Solo la muerte podía arrastrarlo de regreso a “la ciudad de la discordia”, como apoda a Concordia, por la histórica gresca entre el deber ser y sus deseos. Ese junio de 1988 fue la de su padre que le dio cita: “Un tipo que vino al mundo a trabajar y cuando consiguió jubilarse, cayó muerto en su primera caminata por el barrio”. No pudo llorarlo entonces. “Me encerré en el baño de la funeraria y le rogué a Dios que me diese una lágrima”, recuerda. Logró hacerlo dos años más tarde, desarmado sobre la vereda de la Sala Leopoldo Lugones, tras esa escena de El Grito (de Michelangelo Antonioni, 1957) en la que un padre, en desgarradora despedida, le dice a su hija: “Cuando quieras verme, mira al cielo, yo seré la estrella más grande”. En fin. Esa madrugada de invierno entrerriana, Gabriel Oliveri quedó solo ante el cajón. Tenía 20. Tocó la frente de su papá, “helada como mármol”, y pensó: “¿Es esto lo que me espera? Hasta que pase, debo sacarle jugo a la vida. Ya no voy a esperar para ser feliz”. Esa pérdida –”mazazo inexplicable en el centro del estómago”– lo liberaría finalmente de “todas las anclas”. Las que quedaban. Y fue así que, entre velas y claveles, se juró que “iría por todo”.
Ya había huido hacía tres años, cuando “le mandé una carta documento a Dios para que las cosas cambiasen”, dice. “La soledad de saberse diferente. La obligación de callar si te gusta tu compañerito de banco. La imposibilidad de entenderlo o de, al menos, hablarlo con alguien. Y la falta de armas para defenderte de esa tormenta de burlas, insultos y destratos. Todo eso hizo de mis primeros años un gran infierno”, recuerda. Y es ese recorte de su historia el que desnudaremos en esta conversación, para entender cómo logró sacudir sus miedos y pasar de estar cerca de las estrellas del campo a las de Hollywood. Porque como señala: “Tenía todas las condiciones para ser un manojo de quejas y frustraciones, pero decreté que nada detendría mi camino hacia mis sueños”. Hace más de dos décadas es director de Marketing y Comunicación del Four Seasons Buenos Aires y, entre tanto, se convirtió en figura recurrente de paneles televisivos, tuvo su propio ciclo de sketches y entrevistas como el Doctor Amor en Corazones ardientes (que le valió una nominación al Martín Fierro) y hoy es parte del jurado en El Hotel de los Famosos (ElTrece).
Creció bañándose de pie en un latón, con agua calentada en jarritos y a la intemperie. Hacinado con los suyos en la habitación trasera del almacén de ramos generales El águila, logro de su abuelo Domingo, un siciliano que había llegado a Salto escapando de la Revolución Civil Uruguaya (1904), cruzando el río con las pocas pertenencias alzadas sobre su cabeza. La suerte cambiaría cuando su padre, José (alias Mito), consiguió el camión con lo que se dedicaría a transportar frutas hacia el Mercado del Abasto, en la calle Guardia Vieja. “Tal era la sensación de progreso que así llegamos a tener nuestras primeras vacaciones en Mar del Plata”, recuerda. “Papá estacionó el camión en La Perla y dormimos en la cabina. ¡Pero con vista a la playa!”. Poco después, Mito compró una esquina en la que instaló una despensa. “Todavía me emociona recordar aquella noche en la que el cartelito luminoso que nos había regalado una reconocida marca de gaseosas, se encendió, y leí Almacén Oliveri con luces fluorescentes. ¡Para mí fue el Time Square!”, describe. “Yo no llegaba al mostrador, pero escuchaba y veía a papá vendiendo. Por ahí le quedaba un cuarto de queso y decía: ´Si se lo lleva le hago precio´. Y es el día de hoy que eso aplico en la hotelería de lujo, en la que también soy vendedor: ´Si reservás esta, la segunda habitación tiene descuento (risas)’”. Prima el ejemplo a cualquier sermón. “Vi a mis viejos. Naturalicé el esfuerzo como valor y el sacro respeto por el trabajo”, cuenta. “Cada noche, cuando se apagaba la luz, escuchaba a mamá decir una frase que aún repito al final del día: ´¡Bendito sea el inventor de la cama!´”.
Carmen, nacida en Algemesí (Valencia) en 1929, llegó al país dejando atrás la hambruna y los bombardeos de la Guerra Civil Española, a bordo del Cabo de Buena Esperanza, “nombre inspirador para ella”, señala Gabriel. “Siempre decía: ´Mi mejor herencia han sido las privaciones´. Vivió en un rancho de adobe y jamás perdió el charme de Anna Magnani, aún cuando cada noche oscura trepaba el portón de ´la otra casa´ que habitamos luego en un patio oscuro junto a un depósito abandonado que me daba pánico atravesar sujetado de su falda, mientras papá cuidaba el negocio durante la madrugada”, relata. “Pero nunca nos olvidamos de reír. A ella le fascinaban las cosas lindas. Y a través de sus cuentos nos mostraba que, en algún lugar, había otro mundo. Un mundo maravilloso. Nos hablaba de Paris o de Capri sin siquiera haber pasado por ahí. Gracias a a ella supe qué es el cristal de Baccarat, la porcelana de Lladró o la de Limoges, cosas que descubriría con los años durante mis viajes por los cinco continentes”, señala. Sin televisor en casa hasta entrada su adolescencia, los relatos de mamá fueron la puerta al universo de las celebridades. “Devorábamos las Ediciones Selectas por las que descubrí a Catalina La Grande, por ejemplo, como así también las revistas prestadas por Doña María”, recuerda. “Mamá siempre se las ingeniaba para conseguir la Hola! española, la de Tito Torres. Así vimos el casamiento de Raphael con Natalia Figueroa y ella me explicaba quién era quién en la realeza”, destaca. “Yo creo que viví la vida que ella hubiese querido. De hecho en mi departamento tengo puertas de madera y bronce porque ella añoraba las que tenía en su casa natal. De algún modo reivindiqué sus deseos”.
Atribuye la creatividad que imprime en su trabajo al estímulo de su madre. “A las fantasías en las que me sumía”, dice. Y despunta el recuerdo de un juego que se había hecho rutina en el patio infinito de la tercera casa familiar frente a Plaza España, entre malvones, sifones y latas de La Gioconda en la que crecía algún que otro brote. “No alcanzo a divisar, mamá... ¿Quien está entrando es Sophia Loren?”, preguntaba él mirando hacia al portón. “No, hijo, es Elizabeth Taylor”, respondía ella. “Yo era un niño fantasioso, lleno de vericuetos, con miedo a crecer, a hacerle frente a un mundo que mucho tiempo después entendería a la fuerza”, cuenta. Se pinta con “cara redonda como una luna, prolijo flequillito y vestido siempre con conjuntos de streech”. Pero el principal rasgo, tan visible como lo anterior, fue su cruda sensibilidad. La que mamá sabía abrazar. “Tal vez esperaban a un chico futbolero, pero tenían uno al que le gustaba pintar, que no encajaba el mundo. Y ella me protegía. No me hacía sentir raro, sino especial. Me decía: ´Vos nos sos igual a los demás. Sos mi príncipe y vas a conseguir lo que ningún otro en esta vida´. Así fui convenciéndome de eso”. Carmen quedó en Concordia y vive con Carolina, “más que una hermana, mi ángel”, define. “Una persona demasiado buena para este planeta. Quien ha creído en mí mucho más que yo mismo”, cuenta. “Sus abrazos siguen siendo sanadores, como lo eran cuando calmaba mis llantos”.
Se refiere a los tiempos de hostigamiento social en “esa ciudad con alma de pueblo en la que para encajar debías ser igual al vecino”, describe. “Santo Tomás de Aquino decía que para amar a alguien hay que conocerlo. Y yo debía parecer un equeco, una cosa extraña para los parámetros de la época”. Acompañar a su amiga Liliana a las clases de baile en la academia de Teresita Miñones había encendido un sueño más: “Quería ser bailarín, ponerme esa ropa especial, ser el centro, llamar la atención. Seguramente para compensar eso que no podía mostrar”, recuerda. Intentó probar suerte en el patinaje artístico sobre las pistas del Club Español, pero en casa se lo prohibieron, “tal vez como protección ante la opinión de los demás”. Fabricó dos zancos con los que salió a caminar por la cuadra “con una habilidad pasmosa”, pero un familiar se los partió en cuatro diciendo “¡no es cosa de varones!”. Era fanático de La Pantera Rosa, “una antihéroe a la que podían aplastar mil camiones y ella nunca perdía su voluntad”, analiza a la distancia. “Me gustaba por eso y por su color rosa, tan fuerte y estigmatizado con la mariconería”. Era la figura que llevaba impresa en la cartuchera que sus compañeros, liderados por el temible Gordo Mosquera, le quitaron para destruir durante tantos abusos. “Al pasar por una esquina era común escuchar: ´¡Gordo Troilo!´, y pensar: ´¡Pero si a mí no me gusta el tango...!´”, recuerda con gracia y algo de autocompasión. Entonces lleva a Carolina a la puerta del Mariano Moreno, su segundo colegio. “Ella, tan sabia, se ofreció a llevarme el primer día de clase. Me sabía ´mamengo´ y estaba segura de que si iba mamá, la despedida sería terrible. Ella era mi escudera en mis intentos de pasar desapercibido. Pero lo peor estaba dentro”, dice. “Cuando tomaron asistencia aquella vez, la maestra se dio cuenta de que yo no pertenecía al aula en la que me había metido. Caminar frente a otros, solo ser visto, ya era un trauma para mí... ¡Imaginate! Yo creo que ahí empezó todo. Así, ese día, inició mi calvario”, revela.
Padeció, además, a una maestra “algo perversa” que se había ensañado con él. La que sucedió a otra que solía hablar con los demás niños de por qué él era como era: “¡Qué lástima!”, se lamentaba. En fin, la primera “cada tanto me llamaba al frente: ´¡Lea!´, me decía. Yo me tapaba la cara con el libro para mirar a mis compañeros y no me salía palabra. Así me dejaba durante 15 minutos. ´¡Siéntese, tiene un 3!´, me gritaba. No aprendí a leer hasta los ocho años”, cuenta. “Obviamente, tenía un problema psicológico. Me bloqueaba la vergüenza: veía las letras como símbolos que no sabía pronunciar. Pero no era una cuestión que quisiera sumar a las preocupaciones de dos padres que intentaban resolver cómo darnos de comer. Lo extraño es que aprendí a leer solito, casi milagrosamente durante un verano. Y desde entonces los libros fueron mi mejor compañía. Me convertí en un lector obsesionado hasta el día de hoy, leyendo hasta de a tres”, dice. Sin contar, que esa pasión derivó en la escritura, lo que lo llevaría a publicar La mansión Alzaga Unzué (Ediciones Verstraeten, 2012) y Una visa cinco estrellas (Planeta, 2019). “Hace poco, y después de más de 40 años, Carolina se encontró a aquella maestra en un supermercado. Estaba muy viejita. Pero la increpó: ´Usted hizo sufrir mucho a Gabriel...´”, cuenta emocionado. “¡Así me quiere mi hermana!”.
En sus relatos no hay recuerdos dedicados a su hermano. “Porque tiene familia, y respeto a mis sobrinos”, explica sin intención de revelar qué los ha enemistado. Y como quien no quiere la cosa, suelta un episodio de aquellos tiempos de compañías y referencias. De remo en Salto Chico e instrucciones para montar un equino. “El Circo Lowandi había llegado a la ciudad y por altoparlante anunciaban una suma de dinero para quien lograra vencer al oso en lucha cuerpo a cuerpo”, cuenta Oliveri. “Entonces fuimos los dos a ver semejante atracción. Luchó uno. Luchó otro. Tipos enormes que perdieron. Entonces mi hermano me dijo: ´Voy a boxearlo´. Era petiso, pero morrudo. Para mí, era lo más cercano a Rocky que conocía. Se quitó la remera, me dio sus mocasines y fue. Yo era muy chiquito y repetía: ´¡No, por favor, no!´. Y me tiré debajo de las sillas de lata a rezar. Recé y recé hasta escuchar que todos coreaban su nombre. ¡Le había ganado al oso! Y tuvieron que sacarle al animal de los brazos. ¡No pudo con él! Así fue que desde entonces, mi expectativa sobre ser alguien masculino había quedado muy alta: era ser mi hermano”, dice. Una expectativa que había pesado por años. “Cuando llegué a Buenos Aires empecé terapia para entenderme. Y conté que estaba decidido a tomar clases de boxeo. Entonces mi psicólogo me dijo: ´Para ser bien hombre no necesitás aprender a dar golpes´”. Esa deconstrucción fue clave. Gabriel ya era muy fuerte, “porque a quien logra sobrevivir al bullying, ya nada puede matarlo”.
Tenía 15 años cuando escribía un diario íntimo “en un idioma inventado al que nadie pudiese descifrar”. Cuando “creía que jamás podría enamorarme ni llevar a nadie de la mano”. Cuando protagonizó lo que titula “crónica de un amor no correspondido”. Fue “el descubrimiento de la sexualidad, la imagen del deseo. Porque era un deseo por sobre cualquier grado de afecto”. Esas “pasiones adolescentes tan ridículas que te hacen creer que es esa persona o nadie más”, señala. Y esa persona fue un chico del barrio, “un capricho, una obsesión, algo malsano que casi me cuesta la vida”, asegura sin exagerar. “Fue la primera versión de Una voz en el teléfono”, bromea sobre esa relación “de silencios y susurros del otro lado del tubo”. Eran épocas en las que, según destaca, “estaba bien visto el anonimato y no solo quería protegerme a mí mismo sino ser cuidadoso por mi familia. Alejarlos de la vergüenza que yo, o lo que hiciese, podría resultar, ya era casi un deporte para mí”, narra. Todas los días, Gabriel iba a plaza España chasqueando las fichas del teléfono público. “Me metía en esas típicas cabinas y lo llamaba. ´Hola, ¿cómo estás?´, le decía. ´Bien, ¿y vos? ¿Cómo te fue en el colegio?´, respondía él. Y así pasábamos horas. Hasta que se ponía impaciente: ´Quiero conocerte...´, reclamaba. ´No, no... Eso no´”, cuenta. “Yo recorría lugares que él frecuentaba, y después le decía: ´Ayer te vi en tal lado...´. Y se volvía loco. Pero yo sabía que nada de eso se concretaría jamás. Y sin entrar en detalles, porque no lo haré, una sensación llevó a la otra y pensé en quitarme la vida. Porque no era la que había imaginado”, descubre. “Yo no creía que hubiese escapatoria a mi sexualidad, a ser diferente, a la falta de sueños o de algún futuro, a no encontrar un rumbo y, mucho menos, la felicidad. Mi vida era horrible. Espantosa. A pesar del amor de mi familia, ya no quería vivir”, cuenta. Entonces trazó un plan para su muerte: lo haría delante de aquel chico, mostrando su identidad por primera y última vez. “La idea era terminar ahí. Terminar con todo. Lo cité. Lo esperé. Y no vino. Me salió mal”, revela.
La vida le había dado ventaja. Así lo siente. “Entré en una depresión muy grande y llamé a María Victoria, la psicóloga del pueblo. Ella salvó mi vida. Le dije: ´No tengo con qué pagarte ni quiero que nadie se entere, pero deseo morir´. Ella me exigió que fuese a verla e hicimos un lindo pacto. Me pidió: ´Proponete vivir hasta descubrir por qué ya no querés hacerlo. Luego vemos. Pero dame tiempo´. La visité semanalmente, hasta que un día me dijo: ´Tenés que irte, Gabriel. Hay otros lugares. Otras lunas. Otras personas. Vas a encontrar el amor´. Es bueno que todos sepamos que siempre hay otros barrios, otras ciudades, otros destinos, micros y terminales”, relata. Entonces, se fue. “Todavía recuerdo a mi familia despidiéndome esa tarde. Lloraba como loco. Estaba dejando esa vida para ir a buscar sueños”, cuenta. “Cuando en el retrovisor del colectivo en el que me alejaba vi reflejado el cartel de ´Bienvenidos a Concordia´ y nos metimos en la boca negra del puente Alvear supe que ya no había retorno”, se quiebra. “Venían muchas cosas buenas, sí. Y le temía a las malas. Me sentí fuera del nido. De la protección de mamá, del vaso de agua que acercaba a mi mesa de luz cada noche y de su ´que sueñes con los angelitos´. Y... ¿sabés? -advierte-, a cada uno con quien he compartido una cama, haya sido pareja o no, e independientemente de la intensidad del encuentro que hubiésemos tenido, nunca apagué la luz sin decirle ´que sueñes con los angelitos´”.
“Tan extraña es la vida que pasé del infierno a una residencia universitaria de curas en Buenos Aires”, cuenta. Habla de la San José, sitio al llegó por recomendación del obispo de Concordia tras “una actuación memorable de mi madre, muy al estilo Verónica Castro en El derecho de nacer”, describe. “Se arrodilló, le besó el anillo y le dijo: ´El destino de mi hijo está en sus manos´”. Días después ocupó su cucheta en la habitación 11 del Ala 4 de ese edificio adjunto a la iglesia San Benito de Palermo, sobre la calle Gorostiaga que, por ese entonces, “me parecía Beverly Hills”. De aquellos seis años en los que conoció a dos Papas –Juan Pablo II y Jorge Bergoglio– y desestimó “propuestas sexuales” de, al menos, dos compañeros “porque siempre respeté ese lugar, que era mi casa”, capitalizó dos “descubrimientos” para el resto de su vida: el don de servicio y amor por el arte. Gabriel fue secretario de Sociales de la Residencia y, luego, coordinador general en pos del cuidado del orden de aquel lugar que alguna vez había hospedado a celebridades como Guillermo Vilas. Recuerda que una tarde, mientras pasaba el lampazo para el área de duchas (regla que ninguno de los internos respetaba), el monseñor los sorprendió con un reto: “Oliveri, no se puede ser responsable de la irresponsabilidad ajena”. Hoy revela: “Sigo usando esa misma frase casi como un principio”. Asegura: “Ese fue mi primer hotel, porque elegía el menú, armaba la cartelera de cumpleaños, controlaba el cambio de sábanas y todo lo demás”.
Su colaboración le valió el palco de la Nunciatura en el Teatro Colón, “el tercero sobre el escenario”, recuerda. “Y ahí estaba yo, todos los domingos. Solo entre cinco sillas vacías. Así me nutrí de lo mejor de las estrellas internacionales que lo visitaban. Y conocí la obra de Bernard Haitink, a Narciso Yepes con El Concierto de Aranjuez, a John Cranko, a todos los grandes ballets, como el Nacional de España, El Quijote, Carmen... Después salía y me comía una pizza en Ugi´s, con obreros y taxistas”, cuenta. Luego llegó la fascinación por el cine, los ciclos de la Cinemateca de Hebraica, de la Lugones. La Calle Corrientes. Los libros usados. “Descubrí un mundo maravilloso que se parecía al que mamá narraba en el patio de casa. Dije: ‘¡Dios mío, esto es la vida!’. Y fui transformándome como Godzilla. Cambié la piel. Me hice de nuevo. Y entendí que a veces no hay que tratar de cambiar a la gente, sino que hay que cambiarla por otra. ¡Empezar de cero es hermoso!”, revela.
Con su padre murió toda expectativa de ser abogado, aún cuando obtenía las mejores calificaciones como alumno, entre otros, del Dr. Luis Moreno Ocampo. Todavía recuerda a su madre del otro lado del teléfono: “No quieres estudiar, no quieres trabajar, bueno... ¡sé libre! Pero ya no te enviaré más dinero. Hasta pronto, hijo”, y cortó, sin más. La inflación del 4000% en tiempos de Alfonsín, asfixiaba. Fueron cuatro meses de búsqueda de empleo y de alguna moneda que hubiera quedado en los bolsillos de sus dos o tres prendas colgadas en el placard: “Las revisaba una y otra vez esperando un milagro”. Dejó la pensión, pasó al roído Hotel Imperial, a la casa de una amiga uruguaya, hasta poder alquilar un dos ambientes. “Una vez volví de entrevistas bajo la lluvia y no tenía más que un saquito de té, pero no había agua caliente ni forma de calentarla”, cuenta de esos tiempos en que se tiraba a dormir para no pensar en la comida. “El precio de ser libre”, hoy justifica. Y una mañana se sentó en su cama. Advirtió que sus únicas pertenencias eran: el traje que tenía puesto y la agenda de la que arrancó una hoja en la que escribió la frase “No van a poder”. Necesitaba comer, “necesitaba armarme una vida”. Fue cajero de SuperCoop de la sede Belgrano, a quien aún agradece el dinero para el transporte, el sándwich de mortadela y el vaso de leche fría que lo mantuvieron a diario.
Ya había iniciado sus estudios de teatro con Carlos Gandolfo (luego con Julio Chávez, Luis Agustoni y Alejandro Catalán) –“muy decidido a ser actor o escritor”– cuando pasó por la esquina de Suipacha y Santa Fe, donde estaban terminando la construcción de un nuevo hotel. “Le pedí a un obrero el teléfono del estudio de arquitectura y llamé”, cuenta Gabriel. “El personal ya estaba seleccionado pero, de todos modos, logré una entrevista con el gerente general, quien miró mi currículum y dijo: ´No tengo nada para un estudiante avanzado de abogacía. Y abrir la puerta o llevar valijas no es para vos´. Le respondí: ´¡Señor, necesito comer, claro que es para mí!´. Y sin imaginar jamás una carrera en hotelería, comencé como maletero”. Así llegaron vínculos, roses, grandes personalidades, los ascensos, su primer departamento, la hotelería de lujo con el brillo dorado de los 90, itinerarios en firts, un anecdotario a punto de nutrirse y el arte de recibir y agasajar. Todo lo que sucedió –desde un té con Madonna a ser invitado de honor por Fidel Castro a la Habana– ya lo sabemos y tal vez sea materia de alguna próxima conversación. En esta, seguirá ocupándonos todo aquello de lo que no hemos sido testigos.
Jueves 30 de octubre de 1997, “la noche que cambió mi vida”, titula. Había arrastrado la tristeza “y perdido varios kilos” durante semanas tras su primer “ser dejado” en el amor. Y en pos de reavivar el ánimo fue convencido por su amigo a meterse en el bar Sitges, de la avenida Córdoba. Entonces lo vio. “Un chico con gorra, remera azul, jean claro, lleno de vida, un lindo morocho de gran sonrisa y ojos muy pícaros”, describe. “Enseguida me pasaron referencias: era del Interior, iba y venía, parte de una gran familia, nunca había estado en pareja y se dedicaba a las ovejas. Entonces le dije a mi amigo: ´Yo puedo ser una oveja más, invitémoslo a sentarse con nosotros´. Hablamos durante cinco horas y seguimos haciéndolo hoy, 20 años después”, revela. Miguel, así se llama, cocinó para él. Le regaló flores. Y escribió miles de cartas. Pero cinco meses después, tal vez por miedo a otra desilusión, Oliveri disparó un planteo sobre el diván. “Quiero terminar la relación”, le dijo a su psicóloga. Ella respondió: “Creo que estás equivocado. ¿Qué buscás? ¿Tu ´yo´ en otro hotel? Solo te aburriría. Este chico es diferente”. Obstinado, Gabriel decidió darle fin a la historia. Lo citó. Miguel, sin sospechar si quiera el motivo del pedido de reunión, llegó a aquel bar de Puerto Madero con un libro de regalo: “Era Afrodita, de Isabel Allende. Y en la dedicatoria me decía que diera la oportunidad de conocerlo más, que creía que era mi compañero de vida y que aún nos quedaba mucho por descubrir juntos”. Y entonces no pudo. Oliveri surfeó la situación diciendo que precisamente para eso lo había citado: “Para comenzar con él una nueva relación”.
Miguel tiene su misma edad. “Yo llegué al mundo solo algunos meses antes para ver que estuviese todo bien y prepararle una buena cuna”, dice Gabriel. Vive en el campo y visita la ciudad una semana al mes, “en la que me obligo a parar el ritmo frenético de trabajo para dedicársela casi a tiempo completo”. No tiene redes sociales y solo le gusta el Oliveri ejecutivo, “el que factura millones de dólares para el hotel”. Claro que existe apoyo incondicional, “pero mi faceta mediática no le cae en gracia. Siempre me dice: ´¿Te parece? ¿Qué necesidad hay?´”, revela. Recorrieron el mundo. “Hemos visitado la tumba de Tutankamón, dormido en desiertos y leído libros, el uno al otro. Juntos, desde hace más de 25 años”. La boda –o “poner el sello”– ha sido tema recurrente en sus charlas. Es posible que se casen. “Pero tendría que ser tipo 12... Pedir turno, ir corriendo y volver a trabajar”, calcula con gracia. Lo que nunca se plantearon fue la paternidad. “Miguel y yo somos ´el todo´. Es mi mejor amigo, mi bebé... De alguna manera, mi instinto paternal lo cumplo con él. Así, de a dos, estamos muy completos con lo que nos pasa”, cuenta. La pareja es para Oliveri “una gran conversación que dura toda la vida”, así la define. “Hay una frase que siempre uso con mi gordo (Miguel) y que le robé a Katherine Graham, la dueña del Washington Post. Ella tenía un marido con esquizofrenia, al que escribía cartas que terminaban así: ´Yo soy tu peso y tu sostén´. Eso es la pareja. Eso es este milagro de amor que me parte el alma. No imagino la vida sin Miguel... ¡Ni quiero imaginarla! Porque representa el mayor de mis miedos. Sería insoportable”.
“A veces, al llegar a casa, sigo sentándome al borde de la cama, me tapo la cara en la oscuridad y lloro al sentir el peso de todo lo que he armado. El peso de haberme hecho un lugar en la gran ciudad. Y el de pelearla”, cuenta Gabriel. “Pero me enorgullece saber que puedo aportar un lindo mensaje: ¡es posible hacernos de cero, es posible reinventarnos, es posible ser optimista! He tenido problemas y momentos horribles, pero entendí que ser feliz es nuestra propia elección. Es levantarse del sillón, dejar la queja y olvidarse de la lista de los que tienen la culpa de tu desgracia. El hambre abre puertas y la suerte... A la suerte hay que ayudarla”, dice. “A veces le digo a Miguel: cuando tenga 90 años y esté en silla de ruedas con una enfermera detrás, voy a poder decir ´¡La viví! Le he sacado el jugo a esta vida´. Ese debe ser el fin”, cuenta. “Y un día uno se encuentra comiendo con Antonio Banderas. Se mira al espejo después de algunas copitas y piensa: ´No puede ser... ¿Soy yo? Tiene que haber algún error’. Y reírse. Reírse con emoción”, concluye. “¡Ay, vida! Me la complicaste, pero cómo te he hecho el amor... Y voy a seguir haciéndotelo con ganas. No vas a escaparte de mí”.
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