Recuerda su primer gran rapto de autodeterminación tan bien como las ferias populares, perfumadas por tapiocas y cocadas, en Santa Catarina, al sur de Brasil. Tenía 8 años, tal vez 9, cuando se ofreció como “una suerte de asistente y aprendiz” de aquel mimo paraguayo, a quien el desafío de comer a diario también le había hecho callo. “Yo pasaba su gorra entre el público y él me tiraba unos mangos para reunir la plata que me ayudase a conseguir ese bendito pasaje que me sacara de ahí”, cuenta. La vida entre artistas y artesanos tenía “cierto color”, sí. Pero el hipismo cultivado por sus padres hacía de su niñez territorio de borrascas. Hasta sus 12, Rodrigo Francisco Lussich (49) dice haber sido “un chico enojado” y muy obstinado, si de huir de ese destino se trataba. Es ahí donde se clava el interrogante que inicia esta conversación.
¿La infancia que hemos tenido nos recorta para el resto del camino? Él cree que sí. Que la suya, “aunque muy desordenada”, a la distancia ha resultado “el mejor entrenamiento para lograr que los cachetazos de la vida dolieran menos”. Valentía y “capacidad de supervivencia” son los aspectos que capitalizó de ese trayecto (que a continuación desandaremos), aún cuando indique que es “un tipo muy pesimista” y cada vez “más enroscado” con el paso del tiempo. “Soy difícil conmigo mismo. Duro. Drástico. Exigente. Sentencioso”, describe. “Y claro que sufro por eso. Esa tendencia a engancharme con el padecimiento de cualquier tipo ha sido blanco recurrente en mi terapia. Y creo que eso tiene que ver con el nomadismo de mis viejos. Con ese modo de vida al que me empujaban. Y, por ende, con la ira y la rebeldía que se desataba cuando me sacaban de la caja de cristal que resultaba la casa de mis abuelos”.
Nació en Montevideo (Uruguay, 30 de noviembre de 1972) en el contexto previo de una dictadura y comiendo ansias ajenas por “quebrar las convenciones de un esquema de familia católica y conservadora”, como señala. Charo Pérez (72) y Gustavo Lussich (74), sus padres, tenían 16 y 18 cuando se conocieron en la Escuela de Arte Dramático. Un año después se casaron. Al siguiente llegó Fernanda (53). Cuatro más tarde recibieron a Rodrigo y antes de que él cumpliera cinco se separaron. “Llegamos a vivir hasta en una casa tomada en el barrio de Pocitos”, recuerda. “Tenía dos pisos, estaba hecha pelota y llena de gatos. Para entonces, mi vieja ya tenía otra pareja, que a su vez era amigo de papá. Y papá tenía una novia que era amiga de mamá. Yo pasaba el día subiendo y bajando del sector de uno y de otro”, recuerda. Así conoció la vida en comunidad, “el sentido de amor libre (sin promiscuidades que haya percibido) y el de la hermandad”.
Gustavo ya había dejado atrás sus sitio en la Caja de Jubilaciones de Montevideo y sobre el escenario de La Comedia Nacional cuando lideró a la familia hacia Brasil. “Si no era Florianópolis, era Río, Sao Paulo, Porto Alegre o Bahía. Pero era en Brasil donde estaba la zanahoria que ellos perseguían, esa libertad que los obsesionaba”, cuenta. “Yo creo que a mis viejos les costó romper el vínculo que había entre ellos. Les fue difícil separarse desde el punto de vista clásico. Aún había cierto enganche y por eso decidían vivir así de mezclados”, analiza. “Esas segundas relaciones de cada uno de ellos, si bien dejaron hijos, fueron breves. Recién con sus terceros matrimonios pudieron establecerse hasta el día de hoy. Y finalmente se soltaron. Él pasó por Córdoba hasta radicarse en Florianópolis, donde reside. Y ella, primero en Rafaela (Santa Fe) y luego en Pilar (Buenos Aires)”, detalla.
Es aquí que vale un paréntesis en la conversación. Porque, entre tanto de los enredos que cita, su primera madrastra (Charo, casualmente como su madre) dispara una anécdota hilarante. “Ella se había entregado al nudismo”, cuenta Rodrigo. “Ya vivía con otro señor y había tenido otros hijos, además de mi hermana Jacinta, cuando la visitamos en su cabaña cerca de una cachoeira (catarata), en Florianópolis. No voy a olvidar jamás su recibimiento”, anticipa. “La vi bajar del morro. Feliz, sonriente, totalmente desnuda, con los brazos abiertos y pelo, mucho pelo púbico, en brazos y en axilas. Una imagen muy fuerte para un chico, ¿viste?”, relata con gracia. “Uno piensa: ¿con qué necesidad, no? Pero así andaban todos”. Lussich jamás pudo sacarse las bermudas en esos lares y forjó, tal vez desde entonces, una relación particular con esa desnudez “tan familiar”. “Soy cero acomplejado con mi cuerpo. Verme más o menos flaco, no me importa nada. Pero me resisto firmemente a ciertas cosas. En ese sentido me puede la timidez. En el gimnasio, por ejemplo, voy envuelto a la toalla hasta la ducha. Mi cuerpo desnudo es algo que entrego solo a quien yo elijo”.
En definitiva, aquí nos ocupa el “shock de supervivencia” del que habla Rodrigo. “A cada despedida seguían semanas y semanas de viaje hasta llegar a destino. Haciendo dedo. Parando en plazas. Trepando a camiones y colectivos. Naturalizando el hecho de hacer nuestras necesidades detrás de las rocas y sorteando cuestiones de salud, del modo en que podíamos”. Se refiere a aquella vez que debieron combatir el ´bicho da pé´ (niuga o pique, una pulga que penetra la piel de los pies). “Estábamos todos infectados. Tuvimos que quitarnos esos bichos con agujas esterilizadas y fue dolorosísimo”, cuenta. “En fin, siempre nos íbamos a vivir a algún lugar. Y siempre volvíamos porque nos cagábamos de hambre”, cuenta. “En una oportunidad tardamos seis meses en llegar de San Salvador de Bahía. “Claro, íbamos parando en cada pueblo intentando juntar algo de guita para continuar el trayecto, pero además había que morfar”, explica. “En Uruguay, el resto de la familia, pensaron lo peor. Con el correr de los días, y sin noticias, nos dieron por muertos muertos”, recuerda. “Jamás voy a olvidar el día que regresamos a Montevideo: ¡todos nos abrazaban como si hubiésemos vuelto del más allá!”.
Muchas rutas. Mucho ruido. Mucha gente. “Mucho porro en tiempos en los que aún estaba muy mal visto. A fines de los 70, yo era ´el hijo de los drogadictos´. Y para mí, un chiquito de seis, siete años, eso resultaba un garrón. Odiaba a toda esa gente que iba y venía tirándome el humo en la cara”, señala. “Es por eso que jamás pude fumar ni siquiera cigarrillos. Le tomé asco y mucha bronca al olor a la marihuana, a ese viaje que decían tener y del que yo siempre había quedado afuera”. Lussich reconoce haber desarrollado cierto “pánico a las multitudes”. Una aprensión con raíz en esas grandes reuniones “de colchones en el piso y tantos amaneceres”. De “gente colgada, vestida de colores y con hijos con los que yo no quería jugar”, como indica. Así mismo, le adjudica a las experiencias del hipismo ser “precavido ante la presencia de extraños en ámbitos íntimos” (para no decir “desconfiado”) y su “enojo fácil”, algo que “recién ahora, y con esfuerzo, logro ir dominando”.
Historias hay miles en sus archivos. Clasificadas, revela, “de acuerdo a cómo elijo recordarlas”. Y ese tamiz, de más o menos humor, seguramente se active “para digerir ciertas cuestiones”, señala. Asoma, por ejemplo, “esa vez que mamá, recién separada de mi viejo, decidió irse con un grupo de teatro a ´vivir la vida´”. Y lo asienta como un episodio de “abandono físico real” que duró lo que tardaron en buscarla por las playas de Ipanema. Y tampoco queda atrás un episodio “terrible” a ojos de hoy. “Mi hermana (Fernanda) y yo debíamos tener ocho y 12 años cuando viajamos solitos a ver a mamá en Florianópolis. Me acuerdo de haber bajado en la terminal de ómnibus y de que no hubiese nadie esperándonos. ¡Nadie!”, enfatiza. “Nadie había ido por nosotros”, relata. “Y no me preguntes cómo fue que logramos llegar a esa casa en la playa porque realmente no puedo precisarlo. Creo que alguien nos indicó cuál colectivo tomar, de ahí nos ayudaron a cruzar un río a caballo y después un morro... Todo en medio de la madrugada. Afortunadamente siempre nos hemos topado con gente buena. Pero hoy lo pienso y me parece una locura”, remata. “Decís: ´No está bueno para un niño´. Pero así pasó”.
“He sido un nene complicado”, admite. Aunque se ocupa de equilibrar la balanza señalando que también ha sabido ser feliz. Y esas situaciones se ligaban a lo lúdico, al estímulo de la creatividad, “a la ilusión de los teatros”. Como en 1981, cuando ganó el protagónico de El niño verde que lo arrojó a su primer escenario (El tinglado, de Montevideo). En definitiva, Rodrigo “solo quería estar con mamá y papá”. Pero alrededor había demasiada gente y “ese estilo de vivir” con el que no comulgaba. “Hasta hoy tengo un temita con el irme”, reconoce. “Irme de lugares. Irme de programas. Irme de relaciones”, enumera. “No puedo evitar ese relojito interno que me dicta el ´ya está´, el ´hasta aquí´, en una reunión, en una charla, en una cena con amigos... Por ejemplo, soy un gran anfitrión y me gusta recibir gente en casa, pero llega un punto en el que me voy a lavar los platos. Mi clara señal del ´hay que irse´”, cuenta con gracia. Todo esto surge de aquella anécdota junto al mimo paraguayo y de su necesidad imperiosa de llegar a la casa de sus abuelos, en Parque Rodó (Montevideo). “Donde me compraban chivitos. Donde había orden. Donde se comía milanesas con papas fritas frente al televisor”, recuerda. “Donde aparecía todo ese mundo al que yo aspiraba”.
Lidia y Joaquín “fueron entrañables”, cuenta Rodrigo. Habla de los tíos de su madre a quienes adoptó como abuelos desde que empezó a hablar, llamándolos Yaya y Titito. “No habían tenido hijos, pero sí varios prejuicios que afrontar”, relata. “Él era ciego y fue por eso que la familia de ella siempre se había opuesto a que estuvieran juntos. Músico y maestra. En su casa sobraban historias y fantasías”, cuenta. “Los primeros programas que conduje en mi vida fueron en su living. Yo emulaba a Andrés Percivale, por entonces mi gran referente, mientras Titito me acompañaba con su piano”, rescata. “Adoraba estar con ellos. Adoraba las sobremesas con tertulias musicales. Las novelas con mi abuela. En fin, ese espíritu de juego permanente que encontraba ahí y que, hasta al día de hoy, imprimo en todo lo que hago. Ese espíritu que, en definitiva, me devuelve siempre a ese momento tan lindo de mi vida permitiéndome seguir siendo yo mismo”, señala.
Yaya murió a los 60, la noche de Navidad del 84. Titito la sobrevivió siete años más. “Yo ya vivía en Buenos Aires, pero cada verano me instalaba con él. Era mi amigo. Tan niño como yo”, describe. “Los dos compartíamos rituales divinos. Él ya caminaba con bastón, entonces yo lo llevaba del brazo, porque era su lazarillo. Así pasábamos las tardes sentados en el umbral de su edificio y, por las noches, escuchábamos los cuentos de Luis Landriscina (86)”. En 1990, escapando a la obligatoria elección de una especialidad en la escuela técnica a la que asistía, en Pilar, Rodrigo decidió vivir con su abuelo. Pero antes del año, “extrañando demasiado”, regresó para iniciar su trabajo periodístico en medios locales. Entonces, Titito partió. “Creo que se sintió demasiado solo... Tal vez yo lo abandoné”, sentencia, quebrado. “Pero hemos podido darnos un lindo gusto durante todo ese tiempo juntos”.
De regreso a sus padres, y consecuentemente con sus relatos de soledad, angustia, incomodidad e ira, no es descabellado hablar de perdón. Y sí, “finalmente uno perdona”, revela Lussich. “Mis viejos fueron tipos hermosos, cariñosos, dadores, tal vez demasiado amigos de sus hijos, y esos matices amortiguaban los golpes. Nosotros éramos sus compañeros en esa aventura del ´ir probando´ a la que se subían. Casi partes de ese paisaje”, explica. “A la distancia, voy encontrándole una narrativa más poética, más blanca, más divertida, si se quiere, a la historia. Y no solo es una manera de asimilarla o digerirla, sino también de perdonar”, dispara. “Al crecer, uno desarrolla empatía. Y con el tiempo yo entendí que ellos resolvieron la vida como pudieron, en su contexto y con las historias que traían consigo. Y esto que digo no es para librarlos de nada, sino para liberarse uno y no quedar atrapado en lo negativo”, dice. “Hace poco llegué a casa y desde el ascensor escuché las carcajadas. Ahí estaban los dos, separados desde hace 45 años y después de tanta historia, sentados en mi sofá, tomando mate y cagándose de risa. Entonces los miré sin decir nada y pensé: ‘¿Podría asegurar que han hecho todo mal?’”.
Se educó “yendo y viniendo”, en portugués y en español. Pero nunca dejó el colegio. Y fue en alguno de Parque Rodó donde conoció a Dani, por entonces, su mejor amigo y, además, sobrino de China Zorrilla. “Fue así que la descubrí en el marco de una cotidianidad muy familiar”, cuenta. “Me quedaba a dormir en su departamento de la calle Uruguay, donde todo era una fiesta. Yo tendría 12 años y ella me trataba como a un igual. Jugábamos canasta y se robaba el pozo sin piedad”, recuerda. “Íbamos al teatro, comíamos juntos, la escuchaba tocar el piano y me fascinaba verla hablar largo y tendido con la gente que la paraba en la calle”, relata. Volvieron a encontrarse, luego, a través del periodismo. “La última vez que la vi fue en 2011, en la puerta de un teatro de Bernal donde ella hacía Las de enfrente, de Florencio Sánchez, en modo leído porque ya le costaba memorizar. Estaba en un tiempo en el que comenzaba a confundir realidades y al verme parado ahí, no sé por dónde la habré llevado, que me agarró la cara diciendo: ´¡Ay, mi novio...!´”, menciona emocionado. “Tuvimos un relación hermosa. Me inspiraba tanto que hoy, en todo lo que hago, trato de homenajearla un poquito. Especialmente en el relato. Porque me gusta contar historias tanto como a ella”.
A los 13 fue vendedor ambulante en San Miguel. “Mi vieja preparaba el café más rico que puedan imaginarse y salíamos a venderlo por las calles del Oeste”, cuenta. “A mí me tocaba el turno de la tarde, porque durante la mañana intentaba terminar séptimo grado. Ese fue mi primer trabajo, sin sueldo, claro. Todo iba a un pozo común que nos permitía sobrevivir”, dice. “Había que ganarle al Manco, que era nuestra competencia, el líder cafetero de la zona. Tenía la clientela atada y nos las ingeniábamos para robársela”, recuerda con gracia. Luego llegó la vida en la chacra de Pilar, a la que se mudaron poco tiempo después. Y con ella, “nuevamente el enojo”, advierte. Rodrigo debió aprender a labrar la tierra. Alimentó animales. Limpió el guano de los gallineros. Y hasta faenó lechones en vísperas de las fiestas, “una labor que no era para sensibles”, describe. “Pero teníamos que comer”. Se ve “moldeado” por esa “garra” aprehendida que lo hizo “sobreviviente” para el resto de la vida. Y lo subraya con orgullo de hijo.
Hablamos, entonces, de su relación con “el tener”. De cómo es hoy el vínculo con el mango, después de haberlo buscado tanto. “Es tan nómade como mi vida”, lo describe. “Nunca desarrollé la costumbre del ahorro, ni me preocupa atesorar”. Y sostiene una filosofía al respecto, erigida, tal vez, sobre la seguridad de saberse “generador constante de laburo frente a cualquier necesidad”, señala Lussich. “La plata, para mí, es una cosa del `aquí y ahora´”, define. Y se niega a “eso tan morboso” que involucra convertirla en “un saldo inamovible” que “tiene que estar ahí, aunque no de goce”. Se resiste a vivir de esa manera que, como dice, “no logro entender”. Cuenta que su primer pasaporte lo obtuvo a los 40 y que prefiere viajar por el mundo a tener su casa propia. “Llegué a París solito, a fuerza de mi laburo y después de una vida haciendo dedo en las rutas. Y cuando tuve a la Torre Eiffel enfrente me puse a llorar como un chico. Esa sensación, que nadie podrá quitarme jamás, no vale un ladrillo. Y lo pagó a plata”, relata. “Sí, está bien. No tendré un departamento, pero conocí la Torre Eiffel. De eso se trata”.
Charo y Rodrigo sabían ser “culo y calzón”. Una dupla imbatible contra el cafetero manco y en la “mini-productora” que montaron a principio de los 90 y en la que ella vendía la publicidad del programa de radio pilarense que él conducía. Y es más, hay tres hermanos que podrían suscribir que Lussich siempre fue su hijo preferido. Pero de la socia perfecta a la gran detractora hubo una confesión de distancia. “Ha sido muy difícil asumir mi sexualidad. Porque me daba culpa. Yo creía que la cuestión con los varones era puramente sexual, instintiva, y que el amor siempre sería con una mujer”, revela el conductor. “La transición fue de grande, no tenía muy claro el panorama. Las primeras fantasías y algunas concreciones comenzaron a partir de mis 24 años”, señala. “Yo venía a Capital a conocer chicos en la avenida Santa Fe, la única referencia que tenía del lugar en que ´algo pasaba´. Huy, si la he trillado tanto desde Callao a Pueyrredón...”, dice con gracia.
Aún no había terminado con Roxy, su “novia de la infancia”. Y, en casa, justificaba sus visitas al centro con otro supuesto romance. “Le decía a mamá que salía con una tal Alejandra. Una mujer divina, mayor que yo”, relata. Pero Alejandra era Damián (de por entonces 29), su “primer gran amor” y el primero en dejarlo a cuatro meses de romance. “Yo era un torbellino de ansiedad. Una bola demasiado fuerte de bancar. Y el chabón, que había vivido en Roma y tenía su vida más o menos resuelta, dijo: ´No puedo con este pibe´. Bueno, yo vivía todo exacerbado no solo por el descubrimiento sino también por ese amor inédito”, cuenta Rodrigo, que ya había iniciado su camino profesional en Radio 10. Aunque luego vivirían juntos por una década, en ese momento Damián lo dejó. “Así me convertí en una hoja al viento”, describe. “Me sentía en la novela más triste. Andrea del Boca, Luisa Kuliok y la Colmenares, todas habían tomado mi cuerpo. Yo era una persona realmente desgraciada”, recuerda.
Para ese entonces, Rodrigo ya había tenido “la charla más honesta” con su padre durante una caminata orillera por Floripa. “Le conté lo que me pasaba con los hombres y él fue divino conmigo. Lo tomó con total naturalidad, como si le hubiese dicho que había almorzado ravioles. No existieron preguntas, ni llantos, ni abrazos. La charla siguió sin más”, señala. No fue el caso de mamá. “Ella quería saber por qué yo estaba tan mal. Quién era esa mujer que me había abandonado. Y en mitad de una discusión, que estábamos teniendo por no sé qué cosa, le dije: ´¡¿Y sabés qué? No es Alejandra, se llama Damián!´. Entonces un precipicio se abrió a sus pies. Le chifló el moño. Se le dispararon andá a saber cuántas preguntas de su propia vida. Inclusive llegó a hacer cálculos disparatados, creyendo que tal vez haber tenido ella tantos amigos homosexuales durante mi infancia, había influenciado mi orientación. Un delirio... ¡Eran trolos adorables los amigos de mi vieja! Simplemente sucedió”, explica.
“Todo fue una locura... Entre tanto, y angustiado, le pedí por favor que guardase el secreto. A las horas reunió a la familia en una charla-debate”.
No fue el único frente. “Mateo, el mayor de los hijos de mamá con su segundo marido, también se enojó conmigo”, cuenta. “Le molestó la mentira. El hecho de no haber compartido que ese amor del que yo hablaba, en realidad, era un varón. Pero lo superó”. Dicho sea de paso, Rodrigo tiene siete hermanos: Fernanda (53) –”del núcleo fundador”, como lo llama–, Mateo (44) y Lucía (39) –”del segundo matrimonio de mamá”–, Jacinta (44) –”de papá con la nudista”– y Jerónimo (39), Tristán (33) y Julián (23) –”de papá con su tercera mujer, que viven en Florianópolis”–, enumera. Mantiene con ellos una “relación hermosa, de mucho amor pero de poca cotidianeidad”, define. “De todos modos, soy un tipo bastante solitario. Suelo escapar a los eventos sociales y entonces nos vemos lo que nos vemos. Además, estoy en un momento de enganche fuerte con el laburo y de despegarme un poco de esa cosa empalagosa de la infancia”, relata. “Creo que me hacía falta. Necesitaba desatar un poquito esos cordones. Quizás sea una etapa, no lo sé, pero hoy y ahora, es lo que me hace bien”.
Una mirada “fulminante” en algún cumpleaños y dos semanas de chat bastaron para empezar. Rodrigo y Juan Pablo Kildoff (39) se conocieron en julio de 2019, 15 años después de una última gran historia y ya en tiempos en que el conductor buscaba “alguien que hablase lindo, florido, con relatos y valores que compartir”. El 30 de noviembre de ese mismo año (cuando Lussich cumplía 47) se comprometieron. Y desde hace tres meses “estamos transitando el duelo de la separación”, declara. “Creo que nos quedamos a mitad de camino en un montón de proyectos iniciales que nacieron potentes y se desinflaron por la vida, por la pandemia y por la falta de huevos, al menos de mi parte, para asumir ciertos compromisos”, concluye respectos de los motivos. “Es muy lindo decir: ´Vamos a casarnos, vamos a tener hijos´ y salir en las revistas. Pero después hay que hacerlo. Y reconozco que, frente a esas decisiones, me cagué en las patas”.
El casamiento sería para ellos “un plan que iría más allá de la libreta y de los anillos”. Habría sido un intento de “perpetuar el hoy”. Pero, como dice, “la vida pasa y uno cambia con ella, y muchas veces ´proyecto demorado´ es ´proyecto muerto´”. Dice que sería fácil “y hasta frívolo” hacer cargo de eso a las tantas circunstancias de la pandemia. “En cierto momento sentí que Juan Pablo y yo teníamos una eterna relación de visita. Él nunca había traído un bolso, ni yo había llevado ninguno. Sentí que jamás habíamos formado una ´nueva casa´. Tal vez debimos haber convivido. Quién sabe eso podría haber motorizado otras tantas cuestiones”, piensa en voz alta. “Y repito, a mí me ganó el cagazo. Cagazo a modificar algo que aparentemente funcionaba. Cagazo, quizás, a imaginar cuánto más difícil sería separarse en plena convivencia si en algún momento todo se complicaba. En fin, cagazos. El tiempo me ha vuelto miedoso”, relata.
El crecimiento profesional no escapa a esa lista de casi-pretextos. “Después de haber tenido que comerme tantos sapos a lo largo de mi carrera, finalmente logré hacer televisión del modo en el que me gusta (imprimió su sello a un nuevo Intrusos, en América, y hoy conduce Socios del espectáculo junto a Adrián Pallares por ElTrece). Eso me metió en una vorágine de entrega extrema, de determinación, de crecimiento, y toda mi libido corrió el foco. Ojo, no me justifico”, aclara. “Pero la gente de este medio entenderá a lo que me refiero. El polvo de hacer televisión a mí me engolosina. Lo paso muy bien. Y luego la radio (Pop)... A las 7 de la tarde ya no sirvo para nada”, bromea. “A ver... En ciertos momentos de una pareja uno se conecta más y se conecta menos. Hay matices, mesetas y trampas en las que es fácil caer mientras se las atraviesa. Y cuando algo no se sostiene con facilidad hay saber correrse para ver qué sucede. Yo no estaba pudiendo sostener la situación del modo en que la relación lo merecía o como se había prometido en un comienzo. Sentí que ya no estaba cumpliendo, que había faltado a mi palabra. Eso me mataba, me clavaba la culpa, no me dejaba fluir”, revela. “Hoy el final, si es que hay uno, está abierto”. Llegado el caso, Lussich supone un reencuentro “más sincero en las expectativas”, sin tantas promesas y más presentista. O, como señala, " todo habrá quedado ahí”.
Tal vez Rodrigo tenga mayores y mejores expectativas para sus (inminentes) 50 años, “una década de estrellato fulgurante”, como intuye. Entre otras predicciones, cree que lo esperan “un montón de puertas por ser abiertas. Tal vez tardías, como la de la paternidad”, dispara. “Algo que me da vueltas y que me genera cierto entusiasmo desde el punto de vista del descubrimiento: ´¿Y si pasa?´. La verdad es que, a diferencia de otras veces en las que me parecía solo posible estando en pareja, hoy estaría más dispuesto a ser papá”, declara. Respecto de si ese también ha sido tema de inflexión en la decisión de separarse, dice: “Juan Pablo jamás me puso una presión para ser padres. Era un deseo que él seguramente lo concretará en algún momento. Y uno de nuestros planes, claro, al que yo después le fui esquivando el bulto. No estaba totalmente seguro de dar el paso y, como se involucraba la vida de alguien más, no quería que de eso dependiera la suerte de una relación. Prefiero trabajarlo un poco más en mí”.
Lussich duda sobre “estar a la altura” de la paternidad. Teme verse “sobrepasado” por el llanto de un bebé y, sobre todo, por la entrega que merece. “Es un gran desafío frente al egoísmo, al narcisismo... Significaría correr el foco de mí mismo para siempre. Algo lindo de decir pero, en terrenos reales, un gran trabajo”, dice. Tiene miedo. “Sí, temo ser mal padre. Me da terror no dejarle nada... Tengo una cuestión especial con el tema de la herencia, que se desprende de eso que hablamos sobre mi relación con el dinero. No poder hacer con él algo más práctico para dejar un porvenir, prosperidad. ¿Podré asumir ese reto alguna vez?”, piensa. En el “escenario ideal” Rodrigo recurriría al modo natural y convencional para ser papá, acordado con alguna mujer la crianza compartida. “Pero a corto plazo no hay ninguna en el radar”, dice con gracia. La subrogación no está a su alcance, “económico ni de condiciones”, define. La “cosa predeterminada de laboratorio” no lo convence. “Eso de anotar en un papelito el color de ojos que querés que tenga tu hijo me hace mucho ruido”. Sin dudas, “recurriría a la adopción, porque me resulta una manera súper honesta”, califica. “Una opción que en algún punto me identifica. Hay muchos chicos y chicas que sufren el abandono como, tal vez y salvando las diferencias, le ha pasado a uno”.
No siente angustia. No tiene apuro, presión ni mandatos. La paternidad, de algún modo, lo sobrevuela. “Antes la idea no estaba presente, hoy está. Y eso, seguramente, conducirá a algo”, comenta. Es por eso que dice haber puesto atención y esperanza a sus 50. “Creo que alcancé un grado de madurez que, quizás, a muchos les pega antes. ¿Qué sé yo? Para algunas cosas tardé en crecer”, reflexiona. Y ahí apuntamos. Le costó la soledad. “A los 40, después de separarme de una pareja, conocí un nuevo sufrimiento: no quería ni podía estar conmigo mismo”, señala. “Hoy sé vivir con mi aburrimiento. He viajado solo. He pasado una Navidad en New York, completamente solo. Me han pasado cosas divinas estando solo. Finalmente la soledad ya es territorio ganado en esta carrera de postas que ha sido mi historia. Una gran lección que ojalá hubiese aprendido antes. Ya estoy listo para otras metas. Y... ¿Sabés? La vida también tiene un montón de sentido sin un amor”.
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