Manhattan, 2013. Fue un mes que duró 90 días. La primera noche de su primer viaje consigo mismo, sacó de su valija una beca, angustias desordenadas y mil preguntas. Recuerda que se durmió exhalando una (casi) súplica: “¡New York, hacé tu magia porque de esta no sé si salgo!”. A los ojos de hoy, las lecciones del maestro Christopher Stephens, director musical de Broadway, y la de otros tantos en la academia Red Door, resultan llanas excusas frente a las que recibió de su “inédita y urgente” soledad. La distancia entre San Juan y Buenos Aires no había sido suficiente. Darío Tadeo Pacheco Barassi (38) necesitó volar más lejos y pasear sus fantasmas por Whashington Square. Caminó “ausente e inconexo” del Upper al Downtown. Se metió en “fiestas random rarísimas” de las que no quedan memorias. Y lloró. Lloró mucho en bares de los dos villages. “Veía un tráiler continuo y arrasador. La muerte de papá, la tristeza de mi madre, los mandatos ancestrales, la presión del deber ser. Nací de nuevo y crecí de un golpe”, describe. Hizo de esa ciudad su gran crisálida y regresó liviano. “Estaba arrancando de mí, y para siempre, el título de abogado. Jamás volvería a ser notero. Y había decidido casarme con la mujer de mi vida”. Lo que sigue es el previously de este episodio “bisagra y definitorio” en la historia del camino hacia su “objetivo más reciente”: la plenitud.
Creció en una familia de mujeres intelectuales, algunas con el privilegio de una educación universitaria, para todos, luego, “un destino ineludible”. Pero una línea de ascendencia masculina que registra un bisabuelo intendente y un abuelo de tradición bodeguera desdibujó en su genealogía, por ejemplo, la presencia de la mismísima Alfonsina Storni, prima segunda de su abuela Lala (Farrugia Storni). De hecho la música clásica –afición del patriarca– se valoraba por sobre la literatura. Las bodegas Graffigna se vendieron a un capitalista francés y en 2003 se convirtieron en museo. “Yo no disfruté de ese auge económico, aunque sí de cierto prestigio o reconocimiento social”, cuenta Darío. “Sí, en casa se comía con treinta cubiertos de cada lado, y el respeto por ciertos rituales y horarios era inobjetable. Pero la formalidad solo resultaba un marco. Vivíamos relajados y con modos muy cálidos”, dice. Aunque el estigma “conserva” jamás dejaría de acechar.
Laura Barassi Farrugia (64) quedó viuda en 1988. “Con 32 años, la carrera de Derecho sin concluir y tres hijos, mamá se sintió perdida”, describe. “Hacía lo que podía. Volvió a casarse. Volvió a enviudar. Y entramos en una vorágine. En 12 años nos mudamos 16 veces. Todo era un ´ir probando´. Hasta llegamos a vivir en el barrio Santa Lucía, de una zona rural. Yo amanecía rodeado de ovejas y le decía: ´¡¿Vieja, adónde nos trajiste?!´”, recuerda con gracia. Laura (prosecretaria judicial jubilada), Darío y sus hermanos Leandro (42, abogado) y Fernando (40, administrador de compañías hoteleras y gastronómicas, radicado en México), se habían convertido en una “familia disfuncional” y en blanco indefectible de varias miradas. Busca entonces una alternativa menos apática al concepto de “oveja negra” y se refiere a su núcleo como “la excepción” del clan. Se sobrevivía. Aún a los “bajones” de la vieja. “Mis hermanos me filtraban información sobre mucho de lo que pasaba. Si mamá estaba angustiada, se la fumaban ellos. Y a mí me decían: ´Che, mejor no la molestes, está durmiendo´”, relata. “Los tres crecimos ocupados de protegerla. De pendejos, antes de ir a dormir, nos preguntábamos: ´¿Mamá ya está en su cuarto? ¿La puerta de calle está bien cerrada? ¿Las luces de afuera?’. Hasta el día de hoy, no logro ir a la cama si no chequeo cada una de esas cosas”.
Dice que la imagen materna va mutando con el correr de la vida y, tal vez, de los divanes. La de Laura también. “Para mí, mamá pasó de ser una súper heroína a una pésima madre”, dispara con su humor tan registrado. “Ya de grande me di cuenta de todas sus ausencias. Porque por su necesidad de llevar adelante la familia, no la veía. Laburaba a la mañana. Laburaba a la tarde. Además intentaba hacer una vida. Tenía una pareja. ¡Yo odiaba que tuviese una pareja! Y crecí muy solo”, cuenta. “Sí, para mis exigencias y necesidades diarias tenía empleadas, a mis hermanos, a mis abuelos, pero mi vieja no estaba. Me había abandonado ella también. La castigué un par de años. Creo que es parte de un proceso que, en algún momento, todos necesitamos hacer. Y en definitiva, después de 12 años de terapia, que fue como invertir en un monoambiente en Puerto Madero, llegás a la conclusión de que los viejos, uno y el mundo, somos la mejor versión que podemos ser. Finalmente entendí. La perdono por eso. La quiero por eso. Y hoy solo me exijo a mí mismo”.
Ni tan “arma”. Ni tan “escudo”. Ni tan “herramienta”. Aunque en la vida de Darío, “el humor ha sido un poco de todo eso”. Atravesó su historia, sí. “Me reí de mi gordura. De las idas y vueltas de mi vieja, de sus búsquedas. Soy agresivo con el humor, eso está clarísimo. Creo que papá llevaba tres días de muerto y yo ya estaba parodiando sobre eso. Pero luego entendí que el humor acompaña y facilita, pero no sana ni salva. Y que, en la vida, hay cosas que deben ser lloradas. ¡Basta del chiste del padre muerto, hermano! Después de 25 años debí hacerme un tiempo y sentarme a llorarlo”. El punto de inflexión, explica, fue el nacimiento de Emilia (dos años y medio). “Me di cuenta de que no tengo recuerdos de mi viejo y de que lo más probable es mi hija tampoco los tenga de todo eso que comparto hoy con ella. ¡Estoy vestido de Elsa de Frozen a las cinco de la mañana y no va a valorarlo jamás! ¿Entendés?”, dispara con gracia. “Y entonces me doy una palmada en la espalda diciendo: ´Bueno, quizás papá también haya hecho estas cosas por mí. De algo se habrá disfrazado´”.
Fernando Albero Pacheco murió “a los 40 y pico”, tras una mala praxis durante una cirugía de rotación de cadera, cuando Darío había cumplido apenas cinco años. “Me cuesta mucho hablar de él -advierte-, porque es una ausencia. No tengo más que dos o tres imágenes puntuales, pero muy vagas. Una en la que me sostenía mientras pinchaba una piñata. Acompañándolo al Jockey Club, donde solía ir a correr. O viéndolo llegar a casa a las cinco de la tarde, impecable con su traje de abogado, para armar algún plan con nosotros”, cuenta. “Guardé sus fotos y fui construyéndome su imagen desde el relato de los demás. Es horrible. Me da rabia. Me enoja. Porque todo lo que se cuenta sobre él es bárbaro. Que era un tipazo, un gran profesional, que jugaba bien al básquet, que se cuidaba mucho, y que era muy fachero... Pero llegó un momento en que me cansé de tener que imaginar quién había sido. Y solté esa parte de mi historia. Sentí que la herida cicatrizó al ser papá. Pero también entendí que el vacío no se llenó ni se llenará jamás. Así que no me queda otra más que amigarme con él”.
Su siguiente gran pérdida fue Antonio Enrique, segundo marido de Laura. Por quien fue, seguramente, y por lo que significó también. “Un tipo muy afectuoso y muy protector de mi vieja”, define Darío. “Murió por una leucemia fulminante. Gran injusticia. Pero su duelo fue algo más lógico. Lo vivimos como ´papá´ durante cuatro años. Venía a los actos escolares y mis amigos lo adoraban”, recuerda. “Él tenía un restaurante emblemático en San Juan donde se comía espectacular. Servía una lengua a la vinagreta que era una bomba... ¡Con 15 años yo ya podía valorarte una buena lengua a la vinagreta, eh!”, bromea. “Con él fuimos, finalmente, funcionales: perro, camioneta, fines de semana. Por primera vez estaba viviendo lo que nunca antes: una familia típica. Al menos una cuota de lo que habíamos perdido tiempo atrás”, dice. “¡Qué bueno hubiese sido que durase un poco más!”.
Y aparece Toto en esta conversación: Alfonso Barassi, último y eterno referente. “Fue mi abuelo y fue mi amigo”, describe. Porque, definitivamente, el rol de padre nunca sería una vacante a ocupar. “Nadábamos juntos. Cocinábamos juntos. Teníamos un vínculo casi de pares, pero no dejaba de ser ´la ley´ para nosotros. Él aprobaba o desaprobaba cualquier decisión”, recuerda. “Una vez, después de un sketch en AM (Telefe), para el que me había travestido, me escribió un mail. ´¿Era necesario?´, empezaba... ‘¡Huy!, se pudrió todo’, pensé. Pero terminó diciendo: ´¡No te imaginás lo que me divertí! Dale por ahí, Gordo, no escuches a tu vieja´. Y yo estaba necesitando eso”, relata. “Tenía una casa increíble en San Juan. De diseño. Con un cuarto especial en el último piso. Tan especial que entrabas solo si él quería. Era un espacio teatral para mí. Había un telescopio, un sistema de radiofrecuencia... ¡Un laboratorio! Y él te recibía así, tan tano, en bóxer, con una camiseta blanca manchada con tuco, un buen vino y una ópera al palo. Yo pensaba: ´Algún día quiero actuar a este hombre’. Sus movimientos, su nariz, su pelo blanco... Realmente un tipo exquisito”, describe. “Por lo general me adapto y convivo bien con las muertes. Pero a él lo extraño todo el tiempo y me hubiese fascinado verlo jugar con mi hija”, cuenta. “Después de tanto tiempo y tantas pérdidas, entendí que no todo en la vida es tratar de resolver, sino tratar de ´vivir con´. Y yo aprendí a vivir con el dolor”.
Las ausencias y las disfuncionalidades lo forjaron sociable, empático y cariñoso: “En las familias de mis amigos encontraba también sensación de ´casa´”, relata. “Siempre me sedujo esa cultura tan sanjuanina de las puertas abiertas, del recibir con abrazos, del mate en las veredas. Un distintivo que me cuelgo con orgullo y el modo de volver siempre a mi tierra sondina, a ese ardor que tanto me define”. Fue el Gordo, desde los 6,100 kilos que pesó al nacer. El Pacha, por su apellido paterno. El Bicho, por su talento para bailar el “Bicho-bicho”, de Los Fatales. Hasta que el Gordo George, su amigo “más bardero”, lo rebautizó una noche en Planeta Cero, un boliche al que se iba los miércoles por el valor de pertenecer. “Cuando me vio entrar gritó: ´¡Hey, Tetas!’. Desde entonces todo el condado me llamó así, forever”, cuenta.
La diversión resultaba un sello personal. No obstante, “tenía mis neurosis y T.O.C.citos”, revela. “Siempre fui controlador, obsesivo del orden y responsable por demás. A ver, no sé cómo decir esto y quedar bien al mismo tiempo –bromea–, pero todavía hoy me gusta ser el mejor en todo”. Tanto que, por entonces, fue el abanderado “titular” en el Bernardino Rivadavia, aunque con algún inconveniente. “¡No me entraba la cuña en donde se coloca la bandera! Entonces debía ceder mi trono y ubicarme como escolta. Yo protestaba: ´¡Pero me fue mejor que a este pibe! ¡Hagan una nueva!´. Así empecé a sufrir los golpes por cargar este cuerpito”. Y la observación fue, según dice, una virtud. Sus imitaciones de cada miembro familiar se habían consagrado como “el show” de cada reunión. “Vivía inmerso en un inagotable mundo lúdico, fantástico. Podía jugar solo durante horas encerrado en mi cuarto. Y entre amigos, la cosa se complicaba. Si alguien decía: ´¿Jugamos a las escondidas?´, yo duplicaba la apuesta. ´¡Pará, pero hagamos de cuenta que existe un monstruo que nos persigue y si tocamos la pared ganamos un poder que...!´. Al principio les copaba, pero después era un: ´¡Huy, dejémoslo solo a este gordo porque es patológico!´”, recuerda. “Durante mucho tiempo me arrepentí de haber estudiado Abogacía y no Publicidad, porque tanto caudal creativo debía correr por algún lado”.
Había un canal, pero con un caro peaje tarifado por los prejuicios. Más prejuicios. “‘¡El hijo de Laura Barassi estudia teatro!’, decían. Para la sociedad sanjuanina era rarísimo”, cuenta. “Para mis amigos también. Mientras ellos hacían deportes o se concentraban en levantarse minas, yo ya tenía la cabeza y un hambre voraz puesto en mi vocación. Y no solo estaba contento por eso, sino también por ser distinto”, revela. “Porque siempre me gustó ser un distinto. Me ocupo de eso. No es casual, por ejemplo, que con casi 40 años siga vistiéndome como el chico de UP (la película de Disney/Pixar). Si detecto que me repito, con algo o con alguien, me urge correrme de ese lugar. Definitivamente no me siento cómodo siendo uno más”. Una condición (o habilidad) de la que se jacta aún en tiempos de poner a prueba su convicción. “Al llegar a Buenos Aires, el universo del teatro me señalaba: ´¡Qué raro este gordo, católico y formalito que estudia Abogacía!´. Y entre abogados era: ´¿Qué onda este freak que estudia teatro?´. Entonces pelaba mis herramientas y les hacía saber: ´Tranqui, que también puedo hablar de estas cositas que le gustan a ustedes´. Y a los de teatro: ´Calma, chicos, que también puedo volármela en una noche´. Si yo jamás me encasillaba, tampoco dejaría que lo hicieran los demás”.
Para 2008, Darío hacía malabares con su tiempo. Y claro, con su economía. De día era Asesor de Legales en el Ministerio de Salud. Por las tardes corría celebrities con el micrófono de AM y ciertas noches actuaba sobre algún escenario del off porteño, donde era inmensamente feliz. Aunque para los suyos, quién sabe qué. “Finalmente resultaban una banca de espectador: ´Ay, vamos a ver qué hace este gordo...´. Y por ahí salían diciendo: ´No entendí nada, si para vos esto es arte...´. Estaba sometido a un juicio artístico y, por supuesto, de valor. En mi familia política –los Gómez Centurión– también prendía el resquemor: ´¿Eso es una carrera? ¿Queremos que nuestra hija (Lucía) tenga esa vida?´”, asegura. “Ni hablar de los fantasmas que insumía la exposición. El ´ser público´ los espantaba”, cuenta. Para entonces, hasta su propio nombre debía cambiar. Leandro, su hermano mayor, presidía un bufete de abogados llamado Pacheco Barassi & Asociados. Y ante el debut televisivo, el “cónclave” familiar determinó la amputación del apellido paterno. “Les daba un poquito de vergüenza...”, desliza dando cuenta de la elegancia con que sintetizó el concepto.
Pensar en él, y solo en él por primera vez en la vida, no sería gratis. “Necesitaba escapar de los mandatos de mi vieja, de mis hermanos, de la lista de ´lo que no´ y de ´lo que sí´. Había demasiada estructura. Demasiadas exigencias. Demasiados reclamos alrededor”, dice. Y entonces, a punta de terapia, pateó el tablero de lo esperable, aceptable y establecido. Comenzó por el principio. “Le dije a Leandro que no seguiría viviendo con él en el departamento familiar. Que me urgía tener mi espacio, decidir sobre mi vida: cómo y por dónde llevarla”, relata. Una determinación que amplió las fisuras vinculares, hasta con su madre. “Él no convivía muy bien con la idea de estar solo. Por ahí me necesitaba en la diaria. Digamos que también tiene sus mambos. Y sintió que le solté la mano”, revela. “Algo ni tan patológico ni tan simple. Una situación intermedia. Así, como la cuento. En ese momento había comentarios del tipo: ´¡Este gordo egoísta que la pegó un poco con esto, nos suelta, se va!´. Y mi vieja, reprochando: ´Darío, no me parece...´. Con el tiempo tuvimos una charla en la que pude decirle: ´Che, perdón. Pero entre vos y yo me elegí a mí. ¿Y sabés qué? Estuvo muy bien´. Pequé de egoísta en la construcción de mi presente, en la carrera que hice. Y no me juzgo”, asegura. “Alentaría a mi hija para que siguiera mis pasos. `Entre vos y yo, elegite siempre. Hacé la tuya. Si a los 18 querés vivir fuera de este país, hacelo. ´Ay, no, porque papá se está muriendo...´. ¡Hacelo! Hay momentos en la vida en los que ser egoísta tiene que ser un deber”.
La pareja no escaparía al mood de un estallido inminente. “Luli (Lucía Gómez Centurión, 38) se había puesto de novia con un abogado y de repente hablaba de boda con un notero. Un notero que ni siquiera había querido serlo. ¡Que ni siquiera había ansiado trabajar en televisión! Pero era el camino que se me planteaba. Un puente. Un pretexto. Un derecho de piso. Un proceso que debía transitar”, explica Darío. “Una noche fuimos juntos a un evento mega. Muy importante. De esos en los que están todos los que tienen que estar. Y salí diciendo: ´¡Entré!´. ¿Viste cuando sabés que se te dio? Hubo un par de miradas, comentarios de productores... Tuve la sensación de que algo arrancaría fuerte. Estaba chocho. Entonces me di vuelta para contarle mi felicidad y la vi llorando. Pero no paraba de llorar. Me dijo: ´No te reconocí. No supe quién eras durante toda la noche. No sos, para nada, el pibe a quien elegí´”, relata. “La exposición nos estallaba en la cara, y más allá de los prejuicios, ella procuraba cierto resguardo profesional”. Llevaban nueve meses de noviazgo cuando decidieron ser ayudados por una especialista en terapia de pareja. “La expectativa había sido demasiada. La historia venía algo cargadita...”, explica Darío. “Entonces, al salir de una esas sesiones, nos miramos y coincidimos: ´Somos la pareja, pero no es el momento´”. Así fue como se separaron. “Mi elección me costó un año de amor”, remata.
Había sido una historia “demasiado épica” para ese “final de temporada”. Darío y Luli (o Nani, como se llaman en la intimidad), se conocieron, en San Juan, a los 13 años. Llegaron a Buenos Aires en el mismo contingente de “pajueranos”. De inmediato, la fascinación por el arte, el Teatro Colón, la cultura del off porteño y otros tantos planes, los invitó a hacer rancho aparte. “Hasta estudiábamos canto a dúo”, cuenta Barassi. “¡Luli canta divinamente bien!” Pasaban demasiado tiempo juntos. Por ese entonces, ella estaba de novia con un “conocido sanjuanino muy querido”. Y él, “cada vez más confundido”. Así dice haber estado durante siete años más. “Buenos Aires nos atravesó a los dos. Y cortó con este chico”, cuenta. “Listo. Estaba decidido a atacar. Y me la di contra un paredón”.
Pidió una jarra de clericó en el billar de la calle Arenales donde solían parar. Pero no se atrevió a decirle qué sentía hasta acabar la segunda. La miró, se miraron. Ella le dijo: “Tengo que contarte algo”. Él, también. Y en el mismísimo instante en que Luli pronunció: “¡Volví con mi novio!”, Darío soltó un: “¡Me gustás!”. Silencio. “¡Olvidate, olvídate!”, pidió él. “Entendí que no. Ya que me escabié, pagué dos jarras de esta garcha, tenía que decirlo. Te amo, pero sé que no va a pasar. Chau. Volvé con tu ex”, dijo. Se levantó y huyó. “Con ese nivel de desquicio”, cuenta. “Dejé de reunirme con el grupo, que era como mi familia en la selva porteña. Me alejé. Tiempo después, cuando la vergüenza ya no era tanta, pudimos hablar. “´Fui inmaduro e impulsivo, no quiero perderte. Volvamos a ser amigos´, le dije. La careteé un poco más. Y ella no ayudaba, era muy histérica...”, revela. “Por ahí iba a un recital, y me llamaba en medio de una canción que era ´muy nosotros´. ¡Pará, hermana! ¿Qué estás haciendo?”, dice. “Era obvio que yo terminaría con esa mujer. Ese nivel de conexión, de química, no se tiene con cualquiera. Esa cuestión ´tan gemela´ no creo que vuelva a pasarme con ninguna otra mujer en mi vida”, sentencia. En resumidas cuentas, el verano siguiente (2009) coincidieron en un parador de Mar del Plata. “Solo faltaba lo físico entre nosotros, un paso que nos resultaba muy riesgoso. Entonces, sol, arena y de repente, “¡Ups, las manitos que se encontraron!”. Primer beso. Caminata por la orilla.
Volvamos al año en que vivieron separados. Una de las primeras tardes de 2011, mientras Darío hacía sus “galas” al volante, porque finalmente había aprendido a conducir –”un gran pendiente de mi vida”– recibió un mensaje. “¿Es posible que te haya visto pasar manejando un auto?”, sorprendió Luli. La respuesta derivó en una invitación a comer por parte de él. A la que le siguió la de subir a conocer su nuevo departamento: “El de la pared colorada, con una decoración de dudoso gusto, pero que a mí me enorgullecía tanto”, relata. Y entonces se dio lo que pasaría a ser en el anecdotario familiar: “La charla del balcón de Cordoba y Billingurs”´. “Fui claro. Le dije: ´Sos la mujer de mi vida. Pero ahora, mi vida es por acá'”, recuerda Barassi. “No te obligo a acompañarme. Pero si decidís hacerlo, no debés ser un obstáculo. Te amo demasiado, pero me amo más a mí”. Describe este tiempo como “el de los ponchazos”. Él también se sentía perdido. “Tampoco sabía para dónde iba la cosa. Mientras esperaba a la vedette del momento en la puerta de no sé cuál teatro, a las cuatro de la mañana, pensaba: ´¡¿Qué estoy haciendo?! ¡¿Por qué?!´”, revela.
Entonces New York. Punto de partida de este relato. Y ´el después´ de aquel ´antes´. “Mi vi lejos de todo y sin poder soltar. No soltaba la Abogacía. No soltaba a mi novia. No terminaba de entregarme por completo a la televisión. Y entre tanto había dejado de actuar. Incumplía en todos lados. Y para quien quiere ser ´el mejor en todo´, era fatal. No estaba escuchando a la única persona a la que debía escuchar: a mí mismo”, dice. “Ya no cabían dudas. No había modo de que el mandato familiar le ganase a la ambición”. Se preguntarán: “¿Qué pasó con Luli?”. “Quedó en Buenos Aires, monitoreando mi estado de la forma en que podía. Una tarde la llamé llorando. Le pedí que viniese, y así lo hizo”, relata. Llegó mucho más dispuesta que a solo escuchar y abrazar con todas sus fuerzas. “Me dijo: ´Dale. Mostrame ese mundo tan nuevo para vos. Quiero saber cómo acompañarte´”. Al llegar, él inició las grabaciones de Viudas e hijos del Rock and Roll (Telefe).
Darío y Lucía se casaron en 2015. Y en términos de lo aprendido, siguen practicando una gran lección. Comienza con una humorada sobre el desafío de amar a una psicóloga –”¡y encima lacaniana!”–, con una escucha tan aguda “que me obliga a hacer esgrima con las palabras en cada conversación”, dice. “Porque como saben, a mí no me gusta perder en nada, ni siquiera en las discusiones”, remata con gracia. Y entonces, en serio, la revela. “Nuestra mayor virtud como pareja es haber aprendido que frente a cualquier conflicto ya no se suelta. Huir, cortar o siquiera dejar de hablarse no son opciones. Ya no hay cabida para un: ´¿Queremos estar juntos?´, sino que se ejercita el: ´¿Qué hacemos con esto?´. Con Luli me hice hombre. Maduré con ella”, dice Barassi. “Todos los días amanezco cada vez más convencido: mi vida es con esa mujer o no es”.
Volvemos a su “herramienta de transición”: el humor. Esta vez para hablar de la obesidad y del límite que traza para reírse de ella. “Entendí que bromear con el hecho de perderme el casamiento de mi hija es incómodo para todos”, dice. “Mi cuerpo nunca fue un limitante para mi vida diaria, ni profesional ni íntima. Y tal vez la bronca suele aparecer cuando ser gordo me aleja de algún personaje al que quiero alcanzar. Pero así como debí sentarme a llorar las muertes, tuve que asimilar que no es posible vivir mucho tiempo con este peso, que realmente tiene consecuencias severas”, dice. “Y que posiblemente esté perdiendo años de mi hija, de mi mujer y de mi carrera”. Otra vez la paternidad es la perilla de ajuste.
“La Pipi (como llama a Emilia) le dio otro sentido a todo. Quiero acompañar a esa criatura el mayor tiempo posible. Desde que soy papá, asumí que la obesidad es el tema no resuelto de mi vida. Definitivamente, ´la que no puedo´. (Alberto) Cormillot alguna vez me explicó el riesgo que insume acomodar la gordura, aprender a convivir con ella. Y eso fue lo que hice siempre”, revela. “Detesto no tener conducta en ese aspecto. Me da rabia”. Admite que llegó a la consulta médica considerando la posibilidad de someterse a una cirugía bariátrica, pero se sintió débil y avergonzado de si mismo: “No puedo con la idea de no alcanzar ese objetivo por mi propia cuenta. Me negué a una solución artificial. Y me di una chance. Porque sé que soy inteligente y lo lograré de un modo saludable”. Pero además expone otro factor de preocupación: “Soy demasiado estético. Aunque, por negación o quién sabe por qué mecanismo, hasta que no paso delante de un espejo, creo que soy Luciano Castro. Yo voy por la vida creyéndome el tipo más fachero del mundo. A tal punto que al ver una foto pienso: ´¿Quién es este?´”, dispara.
“Con mi grave y habitual falta de humildad, debo confesar que me amo como padre”, dice. “Dejo todo. Pueden ser las seis de la mañana, pero en medio del living somos Elsa y Ana cantando ´Let it go´ (Frozen) como en Broadway. ¡Odio que me toque ser Ana, que no tiene poderes, mientras la pendeja tira hielo por todos lados!”, suelta. “Puedo manejar una hora y media, de ida y vuelta en un descanso laboral, solo para verla diez minutos. No hay nada que me guste más que bañar a mi hija mientras jugamos con los 304 ponies. ¡Me sé los nombres de cada uno!”, cuenta. “Ella me puso en eje. Barrió los dramas. Porque siempre fui el más dramático. Hasta su nacimiento, era común verme en las guardias de las clínicas, en batas y pantuflas, a cualquier hora de la madrugada, por un dolorcito mínimo”, dice.
“Emilia es lúdica, graciosa, pícara... Nunca una persona llegó adonde llega mi hija, ni me miró de la forma en que ella me mira. Tiene los ojos más lindos del mundo”, cuenta. Ojos que no conocemos. Que se han hecho un misterio al ser vedados por él mismo en cada publicación. “Descubrí que de la puerta de casa hacia adentro me hace muy bien no ser Barassi. Si no mantengo viva esa dosis de intimidad, todo lo demás, mi carrera, por ejemplo, empezaría a tambalear. Emilia es clara y sé cuando no quiere ser filmada o fotografiada. Ya tendrá tiempo para decidir por ella misma su exposición”, explica. “Y la amplificación a niveles inimaginables a los que pueda llegar un posteo, nos asusta. Pero aún así, admito que me da rabia no compartir con el mundo cómo canta, cómo charla, cómo me desafía. El otro día le dije: ´Vamos a dormir, dame el chupete´. Y me respondió: ´¡Probá, papá!´”.
Ni Darío. Ni Tadeo (segundo nombre que llevan los tres hermanos, así determinado por la devoción de su madre por San Judas Tadeo). Ni Pacheco (por lo que ya sabemos). Para todos es Barassi. A secas. Un síntoma de la consagración popular. El éxito –de su digestión hablará luego– trajo consigo una vorágine laboral y comercial. Graba 100 argentinos dicen (ElTrece), C.H.U.E.C.O., la nueva serie de Disney+, y es hoy la figura más demanda por las principales firmas. “Amo el estrés. Me gusta el quilombo. No concibo la vida de otro modo”, asegura. “Aunque con salto de popularidad que viví en 2021, un año hito en mi carrera, empezó a titilarme el ojo”, simboliza. “Cuando el desborde es de la cabeza o hasta emocional, ok. Pero cuando se te cae el pelo y te afecta al cuerpo, ahí sí digo: ´¡Pará!´. Y claro, hay momentos en los que si no me obligo a frenar, exploto”, cuenta. Entonces revelará sus métodos más íntimos de desconexión total. “Subo a mi auto y lloro”, cuenta. “Pongo música clásica, porque me pega un viaje al pasado, y lloro. Me visualizo agradeciendo un premio o imaginando el día de mi muerte. Tal vez hablo con mi viejo, que es un poco hablar conmigo mismo. O personifico algún personaje que alguna vez me tocará. Hay algo de ese mambo, de esa locura lúdica que me vuela la cabeza. Que me desconecta de este mundo para enchufarme en otro. El de la fantasía, el del no deber como cuando lo hacía encerrado en el cuarto de mi casa sanjuanina”, dice. “Me resulta más que terapéutico. Y no exagero: los trapitos de Constitución lo saben bien. Muchas veces llego y me quedo más tiempo en el estacionamiento. Es una angustia compensatoria con la adrenalina. Es la lágrima del parar”. Pero no es el único método confeso.
“Este año probé unas gotitas canábicas que me hacen muy bien”, revela. “Realmente logran relajarme del modo en que necesito. Me las recomendó un compañero que, como aún no ha hecho público que las consume, no voy a nombrar. Y al comentarle a mi psicóloga –hace 17 años se analiza con la misma profesional– estuvo de acuerdo”, asegura. “Las tomo dos o tres veces por día, pero ojo, nada es tan mágico”. Además, Barassi se confiesa “muy amigo de la soledad”. Y esas noches en las que Luli sale con sus amigas, propicia su escena perfecta. “Duermo a la Pipi tipo nueve de la noche. Busco mis películas viejas de Woody Allen, me cocino una buena pasta y la sirvo en alguna vajilla que me guste mucho, preparo mi gin-tonic para escabiar un poco, el aire a 16 grados, que está mal y lo sé, pero así lo hago, y me dedico íntegramente a mí. Me reconforta”.
¿Qué pasa con el ego cuando “ambición”, “éxito”, “fenómeno”, son parte de una conversación sobre uno mismo? Darío es tajante. “Mi ego está muy bien alimentado. Un gran requisito para mi trabajo. Quien se sube a un escenario, mínimo y por ende, debe creérsela un toque”, reflexiona. “Me siento bien plantado conmigo mismo. Soy ambicioso. Para nada toqué mi techo y me calienta colocarme todo el tiempo en sitios incómodos. Aún no se ha revelado parte de mi potencial en la actuación. No reniego del humor porque es la línea de mi vida y, quizás, lo más difícil de lograr. Pero quiero exponerme con mayor versatilidad: como villano de un thriller o con un dramón bien del Cervantes”, relata.
“Puede sonar patológico, pero a veces reveo mis programas y me parezco un genio. Pero entonces aparece Luli diciendo: ´¡Pará un poquito con el amor propio! Acá te repetiste. Este chiste no va. Ese color de humor... hummm´, me marca. Ella es mi público más exigente y me viene bárbaro. Pero claro que también tengo los pies sobre la tierra. Puedo decirlo con más o menos humor, pero estoy muy cómodo con quien soy. Y a pesar de ser el más exigente, me gusta quién es Darío. Me gusto. Me gusta mi versión de actor y de conductor. Porque no soy así azarosamente. Todo es una construcción propia, un camino que me costó mucho. Mucho. Hoy estoy conforme conmigo. Y, ¿te digo algo? Está buenísimo. Tanto como poder decirlo. Porque no lo expreso desde el ego sino desde el lugar de abrazo. Desde mi sitio en el tridente divino que conformo con Luli y Emilia. Creo que estuve destinado a formar equipo con ellas, y hasta podría asegurarte que las conozco de muchas otras vidas”. ¿Eso es el éxito, Darío? “No hay dudas. Eso es la felicidad”.
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