“Todos tenemos soledad, pero muy pocos la gracia de hacernos cargo”. Así epiloga el capítulo que develará esta vez. El que la enlaza con esta circunstancia que ha llegado de visita, tan hostil y tan faldera, a lo largo de su vida. “Espejo despiadado y esencial del artista”, la definirá. “Precio y destino inevitable de los originales”. Porque se sabe, por lo menos, “distinta”: cualidad que es, según ella, “cuestión de base, de línea sanguínea, de la conjunción genética de dos seres brillantes”. Pero será la acepción menos romántica la que nos ocupe. La que esperaba en casa, desde chica. Esa del desamor, el desapego, las ausencias y finalmente los divanes. Porque tuvo todo, y también vacíos. Esmeralda Mitre (39): filias y fobias en terrenos de su soledad.
En diálogo sobre singularidades, se cuela un dicho sea de paso. Debió nacer en martes 13. Pero la superstición venció las leyes de la obstetricia. “Mamá –Blanca Isabel Álvarez de Toledo– le exigió al médico que, fuese como fuese, detuviera mi parto. Y por consecuencia de esa retención, llegué al mundo con un chichón en la cabeza. Eso debe haber causado alguna cosa en mi vida...”, cuenta con gracia. Y aún más. Debió llamarse Verde. Pero, entonces sí, las convenciones fueron más fuertes que el capricho. Verde como el tinte orgánico que Nicolás García Uriburu (1937-2016) –primer marido de su madre y padre de su hermana Azul– usó para teñir los canales de Venecia durante la Bienal de Arte de 1968 a la que no había sido invitado. Esa intervención le valió un arresto por sospecha de terrorismo y el reconocimiento internacional como el artista joven más audaz y rupturista, pionero del Land Art. El Registro Nacional de las Personas cedió con Esmeralda: único “tono” aceptado de aquella paleta para su bautizo.
Dice que aún hoy su piel se eriza con Harry Belafonte, Jimmy Cliff, Elton John, Withney Houston y Bob Marley, entre otros responsables del soundtrack de sus viajes en auto con papá. En sus voces vuelve a los 80, a los 90, a esas rutas eternas hacia “los sitios donde fui feliz”: Haras Pavón, en Baradero; Aguaverde, en Uruguay; y Papel Prensa, en El Tigre. “Yo cantaba y él, melómano y enamorado, me sonreía”, recuerda. “Jamás dejó de decirme que yo lo conmovía más como cantante que como actriz. Para él fui la mejor de este país”. Eran tiempos, también, en que las noches de viernes caían con dolor de panza por la llegada de Dolores, Bartolomé y Rosario, sus hermanos (del primer matrimonio de Mitre con Dolores Álzaga). Esmeralda cuenta que la primera sensación de soledad la tuvo entre ellos. “No es fácil para una niña estrellarse contra el rechazo”, asegura. “Sé que me querían, pero había algo que no lograban resolver: la envidia y el dolor los resentía. Porque yo era la única que vivía con papá. Con mis dos padres, juntos y felices. Y la única a la que él llevaba al colegio cada mañana”, recuerda. “Me dejaban de lado. Sólo los escuchaba gritar: ´¡Esmeralda, fuera de acá!´, `¡Esmeralda, fuera de allá!´. Papá, que me excluía de todo límite, reaccionaba en mi defensa: ´Ella hace lo que quiere, ¿entendido?´. Y eso reavivaba la bronca. Hasta que un día decreté: ´¿Así que fuera de acá? Van a tener que verme en todas las tapas de diarios y revistas’”.
Respecto de si alguna vez digirieron su popularidad, Esmeralda apunta: “¿Les quedaría otra opción? Sin ir más lejos, estoy convencida de que gracias a ella, y al consecuente interés de los medios, han sido tan favorables los fallos de la Justicia y del IGJ en el proceso de sucesión”. Instancia –al menos en su génesis– en la que la actriz volvió a sentir un dejo de ese mismo desprecio. “Me soltaron como yo nunca lo hubiese hecho en esta lucha familiar”, dispara. Hoy, ya en igual “bando” tras el reencuentro por la firma de papeles, anuncia: “Pusimos fin a un año de daños y dolor, sabiendo superponer la necesidad primitiva del abrazo y la humildad para aceptar propios errores. Eso nos unió como nunca antes”. Pero reflexionará: “A la distancia, aquello entre nosotros me resulta una pavada”. De hecho, admite haber capitalizado esos episodios de angustia infantil en herramientas para sus primeras clases de teatro. La soledad más cruda –”esa que lacera, que parte al medio”– la conocería tiempo después, cuando bucear en sus emociones ya no resultaría solo parte de un ejercicio actoral sino “el mayor de los riesgos”.
“La soledad es una transición que no le deseo a nadie. Un gran tren que te pasa por encima y te obliga a rearmarte”, describe. “Un día reaccioné. La muerte se había llevado a papá. El divorcio a mi marido. Y una disputa, familiar y judicial, a mis hermanos. Miré a mi alrededor y estaba sola”, dice Esmeralda. “Entré en crisis. Y como en toda gran crisis, se filtró la depresión. Sí, me deprimí”, admite. “Recuerdo que el teléfono sonaba y yo lo miraba de costado. Tenía fobia de hablar con la gente, ni con mis mejores amigos. Entonces te despertás pensando mucho en todo y obsesivamente: ´¿Por qué hice tal o cual cosa? ¿Para qué? ¿Estuvo bien?´”, relata. Esquivando “los cachetazos del sufrimiento”, debió pedir ayuda. Su psiquiatra entró en acción intensificando el tratamiento. “Hace 12 años que estoy medicada. Sumamos un antidepresivo al Lamotrigina, un estabilizador emocional que tomo a diario en dosis bajas y me hace muy bien”, señala. “Me asustó sufrir tanto. Me asustó no volver a ser feliz”, revela, quebrada. “La mayoría de la gente debería estar medicada. Y quien lo está no lo dice, porque el tema de la salud mental aún sigue siendo tabú, estigmatizante, demasiado prejuzgado. A mí no me avergüenza contarlo, porque sé que puedo hacerle bien a mucha gente”, asegura. “Si hay algo que aprendí es que la soledad siempre llama a hacerte cargo y que no es un sitio del que se salga del mismo modo en que se entró”.
Esmeralda cita a su madre. Destaca su compañía en el tránsito de su crisis, tanto como su ausencia en otras etapas clave de la vida. “Ella me faltó de niña, por eso siempre digo que es una mamá ´de grande´”, devela. “Más allá de sufrir las mismas cosas que yo por ser una gran artista, entiendo que ha repetido historias de maternidades fallidas en su familia. Mi bisabuela, por ejemplo, intentó suicidarse varias veces. En la última cayó sobre un toldo y quedó postrada por el resto de su vida. Mi abuela, después del parto, se quedó ciega. O dijo haberse quedado ciega. Por lo que decidió entregar a mamá al cuidado de su hermana, sin tener contacto con ella durante meses. A mi madre le ha costado mucho el vínculo con Azul y conmigo. El gesto amoroso, la caricia, el mimo... Eso no existió. La primera vez que me abrazó fue cuando me divorcié”, asegura. “Tengo el recuerdo de estar llamándola: ´¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!´. Y después de un rato de ignorarme, me tomó de los brazos y me metió en la bañadera para que dejase de llorar. Fue un: ´¡Por favor, agarrame!, como sea...’”, cuenta Esmeralda. “Papá se enojaba mucho por eso. Por suerte lo tuve a él”.
Bartolomé fue su gran confidente. “Mi primer beso y hasta mi primera menstruación, todo se lo conté a él”, dice Esmeralda. “Me acuerdo que estábamos en la estancia Pavón cuando me indispuse. De inmediato fui a buscar su contención: ‘¡Pá, me vino..!’. Y esa noche, frente a todos en la mesa, levantó su copa y solo dijo: ‘¡Quiero brindar por Esmeralda!’. Fue muy discreto. Solo bastaba su sonrisa para sentirme acompañada”.
No había tema que escapase a sus conversaciones: “Desde un novio hasta cuestiones del diario; no es casual que sea yo quien de batalla por la herencia. Hasta el operativo para recuperar la mayoría de las acciones lo hicimos solos y juntos”. Pero hubo una noticia que jamás se atrevió a darle: “Nunca pude decirle a la cara que había decidido separarme de Darío (Lopérfido)”, revela.
“En ese momento vivíamos en Alemania, pero yo estaba en Madrid. Y papá, sin saber nada, ya estaba por embarcar rumbo a Berlín, para visitarnos, cuando mi hermana Azul, por mi expreso pedido, lo llamó para contarle. ¡Estaba indignado! Creí que jamás me lo perdonaría. Darío tuvo que calmarlo. ‘¿Por qué me hacen esto?’, repetía. Y no le importó el motivo, ¡me culpó a mí de todos modos!”, suelta entre risas. “En cambio, mamá estaba feliz”, señala.
“No quería nada a mi ex. Ella es tan fálica que no toleraba que yo respetase a mi marido de la forma en que lo hacía. Mandaba. Dirigía. Sometía. Mamá siempre compitió con los hombres y Darío fue el primero que le puso un freno”, revela. “Cuando llegaron los diez cuadros de papá, que me tocaron en suerte, a esta casa que fue la que compramos al casarnos, sentí que lo último que quedaba de mi ex se desprendía definitivamente. Recuerdo a mamá exultante, con su ácido sentido del humor, diciéndome: ‘¡Pero claro, querida! ¡Tu padre lo sacó a patadas!’”.
Blanca regresa a la charla. Y con ella más memorias. “Mamá no me permitía llorar, ni cantar, ni bailar en la casa. No me permitía nada, en realidad. Por lo general vivía con los nervios de punta”, señala Esmeralda. Ante la contradicción que supone que una artista limite cualquier tipo de expresión, Mitre sentencia: “Creo que ahí jugaban los celos. Algo de envidia y competencia con su propia hija. El paso de los años me hizo entender que soy lo que ella hubiese querido ser y tal vez ese era el gran punto de conflicto. Siempre sostuvo que soy más fuerte que ella y hasta le ha dicho a mi hermana: ‘¡Hubieses seguido a Esmeralda, ella jamás me hizo caso, fue más libre, más inteligente!’”.
Sin embargo, el arte las reencontró. “Comencé a sentir muy presente a mamá a medida que mi vocación maduraba. Me cultivó. Todos los libros que ves por aquí llegaron de sus manos. Yo me formé gracias a ella”, afirma. En mezquinas cuentas, Álvarez de Toledo, musa de Pierre Cardin, compañera de los Beatles en la India, filósofa y autora de Las aventuras del silencio (su más reciente muestra plástica compuesta por más de 30 obras inspiradas en su último paso por Asia), “me abrió un mundo”, dice. Y para siempre.
“Atípicamente adolescente”, Esmeralda dice haber crecido seducida por los grandes intelectos del país. Ningún plan esteño le ganaba a esas tardes en la Academia del Sur –fundada por su madre en La Barra, Uruguay– entre relatos de Edgardo Caozarinsky, charlas de Marta López Gil y reflexiones de Juan José Sebreli. “En ese entonces tomaba clases de literatura con Elisa Rey, mi segunda mamá, quien me enseñó mucho más que arte: me dio los consejos más ricos y definitorios de mi verdadero ser”, describe.
“Mamá compartió a todos ellos conmigo. De algún modo, me los acercó como una ofrenda”, dice. Así mismo, Esmeralda descubrió en su ascendencia una figura, desde entonces, “cautivante”. María Luisa Bombal fue su tía abuela. Sí, la eximia literata chilena, autora de La amortajada. “La que usaba un tercer ojo. Indómita hasta para la aristocracia a la que pertenecía”, cuenta. La que un día esperó a Eulogio Sánchez en las puertas de un hotel y le disparó con intención de matarlo. Él había sido, ocho años antes, el responsable de su primera pena de amor. No la reconoció. Ni a ella ni a su obsesión. “Pasó unos meses presa y el mismísimo presidente Allende le dijo: ‘María Luisa, vas a tener que pedir perdón públicamente y explicar que no estabas en tus cabales’. A lo que ella respondió: ‘¡Jamás! Volvería a hacerlo. Porque al matarlo mataba mi mala suerte´. Esa es la sangre de mi madre. Mi sangre”, cuenta perspicaz.
En torno a la rebeldía de esa línea femenina familiar, habla de la extrema austeridad que Blanca intentaba imponer como modo de vida en su casa, fue una de las causas del divorcio entre ella y Bartolomé. “Mi padre, liberal de los de Alsogaray, terminó conquistado por Menem. Entonces, el dinero... El poder. Imaginate, el presidente de Papel Prensa, presidente y director de La Nación. Los caballos árabes que valían millones de dólares. Estos, que iban y venían... Recuerdo a mamá gritando: ‘¡Qué espanto lo que está pasando en esta casa! ¡Qué horror! ¡En lo que hemos caído!’. Y además, bueno, esas mujeres de los 90, ¿no? Todas tiradas a los pies de papá”, advierte. “Mamá dejó pasar a algunas. Hasta que con la última no pudo. Y lo echó de casa”. Así, declara, iniciaba “el dolor más grande que transité en mi historia”.
Dice haber conocido tres amantes de su padre. Pero fue con “la última” con quien “se vivieron escenas dignas de Atracción fatal” que desgarraron dice la trama familia. Esmeralda tenía 14 años cuando lo descubrió. “En casa existía el 9897, una línea de emergencia directa con el diario. Jamás sonaba, hasta ese momento”, cuenta. “Eran épocas en las que una suele estar de novia y se queda despierta mirando películas o escuchando música... Y los llamados eran insistentes. Yo atendía y me cortaban. A cualquier hora. Una, dos, tres de la mañana. Finalmente descubrí quién era. Entonces la llamé a Del Plata, radio de mi padre, donde ella trabajaba, y le dije de todo. Absolutamente de todo. Y me sorprendió, porque tuvo una actitud de poca mujer. Me respondió: ‘¿No te das cuenta que fue él quien vino a buscarme a mí?’. A una adolescente... En fin, así las pagó”.
Esmeralda se declara “una gran detective”. Y a Blanca, en aquellos días, “una gran simuladora”. Cuenta que intentaban no hablar del tema, “como un mecanismo de protección mutua”. Pero ella sabía cuán abatida estaba su madre. “Se había destruido un núcleo de años. Y hay que tener coraje para meterse con la familia más importante de este país. O, en realidad, hay que ser ignorante... ¿no?”, se cuestiona.
“Ese verano, en Punta del Este, yo misma escuché sus mensajes: ‘Estuve buscándote por la Roosevelt...’, se decían. Y en más de una oportunidad la vi rondando nuestra casa con su auto, iba y venía... Me acuerdo el día que mamá le pescó dos barquitos de papel con el nombre de cada uno. Se cansó. Llamó al diario y la atendió Clara, la secretaria de papá: ‘Decile al doctor que voy a hacer como hizo Zulema con Menem. Si no se va hoy mismo de esta casa, tiro toda su ropa a la calle’, le dijo. Y papá, que era bastante cagón, llegó corriendo, agarró su portafolios, su valijita y se fue a un departamento”, cuenta.
“Mamá sufrió. Papá sufrió. Toda la familia sufrió tremendamente. Esa tarde vi cómo se iba el hombre de mi vida, mi mejor amigo, mi confidente, mi todo. Verlo irse me quebró en dos”, describe. “Todavía recuerdo ese dolor tan visceral. La sensación de vacío, de orfandad, de una soledad tan brutal. Tan difícil de acomodar que fue ahí, a esa edad, cuando conocí el diván”.
El tiempo hizo lo suyo. Y Blanca también. “Cuando ese vínculo, clandestino y obsesivo, se convirtió en relación –de 28 años–, mamá me dio un gran consejo: ‘Esto no te corresponde a vos, sino a mí. Encargate de lo tuyo, que contás con la gracia de tener una vocación’”, cuenta Esmeralda.
“Desde entonces, dejó de importarme. Fueron mis hermanos quienes se enrollaron con el tema”. Después de todo, “papá fue un gran modelo a seguir en varios aspectos. Un gran marido a pesar de todo. Llenó de amor a mamá. Cuidó de Azul, hija de Nicolás, declarado homosexual en un momento en que eso era mal visto. La quiso como suya. Fue un tipo inigualable. Pero en ese punto estaba complicado”, dice.
“Tuvo amantes hasta cinco minutos antes de morir. Todos los sabíamos. ¡Era un escándalo!”, recuerda. “Yo le decía: ‘Pará, papá... Regalale una licuadora, una heladera, no sé... ¡Pero un anillo de brillantes es demasiado!’. Él me preguntaba: ‘¿Cómo la conocés?’. ‘¡La googleé!’”, remata. “Y llamó Blanca a su mujer hasta el último día. ‘¡Papá, no le digas así!’, lo retaba yo. ‘¡Bueno, es lo que me sale de la cabeza!’- Mamá fue imposible de olvidar. Porque fue quien fue y porque fue quien lo dejó. El gran amor de su vida. Yo sé que murió enamorado de ella”.
Infidelidad, hoy, es para ella “solo un término demodé”. Y admite la irrupción de algunos “fantasmas” en términos de su desempeño en el amor. “Tal vez secuelas de esa experiencia” que lograron sanar recién en su matrimonio. “Al principio tenía berrinches. Siempre sentía que me engañaban. Celos, neurosis, gritos... Repetía todo el tiempo la historia de mamá. El amor debía ser escandaloso. Hasta que Darío (Lopérfido) me enseñó a redimensionar. Una vez me frenó y me dijo: ‘Estás llorando como si hubiese intentado matarte... ¡Y discutimos por una galletita!’. Él me ayudó a replantearme el modo de amar y de ser amada”, dice.
Al interrogante de “¿Por qué está sola?”, Esmeralda es categórica. “Yo no quiero tener nada tranqui en el amor. Nada. Quiero un tipo fuertísimo. Interesante. Que se coma el mundo. Con quien tengamos muchas cosas que hacer, que pensar y libros que discutir. Alguien que disfrute con mis planes tanto como yo con los suyos. Y bueno... entonces, cuesta”, suelta con gracia.
Dice ya no admitir relojes. No se deja correr por el tiempo. Ni por los hombres. Ni siquiera por la biología. Y mucho menos por la maternidad. “Tengo diez óvulos congelados para ser mamá cuando yo decida”, revela.
“Nunca sentí el deseo de tener hijos con Darío y ese fue uno de los motivos de la separación. No quise. No sentí ganas con él. Pero sé que en algún momento esa necesidad va a aflorar. Mi ginecóloga me dijo: ‘Hasta los 45 no debés ni preocuparte’”.
Mientras tanto asegura disfrutar de esa soledad. “No la de crisis”, aclara. “La chiquita. La que elijo cuando llego por las noches, conecto mis playlists al sistema surround y bailo hasta la madrugada”.
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