En Mosconi y Lavallol volaban mundos. Y llegar a casa, del Delfín Gallo, era desprenderse de un tirón esa mochila para “habitar, de lleno, todos y cada uno”. Fueron los 80 de Maestro y Vainman, de Langsner, de Cernadas Lamadrid, de Fernández Tiscornia y de un niño a quien, sumido en una “fascinante soledad”, la televisión lo ilusionaba. Sin hermanos y con dos padres “deslomados de laburo”, fue su aliada. Y hay quien diría, institutriz de ese sexto, séptimo u octavo sentido con el que fue cimentando su carrera. Aunque deteste esa palabra, porque él no corre contra nada. Prefiere decir: “Mi proceso de juntar experiencias”. Hoy, tantos años como éxitos después, reflexionamos juntos sobre si la infancia nos define. Claro, José María Muscari (45) cree que sí: “Pero más nos define qué hacemos luego con ella”.
“Si pienso en mi niñez y en mi adolescencia encuentro tres tópicos claros”, anticipa. “La soledad fue uno. Mis viejos eran grandes. Mamá (Ana María Cuky Rossetti) limpiaba casas y, en el tiempo que quedaba, cocinaba en una empresa. Papá (José Muscari), que tenía 50 años cuando nací, atendía su verdulería que además era carnicería. Por lo que no estaban nunca. Entonces, al volver del colegio se abría un universo muy interno para mí”, recuerda. “Otro, y por ende, fue la tele. Una gran compañera. La de Romay. La de las ciento de ficciones. Creo que así parí este idilio con el armado de los elencos. Eso de combinar figuras que no están en el cotidiano colectivo. Y no por cierta capacidad de rescatismo, sino porque forman parte de mi inconsciente”, aclara. “A mí me resultan muy orgánicas esas mezclas, sobre los escenarios, que a todos les llaman tanto la atención”, señala. “Y por último, los experimentos. Soñaba con ser químico y recolector de basura”, revela. “Porque fantaseaba con que los basureros encontraban cosas que yo no tenía, esas que que los millonarios tiraban. Éramos de clase media, no te digo baja, pero ahí...”, señala. Hasta los 17 durmió sobre un entrepiso en el cuarto de sus padres, y le costó “mucho cadetismo en una farmacia” reunir plata para su primera mudanza independiente. “Imaginate que crecí creyendo que mis primas eran ricas porque en su casa tenían luces dicroicas... En la mía había tubo y eso, para mí, era no tener plata”, cuenta. “Ahora una de ellas se caga de risa cuando me dice: ´Tu prima rica tiene que atender su negocio de ropa en Villa Urquiza todo el día para llegar a fin de mes´. Es la mamá de Natalie Pérez. Sí, Natalie y yo somos primos segundos”, comenta.
La soledad gobernaba en casa. En el colegio, él. “Siempre fui líder, pero con el tiempo me di cuenta de que tal vez era por protección”, dice. “¿Quién me atacaría por mi sexualidad, por ejemplo, si yo manejaba todo? Hice cosas terribles en el Liceo 8 (de Mataderos). Lograba que todos ignorasen a los profesores durante horas o que cantemos desafinados en la clase de música”, relata. Sin contar, claro, que incentivó a sus compañeros a cambiar de empresa de viajes de egresados: José María no quería “cerrar” con Casa Piano. Por su capricho, el curso entero pagó mucho más, hasta por excursiones que no querían hacer, y él, finalmente se bajó. “Ese es el nivel de locura que manejaba ya por entonces”, recuerda con gracia. Nada haría que faltase a la función de Jugando a actuar, la obra infantil a la gorra de la que participaba. Diez años antes había arrancado un volante callejero que anunciaba cursos gratuitos de actuación. Y así fue cómo inició todo. “Con un extraño llamado, no sé... Porque en mi historia no existen antecedentes”, analiza. “En mi familia, lo más cercano a un artista fue mi tío Raúl Curiale, inventor del cepo para autos”. Ese “extraño llamado” se convertiría en compulsión por la escena. Vería 21 veces La noche en vela en el IFT, a los 16 haría del Paracultural su propio playroom y a los 18 pariría Criaturas de las sombras, punto de partida y pilar de un estilo que ya es género en la industria. El rupturismo sería, para siempre, el exorcismo de su identidad, de todo eso que siente. Y la felicidad, la ausencia de cualquier límite aparente.
Y es aquí donde se detiene para honrar a sus padres. Porque a los ocho años, este dramaturgo –mezquina etiqueta de su hacer– no sabía qué era el teatro, pero sí que necesitaba transitarlo. Si Ana María y José habrán entendido, ¿quién lo sabe? Pero “fueron muy genios emocionalmente”, tanto como para escucharlo sin juicios. “Un papá verdulero bien podría haberme dicho: ´¡No, te llevo a fútbol! O si tan artista te sentís, ¿qué sé yo?, a patín’”, dice. “Me acompañaron”. Pero el enamoramiento por ellos llegaría mucho después, cuando la ficha de esa empatía caería fuerte en la adolescencia. Mientras, la nube negra por sobre el vínculo con papá se instalaba “como martirio”, describe.
“Desde el inicio de mi etapa pensante hasta los 12 años, para mí, la presencia de mi papá fue una tortura”, revela Muscari. “Me avergonzaba verlo aparecer en la escuela. Porque además de ser grande, era obeso y caminaba con bastón porque tenía gota, una especie de artritis producida por la concentración de ácido úrico en sangre. Por lo que debía soportar, como mínimo, comentarios del tipo: ´Ahí vino tu abuelo a buscarte´. ¡Lo odiaba tanto internamente!”, confiesa. “Todavía recuerdo esa sensación de querer que se muriese. Lo veía el gran culpable de cualquier bullying, no debía existir. Y él era más que amoroso conmigo”.
La verdulería que antecedía a la vivienda no escapaba a sus maldiciones. “Papá nunca me impuso que trabajase ahí o lo ayudase, para nada. Pero cuando rara vez me veía pasar y me pedía: ´Alcanzame un kilo de naranjas´, me ponía muy mal. Me causaba rechazo”, cuenta. Con el tiempo, José María decodificó ese embrollo visceral. “Mi abuelo había sido un tipo ignorante emocional. De esos brutos del ´¡Pero qué estudiar! ¡Que salga a laburar!´. Alguien muy violento con sus hijos. Y ese negocio, que en algún punto yo despreciaba tanto, era parte de su legado. Algo asociado a esa figura, al sufrimiento que le había causado a papá. Lo que felizmente lo signó a ser su opuesto. Porque mi viejo era la persona más dulce. Lo recuerdo así, tan rudo, esforzándose para esconder su fragilidad cuando lloraba mientras miraba a los Ingalls”.
“Cuando me hice grande desperté de toda eso que había resultado una especie de pesadilla constante. De repente vi al padre que me había acompañado. Entendí el amor con el que me había permitido ser quien soy. Y me enamoré de él”, asegura. “Entre mis 13 y mis 33 años, cuando él murió, tuvimos un vínculo idílico”. Hilvana, aquí, un hecho al que elige imprimir significado. “Falleció en 2009 por un ataque cardíaco, el mismo día que me entregaron la llave de mi primer departamento de San Telmo, donde viví hasta hace algunos meses, cuando me mudé aquí, a Barrio Norte. Sé que partió con la tranquilidad de que yo había logrado algo que él jamás pudo alcanzar: la casa propia”, afirma. Tiempo después, compró la de su madre. “Siempre me quedó clavada esa sensación angustiante. Ese: ´¡Ay, cómo me perdí esa parte tan hermosa de la niñez con papá por la estupidez de estar pendiente de las miradas ajenas!´”, una lección que capitalizaría toda la vida.
Jamás pudo exorcizar ante su padre esa culpa “lastimosa” por los años perdidos entre broncas y vergüenzas. Tampoco llegó a abrir las puertas del closet frente a él. “Papá murió convencido de que yo era el amante de Mónica Ayos”, cuenta. Todo comenzó cuando, en uno de sus almuerzos, Mirtha Legrand le preguntó a la actriz, por entonces protagonista de En la cama (obra escrita y dirigida por Muscari), por qué había aceptado hacer su primer desnudo sobre un escenario. Ella respondió: “José María logró seducirme como ningún otro hombre en la vida”. Esas once palabras valieron la conclusión de don José, quien entre su clientela deslizaba por lo bajo: “Ella no puede decir nada porque está casada, pero anda con mi hijo”. De todos modos, Muscari intuye que en algún momento hubiese disparado: “Pá, en tal o cual programa voy a contar que soy gay, es mejor que lo sepas antes”. Hasta el día de hoy sostiene que la gente mayor no siempre debe estar aggiornada. “No pretendo que alguien de 80 años piense como yo respecto de la marihuana, el aborto o el lenguaje inclusivo”, asegura. “Con que sean capaces de aceptar otras miradas me alcanza”.
Pero su mamá, algo más intrépida, sí se atrevió a la verdad. Aunque sí, empujada por una anecdótica situación de guion. “De repente abrí una agenda y cayó una foto en la que se me veía abrazando a un chico”, cuenta Muscari. “Ella la levantó y preguntó: ´¿Y esto qué es?´. ´Es mi novio´, respondí. Se puso blanca. Lloró. Me abrazó y me dijo: ´Siempre voy a amarte porque sos mi hijo... ¡Y tu padre y yo hace muchos años que no tenemos sexo!´”, relata con gracia. “Creo que, inconscientemente, ella pensó: ´Él contó algo oculto, también yo debo hacerlo´. ¡Así que el día en que le confesé a mamá que soy gay terminé conteniéndola por su nula vida sexual!”, remata. Desde entonces, Ana María “fue casi mejor amiga de todas mis parejas”. Comenzando por Marcelo, aquel de la fotografía.
“El primer hombre que me besó se convirtió en mi novio por tres años”, dice. “Una experiencia espectacular que alejó cualquier trauma o angustia de una típica desclosetada. Internamente yo mismo me decía: ´No soy gay, solo me enamoré de él. Cuando esto termine volveré a salir con chicas´”, revela. Algo habitual durante su adolescencia, “cuando leía por ahí que a esa edad era normal fantasear con ambos sexos”. Fue en Ave Porco, el mítico y más transgresor de los antros de los 90, al que iba “haciéndome el loquito del teatro”. Una noche, Marcelo se acercó y le preguntó: “¿Puedo besarte?”. Él, respondió: “Sí, dale, total mañana nos olvidamos”. Muscari describe haber sentido “una suerte de felicidad, adrenalina y complitud, inéditas”. Claro que al día siguiente, lejos de olvidarse, corrió a buscarlo. Para 1999, la relación había llegado a su fin. Y él reincidió en el amor con la actriz de una obra que dirigía en temporada de verano marplatense. “Recuerdo una situación muy clara”, comienza. “Después de haber tenido sexo, y mientras hablábamos tirados en la cama, yo le tocaba los brazos y deseaba que le crecieran pelos. Me di cuenta de que aunque pudiese funcionar con mujeres faltaba eso que me completaba de un encuentro masculino”, cuenta. “Entonces me dije: ´¡Ok, soy gay, lo acepto!´”.
En dos décadas y después de “muchas lindas relaciones” –con una marca máxima de permanencia de tres años– Muscari advierte en esta charla: “Me enamoré solo una vez en mi vida”. Se trata de Sergio, un médico diez años mayor que falleció durante la pandemia, luchando contra el Covid. “Eran tiempos en los que yo no tenía muchas cosas resueltas y él todas: una casa, un auto, una perra, el cargo de director en una unidad sanitaria... Y era mi novio. Eso me hacía verlo gigante. Me acuerdo que él me decía: ´¡Debés tener obra social!´. Porque yo no tenía nada más que mi pasión por el teatro. Ese cuidado, esa guía en combinación con que era lindo y extraordinario, me fascinó. Esa fue mi única vez. Porque confieso que cada vez soy más difícil de enamorar”. Una dificultad que no puede explicar sin excusarse por lo que podría suponer cierta soberbia. “Tengo una casa que amo. Una familia espectacular. Un grupo de amigos no del momento, sino cultivado. Una situación de privilegio que es poder vivir de mi trabajo. Puedo soñar cosas y la gente las produce. O sea, mi vida está buenísima. Entonces me cuesta encontrar algo acorde a la altura”.
Ya no se analiza. Elvira, su psicóloga, le dio el alta. De todos modos, ya no volvería al diván. “Siento que hay un montón de cosas en la que vida a las que no deberíamos encontrarle explicación. Si realmente no representan un problema, hay que dejar que nos habiten”, sostiene. “Entender todo es aburrido. El día que me pase, chau. Me morí”. Sin embargo, acepta entrar al juego de las lecciones en el terreno del amor. “A los 45 sé que ya no me despersonalizaría como en algún momento, cuando cedía, por ejemplo, a quienes me pedían resignar tiempo familiar”, cuenta. “Aprendí que, indefectiblemente, para mí la calentura es admiración. Que si me aburro, me corro de ese lugar. Es por eso que me gustan las personas que no hacen lo mismo que yo, ni nada parecido. Jamás estuve con un actor, ni con un bailarín, ni con un estudiante de teatro ni con nadie que pretenda ser famoso. Ni siquiera ocasionalmente”, dice. “Al momento de relacionarme con alguien, pregunto: ‘Si sos odontólogo, seguimos; si sos vendedor de ropa, seguimos’. Si me dicen: ‘Trabajo en una cafetería pero estudio con Julio Chávez...’, ¡descartado! Ya no. Hoy tengo un radiador veloz para eso. ¿Qué haríamos? ¿Volver a casa y hablar de actuación? Me muero. Si elijo tener a alguien al lado es para contraponer esos dos mundos, que podamos admirarlos desde afuera en simultáneo”, asegura.
Y aquí vale un paréntesis, porque vale su excepción. “Debo admitir que existió un hombre del mundo del espectáculo que hubiese sido un novio ideal para mí: Ricardo Fort”, dispara. “Hasta que se mediatizó, claro. Y esa personalidad dejó de interesarme. Después, nos conocimos, me invitaba a sus fiestas y me convocó en cierto momento para dirigir una de sus obras. Pero ya no era lo mismo. Yo hablo del previo a la fama y a las operaciones. Cuando sabía que había un tipo con hijos, que era gay, musculoso y dueño de una chocolatería. Eran tiempos sin redes. Me encantaba. Era el arquetipo. Como un superhéroe. Y yo siempre quise un novio medio He-Man”, declara.
Así llegamos a un fetichismo histórico y confeso: “el músculo masculino”. Algo latente que no apareció hasta entrada la adultez. “Nunca había hecho nada relacionado a lo físico, de hecho no tengo el título secundario porque jamás rendí gimnasia de quinto”, dice. A los 28 conoció a un fisiculturista con quien mantuvo una relación de tres años, tiempo en el que dice haber establecido otro vínculo con su propio cuerpo. “Además, creo que el fantasma de papá, su gordura, el bastón, me llevaron a una rigurosa rutina de ejercicios y alimentación para, de algún modo, esquivar ese destino”, revela. “El fisicoculturismo requiere tiempo completo; de haberlo tenido, sin dudas me hubiese dedicado a eso”. El agua (en los vasos de su abuela), las cerezas frescas y los frutos secos que convidó a la llegada de este equipo, dan cuenta de esa consciencia.
Aprendió, también, a permitirse dividir el sexo y el romance. Y admite que Sex, su creación teatral expuesta hoy en dos ciudades (Buenos Aires y Carlos Paz), cambió su sexualidad. “Me reeducó”, asegura. “Por un lado, su impronta me hace vivir con una libido que vibra mucho más alto que antes. Además, durante el primer año, yo era una suerte de host, de performer. Y eso provocó que mucha gente, en especial los hombres, me sacaran de un sitio sacro, disocien al director, al nombre detrás de la obra, y se animasen a la interacción, al diálogo, al mensajeo”, dice. “Me di cuenta de que había muchas cosas del sexo que me estaba perdiendo por cierta convencionalidad y tantos esquemas. Y se esfumó esa mirada romántica que había tenido durante tanto tiempo: pude vincularme carnalmente sin que jugase ningún factor afectivo. Confirmó que morbo no es una mala palabra, ni algo oscuro ni tortuoso, y naturalizó su uso durante sus horas de sexting, “un gran medio para conocer realmente a las personas”, describe. “Porque en esa instancia se dice mucho más, a fondo y sinceramente, que en una mesa de café durante cualquier cita ordinaria”.
En nuestra última charla, José María estaba decidido a ser papá. Pero como a muchos, “el sistema de adopción en la Argentina me desmotivó”, admite. “En 11 años llegué a tener varias reuniones con el RUAGA (Registro Único de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos) e incluso visité algunos hogares de niños aquí en Buenos Aires. Pero ranqueo bajo”, desliza. Habla de la tabla de prioridades entre solicitantes. “Hombre solo y gay está en última posición”, cuenta. “Lamentablemente la Justicia todavía mira muy convencionalmente. Como si la felicidad de un niño dependiera de ese marco”, apunta. “También me informaron sobre programas de padrinazgo. Pero, a mi parecer, se trataría de la sublimación de esa intención, de esa voluntad, solo durante un par de horas los fines de semana. Una muy válida ayuda emocional para los chicos en ese estado, pero nada que se traduzca en paternidad. Todo me desanimó o al menos me puso en perspectiva”, explica. Inclusive, haber echado una mirada a su alrededor. “En este tiempo me detuve a pensar. Mi vida es demasiado centrífuga y tal vea mi visión respecto de ser padre en este contexto actual sea algo romantizada. La realidad de mis amigos con familias me hizo entender que hoy sería utópico decir: ´Bueno, ahora voy a dedicarme a ser papá´. Porque la vida no para para hacerte ese espacio. Entonces explotan mis contradicciones: ¿estoy apto y dispuesto a cambiar de raíz tanto paradigma?”, reflexina. A propósito, Muscari no registra la subrogación como opción en la proyección de su deseo. “No prejuzgo a quien tome esa decisión, pero es algo conceptual, y demasiado personal, lo que me pasa con el tema”, señala. “Hay tantos niños esperando un hogar que no generaría otras vidas sólo por el hecho de una descendencia, de que lleven mi ADN. Yo no tengo el rollo de la sangre. Aún cuando la adopción, aquí, pueda tardar más de diez años”.
“¿Qué le falta al guion de mi vida?”, pronuncia, retomando mi última pregunta en este encuentro. “Un hijo, sin dudas. Un amor intenso, más allá de lo que dure. Explorar el cine, algo con lo que suelen coquetearme. Llevar mi trabajo a Nueva York, porque siento que dialogaría muy bien con esa ciudad a pesar de no hablar inglés”, dice. “Y el gran plan para lo que nunca pudimos organizarnos o no nos dio la plata: un crucero en familia”. Habló de su “vida centrífuga” y su haber –de más de 60 éxitos contabilizados solo en escenarios–, se asocia a un ocio cada vez más utópico. Sí, tiene dos reemplazos que entrenar, algún proyecto que ajustar, la puesta de Julio César que pensar y dos obras en cartel que visitar semanalmente. El resto, según dice, es mito popular. “La gente cree que trabajo más de lo que lo hago. Pero mi día es esto. Lo único agendado hoy es tu entrevista”, comenta.
Cuando nos vayamos, quizás vuelva a todo eso que hace sin posteos ni testigos. Abrirá una playlist de la que saldrán Zaz y su gypsy jazz, Adele, quizás Dua Lipa, y su adorada Spektor. Soundtrack perfecto para una lectura random sobre los sofás que heredó de Muy Muscari (2012-2017, Canal de la Ciudad) y de Piel de Chancho (2006), dispuestos juntos en su living con vista al río, sobre Santa Fe. Un espacio maníacamente limpio, “porque la paz está en el orden”. Y si algo lo abruma, evocará, como suele, a su extrañada Norma Pons. “Una noche, mientras creábamos La Casa de Bernarda Alba (2013), le pregunté: ´Norma, después de todo este esfuerzo, ¿qué haces al llegar a casa?´ Y ella me respondió: ´Me como un pancho y enciendo la tele. No importa ni en qué canal esté. Que hablen, yo solo escucho. Eso me descansa´. Lo que por entonces me sonó a locura, hoy es un ritual”, revela. Y algo de aquella casa de Mosconi y Lavallol tal vez llegue de regreso. “Como ella me enseñó, en esos momentos, solo dejo que la tele me acompañe y hasta piense por mí”.
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