Dice que la madre de todas sus batallas fue la que le ha valido “ser yo misma”, aún cuando ha sido una victoria cara en términos de dolor. Esta es una de las tantas reflexiones de sus “casi dos años de ermitaña” en los que, además, estrenó máximas como la de “no volver a enamorarme”. Sí, la pandemia ha hecho lo suyo, pero “la vejez también”, bromea. Una palabra a la que no indilga “prejuicios ni dramatismos” porque además intuye que cuenta con los genes de la “abu Nelly”, quien “fue joven hasta sus 103″. Daniela Alejandra Cardone (58) habla de un presente “apaciguado”, de “mirarse hacia adentro como nunca antes” y del “buen ejercicio que me da la soledad”. Así sale de “la cueva” y refrenda su historia (“digna de una biopic”) con tantos giros como los de su propia imagen o “mi modo de transmutar las emociones”, tal cual los define.
Tenía tres años cuando afrontó su primera encrucijada. “Me recuerdo a bordo del triciclo azul en medio de una fuerte discusión que mantenían mis padres”, relata. “Mamá me decía: ´Vení conmigo´. Y papá gritaba: ´¡Daniela! Acá´. Yo miraba a uno y a otro, hasta irme con ella”. Sería el punto de partida de una infancia a medio tiempo entre Carmen de Patagones (Buenos Aires) y Cipoletti (Río Negro), donde Roberto era empleado público. “Fue al lado de él que tuve el primer indicio de una vocación que por entonces resultaba inexplicable”, cuenta. “Robaba sus corbatas y me las trenzaba en las piernas como si fuesen sandalias romanas. Y así desfilaba por todos lados hasta que me descubría, claro”. Aún faltarían dos años para que sus maestras se espantasen (“¡Qué locura!”, decían) al leer en sus redacciones la inédita fantasía, entre sus pares, de un futuro en pasarelas.
Para los 12 ya vivía en Valcheta (Río Negro). Desde su llegada había sido “la rara”. La nieta de los “míticos Cardone”. Los de la mueblería (“por la que hoy siento nostalgia al oler aserrín”) y los de la funeraria (“una tarea que me ocultaron hasta crecer por los típicos pruritos pueblerinos”, dice). Esa chica que “hacía mil voces” encerrada en su cuarto, pasaba horas vistiendo figurines y cada 6 de enero pedía autitos a los Reyes Magos. Esa que solo usaba joggings y el pelo “muy cortito”. A la que apodaban “Pantera Rosa” por su delgadez y en cada visita al cine solían decirle: “¡Hey, pibe, el baño de varones es por allá!”, recuerda. Eso sí, era bien ponderada al hablar de dinosaurios y bosques petrificados. “A esa edad me animaba a reemplazar a mamá guiando turistas en el museo”, dice. Se refiere al Museo Provincial María Inés Kopp, bautizado así en honor a la museóloga que más la ha enorgullecido: su madre (fallecida en 2009), fundadora del recinto y “gran defensora del patrimonio cultural”. Hoy es su hermana Romina (Rial), quien heredó la dirección “con pasión envidiable”.
Mientras en Río Negro crecía bajo la “estricta disciplina de mamá” ayudándola a criar a sus hermanos, en Neuquén “era la reina”. Así se sentía cada fin de semana en casa de papá, “un tipo alegre y permisivo que nunca supo de retar ni de castigos”. Las “tantas” aspirantes a madrastras no hacían más que esforzarse por conquistarla. Y entonces llegó Mua Hilary Rain Golab, secretaria del gobernador de la provincia. “Una inglesa que me despertaba con música clásica, me hablaba de literatura y motivaba mi afición por el dibujo”, relata. “Me atrapó su intelectualidad y ese mundo de ingleses, escoceses y polacos en los que me había inmerso. Todo era maravilloso pero la relación no prosperó, y, con los años, él tuvo otra pareja de la nacieron cuatro hijas”. Entre los Cardone y los Kopp, Daniela llegó a sumar 10 hermanos. Y es aquí donde se abren más historias.
Fue una tarde cualquiera del 79 cuando una mujer con un niño en sus brazos golpeó la puerta. “Yo tenía 15 años y me preguntó: ´¿Quiere a este bebé?´. Él usaba sólo un pañalito de goma y había estado internado... Verlo así nos mató”, recuerda Daniela. “Mamá dijo: ´Si estoy amamantando a uno (porque Romina apenas había cumplido los seis meses), ¿cómo no voy a poder hacerlo con dos?´. Y así fue que Jorgito, un morocho hermoso, se quedó con nosotros”, relata. La adopción legal demoró 10 años “y varias citas con el juez”. Pero para entonces Jorge ya llevaba el apellido Kopp y se había enfrentado a su madre y a su abuelo biológico en más de una oportunidad, “porque ellos volvieron a buscarlo, pero era demasiado nuestro”, dice Cardone. “Siempre amó mucho a mamá y fue muy agradecido. Hoy, además se ser un gran hermano, se convirtió en un gran padre de familia”.
María Rosa, su hermana número 11, “que en realidad había sido la primera”, llegó a su vida hace 14 años. “Mamá siempre me había dado a entender que yo no era la mayor. Ella decía mucho más de lo que sabía. También mis abuelos, pero esa fue una más de las tantas historias que callan los pueblos. Al parecer, y más de 40 años atrás, la madre de María Rosa solía rondar la mueblería de mis abuelos buscando a papá”, cuenta Daniela. “Como no podía haber sido de otro modo, mamá, siempre correcta y perseguidora de la justicia, se puso al hombro la investigación. Y sabiendo que intentaba rastrearla, mi hermana se comunicó de inmediato con ella. Así la integró a la familia y propició el vínculo con mi padre”, relata. “Yo tendría más o menos 43 años cuando la conocí... Hicimos una gran reunión para recibirla. Estábamos todos. Fue muy emotivo... ¡No podíamos dejar de mirarnos para ver cuánto nos parecíamos!”.
Asoma, en tanto, el recuerdo de su hermano Fabio (Cardone, fallecido el 1 de abril de 2022, a los 51 años). “Él era quien me seguía en edad y aún estamos en shock”, dice. “Había nacido con un pequeño retraso madurativo. Me acuerdo que la Noni (Lidia, su abuela materna) siempre fue muy pendiente, lo protegía muchísimo... Me acuerdo que mamá llegaba a casa y decía: ´¡Pero acá faltan cosas! Uh, otra vez... ¡Fabio! ¿Dónde está esto o aquello?´, le reclamaba. ´Ah, lo vendí para comprar cigarrillos´, respondía él. Tenía esas cositas...”, narra. “Yo considero que hubiese necesitado una internación. ¡Pero no nos permitía acercarnos! Y esa maldita Ley de Salud Mental, que requiere una reforma urgente, no te deja actuar. Consultamos a miles de abogados, pero no hubo caso”, explica Daniela. “Fabio era papá de tres chicos y después de varios años de trabajo en las Municipalidad de Viedma, donde vivía, había logrado jubilarse. Después dio con una yunta fea, brava... ¡Bravísima! Y bueno, hoy su casa está tomada por quien fuera su pareja, y la hija, parte de todo ese entorno horrible (de adictos y delincuentes) al que estamos tratando de sacar de ahí”, revela. En definitiva, “mi hermano fue encontrado muerto en un edificio en construcción. Se habría caído por la boca de un ascensor. Según dicen, estaba alcoholizado y se patinó... ¡Pero qué se yo! Fue un dolor inmenso que pegó más fuerte por haber sido realmente inesperado”, concluye.
Taconeaba la avenida Argentina, desde Austral Líneas Aéreas a la Universidad de Neuquén, con la pasión de los 18 y la misma prisa con la que viviría el resto de su camino. Fue en 1982. De día despachaba pasajes en el aeropuerto, de noche tomaba clases en el Profesorado de Arte Dramático tras un fallido intento en Turismo. “¡Qué linda eran las épocas de estudio!”, dice. “Pero no llegué ni al año porque me casé”. Se refiere a Carlos Gandini, quien murió víctima de un cáncer en mayo de este año a la edad de 69. Un fanático del automovilismo y dueño, entre tantas propiedades, de la disco Zakoga, la más popular del Sur en los 80. “Lo hice sin saber que iniciaría uno de los tormentos más agobiantes de mi vida”, anticipa con la salvedad de que le cuesta regresar a esos momentos. “Sí, fue a los 19... ¿Podés creer? Ay... ¡Esa costumbre muy argentina de cargarse responsabilidades tan prematuramente, como si la vida se acabase ya! Pero era otra Daniela. Recién comenzaba a caminar con demasiadas idealizaciones y una energía desbocada”, destaca. Muy poco tiempo después quedó embarazada, una noticia celebrada hasta el séptimo mes, “cuando fui abandonada”. Cada vez eran más frecuentes y “más inexplicables” las desapariciones de un marido “evasivo”. Cardone pasaba días sin recibir noticias y preguntándose, una y mil veces: “¿Esto era la familia?”.
Finalmente Carlos fue claro: “En este estado no te quiero ni a vos ni al bebé que llevás ahí”, le dijo. La necesidad de respuestas la llevó hacia una verdad insospechada: “Él era depresivo. Y sus depresiones resultaban fatales. Estaba muy medicado, muy. ¡Y nunca lo supe! Jamás”, revela. “Recuerdo que mamá se enojó conmigo: `¡¿No te diste cuenta?! ¡¿Cómo fue que nadie de su familia fue capaz de decírtelo?!´, me reprochaba. Entonces comencé a resolver la vida como pude”. El 8 de agosto de 1984 nació Brenda Daniela, “tan rubia que creí que me la habían cambiado”, cuenta. Él estuvo en el parto, “aunque tan impresionado y panicoso que debía ser asistido cada cinco minutos”, recuerda Cardone. Estaba muy cerca de descubrir un hecho que aniquilaría cualquier posibilidad de revinculación entre ellos: “Carlos me dejó por la empleada de casa, la misma que me había ayudado con las tareas y cuidados durante todo el embarazo”, relata. “Al tiempo se casaron y tuvieron un hijo”.
El susto por los reiterados acosos de Gandini se convirtió en hastío. “Se me aparecía en casa y en todos lados, solo para hostigarme. Sentí que me volvería loca”, confiesa Daniela. Razón urgente que se sumó a la necesidad de una mejora económica para tomar la determinación de apartarse del Sur. “Dejé a Brenda al cuidado de mamá, en Valcheta, junté mis ahorros y viajé Buenos Aires para explorar la chance de un futuro. Recuerdo que me instalé en el Hotel República con la tarjetita que me había dado Teté (Coustarot, 72) alguna vez que la atendí en el aeropuerto diciéndome: ´Vas a ir a ver a Roberto Giordano a esta dirección´”, cuenta. Mientras, fue promotora, “y ganaba lo suficiente como para alquilarme un departamentito y planear traer a mi hija conmigo”. Por esas cosas de la vida “y del deseo”, Daniela conoció a Nina Blanchard, mítica descubridora de talentos, y pronto viajó a Los Ángeles, donde fue recibida en Wilhelmina, una de las agencias más reconocidas a nivel mundial. Pero horas después el llamado de su madre apuñalaría lo que pudo haber sido “un carrerón” internacional.
“¡Daniela, tenés que volver ya!”, gritaba María Inés del otro lado de la línea y del Continente. “Carlos y su mamá se aparecieron en casa, se llevaron a Brenda y te iniciaron un juicio por la tenencia”, concluyó. “Así comenzó mi calvario. Ni a una prostituta le arrebatan un hijo del modo en que lo hicieron conmigo. Debía firmar un papel para que me autorizaran verla y así, asegurarse de que no la secuestraría. Fue indignante”, recuerda. “Pero Gandini era un tipo de plata y su familia había comprado a la Justicia”. Otra vez en Buenos Aires, “lo que podía ganar era para letrados”, dice. “Brenda viajaba solita cada fin de semana, con el cartelito típico que se le cuelga a los chicos y cuidada por mis excompañeros de aerolínea. ¡Pobrecita! Sufría con las turbulencias... Será por eso que hoy le tiene terror a los aviones. Fue muy duro para las dos”, cuenta. “Hasta que un día mamá me dijo: `¡Basta de abogados! Cuando la nena cumpla sus 18 va a elegir vivir con vos’. Así fue. Durante todos esos años me ocupé de crear el escenario perfecto para que se acomodase aquí. Cuando llegó tenía todo hecho”.
No había opción. “Necesitaba ver a mi bebé, pero debí acostumbrarme al dolor de la distancia”, pronuncia algo quebrada. Fueron años de “versiones distorsionadas y comentarios de odio”, cuenta Daniela. “Después de todo, mi hija sabe lo que luché por las dos y, principalmente, por su futuro”. Hace poco más de un año, la propia Brenda admitió: “Yo no entendía por qué mamá no podía estar en casa, pero hoy pienso: ´Qué bueno que no quedó encerrada conmigo e hizo lo que quiso´”. Y luego de reconocerse agradecida por la familia en la que creció, sumó: “La dinámica por momentos me resultaba difícil de llevar. En ese momento tenés muchos mambos y te guardás un montón de cosas. Con el tiempo tuve charlas sinceras con mamá al reencontrarnos de grande. Pero a la distancia me resultó muy bueno haber vivido esa historia”. Y es así. “Hay cosas que se hablan al crecer”, asegura Cardone. “Nada de lo que transitamos logró resentir nuestra relación. Ninguna madre es perfecta y hoy todo está saldado entre nosotras”.
Redescubriría la maternidad diez años después, con el nacimiento de Junior, como llama a Rolando Pisanú (28), hijo que tuvo de su matrimonio con el reconocido y homónimo cirujano plástico. “Él me encontró como una luchadora más entrenada, más resuelta en cuestión de madurez y en vivencias del amor. Entonces fue más fácil ser mamá. Hasta la distancia era digerida de forma distinta”, reflexiona, teniendo en cuenta la presencia del “gran padrazo” que es Pisanú. “Junior fue mi compañero de andanzas en cada proyecto, principalmente durante mi tiempo en España”, país que la adoptó como figura en el año 2000 a través de ciclos como El botones Sacarino, Academia de baile Gloria, el mítico Crónicas marcianas y La isla de los famoS.O.S.. “Hasta hemos participado juntos en Generaciones cruzadas (2014), un reality chileno de padres e hijos que nos obligó a un encierro de tres meses”, cuenta.
Dice haber analizado más de una vez si estaba poniendo su carrera por sobre su rol de madre. Pero llegaba siempre a la misma respuesta: “Debía mostrarles una madre autosuficiente, capaz de generarles contención. Mi gran preocupación era que se sintiesen desprotegidos, respaldados, que jamás le faltase nada”, dice. “Veía a mis colegas dejar sueldos enteros en ropa, carteras, joyas... ¡Yo era mamá, quería ladrillos!”. Hoy, Junior (“un gran señor”, como lo describe) cursa la carrera de Dirección de Cine y elige el bajo perfil en camino actoral. En televisión supo ser parte de los elencos de 100 días para enamorarse (Telefe), Divina, en tu corazón (Televisa) y la tira chilena Queridos hijos. Sobre las tablas protagonizó obras como Orgullo (junto a Leticia Brédice y Claribel Medina), entre otras del circuito independiente que, en alguna oportunidad, le valieron un premio ACE como revelación masculina. “Es mi Antonito Banderas, así le digo por sus pestañas divinas. El típico hombrecito que mima, protege y me acepta sin cuestionamientos”, concluye mamá.
Con Pisanú vivió “un amor maravilloso, el más grande de mi vida”, confirma. Un idilio finalmente quebrado por el único dolor que podría abatir a una madre. “A Rolando y a mí nos separó la muerte de Stefano, nuestro tercer hijo”, cuenta. “Uno de esos hechos de la vida que te desconectan o te unen para siempre”. Fue en 1995, un año después del nacimiento de Junior. “Mi pena era tan inmensa que, juro, sentí que moriría con él. Llegó antes de tiempo, en el sexto mes de embarazo, y estuvo internado porque aún sus pulmoncitos no se habían desarrollado. Al día siguiente hizo un parito cardíaco y se fue. Él es mi ángel, sí. Yo sé que Stefano es mi ángel personal”, relata. “No lo entendía. No había forma de que pudiese aceptar lo que había pasado. Asumir que perdiste un hijo lleva mucho tiempo... Y entonces, caí. Estuve deprimida durante un año”, recuerda.
“No podía dejar la cama. Lloraba, leía, lloraba y leía. La lectura era lo único que distraía mis pensamientos. Todo me resultaba imposible”, cuenta. “Mamá me acariciaba y me decía: ´Tranquila, Daniela. Ya vas a reaccionar. La vida continúa y tenés dos hijitos que te reclaman y necesitan. Así fui reintegrándome a la vida, muy de a poquito. Entendiendo que si estacionás por mucho tiempo, te quedás”. El trabajo fue la cuerda de rescate, porque según dice “nunca creí en la terapia”. A duras penas y por insistencia de Pisanú, llegó al diván de Jorge Bucay (73). Pero después de esa primera y última sesión de su historia, “me dijo: ´Esto no es para vos´”, recuerda. “Tengo la habilidad de resolver mis propios temas sin la ayuda de nadie. Además de ser muy pensante y analítica, mi terapia es el ´hacer´. Necesito ocuparme, dedicarme a algo. Hacer y hacer. Hablo sola, me pregunto y me respondo. Y así es que voy sanando, aunque la gente me mire raro por la calle”, relata. “Bueno, che... ¡Algo de locura hay que tener para estar viva!”.
Entre tanto habla de la “pureza” típica de la niñez como un factor clave en la superación del dolor. “Los chicos entienden más y mejor este tipo de tránsitos”, señala. Y es entonces cuando abre un pasaje protagonizado por Brenda, horas antes del nacimiento del bebé. Un hecho que exteriorizó algunos días después de aquel dolor que noqueó a la familia y que hoy Daniela aún recuerda con piel de pollo. “Ella, que tenía casi 12 años, me contó que había soñado con Stefano. ´Mami, él me habló y me dijo: Yo voy a estar, pero vos cuidá a mamá porque va a necesitarte mucho. Y cuando desperté supe que se había ido´. Así me lo transmitió”, relata Cardone. “Hasta hace muy poco no podía hablar de espisodio sin llorar. Pero finalmente el dolor es una cicatriz, un tatuaje al que verás la vida entera, pero cada vez te resultará más familiar de llevar”.
En el living central de su casa de La Horqueta (Partido de San Isidro) expone una colección de crucifijos de procedencias varias, junto a la vitrina en la que atesora un centenar de figuras de Buda, “porque toda mi vida he sido budista”, explica. Se reconoce espiritual y cuenta que le gusta “meditar sin las posturas”. Daniela ha encontrado su línea. “Creo en la fuerza de la pureza, en el poder de revertir las energías”, cuenta. “Y solo me basta alejarme un poco y cerrar los ojos para encontrar calma”. Dice no ser bruja, pero sí contar con “cierta sensibilidad especial para saber qué te duele, qué te molesta y qué te afecta con sólo mirarte”. Y en tren de planos y experiencias sobrenaturales revelará una en la que aún piensa después de 37 años y que jamás compartió, tal vez, por temor a los prejuicios.
“Cuando viajé a Los Ángeles, para aquella reunión en la agencia Wilhelmina de la que hablé, estaba acomodándome en mi asiento cuando se acercó un azafato. Me dijo: `Me envía tu abuelo para cuidarte durante todo este vuelo. Tranquila, voy a estar pendiente de lo que necesites´. Mi abuelo, Juan Andrés (Kopp), había muerto en 1974, en el Sur... No había forma de alguien en Buenos Aires y en ese avión lo conociese. ¡Quedé tan shockeada que no pude indagar sobre lo que me decía!”, cuenta. “Yo miraba y buscaba, pero no me topé con él hasta que aterrizamos en destino. Minutos antes de bajar apareció de la nada para decirme: `Ya cumplí con mi misión. Hasta aquí te protegí, pero no te preocupes porque te irá muy bien´. Esa fue la última vez que lo vi. No supe quién era, pero tenía el estil físico y hasta el modo de mi abuelito”, concluye. “Al regresar a Viedma le conté todo a mi abuela Lidia (Perlini). Ella me sonrió, con mucha calma, y respondió: `Él está acá y siempre nos cuida´. Yo era sumamente incrédula, pero lo que pasó fue muy loco y realmente me impactó”, señala sobre ese “antes y después”.
Asegura que la vida ha vuelto a premiarla y que da gracias por eso. Así inicia el relato con foco en sus nietos, “ya tan acostumbrados a mi pelo, a mis gatos vivos y a los embalsamados, que resultamos casi amigos”, cuenta. “Tal es así que no me llaman abuela sino Daniela. Se refiere a Alfonsina (cuatro años) y Eloy Heredia (10, “el de los ojos que conmueven”, como describe), hijos de Gandini y Gonzalo Heredia (40). “Si no conociera a mi nieta me daría cuenta de que lleva mi sangre con solo mirarla. Muere por los brillos tanto como yo. Y cuando viene a casa la maquillo, la llevo a mi vestidor y pasa horas revolviendo mi ropa de teatro. La saca, se prueba, la mira... ¡Se vuelve loca! Brenda, que es lo más clásica que existe, la ve llegar con los ojos delineados y llenos y de purpurina, y protesta: `¡Ay, mamá!´”, cuenta.
“Yo soy amante del buen comer... ¡Qué placer es la comida! ¿No?”, suelta con gracia. “Y ellos saben cuál es el mejor plan”, dice Cardone. “Brenda me llama y me dice: ´Voy a llevarte a un restaurante nuevo que es divino´. Y ahí me tiene. Siempre me hace conocer un lugarcito distinto al que vamos con los chicos, Gonzalo, que es muy familiero, el papá y su novia. Charlamos, nos reímos, brindamos... Un par de horitas y después cada uno de regreso a sus quehaceres”, relata. Daniela ama su casa, su “refugio”. Y no solo se manifiesta “fanática de las plantas”, lo que la convirtió en una excelente “podadora”, sino de la lectura, afición fomentada, también, por su yerno. Hoy dice estar “atrapada” solo por sus libros: El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza, y Barón Biza, el inmoralista, de Christian Ferrer, y los de “mi adorada Lou Andreas-Salomé y todos sus enamorados como Nietzsche y Rainer Rilke”. Claro que se trata de momentos musicalizados por sus propios “sets”, los mixclouds de sus sesiones de DJ con los que ha hecho vibrar fiestas interminables que hoy resultarían “odiseas”. Porque dice estar “felizmente coptada por la calma, la introspección y la ausencia de exigencias”.
Ya ha hablado tanto de sus affaires que “repasar esa prehistoria me da más que fiaca”, dispara. El beso con Luis Miguel (52), las comidas con Alejandro Fantino (50, a quien le enseñó a setear una buena mesa), el “touch” con Juan Manuel Rifle Varela (44), “el salero” del bailaor Joaquín Cortés (53) y “la inolvidable pasión” con el tenista español Carlos Moyá (45), “son rutas que han quedado muy atrás”, titula. “Me olvidé de todos, los borré”. Pero por alguna razón le divierte el recuerdo del amor con Guillermo Furiase (66), tal vez porque “su paso por mi vida y esos giros del destino me ha dejado una gran amiga”, comenta clavando intriga.
Daniela y Guillermo se conocieron a principios de los 90, “en una de esas míticas fiestas que las marcas de cigarrillos organizaban a bordo de esos barcos fantásticos...”, cuenta con nostalgia. “Lo pasábamos genial y hablamos varias veces. Pero un día, caminando por la calle Florida, pasé frente a un kiosco de revistas, porque me encantaba a mirar las portadas europeas, y lo vi. ‘¿Es él?’, me pregunté. Tuve que mirar varias veces. Y casi me muero al leer: ´El marido de Lolita Flores (64)´. ¡No sabía que era casado!”, cuenta. “¡Y con, nada menos, que la hija de La Faraona! Quise aniquilarlo... Me enojé mucho”. Como ningún rencor de su historial dura para siempre, “con el tiempo, y él ya separado, tuvimos nuestra historia”.
Instalada en Madrid, Guillermo representó artísticamente a Cardone mientras se convertían en el foco de atención de los paparazzi. “Lolita y yo nos conocimos leyendo lo que salía de una y de otra en las revistas”, dice con gracia. Daniela se acercó cada vez más a sus hijos, Elena (Furiase, 34) y, más luego, a Guillermo (Furiase, 28). “Pasado el tiempo ya ninguna de las dos estaba con él, pero compartíamos reuniones, cumpleaños, invitaciones... Estar entre los Flores, una familia tan importante y querida en España, fue una experiencia maravillosa”, describe. “Lola y yo nos reímos mucho de todo lo que había pasado. Porque cuando le mentía a una le mentía a la otra. Después trabajamos juntas varias veces en series como El botones Sacarino, en la que hacíamos grupete con Alaska (59), participando de las entrevistas de Javier Sardá (64), o de tapitas por Madrid en esas noches de flamenco que me volvían loca”.
¿Por qué hoy Daniela Cardone está sola? “Porque no soy fácil”, dispara segura. “Descubrí este estado y lo disfruto como jamás creí que lo haría. Es que he tenido tanta vida, pero tanta vida, que jamás me había tomado el tiempo para estacionarme a un costado y mirarme, saber cómo soy realmente”, analiza. “Y decidí que ahora voy a dedicarme esta parte de mi historia a mí misma”. Habla de su soledad y sabe distinguirla de la ordinaria: “Para mí es hermosura de silencio, es descubrimiento, un gran ejercicio”, define. Y la pandemia (“que me ha asustado tanto”) ha sido un factor determinante, al punto de merecerle “un hasta aquí y a partir de aquí”, según dice. “Creo que necesitaba la reclusión. Necesitaba dormir sola. Reconectar con todo individualmente. Recibir la vejez con naturalidad... ¡Aceptarme! Así, tal cual. Y hacer lo que sienta, cómo y en el tiempo que lo decida”, cuenta.
Daniela se cansó de tanto rock & roll. “El amor me agotó, me desgastó”, sentencia. Y el sexo también es de la partida, “porque cuando descarto, descarto por completo. Con decirte que la última vez que tuve intimidad con alguien fue hace tres años... Ya me he sacado todos los gustos y guardo lindos recuerdos. Solo eso. Ya está. Fue. Falleció”, anuncia. “Pasé por todos los estados y finalmente siempre se sufre la idealización. Entonces me relajé por completo y dije: ‘¡Basta! ¡No dependeré de nadie ni nadie dependerá de mí nunca jamás!’. Renuncié a los novios, a la histeria de los hombres, a mi destino inevitable de masculinización en la pareja, a los amantes, a los visitantes, a la convivencia, a las inseguridades, a los celos y a los controles de cualquier tipo”, revela. “De aquí en más voy a estar sola y divina, prefiriendo meter en mi cama solo a mis seis gatos”. Y parafraseando una icónica campaña de Virginia Slims, Cardonde concluye: “Has recorrido un largo camino, muchacha”.
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