Escuchó el llanto de su madre. Apenas llegaba al picaporte cuando abrió la puerta de la cocina. Entonces la vio. “Desmoronada”, en brazos de su padre, por alguna desilusión laboral. Un despido por encargo, un quiebre de palabra, destrato o traición, da igual. Cortó la escena con su comentario: “¿Ven por qué no quiero seguir sus pasos? Esta profesión no debe hacerme llorar”. Tenía siete años y ninguna sospecha de lo tarde que era para escapar de un destino encaprichado. Dice haber mantenido esa foto familiar muy a la mano cada vez que lloró durante la década de carrera artística que celebrará este año. Cuando “el ego desencajado, la adicción a ser publicado, la soberbia de la fama y la presión heredada por la excelencia” convertían un “no” en declaración de guerra. Cuando pelear su lugar en la grada de los Personajes del Año era hacer justicia. Cuando tal o cual ubicación de su nombre en la marquesina lo definía. Hoy vuelve a esa cocina con otra lectura. Para abrazarse fuerte y contar por qué. En esta charla, desde el sofá de su “parque de diversiones” (como apoda a su casa), Fede Bal (32) hablará del nuevo Fede Bal.
“Nací sietemesino, violeta y con una cámara encima retratando ese momento”, cuenta en referencia a la “pesada mochila” de una popularidad azarosa. Sus primeras declaraciones llegarían en 1995. Quería un dinosaurio como mascota, un amigo marciano y que la chica que le gustaba dejara de maltratarlo. Su coeficiente intelectual superaba la media por lo que sería educado en el Norbridge High School, donde estimularían sus talentos innatos. “Claramente no te hacía cálculos matemáticos, pero a los seis años ya hablaba como te hablo ahora”, recuerda. “Mi talento fue escuchar”. Rolo Puente, Gerardo Sofovich, Chacho Castaña eran, por entonces, sus amigos de la barra. De algún bar, claro.
Tuvo un papá irrisoria y convencionalmente “viejo” para la época. “Que llegó a cuestionarle a mamá si yo realmente era su hijo”, dice Fede. “Él se ocupó al cien de mí. Pero tenía 56, 57 años, ya no jugaba a la pelota ni me llevaba a ver a River o a correr a la plaza. Entonces me hablaba. Todo era charla. Así salí”, bromea. “Con la cabeza de Santiago Bal y sus creencias y sus formas de ver el mundo y su humor. Fuerte humor. Algo que, gracias al activismo feminista, supe deconstruir y ayudar a que él lo hiciera con el correr de los años. Y me escuchaba, eh”.
“Una vez, Ana María Campoy, comiendo con mamá en Edelweiss, levantó la vista, miró hacia los costados y dijo: ´¿De qué hablará la gente que no habla de teatro?´. Y eso pasaba en casa. Al punto de decir: ‘¡Basta! Dejemos de contar entradas vendidas y de armar elencos posibles para el próximo verano’. Absorbí demasiada obsesión e información”, destaca. “Cuando dije que quería ser director de cine me sentaron a mirar películas de Tarantino y con ocho años ya había visto Cabaret”. Para el arte no había reparos. “A los cuatro años me ponía pelucas, tacos altos y corría desnudo por la casa entre mamá y sus amigos gays. Y nadie decía: ´Ojo con este chico porque va salir raro´. Yo jugaba y era feliz. Pero vivir en una casa tan libre no es fácil. Porque al crecer esa libertad se convierte en ilusión. Aparecen los horarios, las cuentas que pagar, miradas que contentar. Y fue duro, porque yo ya estaba pasado de rosca”.
Creció montado a pelo en su imaginación. En casa, según dice, “había más golpes de realidad que juguetes”. Fue un “bebé de pañal lavado a mano”, “un pibe espectador de la preocupación diaria por el mango”. La enfermedad de su padre era un fantasma que llegaba cada tres años, y el llanto de sus viejos a puertas cerradas jamás se iba. “Había que tener obra social para sobrevivir, y él no tenía. Recuerdo verlos vender todo. Pero todo”. En definitiva, no había juguetes. “Los pocos que llegaban eran herencia de mis primos, como la ropa. Usaba remerones de Planet Hollywood Disney, y yo no conocía Disney”. Carmen hacía lo que podía y la tele proponía la única diversión. “Pero éramos un equipo de tres. Nunca los vi deprimirse ni bajar los brazos por más de diez minutos. Ni los vi decepcionados de su profesión. Solo eran rachas. Y la buena llegó cuando se rompió la familia, por eso ya es lema: ´Qué bien estábamos cuando estábamos mal´”.
Las visitas al local de quinielas eran parte del entretenimiento familiar. “Siempre pedía a mamá que me comprase una raspadita”, recuerda Fede. “Hasta que un día gané 200 pesos, que a ella le solucionaban la vida. Pero delante de todos los viejos del negocio que me aplaudían, me dijo: ´Tomá, son tuyos´. Entonces entré en Blockbuster y me compré el juego de El día de la Independencia (1996) que había deseado por meses. A papá no le gustó nada. ´¡¿Pero cómo lo dejaste gastar en eso?!´, decía. Ahí conocí la culpa. Fue la primera vez que registré esa sensación. Ellos lo necesitaban más. Entendí que no era momento de comprar juguetes. Y empecé a acompañarlos cada vez que escribían una obra en una sola noche, tan empujados por la necesidad, para salir por las provincias cargando sus valijitas. Así nació la incapacidad de ahorro que sufro hasta el día de hoy. No sé ahorrar. Creo que la entrada y la salida de dinero en la vida debe ser un loop”, revela. “Y claro, la necesidad de que mi casa sea esto que ven: mi refugio lúdico. El lugar al que mis amigos llegan como si fuese a un spa”.
Se crió entre camarines de revistas. “Lo que para el imaginario social es un reservorio de promiscuidad, para mi fue una escuelita”, describe. Y no solo se refiere a la disciplina de un artista sino también al descubrimiento de la mujer y a la naturalización de la denudez. “Tenía tres años cuando abrí una puerta y descubrí a Sandra Domínguez. Me quedé petrificado. Veía dos pechos que no eran los de mi mamá, los que veía cuando nos bañábamos. Me volví loco. Pasé mucho tiempo enamorado de ella, pero no tanto como de Patricia Dal en los años siguientes”, cuenta Fede. “Yo me bajaba los pantalones y le decía: ´¡Soy tuyo!´. Patricia sabe que fue mi primer crush, mi primer amor, y solemos reírnos de eso juntos”. Recuerda esa conexión con los cuerpos como parte de un camino de empoderamiento femenino, del espíritu de una gran libertad que hoy lo inspira. Decidido a no dejar que las memorias de los años de oro de la Revista argentina se diluyan, Fede siente casi la responsabilidad de documentarlas en la producción de su primera ficción para una importante plataforma de streaming.
Vedette, las estrellas se hacen. Así se llamará la serie planteada en tres temporadas, de ocho episodios cada una, en la que ya trabaja junto a Ricky Pashkus, Rimas Producciones y dos socios, Nico Reijlis y Florencia Masri. “La historia inicia con dos vedettes en brutal competencia y en plena dictadura. E iremos contando, a lo largo de los años 70, 80 y 90, cómo estas mujeres crecen, se desenvuelven y evolucionan trascendiendo sus cuerpos, esquivando la censura y de frente a un machismo lapidario que aún hoy cuesta erradicar”, anuncia Bal. “Me fascina este rol. Es volver a la esencia del niño que quería ser director, contador de historias, ese lugar detrás de cámaras. Es una faceta que vuelve fuerte muy dentro de mí queriendo quedarse para siempre, y no sé, el día de mañana tener mi propia productora de contenidos”, proyecta. “Por eso me resulta maravilloso hoy poder sentarme con el equipo a contar tantas anécdotas que he escuchado y que he vivido para que tantos artistas y tantos hitos de este género que me conmueve, no mueran jamás. Siento la obligación de compartir con el Universo este ámbito en el que nací y me eduqué. Porque para lograr quebrar hoy con tantos conceptos y saber qué somos entendiendo qué fuimos, debemos cortar y dar de nuevo. No será más que abrir al mundo un poco de ADN de nuestra propia cultura”.
Hablamos de la sobreexposición que disparó la escandalosa separación de sus padres (2011) con el estigma de una infidelidad mediática y las esquirlas de horas, días y años de guardias periodísticas, móviles y debates públicos. “Uy, cargué mucha bronca durante tanto tiempo... Porque había generaciones que conocían a mis viejos por Intrusos, por sus conflictos”, dice Fede. “Y todo eso me arrolló. Me llevó puesto. Caí en la escena. Entré en Bailando. Gané Bailando. Y fui naciendo en este medio delante de las cámaras. Un plan impensado. De repente todos esos boliches que no me habían dejado entrar, me abrían sus puertas. Y todo era un mundo de fantasía”, dice.
Y haremos aquí un paréntesis para sumergirnos en aquellas noches de nuevas compañías y palmadas en la espalda. “La fama suele acarrear excesos y me ofrecían de todo. Alguna que otra vez probé una cosita ingenua... Pero en 32 años jamás acepte cocaína. Jamás. Es demasiado el respeto que le tengo”, asegura. “Soy miedoso. Pero me amo así. Además, creo que tener viejos que te escuchen y te acompañen te salva de cualquier oscuridad. Ni hablar de la importancia de un grupo de referencia sólido. Mis amigos siempre han estado atentos. Cuando me percibían un poco agrandado o al límite con el peligro o rodeado de gente rara enseguida me decían: ´Mostri, no te agrandes, vos no sos eso, eh. Sos el mismo de siempre´. Entonces levantaba el freno del acelerador”.
Surge así un recuerdo de sus 17 años, cuando sus padres descubrieron medio porro en su habitación. “Quisieron internarme”, cuenta. “Fuimos a hablar con Eduardo Kalina (médico especialista en Psiquiatría, máster en adicciones) porque ´¡Tenemos un hijo adicto!´, decían. No sé, era algo que nos habíamos pasado en el colegio, una tontería. Papá lloraba: ´¡¿Qué hicimos?! ¡¿En qué nos equivocamos?!´, repetía. Le expliqué: ´Viejo, no soy un criminal, quiero que entiendas. Tengo una vocación, estoy estudiando...’. Fue un drama tan grande que hasta intentaron hacerme un estudio de contraste para ver cuánto daño tenía en el cerebro. ¡Habían sido dos pitadas!”, dice. Diez años después, fumó con su mamá, por primera y última vez. “Compartimos un porro en Amsterdam, porque allá si le parecía cool”, ironiza. “A los diez minutos empezó a sentirse mal. Se volvió loca. Entraba a los negocios y salía con la ropa en la mano sin pagar. Le dio paranoia extrema y pidió que la internásemos. Me hizo sentir pésimo”, cuenta.
Liga su aprensión por las sustancias y la legítima preocupación de Carmen a un doloroso tránsito de la adicción de su padre, Alfredo Barbieri (1923-1985). “Alfredo, un comediante monstruo de nuestro país, fue consumidor de cocaína”, cuenta Fede. “De hecho en algún momento le había ofrecido a mi viejo en un baño. Papá era chiquito y trabajaba en la misma revista en la que mi abuelo era capocómico. La cocaína, en los 70, no era algo tan mal visto y moneda corriente entre los artistas más exigidos. Pero Alfredo también tomaba mucho alcohol, y la combinación fue fatal. Murió haciendo giras, por un paro cardíaco. Fue el ocaso del comediante. Lejos de su familia. Ya separado de mi abuela (Anita Caputo) porque tampoco se portaba bien... Mamá tuvo una infancia difícil. Él fue un mal marido, pero un gran padre. Un pasado ajeno del que aprendí. No quisiera ni probar. Escuché tantas cosas que contaban de mi abuelo...”.
En fin. Volvamos a los rieles de la sobreexposición. Asistió la producción de siete obras teatrales, actuó en 12 y dirigió dos. Operó cámara en una película, fue director de fotografía en otra, asistió en tres y actuó en otras tres. Participó en una serie, en nueve realities y condujo tres programas de radio. Pero el foco del interés mediático caía indefectiblemente en “la depredación sexual”. Un negocio redondo. “Es muy difícil salir con mujeres famosas. Cuando dos personas trabajan en el mismo medio y duermen en la misma cama, hay algo que explota”, declara. “Sí, me enamoré de quienes tuve al lado. Pero creo que también se generaba cierto vínculo laboral. El amor pasaba en serio. A la gente le gustaba que pasara. Y a los directores de revistas mucho más. La demanda de intimidad empezaba a ser cada vez mayor”, dispara. “Salía a pasear a mi perro y me buscaba en el kiosco de diarios... Verme en una tapa era: ´¡Llegué!´. Para mí eso era el éxito”, señala. “Entrar a la pista de Bailando de la mano de mi novia, con todo lo que tal vez habíamos pasado esa semana, resultaba seductor y hasta adictivo. Sí. Yo creo que fui adicto a la fama, a la sobreexposición. Es un momento de mi vida al que no regresaría jamás. Fue lo más vergonzoso de mi carrera. Hoy me topo con declaraciones que alguna vez hice y digo: ´¿Por qué...?´. No sé, tenía ganas de hablar, creía que me las sabía todas y la gente me escuchaba”, declara. “Más allá de posibles cuestiones de ego y de vanidad, con mis padres aprendí que el cariño de la gente era el cimiento, la base de un nombre en el espectáculo. Yo creo me engolosiné con el reconocimiento público”.
Aquí vale otro desvío. Dice haberse enamorado solo dos veces. Tres, contando a Sofía Aldrey (31), la maquilladora con quien lleva casi dos años de relación (y cuatro meses de break). Ama “intenso” y, según entiende, eso involucra ser cada vez más honesto. Debatimos sobre la idea de fidelidad. “¿Quiénes pueden pensar toda una vida siendo fieles?”, irrumpe. “No creo que sea posible. Algo tan simple como tener sexo con otra persona no debería poner en jaque una relación, el plan de una vida juntos. ¿Vos crees que Sofía querría hacer el amor solo conmigo para siempre?”, me pregunta. “Yo no querría hacer el amor solo conmigo para siempre. ¿Por qué ella debería querer? Somos animalitos buscando placer en la novedad. Estar eternamente con la misma persona no sé si hace bien a la pareja”, se cuestiona. Hoy convino con su mujer la monogamia. Dice, hasta el momento, elegirla con la misma convicción con la que alguna vez supo mantener relaciones abiertas. Y en tren de planes, la paternidad es uno de los que echa por tierra. “Nunca pensé en ser papá. No la voy con el mandato. No necesito tener un hijo que lleve mi apellido. Un apellido que debe ser cuidado y extendido, como pensaba mi viejo. Es tanta responsabilidad, y encima soy hipocondríaco... (risas). Hoy estoy subido al crecimiento profesional, a la aventura de la vida. Pensar en eso sería algo así como retroceder. La enfermedad que atravesé me hizo un tanto egoísta y lo celebro. Sin egoísmo la gente no sana, ¿sabías? Sin pensar nada más que en uno, no se sana. Y eso te impone un nuevo sistema de prioridades“.
Descree del más allá. “Morir y ser recibido por tu viejo, tu abuela y todos los perros que murieron antes que vos, solo es una imagen que nos dio Hollywood”, dice. “Hay que concentrarse en qué pasa acá, hacer de esta vida la mejor experiencia. ¿Se me asocia a la fiesta? Y sí, me convertí en un gran disfrutador, ¿por qué no?”. Y si nunca fantaseó con su propia muerte, fue “tal vez por sentirme invencible”. Aún cuando las probabilidades de supervivencia del cáncer de intestinos que le diagnosticaron el 9 de marzo de 2020 era del 35%. “Mi único temor era ser olvidado. Un miedo ancestral en mi familia, muy típico del artista. Tantas veces, viendo como caracterizaban de viejos a algunos actores en la televisión, papá me decía angustiado: ´¿Y por qué o me llaman a mí?´. Este medio es duro. No espera. Y la enfermedad estigmatiza”, explica.
“Ese día pagué todas mis dudas. ¿Para qué? ¿A quién le reclamarían, no? Necesitaba dormir tranquilo en el cajón”, bromea. Cerró sus redes sociales. Sus grupos de Whatsapp. Y se entregó al détox. “Dejé el alcohol. Dejé de comer carne. Dejé de fumar. Hice más deportes. Y empecé a ver todo lo que hasta entonces no había visto”. Fueron cuatro meses de tratamiento. “Un tiempo maestro que llegó a decirme: ´Si superás esta, replanteate la vida de otra manera. Disfrutá de tirarte un ratito al sol. De cultivar la huerta. De sacar un tomate y comerte ese tomate. Porque la vida es mucho menos’”, sostiene.
“Fernando Peña decía: ´Le deseo a todo el mundo una enfermedad terminal. Así se valora todo mucho más´. A mí me quitaron las anteojeras y el ángulo de visión que adquirí fue inmenso”, cuenta Bal. “Hoy siento una extrema necesidad de hacer solo lo que quiero. Vomito la verdad sin medir las consecuencias. Ya no dejo nada para mañana. Nada. Si hoy puedo abrazar a mamá y decirle ´Te amo´, lo hago. Llamo a mis amigos para decirles que los amo. Vienen a casa y me los beso todos. La sanación me despojó de reglas, de mandatos, de pruritos y prejuicios. Volvería a pasar por ese tránsito una y mil veces más, porque es algo que debe atravesar todo aquel que necesite un cambio. Y yo lo necesitaba más que nadie. ¡A gritos lo pedía!”.
“Viví 30 años equivocado, creyendo que la fama era un superpoder que había que cuidar y no la niebla en los ojos. Porque si vas a comprar al chino creyendo que sos ese mismo que salió de un estudio de grabación, ya está todo roto. Solo somos gente que trabaja de entretener. No tenemos responsabilidad política ni tomamos decisiones de un país. Así de chiquitos es esto”, dice. “Viví 30 años haciéndome mala sangre por pretensiones que no ocupan lugar: si mi nombre se destaca más que otros en una marquesina o si me ponen en la contratapa de una revista. Frustrándome por la herencia familiar del perfeccionismo, de la locura frenética por ser el mejor”, concluye.
Tal vez esté leyendo esta entrevista en Madrid o en conexión a Barcelona. 2022 será un año de aviones para el nuevo anfitrión de Resto del mundo (ElTrece). El que pasó fue de pruebas. De las de cámaras también. A los 32 inició el camino inverso al de sus colegas. Castineó para varios proyectos, dos vieron el aire sin él. “Entonces llegaba otro. Volvía a afeitarme. A ponerme mi mejor ropa. Mi mejor perfume... Nuevamente las flores: ´Sos vos, eh; no hay dudas, quedás´. Y al tercer día la suerte era otra. ¿Si me desilusionaba? ¡Claro que sí! Pero ya no hay lugar para el dramatismo, ni para el deseo de desaparecer por días, o de ser panadero o dueño de algún bar en la playa. Aprendí que estos golpes te nutren. Te forman. Te ubican: ´Mirá que nos sos aquel que pensás que sos´. Te obligan a rearmarte. Y principalmente, te ponen en acción. En esta segunda vida, quiero vivir inquieto. Haciendo mucho y muy rápido. Con sed de disfrute. Finalmente empecé a entender que es la profesión lo que hay que cuidar. Y hago un trabajo 24/7 para dar vuelta todo eso que tantas veces, consciente o inconscientemente, expuse. Hoy, es mi novia quien decide si publica una foto juntos, si aparece o no”, describe. “Siento que recién ahora logro el equilibrio, ese balance entre lo laboral y lo personal. Y es tan mágico saber decir ´no´ como escucharlo. Eso me acerca a un sitio saludable en esta carrera. Y en eso estoy enfocado. Porque la profesión que uno elige debe hacerte feliz, ¿no?”.
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