“Viejo se nace”. Está convencido de su afirmación. Y él, “un entusiasta sin remedio ni reloj”, celebra no haber corrido con esa suerte. Pensar que al cumplir 50 estuvo dispuesto a firmar lo que fuera por quedarse ahí. Y hoy, a meses de sus 80, dice que “volvería a hacerlo pero, esta vez, para no dejar jamás la sensación de su presente”. Si este bon vivant (que sigue creando entre magnolias y ranas de cristal) le teme a la velocidad del tiempo es solo por cuestiones de agenda. “¡Aún me queda demasiado por hacer!”, exhala de un soplido sorteando los vestigios del estrés que ha dejado la retrospectiva de sus 66 años de carrera –en 150 trajes y 79 modelos– durante el gran cierre de la Semana de Alta Costura en pasarelas del MALBA. No se refiere a la moda, no. Gino Bogani (79) quiere hacer un filme. Ni la línea masculina ni la de prêt-à-porter que alguna vez fantaseó pueden contra este nuevo (y prioritario) pendiente.
“Dirigir mi propia película me hace gran ilusión”, comparte. “Ni siquiera hay script. Por ahora solo tengo una estética en mente, que no se ha visto desde hace años en la industria, y una lista de actrices que me inspiran, y a las que contrapondría con sus propios estilos frente a la cámara”. El padre de la Haute Couture nacional, que alguna vez fue comparado con Paul Poiret o Christian Dior por la revolucionaria interpretación de la mujer, se niega a rodar su biopic. “¡¿Contar mi vida?! Pero ni loco. Ya he tenido demasiado con ella como para guionarla”, asegura. “A propósito –y aquí es cuando aparece un legítimo Bogani– mi historia merecería un gran director y una superproducción”, señala. Díscolo y temperamental, durante esta charla que ha encontrado foco en esta revelación, finalmente hará valer algunas de sus memorias como lo ha hecho con su obra: con sus tiempos, sus silencios, sus neurosis y la infalibilidad de su sello.
Es africano “por casualidad”. Enfatiza que está “harto” de contar su nacimiento pero nos hará el favor. Su madre (Alma, “una italiana de esas con garbo y talante”) pasaba una temporada en Libia cuando conoció a su padre (Francesco, “militar en misión, no por opción”) en un cementerio cercano durante la ceremonia del Día de los Muertos. Y entre lápidas, disparos de honor y varias oraciones, se juró: “Con ese hombre, me caso”. Porque así era, “tan aguerrida que alguna vez fue capaz de atravesar el desierto dentro de un tanque de combustible vacío solo para verlo”, relata su hijo. En definitiva, y “para hacerla corta”, Alma estaba de seis de meses de embarazo cuando fue sorprendida por uno de los tantos bombardeos de la Segunda Guerra Mundial. “Su intuición la llevó a un refugio y una viga la salvó del destrozo que provocó la primera bomba perforante”, relata. “27 personas murieron alrededor de ella. Literalmente, vivió el horror”.
Alma estuvo “enterrada entre escombros y cadáveres” durante 16 horas y media, lo que Francesco tardó en llegar de Bengasi, en un sidecar y al grito exigente de “¡No dejen de excavar!” a los rescatistas ya desanimados. “Mamá, y yo en su vientre, fuimos los únicos sobrevivientes. Así que imagínate, la vida ya me había signado”, desliza. El alumbramiento no resultó más romántico, pero no menos cinematográfico. “En el momento del parto hubo ocho explosiones cercanas”, dice Gino. Así fue que llegó a este mundo por la puerta de Trípoli, la ciudad de los aromas, que en aquel entonces no era de naranjos sino de “pólvora e inmundicias”. 35 días después, Francesco Bogani, negado a que su hijo creciera entre esquirlas, lideró el regreso a “la bella Italia”. Y así, nuestro entrevistado, pasó sus primeros cinco años de vida en Florencia, “jugando frente a la cúpula Brunelleschi o en la Piazza Della Signoria”.
Con la invitación a “hacer la América” de parte del mayor de los 15 hermanos de Alma, la familia se instaló en Rosario (Santa Fe). Y un verano los enamoró de Mar del Plata, al punto de echar raíces cerca del mar. “Babbo (como llamaba a su padre) intentó algunos negocios que no resultaron... Siempre cometía el error de confiar demasiado en la gente”, recuerda. Fue así que, con solo 16 años e inspirado por las amigas de su madre, propuso abrir la primera boutique, “sin intensión alguna de hacer moda”, señala. “Cuando mamá volvía de sus tantos viajes por Europa, yo escucha que todas le decían: ´¡Vendeme este anillo!´; `¿Cuánto pedís por esos zapatos?´; ´La próxima vez te encargo aquel sweater de Angora´. Entonces me di cuenta de que su personalidad y esas elecciones diferentes que ella sabía hacer, las inquietaba”, relata Gino. “Entonces vi el negocio y comencé a seleccionar algunos ítems originales para ofrecer en venta. Babbo se encargó de la parte comercial y yo, muy de a poco, empecé a hacer algunos vestidos de tricot”, dice. Los pedidos especiales comenzaron a acumularse. A la tienda Alma, que se inauguró ese 13 de septiembre de 1958, seguiría una más, y otra en la calle Uruguay (y Juncal, en Buenos Aires), hasta la “gran opening” de la que llevó su propio nombre “en letras con relieve” a las puertas del Alvear Palace Hotel.
Desde ahí, la popularidad, los desfiles, Pinky, Blackie, Chiquita y “toda la historia que aburre detallar una vez más”, según él, pero que todos aplaudimos. En definitiva, Bogani quería llegar al punto: “Nunca proyecté un camino, un futuro en la moda. Todo esto nació como algo circunstancial que podía hacer de taquito”. Jamás se formó en diseño de indumentaria, que a propósito de esa palabra señala: “¡La detesto!”. Como así también al término “modisto”, “tan despectivo que siempre me pareció un horror”, acota. “Toda la vida he sido un autodidacta. A mí me guio la intuición hacia el preciosismo de la alta costura. De la creatividad. Aprendiendo directamente sobre la figura espléndida de mamá (su mannequin de cabina), a quien paraba sobre guías telefónica para darle más largo a los vestidos”, recuerda.
Jamás llegaría a vestir a “la Callas”, a Audrey Hepburn, a Meryl Streep o a Charlotte Casiraghi, como en sus raptos imaginarios, pero alguna vez sacó de apuro a dos grandes estrellas. “Cuando a Liza Minnelli se le inundó el vestidor de su suite en el Alvear, lo único que se salvó fue su vestuario teatral. Entonces me encargué de que tuviera con qué salir”, cuenta. “Y a Sophia (Loren), confundida por la estación del año en una de sus visitas, necesitó un tapado, de apuro... ¡Qué linda carta me ha escrito aquella vez!”, cuenta. Transitó admirando a Armani “por el hecho de haber erigido su propia marca”. Y aunque se reconoce fascinado con Geoffrey Beene, dice haber logrado identificación sólo con Valentino o con Yves Saint Laurent “por sus personalidades artísticas que siempre estuvieron por sobre otras”. Y al pasar, menciona que estuvo a punto de ocupar el lugar de Lacroix en la casa Patou. “Medité la propuesta de su reemplazo durante dos semanas, pero finalmente no se dio porque al tener mi firma aquí en Buenos Aires, temieron que también los dejaría como lo habían hecho ya Lagerfeld y Bohan”, relata antes de regresar a su más tierna edad.
Fue un niño obstinado con sus deseos. “Nadie me vestía. Yo decía ‘esto sí me lo pongo’ y ‘esto no me lo pongo’”, cuenta. “‘¡Quiero esos zapatos!’, exigía. Y si mis padres no querían comprarlos, les decía: ´Entonces voy a esperar´. Finalmente el pie crecía y no quedaba mucha opción para ellos”. Detallismo y meticulosidad han sido rasgos de su niñez. “Mientras mis compañeros iban al colegio usando medias café con leche y calzado como de enanos, yo llevaba medias escocesas de Stiletto y mocasines de López Taibo de un modo muy orgánico”, describe. Ostenta su precoz poder de observación. Tanto que “al visitar la casa de mi tía podía identificar qué adorno había sido movido de un lugar a otro”.
Sin hermanos (“por la pérdida de un embarazo que desanimaría para siempre a mis padres”, comenta), Gino creció ensimismado en sus fantasías, leyendo artículos de las “pilas y pilas” de revistas francesas e italianas que su madre importaba, eso sí, cuando no estaba en el cine, “una pasión irremediable”. A los 11 solía llamar a ¿Quién es ella, quién es él y cuál es la película que hicieron juntos?, un ciclo radial marplatense que prometía entradas al ganador. “La alternativa a los castigos de papá, que por ese entonces consistían en no darme plata para comprarlas”, recuerda. “Participaba tanto que una vez la producción del programa me pidió: ´Pibe, no llames más, cuando quieras ver una película vení y te las damos´”.
Gino intentó ser actor, “de cine”, por supuesto. “Pero cuando tenía veintipico parecía de 14 años. Y en ese momento los galanes, los verdaderos galanes, no como los de ahora, tenían entre 40 y 45. Entonces pensé: ´Acá no hay espacio para mí'. ¡Mirá qué pretensión la mía! Dije: ´Tengo que irme a Hollywood para eso...´”. Fue así que probó con el teatro. Integró el Conjunto del Gallo Petirrojo y participó de obras “hablas en francés” en la Alianza de Mar del Plata, hasta su oportunidad en el plano profesional junto a Nelly Meden en Cyrano de Bergerac: “Fui Bellrose en el inicio y cadet en el tercer y cuarto acto”, detalla. Luego quiso ser arquitecto. “Pero era una bestia en Matemáticas... ¡Y sigo contando con los dedos!”, advierte. Surcó la secundaria “eximido por piedad”, valiéndose de su correctos modales para que los profesores “hagan la vista gorda” a las calificaciones. Y aclara con ímpetu: “Cuando digo Arquitectura me refiero a estructuras, no a decoración”. Algo de lo que dice haberse encargado “con éxito” en más de una oportunidad entre sus conocidos.
No sabe de prejuicios ajenos. Nunca lo supo. “Mi padre era italiano, por lo tanto la moda era un orgullo y su hijo aún más”, destaca. " Tal vez haya sido yo mismo quien tuvo miramientos y me empeciné en darle a esa palabra, ´modisto´, otra imagen. Seriedad. Un concepto distinto. No hacía desfiles a las 3 de la tarde. Presentaba mis colecciones por la noche, porque quería, al menos, 15 señores entre el público. Señores importantes que volviesen de sus oficinas, de sus consultorios, de sus fábricas, y que al irse me pidan ser invitados a los próximos eventos”, señala. “Porque con sus maridos al lado, mis clientas tenían otra actitud. ¡Y eso era lo que yo buscaba!”.
Cerebro. Es lo único que pretende en una clienta, “sea ignota o una estrella, me da igual”, promete. “¡Que tenga cerebro! Porque al estar frente a una mujer no solo analizo su anatomía, sino que además estudio sus cualidades, todo lo que hay más allá de una aparente belleza”, asegura. “¡Juana! Mirá Juana (Viale, 40)... Fue ella quien me buscó”, aclara con ganas. “Me llamó un 24 de mayo a las 9 de la mañana preguntándome si la vestiría. ¿Qué más puedo pretender? ¿Hay algo me entusiasme más que verla entrar y salir de mis vestidos con esa actitud? Viene con sus zapatillas, sus jeans, los perros, los chicos y de repente, ¡pum! Es eso que ven”, dice. Entre tanto desliza que extraña a las “mannequins de antes”, de la “vieja escuela”. Una “especie extinguida”, féminas que “ya no existen”. ¿Su explicación? “A las de hoy, nadie les exige y terminan caminando las pasarelas como soldados. ¡Y desgraciadamente la guerra es en Ucrania, no aquí!”.
No sé cómo llegamos hasta aquí, pero siempre que se hable de “mujeres maravillosas”, Alma se hará centro y punto de largada. Aún cuando se trate de “el momento más doloroso de mi historia”, como describe su partida de este plano. Una muerte “predicha por un astrólogo”, anticipa Gino, dispuesto a viajar a la New York del 84 para contar cómo ha sido. “En febrero, una amiga que vivía en el hotel de Manhattan, donde yo me hospedaba, me insistía: ´Tenés que hacerte la carta astral con tal persona que conozco´. Hasta que una noche me enganchó de camino a una comida. Salí del ascensor y los vi en el restaurante, que por entonces era Cipriani”, recuerda. “´¡Este es mi amigo, el astrólogo de quien te hablé, y quiere hacerte la carta!´, me dijo. Pensé: ´Uy, qué opio...´. Entonces, él me preguntó el día de mi nacimiento y la hora. ´¿La hora? Ni idea´, le respondí. Y calculó: ´Usted debe haber nacido entre las 14:30 y las 15 horas´. Yo, con el sobretodo puesto y listo para salir, no le hice mucho caso y me fui”, cuenta Bogani.
Al día siguiente, en una charla telefónica casual con sus padres, Gino limpió su duda. “Nací a las 14:45. Tal como había dicho el astrólogo. Fue muy fuerte. Entonces le pedí a mi amiga que, finalmente, me contactase con él”, relata. “Ese día hizo su trabajo. Me dijo muchas cosas frente a mi cara inmutable, porque no quería mostrar emoción alguna. Me dio un escrito larguísimo, que nunca leí. Y un casete con nuestra charla, que nunca escuché. Entre tanto, me había dicho: ´Usted estará del otro lado del océano cuando recibirá un llamado en el que avisarán de la muerte de un ser cercano. De alguien realmente muy importante´. Y sin pensar demasiado, porque imagínate que con 15 tíos maternos, las posibilidades eran muchísimas. Sinceramente no le di más importancia y continué con mi día”, cuenta.
Cinco meses después, “tras el gran baile de la Asociación de Amigos de Todos los Museos en Versalles (París), terminé en Capri”, recuerda. “Una tarde había salido del mar cuando sonó el teléfono. Al atender, escuché: ´Murió tu mamá´. Así me lo dijeron”. Alma era asmática (razón por la cual alguna vez decidieron dejar Mar del Plata) y sus intermitentes internaciones en las que derivaban sus ataques solían ser “moneda corriente”, según señala. Nada preocupante, hasta entonces. “Y ahí estaba”, prosigue Bogani. “Sosteniendo el teléfono del otro lado del mar, como me lo habían dicho. Las muertes de mis padres no han dejado de ser las ausencias más profundas para mí”, describe. “Éramos tres amigos que se juntaban a diario para almorzar y hacer planes como ir al teatro o al cine. Imaginate que viví con ellos hasta los 30 años. Y hoy, con casi 80, solo logro superar ese dolor considerándolos vivos. Pensándolos aquí conmigo”, cuenta. “Además, claro, los siento”, revela. “Hay momentos muy especiales en los que sé que es su energía la que me guía, la que me anima, la que los resuelve”.
Adora su soledad. “Tal vez porque nunca puedo estar tan solo como quisiera”, analiza. Y cuando eso “rara vez” sucede dice pasar horas circulando por su casa (de seis niveles, la que alguna vez fuera un petit hotel) “revisando fotos, viendo canales de noticias europeas, corriendo muebles o cambiando la distribución de los objetos de un lado al otro”. Siempre con “infaltable” lírica de fondo de su vasta colección. O atiende cualquier deseo “por más caprichoso que sea”, como el de preparar “los mejores huevos fritos”, quizás, a las cuatro de la mañana. O tan solo se sumerge en la lectura. “Hace poco leí Il cappotto di Proust (de Lorenzo Foschini) y me obsesioné. Así que estoy releyendo las obras de Marcel Proust, a quien, tantos años después lo recibo de otra manera”, relata. Y si no, “duermo, una de mis actividades más preciadas de los últimos tiempos”.
A Gino le cuesta hablar de amor “y ha sido así toda la vida”. En realidad, “no me gusta nada”, dispara. Y previendo algunas preguntas se apresura a aclarar: “Es una puerta que no abro ni a mis mejores amigos”. Solo dirá que “he tenido todo tipo de relaciones en mi camino, he amado mucho y fui muy amado”. Que “vivir sin amor sería imposible, como vivir sin compasión o sin imaginación”. Y que “si todo lo hago con extrema pasión, imagínate el amor”. Aún cuando las visitas de Cupido, en casi 80 años, no han sido “tan recurrentes”. Pero con perspicacias reconoce “dos grandes amores” en su hermético haber. Uno de ellos es Stella (de por entonces 15 años), “una chica con quien pude casarme a los 18 y con la que aún sigo en contacto. Hoy sus hijos viven en New York, el mayor de ellos me escribió felicitándome por mi último desfile que vio a través de las redes. Y tiene un sobrino a quien yo llamo ´sobri’, con quien me mensajeo seguido”. ¿Por qué está solo a esta altura de la soirée? “Realmente no lo sé...”, responde tras una rauda reflexión. “Supongo que mi trabajo, y la fortuna de tener buenos amigos, me han ido absorbiendo esa necesidad”. Pero la emoción se disipa de inmediato y Gino vuelve a la carga. “Bueno, a decir verdad, si hoy tuviese que compartir la cama con alguien más me daría un ataque”, supone. “Yo quiero dormir en diagonal total”. Y pone esa justificación por encima de la que indica como principal: “Nunca fui fácil de enamorar”.
Alguna vez, “alguien” se presentó en su casa “e intentó endilgarme un embarazo, pero mirá lo seguro que estaba que ni siquiera una mínima fantasía me generó esa posibilidad”, cuenta. “Quisieron embaucarme, pero tener una gran memoria es la gran desgracia de mi vida”. Define la paternidad como “un deseo que descubrí cuando ya era demasiado tarde”. Cuenta que “en algún momento de la vida” estuvo a punto de ser papá, “pero no se dio”. Y pasado el tiempo “ya no quise ser abuelo de mis hijos”. Además, “soy un hombre demasiado sensual y libre como para ceder tanta dedicación”. ¿Si hubiese sido un buen papá? Gino cree que sí. “Pero muy riguroso. Tal vez más de lo que han sido mis padres conmigo. Pero sin dudas andaría ese mismo camino”, dice. “Cuando iba al colegio, y por ahí era 25 de mayo, hacía un gran dibujo con los lápices Caran D´Ache, que todavía conservo, porque siempre adoré dibujar. Armaba muñequitos de papel y entonces al abrir el cuaderno subían paragüitas y bueno... Yo corría a mostrárselos entusiasmado: ´¡¿Les gusta?!´, les preguntaba. Ellos lo miraban muy por arriba y tal vez decían: ´Hummmm... sí. Pero podrías haberlo hecho mejor´”, narra Bogani. “Finalmente, y con el tiempo, agradecí esa severidad porque forjó mi autoexigencia, el inconformismo, el amor propio necesario para la superación”.
Trabajar “me excita”, asegura. “Si no tengo algo en la cabeza, me aburro hasta la muerte”. Un argumento válido para rechazar ser etiquetado como “icono” por la crítica, “porque eso me da a que todo ha sido hecho”, subraya. Gino no acusa recibo de cansancio. “Silver Shadow” tampoco. Así bautizó a la tijera que lo acompaña desde hace 47 años, “y que nadie más puede tocar”. Son casi las 20, y la luz de la sala de pruebas seguirá encendida varias horas más después de esta charla. “Son esas madrugadas en las que todavía puedo oír a la Merello”, revela. Tita fue su vecina de enfrente. Justo enfrente, sobre Rodríguez Peña. Y una vez, al verlo ir y venir desde su ventana, lo llamó a mitad de la noche para retarlo: “¡Pibe, aflojá! ¡No te calentés más! Pero si la ética y la estética ya no caminan juntas”, dijo del otro lado de la línea. Una frase que a Bogani le cayó “pésimo”. Pero que a través de los años le hizo dar cuenta de una verdad que solo “una mujer de avanzada” podía pronunciar.
Dice que lo único que desata su malhumor “es la estupidez”. Que prefiere relacionarse “con un enemigo inteligente que con un con amigo necio”. Que jamás necesitó terapia, “porque sé perfectamente qué quiero y lo que me gusta de mí. Y lo que no me gusta... ¿por qué habría de cambiarlo a esta edad?”, reflexiona. Define “ego” como “una herramienta más de mi trabajo”, pero no admite el “fatuo” sino el que justifica “el vanguardismo que aplaudo al ver mi obra”. Una obra “rupturista que acabó con los prejuicios”, rotula. “Yo fui el primero en animarse a trabajar con todos los colores, a mezclar estampas y texturas. Me destaqué por mis creaciones y fui consagrado por el público. No como ahora, que abrís un local, contratás a un jefe de prensa y aparecés en todas la revistas. Antes valía la capacidad. Siempre he visto como un gran valor estar apartado del ruido mediático, preferí el espejo de mi atelier a cualquier pantalla. Porque es ahí donde se ve reflejada la expresión luminosa de la mujer que viste mis creaciones”. Después de todo, Gino asegura que “a lo largo de este camino de más de 60 años, siempre he tenido épocas de oro” y una “vanidad bien entendida”.
¿Qué le debe la moda argentina?, es el interrogante que ahora nos ocupa. “La dignifiqué. Dignifiqué a la moda y a los trabajadores de la moda, presentando 200 vestidos por colección”, indica. “La moda siempre ha sido grata conmigo. ¡La moda!”, enfatiza irónico en referencia a sus colegas. Ya ha hablado de ellos, “y no quiero volver a tener problemas”, se ataja. Esta vez solo dirá que no tiene amigos entre ellos, sino “gente de ´Hola, ¿cómo estás?´, y nada más. A muchos los conocí de estar por ahí y de pronto se transformaron en ´alguien´. Y de eso me siento orgulloso”, dispara. “Yo he sido la imagen de lo que todos ellos quisieron ser. El faro en esta industria. Porque mi éxito fue el empujón, el gran estímulo, que tuvieron para dedicarse a la moda”. Bogani dice haber dado el puntapié inicial que allanó caminos. Que sacó a los diseñadores de los estudios de cine, como Horace Lannes. “Cuando empecé no competí contra pares sino con casas de alta costura demasiado asentadas como Vanina, Carola, Greta, Mercedes Pérez, Ana de Castro y Jacques Dorian”, se jacta.
Jamás le interesó formar discípulos. Gino no cree en sucesores. Pero sí en la continuidad de su obra. Sin herederos directos “cuando ya no esté en este plano, mis vestidos, que han sido mi vida entera quedarán en alguna fundación”, revela sin demasiada precisión porque “veo demasiado lejos mi no existencia”, asegura. Pero juega con la idea del Museo Bogani con foco en sus objetos: “Mi música, mis libros, mis muebles, todo eso que hará trascender mi espíritu”, explica. Y en 100, 500, mil años, quiere ser recordado “no como un gran trabajador sino como un obrero”, diferencia. “Porque un trabajador tiene pautas y horarios. Y un obrero, la capacidad para adaptarse a cualquier circunstancia. Y yo he sido un gran obrero”.
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