Entre sus brazos cabía el Caribe. El trinitense, el bahameños, el guayanés, hasta el boricua y el antillano. Cuando Hugo la invitaba a bailar con él, donde estuviesen había verano. Así recuerda a su padre, “melómano y radiante”. Un “romántico natural”. Un “optimista nato” que al son de los bumbacs de aquel clásico de Harry Belafonte definiría en su vida mucho más que un nombre. “Solía cantarme: ´Matilda. Matilda. Take me money and run Venezuela...´. Pero decía que en vez de su dinero, yo lograba llevarme su corazón”, cuenta con son de calipso en sus hombros. Inmersos en esa “amorosa rutina de puertas adentro” despidieron los 60, sobrevivieron a los 70 y celebraron los 80. Hasta que en el 93, un cáncer bajó el telón. “Y sentí que, de ahí en más, debía vivir homenajeándolo. Fue entonces que me hice llamar Matilda”, revela Gabriela Blanco (55), homónima de su hermano (Gabriel) “por cierto fanatismo inexplicable de mi madre”. Este es el relato con el que elige comenzar a descubrir un episodio inédito de su historia: “El del amor más inmenso, el del dolor ´acomodado´ y el de una gran influencia”.
Barajó tantos destinos como perfiles profesionales a lo largo de su vida. “Nací porteña por casualidad, en un paso fugaz por Buenos Aires”, señala. Fue gestada en Bahía Blanca, donde regresó tiempo después, alternando pertenencia con La Plata, City Bell y Mar del Plata. “Claro, sin contar que estuve a punto de crecer en Canadá”, advierte sobre la propuesta recibida por su padre desde la mismísima embajada. Blanco, de pasión pianista, gestionaba cultura: “De repente él podía hacer posible tal o cual concierto en donde fuese”, cuenta Matilda. “Pero luego, como todo argentino, tuvo que aprender a llevar varios sombreros. Y se dedicó al comercio junto a su padre, Victoriano Blanco, un sastre que disparó esa primera chispa de mi afición a la moda”, explica. “Mi abuelo le había legado esa nobleza tan típica de los asturianos. La buena moral. El valor de la amistad, la generosidad, eso de jamás fallarle a los demás. Papá era así. Un pilar para todos y una pareja muy sólida para mamá. Eso me marcó a fuego”.
Fue una niña feliz, “pero con muchas responsabilidades”, subraya. “Desde muy chiquita sentí que debía apoyar a mi madre y cuidar de mi hermano, un año y pocos meses menor. Nadie me lo pedía, pero tenía ese instinto de ´la guarda´, de la protección, de la solución inmediata”, cuenta. Y esta descripción se justificará tras su relato más amargo. “Yo tendría ocho o nueve cuando a mi papá se lo llevaron. Fue en la época del Proceso (de Reorganización Nacional, durante la dictadura cívico-militar, 1976/1983) y estuvo desaparecido, aproximadamente, durante un año”, revela. “Eran los tiempos de la emblemática Noche de los Lápices. Y él solo había ayudado a salir del país a muchos chicos muy jovencitos, estudiantes del secundario. Los salvaba de ser captados”, explica. “Mucha gente me dice: ´Tu papá fue un héroe´. Y realmente lo fue para mí. Por eso y por cualquier otra cosa que hiciera en la vida. Hasta cuando preparaba mis tostadas con manteca y azúcar, ahí también era mi héroe”.
Tiene vagas imágenes de esa noche en su casa platense. “Mi hermano y yo ya estábamos acostados. Había ruidos. Movimientos de personas entrando, saliendo... Mamá lloraba. No sabíamos qué estaba pasando. Recuerdo que papá entró al cuarto, se acercó a la cama y me abrazó fuerte. Nos abrazó a los dos. Fue un abrazo largo. Me dio un beso en la frente, no dijo ni una palabra y se fue. Entonces mi hermano se pasó a mi cama”, narra sobre lo que luego supo que había sido “la despedida”. El día siguiente, y muchos más, “fueron raros”. Matilda así pinta la escena de un desconcierto que iba haciéndose habitual. “Mamá estaba inquieta. Llamaba por teléfono a todo el mundo. Mucha gente venía a casa. Ella estaba como perdida. En ese entonces nada de lo que pasaba era certero, uno iba enterándose o sabiendo conforme a lo que sucedía. Fue un shock”, cuenta. “Jamás olvidaré la cara de mi madre... De incertidumbre. De miedo. De no saber qué hacer, hacia dónde correr. Entonces nos instalamos en casa de mi abuela materna”, dice. “Me acuerdo que hasta tuvimos que dejar a nuestro gatito en lo de la vecina y no volvimos a verlo más”.
El miedo se colaba hasta en los huesos. Las escondidas y las manchas se jugaban con prisa. Mientas escuchaba “papá tuvo un inconveniente, ya va a volver”, mataban al padre de su amiga. Y alguna otra debía emigrar. “No iba a todos lados, y cuando salía lo hacía siempre de la mano de mi abuela o de alguna de mis tías...”, señala. Aunque priorizaba el estudio de danzas y la casa de Judith, compañera de colegio con la que logró comenzar a exteriorizar todo eso que la atormentaba. Y en casa de quien encontraba una “cálida” contención extra. “En mi familia nos habíamos hecho muy caparazón. Y me costó bastante relajar ese estado de alerta”, cuenta. “Todavía hoy, y para todo, sigo siendo la mujer más desconfiada de la Tierra”. Lelia (85, su madre) era maestra de inglés, por entonces, una lengua maldita. La economía apretaba sin piedad. “Estábamos solos y nos vimos en situaciones realmente difíciles. Hubo momentos en los que, literalmente, no teníamos dinero ni para comer”, revela. “Aunque siempre había ayuda de algún familiar, de los pocos que estaban al tanto de lo que pasábamos. Que no todos supiesen había sido decisión de mamá. Callar, muchas veces, nos parecía la mejor opción. No se podía hablar libremente, porque no faltaba quien me dijera: ´Bueno, algo habrá hecho tu papá´. ¡Imaginate lo que es decirle eso a un niño...! Tuve que escuchar atrocidades, como por ejemplo: ´No pienses demasiado. No importa si mañana no comés. Total, pasado es Navidad y ahí aprovechás´. Terrible”, recuerda. “Muy doloroso”.
La vida se acomodaba entre “cierta normalidad, aún sin papá”, describe. “Mi mamá ha sido una mujer muy fuerte. Hace unos años me la traje a vivir a casa conmigo y realmente lo agradezco. Es una fiera, muy activa, muy ordenada, mega exigente... Pero la vi llorar mucho. Mucho. Y hoy, a veces, vuelve a venirse abajo cuando aparece algún recuerdo de papá o piensa cómo le hubiese gustado vivir aquellos tiempos juntos. Las típicas especulaciones de esos momentos que, ante una ausencia, cotizan alto: ´Ay, si hubiese hecho esto o si hubiese hecho lo otro´. Siempre le digo: ´Mami, el hubiese es un tiempo verbal que no debería existir, porque siempre nos frustra´”, cuenta. En definitiva, a mediados de los 70, Lelia encontró otro empleo y Matilda, un máster en “fortaleza” durante sus clases de danzas.
“Yo siento que tuve que hacerme cargo solita. Porque mi mamá tenía la cabeza en otro lugar, estaba muy convulsionada. La veía desprotegida. Sensible. Sola. Me asumí su protectora. Tanto, que a veces sentía que yo tenía los pantalones más puestos que ella”, confiesa. “Si bien me apoyaba acompañándome a la escuela y me recordaba que eso que yo hacía estaba okey, había un punto en el que... A ver, pude sacar fuerzas de donde no tenía para rendir un examen de danzas al que nadie venía. Sin que nadie me dijera: ´¡Todo estará bien!´. Los chicos siempre necesitan eso de sus padres”, reflexiona. “Esa disciplina con sus tantos ´no´ (´No lo hacés bien´, ´No estás flaca´, ´No, sos muy alta´), forjó mi autoestima, mi carácter, mi independencia. Reforzó esa actitud de: ´Voy a saber encarar todo esto. ¡Voy a lograrlo!´. Creo que empoderé desde muy pequeña”. Aún, con las zapatillas rotas. “Sí, aún así”, señala. Si el dinero no alcanzaba para la comida, mucho menos para zapatillas de baile. “Fue así que durante meses tomé las clases con el arco roto. ¡Pero igualmente –destaca– siempre me paré sobre mis puntas!”.
Y un día, Hugo volvió. “Lo trajo uno de mis primos”, cuenta Matilda. “Recuerdo el momento en que la puerta se abrió y corrimos a abrazarlo. Fue una emoción tremenda. Mamá lloraba tanto... Mi hermano y yo seguíamos sin entender demasiado, pero llorábamos también. Tuvimos el privilegio de recuperarlo. De recuperar su vida. Su amor. Pero nada dejaba se ser rarísimo. Mi sensación fue doble: no quería soltarlo, pero a la vez había muchas cosas que jamás le había contado. Era algo extraño, todavía lo sentía lejos”, revela. “Me acuerdo que habíamos preparado un montón de cosas para comer, una mesa increíble, todos iban y venían, pero papá estaba como ensimismado”. La familia fue rearmándose “con amor y mucho diálogo”. Casi mucho, porque del tema no se hablaba. “En cada intento de pregunta que manifestábamos, mi hermano y yo veíamos cómo las caras de ellos iban desencajándose”, cuenta. “Y eso nos desanimaba a saber más. No queríamos hacerle daño trayéndole esa historia una y otra vez. No fuimos por ahí ni en terapia... Así fue siempre. Hasta sus últimos días. Y aprendimos a ver la vida como él nos enseñó, ¡bien para adelante!”.
El tiempo diluyó los pruritos, fue echando luz sobre esa época nefasta. Y los cabos se hacían más fáciles de atar. Hugo había pasado por la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) y fue derivado luego a otro centro de detención en el Gran Buenos Aires. Matilda nunca quiso saber cuál es, “porque no lo necesito”, asegura. Pero hilvana en el relato un episodio por demás particular, al que te titula “una locura”. “Hace algunos años, acompañando a una amiga y a su marido psicólogo, llegué a un hospital psiquiátrico”, relata. “Era un edificio antiguo. Y me quedé en la parte de atrás, un sitio muy oscuro al que entraba mucha gente. Y de repente empecé a sentirme mal, me puse a llorar y les pedí que por favor me sacaran de ahí. No sé si papá estuvo en ese lugar. Pero ese ambiente a media luz, el claustro... Me puso fatal”, cuenta. “Tal vez mi secuela fue una serie de miedos que arrastro desde entonces: al agua, a las alturas, pero principalmente a la oscuridad. Hoy, para poder dormir, tengo que tener encendida alguna luz lejana”.
Claro que lo vivido habrá afectado a Hugo psicológicamente, “pero jamás lo canceló como hombre y mucho menos como padre”, asegura Matilda. “Quizás, con el correr de los años, la marca que todo aquello dejó fue su enfermedad”. Tenía 56 años –”apenas más grande que yo”– cuando le detectaron cáncer en los pulmones. “Él decía que lo tenía ubicado muy cerca de su corazón...”, pronuncia quebrada. “Me gustaría tanto tenerlo ahora... Poder contarle todo lo que pude hacer”, desliza mientras seca sus lágrimas. “Todavía lo recuerdo parado en la puerta de casa, en La Plata, esperando desesperado por verme llegar cada fin de semana. Quería saber todo o que yo sentía, lo que aprendía, lo que me pasaba. ¡Era tan motivador...! Siempre tenía para mí un ´¡Vas a poder!´, con esa gran sonrisa. Hay quien me dice: ´Tenés el empuje de Tauro´. Y sí, soy Tauro en Tauro. Pero no, no es solo eso”, afirma. “Fue él, por su confianza, quien me convirtió una mujer perseverante”.
Sí, “perseverancia y sensibilidad” fueron los “pilares” de su ecléctico camino profesional. Pero nada lo definió mejor, según dice, que “la influencia casera”. Matilda creció viendo a sus padres bailar con música de los Beatles. Escuchando a María Elena Walsh (“porque sus letras hacía bien”) pero también imitando movimientos de Raffaella Carrá. Los fines de semana eran de museos y los lunes, en el colegio, mientras otros describían sus andanzas en los parques, ella, cual precoz erudita, comentaba el Concierto para piano Nº 1 de Chopin en Do Menor por la Camerata Bariloche. Y en cada escapada al exterior, en la que lograba colarse siguiendo a papá, podía pasar días enteros de teatro en teatro avivando su interés por el género musical. “Así empecé a atender cuestiones de estilo”, advierte. “Me conectaba a la trama de cada obra, no por el guion, sino a través de cómo vestían los personajes. Luego, de más grande, ya me hice habitué de los almacenes en los que desechaban viejos vestuarios. Llegué a comprar piezas únicas que no se publicaban en los libros y revistas de moda que coleccionaba mamá”. Sí, Lelia coleccionaba revistas y papá, boleros. Los mismos que inspirarían más tarde el intento de una carrera en la música. Matilda intentó ser cantante y hasta llegó a presentarse no solo en ciclos televisivos sino, además, en escenarios del club del que solía ser mesera mientras vivía en Miami.
Danza y moda resultaba un buen binomio. Pero fue por la segunda que asegura haberse sentido “más abrazada”. Si bien la comprendió luego como “expresión artística”, “lenguaje alternativo” o “una industria de importancia como tantas otras”, Matilda dice haber “conectado con la frivolidad de ese mundo para evadir recuerdos, para olvidar aquellos momentos feos de mi vida”. Y en ese mood ha fabricado abrigos con mantas y cortinas que “robaba o heredaba” de su abuela, “una actividad que me daba la posibilidad de soñar”. Entre tanto, desprende un recuerdo de 1991. No había logrado aplicar para la beca que le permitiría estudiar estilismo en Francia, pero sí para ocupar un lugar en Las T-Nelly´s, el staff de bailarinas de Ritmo de la noche (Telefe). “Y sí... ¿Qué sabía hacer? Bailar. Y bailé. Después de todo me serviría para pagar aquel curso que tanto deseaba”, cuenta. “En casa no dije nada. Nadie supo ni siquiera que había audicionado... Papá se enteró la noche del debut (8 del enero) cuando encendió el televisor. Fue un gran impacto para él. No estaba preparado para verme ´desculada´ y usando medias de red. No le gustó... ¡Para nada! Me dijo: `¡Vos estudiaste danzas clásicas! Sé que querés hacer otra cosa´. Y al día siguiente me pagó las clases en el Studio Berçot de París”, recuerda. Ya llegarían los de Historia de la Moda en el Museo de la Moda de esa misma ciudad y el de Visual Marchandising en Saint Martins School of Art de Londres, Reino Unido. “Renuncié después del segundo programa”, dispara con gracia. “A mí me divirtió esa experiencia pero creo que a Marcelo (Tinelli) nunca le gusté. Sentí que ni siquiera me vio”.
Tenía 25 años cuando su padre murió. “Pero no lo dejé ir hasta pasados los 30″, revela. “Ese tránsito me costó tantas lágrimas... Me llevó un duro trabajo interno, muchos retiros espirituales que me hacían muy bien. Porque hasta ahí había creído que cuanto más lo sufriera, más cerca estaría de él”, cuenta Matilda. “Fueron años de buscarlo en cada hombre que elegía”, dispara. Y así entramos en terrenos del amor. “Papá, siempre confidente, me hacía encontrar la verdad en mí misma. Como cuando faltando solo cuatro días para casarme me vio llorando. Yo lloraba y lloraba en un momento que todo debía ser planes y alegría. Entonces me llamó y ni bien levanté el tubo del teléfono escuché: ´Hija, vos no querés casarte´. Recuerdo que hubo un silencio largo, me di cuenta de todo y no me casé”, relata. “Papá me enseñó a revisar la vida cada vez que me siento mal por algo que sucede o por algo que no entiendo. Y es así. Ante alguna señal que pueda resultar alarma hay que sentarse a pensar con honestidad. Esa ha sido otra de sus grandes enseñanzas”.
A propósito, Matilda no se casó esa vez. Pero quien fuera su novio (durante ocho años) lo hizo con otra, seis meses después. “Sin dudas no era el hombre que me hubiese hecho feliz”, señala refiriéndose a la frase que él, despechado, clavó profundo en aquel café de la despedida. “Yo estaba estudiando teatro con Carlos Gandolfo... Bah, investigando la vida, muy dispuesta a seguir viajando y a bucear en mí misma. Entonces me dijo: ´Quedándote acá (en Buenos Aires), sola, no vas a lograr nada´. Nunca supo que con ese comentario reconfirmaba el acierto de mi decisión, como tampoco la valentía que estaba estimulando”. El muchacho en cuestión no fue la única víctima de esta novia fugitiva. Pero el siguiente, según cuenta, corrió con mejor suerte. “A él le avisé un mes antes”, advierte con gracia. “Me dijo: ´Ya me lo imaginaba´. Y me vino perfecto para transferirle la culpa: ‘¡¿Cómo!? ¿Lo intuías y no me dijiste nada?!”. En resumidas cuentas, el matrimonio se celebra, “siempre que sea ajeno, porque a mí jamás me resultó un anhelo”, asegura.
Bromea sobre su soledad en términos karmáticos. Aunque dice estar “agradecida” a ese camino de inmensas pasiones y raudos affairs, como el que vivió con Matías Alé (44) en 2012. Pero en su haber, cita a un solo “gran amor”, como etiqueta. “El hombre que me mostró otra manera de vivir, otra libertad”, revela. Habla del artista plástico Papín Lucadamo (60), hoy radicado en Sevilla (España) y marido de la actriz ibérica Aitana Sánchez Gijón. “Con él todo era lúdico, una gran experiencia. Y fue un gran motivador”, describe, casi tanto como su padre. “Me incentivaba al movimiento, a no quedarme, a no dudar, a hacer constantemente. Me enseñó a divertirme y hasta a quitarle dramatismo a la relación con el dinero, por ejemplo”, indica. Ese noviazgo que había iniciado en 1988 terminó a principios de 1990, “cuando él sintió necesidad de radicarse en el exterior y yo, de hacer en mi país”, explica.
Otra relación viene a cuento por lo que significó en su historia el camino hacia la maternidad: “Un proyecto de pareja que tuve en algún momento”, dice. “Desde 2006 a 2009 fue un período muy heavy para mí. De mucho dolor. Hice varios tratamientos para ser mamá y resultó agotador emocionalmente. Sumado a que no todos los médicos son contenedores, ni cálidos en su compañía. A que una pone el cuerpo. Te llenás de hormonas. Te ves horrible. Todo es frustrante. Así fue que desaparecieron las ganas”, comparte. “Si hoy puedo charlar sobre ese capítulo de mi vida es por la terapia que tengo encima. Aquí hubo mucho trabajo para quitarme la sensación amarga de lo que viví como fracaso”. Sí, ella y su pareja llegaron a considerar la adopción. Y hasta la subrogación de vientre sería, luego, una opción posterior y solitaria. En resumidas cuentas, en un punto del trayecto él le dijo: “Yo quería ser padre pero de manera más romántica”. Y esa frase resultó una matada mortal al “enamoramiento” que quedaba. “Se cansó. Otra persona equivocada para intentar armar una familia”, cuenta Matilda. “La que Hugo y Lelia habían honrado toda la vida”. Tiempo después, desistió. “Hoy, que me siento tan bien conmigo misma, veo en mis amigas el esfuerzo que conlleva ser mamá sola. El esfuerzo que hacen ellas, que es realmente admirable, pero también el que hacen sus hijos por algunas ausencias lógicas de las responsabilidades. Y no siento que sea eso lo que quiero para mí. La terapia fue sanadora, sí. Y llevar adelante talleres con niñas también. Esos encuentros en los que les enseño cuestiones de pasarela, de imagen, de conocimiento y aceptación personal, me conectó a una linda energía que nos damos mutuamente. Es un canal muy amoroso para mí”.
Matilda se incomoda. Dice que aún le cuesta abrir la puerta de sus relaciones. Pero ante un dato que le acerco no le queda más que desandar la historia. Mediaban los 90 cuando en una fiesta organizada por el recordado PR Javier Luquez, Blanco conoció a un actor internacional, por ese entonces, parte del elenco protagónico de una prestigiosa serie americana de temática médica. “El encuentro fue casi cinematográfico. Cuando entré había decenas de cámaras sacándole fotos. Él me vio pasar por detrás”, relata. “Y me siguió con la mirada sin perderme de vista. Al rato atravesó el lugar para acercarse. Yo era pésima con el inglés y lo primero que atiné a decirle es: `I don´t speak english so fluently´ (no hablo inglés con fluidez). En fin, nos comunicamos como pudimos. Aunque la mejor manera fue hacer el amor”, relata. El segundo encuentro fue en New York, donde estaría trabajando, porque residía en California. “Fue muy caballero. Pasó a buscarme por el aeropuerto, camuflado con un gorro de lana para que nadie lo reconociese”, recuerda. “¡Y estuvo muy bien!”. El vínculo se esfumó con el tiempo y la distancia. La última charla telefónica que mantuvieron fue en 2006. El detalle que hizo inédita a esta historia: “¡Yo estaba mega de novia!”. Y no, “no voy a dar su nombre, es una cuestión de pudor personal”, se excusa.
Entre los hombres de su vida, su hermano hace podio. “Gabriel está instalado en Manhattan desde hace más de 20 años, pero todas las mañanas, mamá y yo nos despertamos con el parte de lo que ve desde la ventana de su departamento: ´Bueno, aquí está nevando´ o `Salió el sol, hace mucho calor, la gente ya está en la calle´. ¡Es tan gracioso!” Según su hermana, “hace un poco de todo y en todo es habilidoso”. Editó un libro para niños. Es director de cámaras. Trabajó para la ONU (Organización de las Naciones Unidas) y en la Fundación Jane Goodall, fundada por la doctora Goodall en 1977, alentando a la acción por un mundo justo, sostenible y respetuoso con todo ser vivo. “Él viajó a África para documentar todo lo que ella hacía en el estudio y la protección de los gorilas y los chimpancés salvajes”, cuenta con orgullo por Gabriel y por el proteccionismo animal que los dos promulgan. De entre todos sus talentos, Matilda destaca el de “gran orador”. El de “gran motivador”. Como lo era Hugo. “Me encanta hablar con él porque tiene el don de desmarañar los problemas. De desmenuzarlos hasta hacerlos desaparecer”, señala. Parte de ese “arte” es el que la inspira para liderar sus charlas de estilo y producción. “La conexión con mi hermano es única. Él me ayuda a reverme y rever todo lo demás. Me enseña el valor de la acción y de exploración”, relata. “Sin dudas tuvo mucho que ver en la decisión de aceptar mi ingreso a El Hotel de los Famosos (ElTrece), de exponerme en un reality. En definitiva, y en todo sentido, de atreverme”.
“No todos estamos dispuestos a recordar un pasado que no nos hace bien. Pero debemos conocer nuestras historias. Leerlas. Entenderlas. Acomodarlas. Porque siempre nos harán más fuertes”, concluye Matilda. “A veces me digo: ‘¿De dónde saqué esta actitud? ¿De dónde salió este empuje, esta entereza?’. Y enseguida confirmo que la resiliencia es la gran herencia de papá”, cuenta. “Claro que él sigue presente. Muy presente en mis gustos, en mis elecciones, en mi poder de conciliación, en mi humor. Porque pese a todo lo que debió atravesar, jamás dejó de ver el lado sonriente aún de lo más penoso de esta vida”, relata. “Yo sé que está muy cerca. ¿Sabés? A él le gustaban mucho los pájaros, los colibríes y las lechuzas. Y aquel día del Matildazo (su victoria en un desafío definitorio del reality del que participó) delante de mí se posó un búho. Todos intentaban sacarlo y no se iba. Se quedó ahí, firme, todo el tiempo. Y yo elegí creer: ´¿Es mi papá?´”.
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