. Y vino una noche a rescatarme el corazón. Fuera de la dimensión del tiempo reconocí en usted todo el futuro. Librada de toda duda por una alquimia de lo trascendente reconocí en usted todo el amor”.
Tanto tiempo después, de regreso a su “mundo de Alicia”, a su cuarto durazno, Cristina abraza a esa “niña rara que pidió tanto a la vida y la vida tanto le ha dado” diciéndole: “Lo hicimos”. Entendiendo (para siempre) que todos aquellos que la hicieron sentir diferente o “la peor de todas” (suelta con ironía) se habrán visto “interpelados por esa seguridad y, tal vez, incapaces de abordar la aventura de ejercer la propia libertad”. Convencida de que “finalmente la falta de aceptación siempre da la vuelta y termina en agradecimientos, porque genera cambios en el entorno que fuese e incentiva a que los demás también se hagan preguntas”, asegura. Un gran ejercicio diario. “Nunca dejé de cuestionarme qué quiero como mujer y profesional, ni pagué peaje para ser, ni me dejé llevar por la demagogia. Siempre negada, en la intimidad o frente a una cámara, a acomodar mi pensar y mi decir para caer bien a la mayoría. La vida, al menos la mía, se trata de seguir mi pentagrama interno”, señala. Y cita por brillante una frase de Jeff Bezos: “Debemos estar preparados para ser incomprendidos”. “Un gran mensaje en esta época de likes en la que hay una exigencia fatal por encajar socialmente. A veces está bueno no gustar, y entenderlo nos libera”.
Agradecemos a Four Seasons Buenos Aires y a Gabriel Oliveri
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