Santa Teresita del 98. Lanzarse “en paloma” desde el médano más alto que pudiera conseguir no era ni siquiera reto para ese kamikaze de cuatro años. Hartos de que se escapase en cada pestañar, Mónica y Francisco lo sentaron debajo de la sombrilla y le calzaron los auriculares del Discman familiar. Durante dos horas, Lucas Locho Loccisano (28) quedó perplejo. Inmóvil. Con la mirada clavada más allá del mar mientras sonaba “quien sabe qué” en loop eterno. Ese último e improvisado recurso de dos padres al límite fue un hallazgo. “En ese momento, los tres, estábamos descubriendo mi pasión”, recuerda. Desde entonces la música es “un canal, una excusa, el modo” de revisarse, de conectarse y de enfocarse en “la misión” que se propuso por sobre la ambición de una carrera: “Alegrar a la gente”.
Con esa premisa entró a El Hotel de los Famosos (ElTrece). Y la popularidad (“de la cariñosa”) lo sorprendió tanto como la invitación de BoxFish. “Cuando vi que estaban apostando a un Don Nadie creí que era un chiste”, cuenta. “¿Yo? ¿Están seguros?”, les preguntó a los productores. “¡Era el menos famoso entre todos ellos!”. Y ni siquiera cuando la bomba del destrato y la marginación de sus compañeros le estalló en la cara (“y por más que lo haya intentando más de una vez”, dice) no se permitió renunciar. “Me habían dado un espacio de privilegio, irme hubiese sido cagarme en eso y en el trabajo de todo un equipo”, asegura antes de rubricar, por primera vez en esta charla, su lema personal: “¡Siempre para adelante!”.
Al final del día ya no importará quién haya resultado vencedor del reality (el segundo de su vida), porque está convencido: “Hoy siento que soy uno de los ganadores”. Sí, también se refiere al “abrazo al alma” como llama al afecto de la gente en la calle. Una respuesta “por lo menos inesperada” a la que, “aunque no muy seguro del análisis”, encontrará razón. “Mi rol de excluido conmovió. No pude encontrar el modo de ser aceptado por el grupo. Me vieron triste, dolido, al borde del abismo, pero siempre perseverante, porque jamás admito el ´rendirse´. Y el público se identificó conmigo. De algún modo sintió que se solidarizaba”, señala. Lejos de especular con la victimización, porque además considera que “los malos tratos no fueron más que parte de un juego de estrategias”, Locho califica la experiencia como “la más significativa de mi vida”, logrando un buen balance entre “lo muy muy muy mal y lo muy muy muy bien que lo pasé”.
Ya iremos desandando algunos aspectos del show, pero en la medida en la que los descubramos. Lucas tiene 28 años. Y le debe el mote a su hermana Belén (30, hoy abogada y “la mejor gestora de ciudadanías italianas”): “Ella era conocida como Lochi en el Ateneo Popular Versalles, el club del barrio. Lochi por Loccisano, así que cuando aparecí, empecé a ser Locho, el hermano de Lochi”, explica. Nació en Monte Castro, “ese barrio chiquito entre Villa Devoto y Villa del Parque”, define. Y creció frente a una plaza, “con muchos amigos, puertas abiertas y el permiso para dar vueltas en bici hasta las ocho de la noche”.
Fue pésimo alumno. “Tanto que me invitaron a retirarme de tres colegios”, confiesa. “Siempre me costó acatar las normas, me rebelaba hasta para formar en el patio”. En el San Rafael, en el Perpetuo Socorro, en el San Pedro y en el Formar Futuro sobreviven miles de anécdotas “terribles”. Excluyendo las que se “mandaba” en la capilla, cuenta la vez que engañó a su mamá y quedó libre. “Ella había viajado, papá me dejaba en el colegio y yo nunca entraba. Se dio cuenta cuando la llamaron para preguntarle el motivo por el que yo no había asistido en más de una semana”. Y claro, también “la vez en la que metí un cartucho de tinta indeleble en el calefactor y todos tuvimos que escapar del aula por los efectos del humo negro”.
Finalmente se graduó y hasta se propuso iniciar una carrera. Dos, en realidad. “Hice el CBC para Abogacía y dejé después de un año”, cuenta. “Con el Periodismo me fue mejor, llegué a los dos años y medio”. Dice que podría justificarse con la falta de una orientación vocacional, pero no: “Soy demasiado vago”, dispara. Nada se le hacía más motivante que la música. Desde los cinco a los 13 años aprendió a leer partituras y a tocar instrumentos en bandas de hasta 30 personas, en la Escuela de Música Nº 2. “Al principio fui un tanto obligado. Me dolía dejar los videojuegos para agarrar la guitarra clásica”, recuerda. “Pero desde aquel episodio de los auriculares en la playa, mis viejos pusieron todo en esa pasión”, señala. “Y voy a agradecérselos toda la vida”.
Entre sus influencias, sí, están Fito Páez (59) y Charly García (70). Pero hay un “Uno” en ese chart. Locho no es fanático sino “adorador” de Ricardo Arjona (58). “Al nivel de que si lo veo, lo abrazo y no dejo de llorar. Y ya tengo las entradas para las tres fechas de su show”, advierte. Entonces desenrolla la historia de ese “único cholulismo” que reconoce en su haber. “Así como otros padres les hacen ver partidos de fútbol a sus hijos, el mío me invitó a escuchar discos”, cuenta. “Así conocí a Silvio Rodríguez (75) y a Pablo Milanés (79), a quienes he ido a ver a Cuba. Hasta que un día, mi viejo llegó con un CD de un supuesto nuevo trovador guatemalteco: Historias, de Ricardo Arjona. Lo pone y empezaron a sonar ‘Señora de las cuatro décadas’, ‘Historia de taxi’... Y claro, acostumbrado a la música revolucionaria, casi le da un ataque. De repente lo sacó y lo revoleó lejos”, relata. “Pero a mí me llamó la atención. Ese disco tenía vientos, coros, cuatro voces, batería, unas guitarras maravillosas... ¡Me volví loco! Hoy, para mí, Arjona es el mejor artista del mundo”, sentencia.
Mientras tanto, y a la edad de 13, a Locho (“que era tan buen deportista, al punto de participar de las olimpíadas del colegio”), se le dio por probar suerte como biker. Las tardes transcurrían a los saltos y a toda velocidad “hasta que me comí un pozo y salí volando”, recuerda. “En esa milésima de segundo en la que te das cuenta de que vas a golpear el piso con la cabeza, puse el brazo para protegerme y el impacto me pulverizó el codo. Se quebró en 40 partes. Estuve internado durante un mes y debieron operarme dos veces... Fue una locura”, relata. “Me pusieron ocho pernos y dos placas metálicas. La primera cirugía duró más de 10 horas, con decirte que los médicos paraban para comer...”. La segunda intervención fue tres años después. “Mis amigos me decían Ferretería por los tornillos que llevaba. Siempre le puse humor a esa situación, eso me distraía de la limitación”, dice. Locho se refiere a la secuela física que tendrá toda la vida: “Yo no puedo extender el brazo derecho, tampoco retraerlo por completo”. Gran prueba para un diestro.
A propósito de la polémica que generó su estadía en El Hotel de los Famosos, Locho asegura jamás haber sufrido “ni siquiera un atisbo de bullying” y es imperiosa su aclaración. “Me cuesta esa palabra. Me cuesta por respeto a la gente que realmente lo padece, que sufre y hasta toma decisiones trágicas sobre su vida por eso. Entonces hay que tener cuidado de cómo se la emplea, para no minimizarla”, señala. “Mi experiencia en el reality, con la contención de 200 productores, de mi familia, y teniendo la posibilidad de dejar el juego en el momento en que quisiera, estuvo a años luz de eso. Pero después de todo, si finalmente todo esto sirve para visualizar ese flagelo y debatir sobre qué es y qué no es bullying, bienvenido”.
Su mejor plan (“planazo”) sigue siendo “el supermercado en familia”. En realidad, cualquier cosa que sea con ellos, aún cuando Mónica (Meroni, 60) y Francisco (62) se hayan divorciado hace 15 años. “Somos cuatro para siempre”, asegura. Cinco, cuando llega la novia de papá. “Una unión que me representa”, así lo define. Habla de mamá como “el amor de mi vida”. Un “espíritu rebelde como yo”, bajados a tierra por la personalidad “más centrada, cuerda y racional” de un papá contador. “Fui lindo haber sido criado por una psicóloga”, cuenta Locho. “A diferencia de cualquier otra madre que por ahí se molesta con más facilidad, ella tiene otra escucha, abre otro espacio, pregunta y entiende qué sentís, cómo estás”, señala.
Además, ella es sexóloga. Responsable de que en casa “siempre se hablara de sexo con total normalidad”, relata Locho. Entonces va encontrando anécdotas que dan cuenta de la ausencia de tabúes y miramientos. “Ya en séptimo grado, cuando venían mis amigos, mamá nos ponía videos de educación sexual”, dice. “Todavía ellos se acuerdan que una vez nos regaló una caja de 100 preservativos. Los inflábamos como globos, nos los poníamos en los brazos, hacíamos jodas, nos reíamos mucho porque no sabíamos qué hacer... Pero con el paso de los años entendí que mi vieja pretendía que nos familiarizáramos con eso, y que sí supiésemos qué hacer llegado el caso”, explica. “A través de ese juego, y con humor, ella estaba educándonos”.
“Cuando para comprar un objeto sexual uno tenía que meterse en algún subsuelo de la calle Lavalle, mamá los ofrecía en sus consultas. Por lo que era común abrir un cajón de casa y encontrar cosas raras... ¡Y de todos los tamaños!”, suelta Locho con su gracia. “Una vez, en el primer día de trabajo de una chica que nos ayudaría con la limpieza, mi vieja le mostraba la casa. ´Este es el cuarto de Belén... Este es del de Lucas...´, le decía. ´Y este es el mío´, y cuando abrió la puerta, la mujer abrió los ojos así: sobre la cama había pelucas, disfraces, cosas de goma... ¡Fue muy gracioso!”, recuerda. De todos modos, no tuvo charlas “comprometidas” con ella, “porque no deja de ser mi mamá”, indica. “No quería saber si yo tenía relaciones o si hacía la pose de Mortal Kombat 4. Ella solo me preguntaba si estaba cuidándome como debía”, cuenta. “Su gran aporte fue haberme hecho sentir libre para descubrirme y muy seguro de mí mismo. Me enseñó a ver que el sexo es un terreno abierto en el que está bueno no tener prejuicios ni limitaciones”.
Mónica ha sido una gran defensora de su hijo en tiempos de exposición. Y supo esgrimir situaciones mediáticas frente a dos importantes puntos de quiebre para los Loccisano. Uno fue la publicación de un audio (de Andrea Rivoira, pareja de Walter Queijeiro, ex compañero de Locho en El Hotel) en el que le indilgaba una “disminución intelectual, madurativa”, subrayando su actitud “infantil para una persona de 28 años”. Él reacciona indulgente. “A ver, es un audio privado... Claro que no me gustó escucharlo. Pero todos alguna vez hemos dicho cosas terribles en la intimidad, ¿no? ¿Quién podría tirar la primera piedra?”, pregunta. “Lamentablemente se hizo público. Y nuevamente hay que poner el foco en una situación delicada que no debe banalizarse”. Entre tanto, y después de todo, dice: “¿Y sabés qué? Tal vez resulte ingenuo, aniñado o irresponsable. Pero yo elijo vivir en un cumpleaños, me resulta la forma más divertida de hacerlo”.
El segundo fue el “ataque de pánico o de ansiedad” que transitó durante una de las pruebas de destreza en la competencia. “Había tenido algo parecido en otro certamen y también tuvo que ver con la sensación de encierro (claustrofobia). No podía respirar, no entraba el aire. Estaba perdido. Perdido por completo. Me asusté mucho”, describe. “Cuando entré a casa, después de haber quedado eliminado, vi a mis viejos llorando. Muy mal. Hacía días, cuando la cosa había comenzado a ponerse fea, mamá ya me había dicho: ´Si todavía no vine a buscarte es porque te amo, porque respeto tu sueño´. Así que imagínate... Ese día llegué justo para calmarlos, porque estaban transmitiendo ese episodio. Un episodio que no pude ver. Jamás vi esas imágenes. Como tampoco los recortes en los que estoy solo, triste, tocando la guitarra en un rincón”, revela. “Me angustia. No quiero regresar a esos momentos”.
Pero sí acepta volver a otros en los que casualmente también estuvo solo y tocando la guitarra, “pero en Florida y Córdoba, como un artista callejero”, recuerda. Tenía 23 años y hacía tres que “era un desastre” trabajando en una empresa con su padre, en el microcentro porteño. La única motivación era “el escape” a aquella esquina con guitarra y parlante en mano. “Le pedía a Maxi (encargado de Gran Caffé) enchufar mi equipo al bar y tocaba”, recuerda. No ponía estuche, ni pretendía propinas, “yo solo quería mostrarme, hacerme ver, que la gente que saliera de las oficinas me conociera”. Había empezado a componer sus propios temas, y hasta tenía su banda, La pared, cuando un productor lo contactó a través de la cuenta de Instagram que figuraba en el cartel junto a él en sus presentaciones urbanas. “Y me invitaron a La Tribuna de Guido (ElTrece) en tiempos en que promocionaban a los artistas de la calle”, cuenta. Llegó a la final del certamen, lo que le valió centenares de followers, un sitio en Combate (El Nueve) y, dos años después, en Tenemos Wi-fi (KZO). “Pasito a pasito, así fue ganando experiencia, peleándola para trabajar”, señala.
Y cierta tarde llamó Netflix. “Una productora me propuso un casting online”, relata. “La primera pregunta fue: ´¿Sos sexualmente activo?´. Y me descolocó. Pero le seguí el juego creyendo que se trataba de una joda telefónica típica de mis amigos. Días después me mandaron un remise para la primera de las 10 pruebas que atravesé hasta ser elegido”. Para finales de 2020 ya estaba instalado en un exclusivo resort de Puerto Escondido, Oaxaca (México), listo para rodar Jugando con fuego, la versión latina de Too hot to handle (2021). Se trata del reality británico-estadounidense en el que un grupo de siete solteros y siete solteras conviven con un gran desafío: evitar cualquier tipo de contacto sexual para ganar un pozo común de 100 mil dólares. A propósito, sucumbió. Y la tentación, como la de otros tantos compañeros, fueron restando billetes al galardón.
“Es la persona más buena y dulce que conocí en este camino”, dice Locho. Se refiere a Pamela David (43), “mi mamá en los medios”, como suele llamarla. Se conocieron a finales del 21, cuando él fue convocado para asistirla en La rueda de tus sueños (América). “Y la conexión fue inmediata”, relata. “Me gusta contar una anécdota que creo que la define a la perfección. Habrá sido en el segundo o tercer programa. Yo había llegado al estudio con mis zapatillas sucias, viejitas... Zapatillas que ya no iban. Al día siguiente Pame se me acercó y me entregó una bolsa con total discreción. ´Esto es para vos, Locho´, me dijo. Era un par de zapatos buenísimos. Ella no tenía necesidad ni obligación alguna. Es así de atenta y de generosa”, asegura. Siguen en contacto. “A veces le escribo preguntándole qué piensa de tal o cual cosa que haré o que me ofrecen. Me interesa su visión, ella es muy sabia. Siempre me aconsejó estar orgulloso de quien soy, leer los buenos comentarios y parar y tomarme el tiempo para escuchar a la gente en la calle”.
Vive solo, en la quietud de Florida y Lavalle. “Me cuestan los momentos de soledad”, admite. Esos que muchas veces lo angustian. “Entonces, de repente, me voy. Salgo a caminar por microcentro durante horas. Y en casa, claro, la tele siempre está encendida con el volumen alto”, cuenta. “Estás mirándome como mi psicólogo... Con cara de esto es un retroceso, ¿no?”, me dice con gracia. Aún intenta acomodarse. “Se despiertan muchas sensaciones raras al dejar El Hotel”, indica refiriéndose a los casi tres meses de encierro “entre cuatro paredes, con un equipo de contención y hasta médicos a disposición”. Es así que al salir del nido “se activa cierto sentido de desprotección”, suma. “Tuve miedo”, declara. “Vuelve a sorprenderte la oscuridad total, por ejemplo, las luces del celular, el supermercado... La primera vez entré, me paré frente a una góndola y me dije: ‘Pará... ¿Qué compraba yo? ¡¿Qué es lo que comía?!’”. La vida después del show le insumió una sesión más de terapia a la semana, “para entender y acomodar la realidad y, por sobre todo, la nueva exposición”, cuenta. “Fue una vida la que entró a ese lugar y es otra la que salió”.
En tren de minuciosidades de la vida cotidiana como su afición por un buen Malbec, por ejemplo, asoma el relato de la experiencia casera que detonó su nueva fobia. “Hacía muy poco que me había mudado y tenía todas las ventanas abiertas para que el departamento se airease bien”, cuenta. “Y antes de sentarme a comer fui al baño. Cuando vuelvo veo, sobre la mesa, dos ratas comiéndose mi pizza. El grito que pegué debe haberse escuchado en un radio de diez cuadras”. El panorama se complicó cuando comenzaron los ruidos en el cuarto. “Una noche, la chica con la que salía en ese entonces me dijo: ´¡Hay una rata en el ropero!´. Era inmensa y entré en pánico. Pero, bueno, tuve que armarme de coraje y hacerle frente a la situación: llamé a un exterminador grandote y con agallas”, remata entre carcajadas. Esa aprensión lo convirtió en un estudioso; “tengo hecho un análisis de roedores”, bromea. “Las ratas de la calle Florida no son sumisas y temerosas como las de El Tigre, o indiferentes como las Puerto Madero. Ahí se te paran de manos. Son desafiantes, te miran haciéndote saber que esa calle es su territorio”.
Dice que la risa es una gran habilidad. ¿Llora alguna vez? Sí, lo hace. “La presión, la saturación”, tal vez resulten razones suficientes. Pero nada tiene el peso de los asuntos del corazón. “¿Quién no ha llorado por amor?”, pregunta. Es verdad. ¿Y quién suele llorar por películas de amor? Locho lo hace. “Una vez cometí el gran error de proponer ir al cine en una primera cita. Vimos Tres metros sobre el cielo. ¡No paré de llorar! Y salí pensando: ´Esta no me llama nunca más´”, recuerda. No le iría tan mal. Fueron novios durante cuatro años; “la única relación formal que he tenido”, señala. Después se entregó a la soltería. “En realidad a ser un solterón”, bromea. “No, en realidad nunca estoy tan solo, pero admito que me cuesta dar el paso”, dice. Y con eso se refiere a “titular la relación, porque es algo a lo que le doy seriedad”. Y por ahí colará un “suelo engancharme mucho más fácil de lo que me enamoro”.
Se ha relacionado con chicas del barrio. De Instagram. Y hasta de Tinder, “aunque con miedo, porque nunca se sabe qué hay del otro lado”. Pero jamás del medio. Hasta ahora, claro. El vínculo con la periodista Majo Martino (37), que inició en El Hotel de los Famosos, prospera “con calma”. Se prometió no decir nada más que “estamos conociéndonos”. Y no hubo forma posible de quebrar su palara. Está convencido de que “el amor es una construcción”, y sabe ser cauto. Por otro lado, “juro que estoy demasiado enfocado en mi camino laboral”, justifica con sobriedad.
La imagen de la Virgen sobre el estante de su biblioteca coincide con la que lleva tatuada. Locho es devoto de la de Luján. “Desde 2010, cada primera semana de octubre peregrino a pie hacia la Basílica”, relata. Fue a los 16 que le hizo una promesa y no tiene pruritos de revelar los motivos. “Le pedí salud para mi familia, la posibilidad de vivir dedicándome a lo que me guste, sea lo que sea, dentro o fuera de los medios. Da igual. Se trata de eso que me haga realmente feliz. Y por último, le pedí ser papá algún día”. La paternidad le hace ilusión tanto como para titular “es el gran sueño de mi vida”. En la lista le seguía otro que acaba de concretar: “Trabajar con Marcelo Tinelli”, anticipa. Locho será parte del jurado de celebridades que compondrán el panel de cien integrantes de Canta conmigo ahora! (ElTrece). “Me enorgullece haber sido tenido en cuenta por él y mucho más, en el rol de músico”, dice. Ya ha comenzado los ensayos, mientras analiza propuestas de BoxFish y de KZO que podrían perfilarlo como un nuevo host televisivo.
Zapea una estrofa de la canción que empezó a componer en una servilleta e invita a ponerle un nombre: “En tu delirio de princesa y tus ojos en mi diván / te acostás sobre la mesa, ya no hay nada más que hablar / Te interesaba el cómo, el cuándo, el dónde y el por qué / el por qué me siento solo y para qué te convoqué / Solo para confrontar esta noche en soledad / Solo para redimir mi vacío existencial”. Lo que sigue será el estribillo que “algún día escribiré”, promete. Locho y la música se acompañan desde chico, así lo cree. Y quiere todo con ella, “inclusive una carrera”. Tal es así que en cada instancia laboral, consciente o no, ha sabido exponer con orgullo ese affaire. Anticipa que se emocionará al pronunciar lo que sigue. “Una vez mi vieja me dijo algo que puede definir esto que hablamos. Todos tenemos ´eso´ muy nuestro destinado a ser dado. Los pajaritos, por ejemplo, cantan a las 6 de la mañana. Tal vez molesten. Tal vez no gusten. Pero es lo que hacen”, explica. “Cada uno tiene que encontrar en sí mismo aquellos que sabe hacer, eso que le debe a la vida, y entregarlo por completo. Yo no sé con precisión si lo mío es cantar, hacer reír o entretener. Pero siento que a la gente le gusta y debo hacerlo destino. ¿Qué sería entonces si no soy eso que le entrego al mundo?”.
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