Isabel era tanguera. De esas de “pelo encendido, taquitos y milongueadas”. Voz en la banda de su marido pianista. Fatua hermana de un ciudadano ilustre por su arte en el violín. Un tanto adusta, pero de mate generoso. Testigo de Jehová (“de las de prédica y congregación”) y paradójicamente, “negada a recibir visitas en casa”. Su abuela era todo eso y, además, “mi abrigo y mi refugio en una infancia con algunas tristezas”, define Silvina Noelia Luna (42) en un relato sobre esa presencia “clave” en su vida. Y viene a cuento porque, “incrédula de las casualidades”, reconoce aspectos que ella le ha legado como “insospechadas herramientas” para el tránsito intenso de su historia. La desfachatez, o cierto histrionismo, que se le hizo oficio, es uno. La afición a la soledad, es otro. Y finalmente, la necesidad de “un camino espiritual a base de saber mirarme, preguntarme y escucharme”.
Su abuela estará presente más de una vez en esta charla que tendremos en el departamento del Palacio Raggio (San Telmo) respecto de lo que, en definitiva, será la historia de su espiritualidad. “Aquí estoy otra vez, como el Ave Fénix”, dice tras la última y reciente internación que escapó a la rutina, de otras tantas, por los 30 días que esta vez le valieron los intentos médicos de compensación. Hipercalcemia e insuficiencia renal fue el saldo de la mala praxis que sufrió en 2011 durante la intervención quirúrgica en la que Aníbal Lotocki (hoy condenado a 4 años de presión y 5 de inhabilitación para ejercer la medicina) le inyectó biopolímeros (polimetil metacrilato) en glúteos y muslos. Un cuadro crónico que, desde entonces, le exige laboratorios semanales y la sumió en una investigación personal en busca de la solución. “Durante muchos años viajé, aprendí y visité médicos hasta descubrir que existe uno en Colombia dedicado al estudio de este tema que mata a miles de personas alrededor del mundo”, apunta. Mientras tiene la certeza de ir en “buen camino” con la esperanza puesta en los avances de la ciencia, asegura amanecer eligiendo de qué modo vive “el día a día”.
“Fue duro y de gran aprendizaje”, anticipa. En este último ingreso, en el Hospital Italiano, una micobacteria puso en jaque el tratamiento habitual y el panorama fue, por lo menos, “alarmante”. Y todo se hizo más difícil por la ausencia “de mi gran compañero y contenedor emocional”, como rotula a su hermano. Ezequiel Luna (37), manager de DJs y nuevo experto en Bitcoins (una actividad a la que lo empujó el cese de eventos durante la pandemia), “estaba de trámites en Italia cuando sucedió”. Y aunque la soledad ya se la hecho cayo o, mejor dicho, se le ha hecho camarada, Silvina tuvo que enfrentar su necesidad, “pidiéndole compañía a mis amigas que ya son familia” y, una vez más, a sus propias emociones. En definitiva, el quid de su “maestría”.
Siempre ha sido curiosa. Los sermones en las congregaciones a las que la llevaba su abuela habrán “dejado su semilla por ahí”, dice Silvina. Pero El poder de la hora (el libro de Eckhart Tolle) marcó el punto de inicio de su camino espiritual en el que encontraría luego El Arte de Vivir, la biodescodificación, la terapia de constelaciones, el budismo y el Mantra Hare Krishna, la lectura de la Kabbalah, entre otras tantas experiencias.
“Por entonces era una adolescente en cuestionamiento permanente. A los 14, 15 años, mientras mis amigas estaban en la joda, yo me hacía demasiadas preguntas. Tenía tomos y tomos de mis diarios personales en los que volcaba reflexiones y sentimientos”, relata. “Me ganaba la rebeldía, esa necesidad de expansión de la que hablaba Suzanne Powell (autora irlandesa de Atrévete a ser tu maestro, entre otros libros), una de mis grandes referentes, cuando decidió buscarse más allá de su pueblo. Y eso era lo que yo sentía de chica mientras vivía en la zona sur de Rosario”.
Hoy Silvina es coach ontológica, “una formación de dos años en las que se adquieren herramientas para acompañar a otras personas en espacios de autoobservación, para conocerse y detectar todas esas otras posibilidades de acción en sus vidas”. Y ella dice haber “vivido 100 y, de todas, aprendido”. Eso es la espiritualidad para ella. “Conexión con uno mismo. La escucha de nuestra voz interna. Mucho más allá de los condicionamientos, las exigencias y los deberíamos con los que llegamos a adultos. Y con consciencia de que podemos conectar con algo mucho más grande”.
Condicionamiento y exigencias resultan términos pertinentes para viajar a ese día de 2011 en el que frente al espejo decidió que sus glúteos debían verse mejor. Claro, había vivido fuera demasiado tiempo y su regreso al teatro de revistas “debía ser con todo”, creyó. “El peor error de mi vida -como titula- nació de la ignorancia, de creer que mi valía dependía del aspecto, de mi inseguridad, de la soledad, de la falta del consejo que mis viejos me hubiesen dado”, señala. Y ante la pregunta respecto de la raíz de esa ausencia de confianza que menciona, Silvina responde con la firmeza de quien ha sabido suturar la cicatriz. “Mi autoestima fue un trabajo de años. Y todo tuvo origen en mi infancia”, revela. “Yo era una chica alegre pero muy solitaria. Creo que a mí me faltó amor”.
Honra a sus padres, “pero en aquel entonces estaban demasiado inmersos en sus mambos y peleando mucho entre ellos”, dice Luna. “Tenían 22 años. Eran como adolescentes intentando ser papás. Y llegué a sentir que no me veían. No... No me veían”, cuenta. Elige una imagen de su niñez: “Tenía cinco años, estaba sentada en la cama y oliendo el camisón de mamá, como si la abrazara”. No la olvidará jamás, como tampoco “el día más feliz de mi vida”. Fue una tarde en la que Roxana Chera (así se llamaba) la esperaba del otro lado del pasillo en el que vivían “para decirme que ya no trabajaría más”, relata. De papá, en cambio, no registra expresiones de afecto. “A él le costaba muchísimo demostrar amor, sobre todo físicamente. No recuerdo abrazos ni besos de su parte. Y hablamos de una época en la que la figura paterna es muy importante sobre todo en la vida de una mujer. Con el tiempo, lamentablemente, todas esas emociones se convierten en marcas”.
Sergio (el Negro Luna, como le decían) “fue un gran laburante”, describe Silvina. “Hijo de un camionero sacrificado y de una madre que murió en sus brazos cuando él era muy chico. A los nueve ya era cadete de una farmacia, a los 15, metalúrgico. Y a los 50, cuando estaba a poco de jubilarse después de 30 años de trabajo forzoso en Gas del Estado, falleció”, resume. En fin, “papá era hosco, pesado y celoso”, define. “No dejaba que viniesen amigos a casa ni que me llamaran por teléfono... ¡Y menos si eran de Newell´s!”, bromea. “Había veces que él y yo pasábamos meses sin hablarnos, prácticamente sin relación”.
En casa de los Luna “el clima era hostil para un niño”, describe Silvina. “De a ratos de miedo y de angustia”, dirá luego. “Papá y mamá tenían una relación tormentosa. Imaginate a dos personas grandes que discuten, que se gritan... Quizás hasta en momentos de agresiones y entonces tenés miedo de que a ella le puede pasar algo”, recuerda. Admite que “al principio” Sergio “ejercía violencia física” contra Roxana. Que a sus dos o tres años, “él había vuelto de la cancha, o de algún otro lugar, un poco alcoholizado y se dio una circunstancia violenta con mamá. Ella me agarró... (piensa) no sé si no lo había denunciado en su momento, y fuimos a la casa de mi abuela, que en vez de contenerla le dijo: ´Vos tenés que volver al lado de tu marido´. Y bueno, regresamos”, relata con cierto escozor. “Pero lo peor era que todo se naturalizaba, porque no se conocían otros recursos”, dice. “Había navidades, por ejemplo, en las que se peleaban tanto antes de las 12 que todos teníamos que irnos a dormir”.
Al cumplir 17, “rebelde y callejera”, Silvina escapó de casa y de todo, “muy enojada con él”. Como lo había hecho tantas otras veces, pedaleando 20 cuadras hacia los brazos de su abuela “para dejar la angustia bien atrás cuando todo se complicaba”. Fue al encuentro “del mango”, como dice, “y de algunas respuestas”, con la única experiencia de haber sido mesera “a los 12 en el bar de una amiga de mamá, y empleada a los 16 de una famosa cadena de hamburgueserías”. Vivió en una pensión porteña, “con la plata justa para imprimir los currículums que repartía en Puerto Madero” hasta logar ser recepcionista de una pizzería de Costanera. Se enamoró de Juan Pablo, “creyendo que sería mi príncipe azul”. Pero nada era como en las películas que veía y él “resultó ser tremendo tóxico”, recuerda. Se separó. Y el bajón le valió la invitación de sus amigos de secundario para intentar olvidarlo viajando al gran norte, “donde prometían que había mucho trabajo”.
Vivió en Miami “disimulando” que no sabía hablar inglés. Los restaurantes de Ocean Drive la querían en sus puertas, atrayendo a la gente hacia sus mesas. Pero “look at te menu” (mire el menú) era lo único que ella podía pronunciar. “Si alguien me preguntaba algo más como ´¿Dónde está el baño?´, me les quedaba mirando”, dice entre risas. “Es por eso que en todos lados duraba dos días”. Entonces fue contratada en un restó latino y salsero de Washington y la 14, en los que recibía a figuras como Sofía Vergara y Marc Anthony. Pero Juan Pablo la extrañaba y logró que volviese “sumisa” a Buenos Aires “para descubrir, al tiempo, que estaba con otra chica”. Nuevamente la pensión. Nuevamente sin un peso. Aunque con algo más de suerte. El book de fotos que había traído de Miami convenció a Ricardo Piñeiro (66) y a varias marcas que la quisieron como imagen. Y hasta logró una participación en dos episodios en Verano del 98 (Telefe, 1998). Después, claro, acompañaría a una amiga al casting de Gran Hermano (2001) y tras eso todo el trayecto que ya conocemos.
En fin, y volviendo al hilo, fue irónicamente a la distancia que Silvina y su papá lograron acercarse: “Cuando sentí que había empezado a mirarme. A valorarme. A darse cuenta de lo que había pasado, al punto de poder expresarlo con palabras y abrazos”, dice. “Para los 20 nuestro vínculo ya era otro y pudimos recuperar todo ese tiempo perdido. Él había hecho una gran transformación. Se volvió un tipo muy tierno. Hablaba de sus sentimientos y hasta se había dedicado a su jardín. Nunca supe bien por qué, pero era un hombre finalmente sensibilizado y fue grato acompañarlo en ese transcurso tan personal”, señala. “Así inicié un camino de entendimiento sobre lo que habíamos vivido como familia”, revela.
“Mis viejos eran muy jóvenes, sin herramientas para el manejo de sus emociones y tratando de sobrevivir haciendo lo que podían con mucha frustración en sus propias vidas. Se veían en lugares sin elección y con bajadas de lo que debían ser, sintiendo que no existían otras posibilidades más allá de lo que veían”, analiza. “Es muy importante dejar de pensar tanto y tomar responsabilidad de elección sobre qué hacer con esto que me pasó, deshaciéndome de culpas y de emociones que no me dejan avanzar”, explica. “Yo perdoné a mis viejos. Los amo y los honro con gratitud, porque sé que hicieron lo que pudieron”.
La afinidad con mamá tuvo sendero inverso. Esa complicidad en el momento de su partida hacia la gran ciudad se dio con el mismo entusiasmo con el que Roxana vivó la carrera artística de su hija. “Como supuestamente yo era la linda de la familia –suelta con gracia– me llevaba a todos los castings. Hoy lo recuerdo y pienso: ¿hasta qué punto este camino que hice fue realmente una elección o un producto de sus fantasías?”, dice Silvina. “Andá a saber cuánto de su deseo proyectó en mí. Porque cuando empecé con la revista, recién ahí, se animó a confesarme que toda la vida había querido ser vedette. Es por eso que a veces subrayo la frustración como posible disparador de tanto conflicto”, analiza.
“Cuando crecí, el compañerismo que habíamos tenido se convirtió en un vínculo de amor-odio”, revela Silvina. “Nos adorábamos, pero chocábamos demasiado. Con los años ella se había vuelto muy dependiente y los roles de desvirtuaron. Yo me sentía su madre, acompañando y conteniendo a una niña. Y eso resultaba una mochila para mí”, define. “Cuando cumplió 40 debieron operarla del corazón y fue muy duro, porque estando internada sufrió una infección intrahospitalaria muy rara y estuvo a punto de ser desconectada. Fue un milagro que se haya salvado”, recuerda antes de relatar el giro definitorio en la trama de esta historia.
Cinco meses después de ese episodio, Sergio resultó víctima fatal de un infarto. “Murió súbitamente. Casi como lo había anticipado, porque siempre decía que moriría joven... Por eso hay que estar tan atentos al poder de la palabra”, suelta. “Mamá era hipocondriaca y había comenzado a manifestar reacciones en su cuerpo. Pero como estábamos atravesando el duelo, mi hermano y yo creímos que somatizaba tanta tristeza”, cuenta. Roxana fue internada en Rosario y Silvina, ya figura en un elenco teatral porteño, iba y venía creyendo que todo estaba bajo control. “Nunca entendimos que estaba muriendo. Realmente fue un golpe inesperado”, revela. Si bien saltó del escenario para correr a Santa Fe, Luna no pasó las últimas horas con ella. “Me costó algún tiempo trabajar esa culpa”, recuerda hoy.
“Después de esa primera vez que estuvo en peligro, mamá decía que fue por sus hijos que había encontrado voluntad para seguir viviendo. Pero mi hermano y yo ya teníamos nuestras vidas encaminadas y tras la partida de mi viejo, ella había perdido toda motivación. Y se dejó morir”, argumenta Silvina. “El amor por él era demasiado grande. Habían estado juntos desde los 15 años, y más allá de que cada uno de ellos tuviera sus parejas, sabíamos pasar tiempo juntos, los cuatro, en paz, riéndonos como adolescentes”, señala. “Papá falleció el 10 de marzo. Y el 19 de agosto, mamá se fue detrás de él”.
Jamás se sube al tren de las especulaciones. Es por eso que ante la pregunta: “¿Crees que tu presente sería el mismo si tus padres hubiesen estado vivos?”, Silvina responde que “no existen los hubiese”. Pero sí su presencia. “Claro que los extraño. Todavía siento esa necesidad de llamarlos. De la caricia en la cabeza en cada internación. De comer algo rico preparado por mamá... Los extraño muchísimo, sí. Aunque tenga la certeza de que están conmigo, porque suelo convocarlos para agradecerles, para pedirles algo o solo para que me acompañen”, cuenta. Cree en las señales, “pero mucho más en que para que sucedan hay que pedirlas. “Soy muy perceptiva y he tenido sensaciones en mi cuerpo cada vez que los invoco en alguna meditación”.
Volviendo al punto, y en definitiva, si el aparente ensañamiento de la vida durante los últimos 15 años no ha logrado convertirla en una mujer resentida o enojada no fue cuestión de suerte. “Hacerte cargo de eso que hiciste, de tu propia historia, del por qué vivo lo que estoy viviendo, te quita del lugar de víctima o de padeciente y eso te da poder. Y yo me empoderé. Desde entonces cada mañana decido de qué manera seguir con todo esto desde la aceptación. Porque uno sana recién cuando se acepta”, asegura Silvina.
“Sí, tengo que tomar medicación diaria cada mañana para estar mejor físicamente, pero no es más que una condición de la que debo ocuparme sin dejar de crear mi mejor realidad”. Una realidad que cambió una vez y para siempre llevándose puestos algunos hábitos, pautas, idiosincrasia y una gran cantidad de tiempo. “La enfermedad me abrió a un universo de muchas Silvinas, de guías, de referentes, de experiencias y de opciones para conocerse y observarse que hoy puedo compartir con otras tantas personas que puedan estar atravesando historias parecidas a las mías”, dice.
Hablamos de maternidad, “un deseo que reapareció fuerte en este último tiempo”, revela, cuando dice haber empezado a correr el foco de su condición de salud para darle espacio. “Quiero ser mamá, definitivamente. Y estoy moviendo energías en esa dirección, explorando posibilidades y caminos. Después de todo, y de la insuficiencia renal, no podría gestar al bebé por lo que debería subrogar un vientre. Por otro lado tengo poquitos óvulos, de cuando era más chica. Y entonces, de momento, evalúo las chances para darle forma a ese anhelo”, confiesa sin descartar recurrir a la adopción llegado el caso. “Es una experiencia por la que voy a jugarme. De algún modo voy a conseguir ser mamá”. Y no necesita pareja para crear un hogar, “porque es mi proyecto”.
Aprendió a acomodarse en la soledad. A sacralizar el propio espacio, tal como lo hacía la abuela Isabel en su casa rosarina, “cuando seleccionaba casi mezquinamente quiénes podían entrar”, recuerda. Tanto que al escuchar “¿Por qué estás sola, Silvina?”, dispara una respuesta con dardo. “Dejame decirte que es una pregunta para cuestionar. ¿Y por qué no podría? ¿Por qué no sería una alternativa? Hoy mi soltería es una elección personal. Y te digo que si me das a elegir entre una cita y un plan con amigos, no lo dudo. 100 por 100, me voy con mis amigos”, revela. No, no está negada al amor, “y es más bien otro deseo para los que ha hecho lugar después de tanta preocupación y ocupación de mi salud”, dice. Pero es clara: “Soy tan independiente, en todo sentido y mucho más en el aspecto emocional, que me doy todo lo que necesito. Pero más allá de eso, ya no estoy para cualquiera”.
Es cuidadosa en la elección del término, pero entiende que exigente, aunque duro, es el más acertado. Así se siente respecto de la pareja. Pero saber qué se quiere, tiene sus bemoles. “Me gustaría encontrar un hombre que esté en sincronización conmigo: que se sienta seguro de sí mismo, con situaciones resueltas, con ganas de disfrute y, por sobre todo, con intenciones de ser y de recibir verdadera compañía. Con quien no deba ser una psicóloga. En definitiva, alguien sin tanto rollo. Que ya venga trabajadito”, suelta con gracia. Se reconoce una ex vulnerable a los amores tóxicos que la obligó a “revisar mis patrones, el por qué lo permitía”, cuenta. “Y estoy grande ya para no procurarme la paz que necesito. Y armonía es lo mínimo que uno espera de quien tiene al lado. Ya no me imagino lidiando con celos ni mentiras. No, ya no”, señala.
En ese ejercicio que significó reabrir espacios a los deseos relegados por su enfermedad (y así como lo hizo con el de la maternidad y se predispone a hacerlo con el amor después de tres años), Silvina dice haber “reconectado con la mujer”. Y se lo permitió a raíz de una oferta laboral que, reconoce, la mantuvo en zona de dudas y prejuicios durante un tiempo. Hoy integra una plataforma de contenidos eróticos. “Es parte del resultado de ese trabajo que hice con mi autoestima, y ahí también radica mi fortaleza”, señala.
“A los 42, la aceptación finalmente le ganó al prurito de las imperfecciones y tomé el desafío de ponerme ese disfraz, como puedo ponerme el de participante de reality. Y está buenísimo experimentar varias vidas sin tantas definiciones ni los ´ahora sos esto´”, cree. “Finalmente volví a conectar con esa Silvina deseada y deseante que había descuidado por mi condición. Me miro más amorosa y comprensivamente, amigándome con esos cambios físicos que finalmente pude trascender. Me quiero y me gusto. Y ese es un buen mensaje: no olvidarnos de nosotros mismos ni resignarnos ante una complicación. Porque sería algo terrible negarse a los deseos”, remata.
Nombró reality y, a propósito, charlamos sobre una firme determinación. “Jamás volvería a encerrarme en ningún lado”, dispara. Gran Hermano 2 (Telefe, 2001) fue el primero, y El Hotel de los Famosos (El Trece, 2022) ha sido el último show de realidad “del que participaré en mi vida”, decreta. Tal vez acepte la propuesta de Telefe para incorporarse al panel de expertos en los debates de la nueva edición que estrenará en octubre con la conducción de Santiago del Moro (44), pero sabiendo que luego regresará a casa. “El formato maneja una energía de competencia que ya no está disponible en mí. Creí que podría pilotearla, pero no. Fue imposible. De hecho sufrí un ataque de pánico dentro del hotel que se repitió afuera, cuando estaba tratando de estabilizarme física y emocionalmente. Porque me llevó tiempo volver a mi eje”, revela.
“Una tarde iba en un taxi cuando empecé a sentir palpitaciones. Entonces le pedí al chofer que me llevase al hospital. Fue horrible. Me desesperé porque sentía que no llegaba, que iba darme un paro cardíaco, que me moriría ahí mismo. Le pedí que parara, que llamase a una ambulancia. Cerré los ojos. Intenté hacer mis técnicas de respiración...”, recuerda. “En definitiva, alertas”, concluye. “Descompensaciones o desequilibrios físicos y emocionales” que hacía tiempo no se activaban. Y lía esa “causalidad” a la experiencia que, según dice, “cambió mi vida”.
En enero de 2021 Silvina llegó a Bocas del Toro para vacacionar con el mismo grupo de 20 amigos con el que suele hacerlo en esas playas del sur de la isla Colón, sobre el Caribe panameño. Y las 8 semanas de visita se convirtieron en 9 meses de estadía. “En un momento todos empezaron a volverse y sentí que yo no estaba lista. Entonces le pedí al dueño de casa (Rodrigo Fernández Prieto) quedarme algún tiempo más. Puse en alquiler mis departamentos en Buenos Aires y así, sorpresivamente, inicié otra vida”, relata.
“Abrí una conexión inédita con la naturaleza y conmigo. Con el todo y mi propia soledad. Si llovía, ya no podía cruzar el médano para ir al centro. Y si un mono se colgaba de algún cable me quedaba sin señal durante días. Usaba solo un par de ojotas, dos bikinis y un pareo. ¿Qué más necesitaba? Amanecía frente al mar y comía de lo que la tierra me daba”, detalla. Practica mindfoodness (alimentación consciente), la capacidad de dedicar plena atención a lo que se ingiere a través del autocontrol y autoconocimiento, ajustando alimentos y porciones a las necesidades del organismo, escuchando las propias sensaciones físicas (hambre y saciedad) y mentales.
Así, mientras continuaba en Panamá con sus tratamientos y se sometía a las rutinas de laboratorio semanales para enviar los resultados a sus médicos en Argentina, Silvina dice haber conocido “el despojo”. Que las charlas, las investigaciones y los tantos cursos online que tomó sentada sobre la arena, “no me enseñaban más que la naturaleza”. Y entonces entendió “la bendición que resulta vivir con simpleza y consciencia”. Esa fue la génesis de Simple y consciente, el proyecto personal (“mi hijito”, como lo llama) que lanzó desde su cuenta de Instagram y que el próximo 1 de diciembre se presentará como su primer libro editado por Penguin Random House Grupo Editorial.
“Le di la vuelta a la enfermedad al punto de deberle la felicidad que hoy siento al inspirar con mi experiencia a todos esos que estén pasado por lo mismo. Al ser el puente entre ciertos referentes y la gente que está buscando el camino de autoconocimiento para su superación”, apunta. “Y lo asombroso es que durante esos nueve meses de los que hablé, jamás tuve que ser internada”.
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