Me invita un té. Aliado y pretexto de esos momentos de “calma y reconexión” que a diario se reserva, por no decir que se exige. Abrió su valija y sacó dos saquitos del compartimento de sus trip essentials donde, además, lleva un iPad en el que explora ficciones “para saber qué moviliza hoy a los actores y directores del mundo”, y un pendrive con el tráiler de su infancia: “Horas de fotos y videos familiares que me ayudan a estar cerca de mi yo-niña”. Introspección continua, avidez de crecimiento y celebración del propio origen: un buen prefacio que infusiona esta charla con Eva De Dominici (26), de vistita en su país a tres años del giro más inesperado en el guion de su historia.
Esta road movie inició en 2015. Los Ángeles, exterior, casa de alquiler. El propietario que la recibió –en compañía de su madre y de su hermana durante el tramo final de un viaje improvisado–, caprichoso y visionario, le bookeó cita con su amigo manager de artistas. Un solo casting-tape le valió su participación en Jane, the virgin (The CW). En 2018, de regreso en California, Oretta, una influyente estilista italiana, se obsesionó con ella en una cena. “¡Ornella Mutti! –dijo–. La chica que habíamos estado esperando”. En cuestión de días, Eva protagonizó la campaña de lencería de Yamamay, el episodio piloto de Ji y fue una científica rusa en el filme The Soviet Sleep Experiment, de Barry Anderson. Pero la escena crucial se desataría luego, en uno de esos bares random de Sunset Boulevard, cuando Eduardo Cruz Sánchez (36) entró a cuadro. Entonces supo que esa ciudad –”hasta el momento, de idas y venidas˝– sería su destino. Aunque, por “intensa, inquieta y buscadora”, hoy le es imposible asegurar que sea “el final”.
Seis meses después de aquella noche: el embarazo. No hubo tiempo para acomodar tanta distancia. “Sí, claro. Lloré. Y lloro. Soy sensible y triste por momentos. Falta esa sal del día a día. Del: ‘Hey, pá, ¿te venís a comer un asado?’. Pero mi realidad no es la de un inmigrante en busca de oportunidades. Yo elegí formar una familia. Hice de ella mi lugar”, señala hoy, desde su suite en el Hotel Madero. La factura con el precio emocional del desarraigo llegaría con Cairo (15 meses). “Ni la gestación ni el parto fueron tránsitos románticos”, señala valiente frente a los clichés. “La maternidad me conectó con la vida, pero también con la muerte. Con la idea de finitud. Con la certeza de que mi hijo algún día morirá. Una contradicción a la gran experiencia, al acto de valentía que significa ser mamá. Hoy confirmo que me gusta más este presente con Cairo que los primeros meses juntos”. Sí, Eva dice haber sentido miedo, angustia y soledad.
“Durante las tres últimas semanas de embarazo, cada dos días, me metía en la sala de emergencias de la clínica diciendo que tenía contracciones de parto. ¡Mentira!”, recuerda. “Lo único que quería era ser internada y tener a mi bebé de inmediato”. Hasta que una de las médicas le marcó un stop: “Eva, no vamos a hacerte una inducción. No vuelvas hasta dentro de seis días”. Horas después visitó otro hospital. En el Centro Médico Cedars Sinai –al confirmarse “fluido bajo y presión alta”– logró su cometido. El parto la aterraba. Dos fantasmas le habían quitado el “dulce” a la espera. “Crecí con un primo que nació con parálisis cerebral severa”, cuenta respecto de Christian, dos meses mayor que ella, con quien dice haber tenido una gran conexión desde muy chica. “Mi tía Liliana había llevado muy bien su embarazo hasta que a último momento se sintió mal y las complicaciones, de lo que creo fue un desplazamiento de placenta, obligaron a inducir un parto prematuro con secuelas severas”, relata.
Otro nuevo temor se sumó a aquel heredado. Al tercer mes de embarazo, Eva recibió un llamado de un genetista “sin empatía alguna” que le advirtió de la presencia de dos mutaciones en su ADN, concernientes al área cerebral y a la renal. En resumidas cuentas, si Eduardo tenía al menos alguna de ellas, había 25% de probabilidades de que el nacimiento el bebé tuviese un pronóstico fatal. “Durante el mes y medio que tardaron en llegar los resultados de la punción, estuve ida por la incertidumbre. Entramos en una burbuja de silencio. Nos costaba comunicarlo, compartirlo. Y lo atravesamos como pudimos”, dice. Eva debió considerar todo, incluso el uso de lo que manifiesta su derecho. “En California, desde el momento en que te confirman un embarazo te concientizan sobre tus opciones: continuarlo, recurrir al sistema de adopción o interrumpirlo. De haber tenido la certeza de que mi hijo tendría pocas posibilidades de vida, no hubiese continuado la gestación”, asegura. Militante por la Ley del Aborto Seguro, Legal y Gratuito, manifiesta: “Me pareció muy lindo tener a la mano esa chance y no la presión o la imposición social respecto de este tema que debe tomarse como de salud pública”.
Nunca supo qué es un dolor de parto; el suyo duró cinco minutos. “Entré con la medicación conectada a una vía, sin miedos, sin estrés... ¡Drogada!”, dice con gracia. “Nada malo pasaba en el mundo”. Pero cuando el efecto desapareció, “caí de golpe: tenía un hijo”. Todos habían dejado ya la habitación: entre ellos Encarnación Sánchez, su suegra, y su abuela Ñata, quien viajó especialmente para el nacimiento. “Fui feliz con su compañía, pero no era papá ni mamá”, explica Eva. Fabio Quatrocchi, su padre, se ausentó por “un problema personal”. Y Patricia, su madre, fue internada de urgencia horas antes de subirse al avión hacia L.A. “Los médicos le detectaron una aneurisma y por suerte fue a tiempo”, dice la actriz. Debió ser intervenida quirúrgicamente días después del nacimiento de su nieto.
“Entonces pude conectar con mi pichón. Lo miraba y me emocionada pensando: ´Listo, te solté, ya estás en la vida´. Pero a la vez tuve una sensación de orfandad, de soledad total. Me vi en un nuevo contexto y lejos de todo”, relata. Solo quedaba Silvia, su NSC (New Care Specialist), profesional encargada de las rutinas de sueño y otras situaciones de cuidados para recién nacidos. “Ella me contuvo. Me escuchó llorar toda la noche. Sería la primera de varias en ese estado”. Las sesiones de terapia vía Zoom con su psicólogo argentino apuntaban a mitigar ese estado. “Pero yo seguía con la cabeza en otra dimensión”. Tanto, que en el intento de una operación bancaria electrónica mientras amamantaba a Cairo, en vez de cambiar 68 dólares, cambió 6800. Había perdido seis mil dólares en un click. “Toqué fondo. Todo era una crisis. Todo me angustiaba. Un día pensé: ´¿Esta será mi vida de aquí en más?’. Luego se pasa... Bajé mis exigencias conmigo misma, me permití el ocio, algo que jamás había logrado, y entendí que debía parar”, describe. “Cambié mucho después de ser mamá. Me paré de otra manera. Con más entereza y determinación. Aprendí a valorar y administrar mejor el tiempo. A afinar mis búsquedas. A definir hacia dónde quiero ir”.
Hablamos de Cairo. De su nombre. De que hoy se llamaría Valentino si ella hubiese ganado la pulseada frente a un padre que siente “gran conexión con Egipto”. A tal punto, señala Eva, que lleva tatuada la imagen de Tutankamón en su mano derecha.
Hablamos de la educación que procura. Del sentido de libertad que intenta inculcar como piedra basal. “No quiero que mi hijo se coma ningún cuento, ni siquiera los nuestroas”, marca. “Que escape de las imposiciones que tantas veces no impiden crecer. Que sepa que no nos debe nada por ser nuestro hijo. Y que su misión es descubrir su propio mundo, sin condicionamientos sobre cómo ser o a qué rezarle”. Aunque en realidad, admite, “en este camino es indefectible ir educándonos juntos y a la vez”. Habla del deseo de “ser compañeros” y no “apegados” en el camino “imperfecto” de la maternidad. Es entonces que en tren de esos errores que inevitablemente serán parte del legado, hablará de sus padres. De un episodio que dejó huella y lección.
“Tenía 12 años cuando mis padres se separaron”, cuenta Eva. “Me costó mucho transitar y asimilar ese momento. Es algo de lo que siempre hablo con Eduardo: cuando una pareja decide separarse también debe decidir una amistad. No da odiarse”. Y su emoción escala con un recuerdo. “Yo estaba en un shopping, en pleno auge de Patito Feo (El Trece, 2007), y se acercó una nena a pedirme una foto. Me dijo: ´Ay, Eva... ¡quiero tener lo que tenés vos!´. Ella estaba con sus papás, juntos. Dándose un beso. Le respondí: ´Y yo quiero tener lo que tenés vos´”. Asegura: “El tiempo, y hoy la maternidad, no solo dan cuenta de lo difícil que resultan las relaciones y la crianza de un hijo por más herramientas que una crea tener, sino también de la vulnerabilidad de los propios padres. Entonces valoro sus tropiezos, sus superaciones y el modo en que apoyaron mis inquietudes en este camino tan ajeno al suyo”.
La puerta de su infancia quedó abierta. Salimos a pasear por Remedios de Escalada hasta Villa Fiorito, donde esta chica del Sur, hija de una odontóloga y un fabricante de cartón corrugado y fanático peronista (de ahí su nombre), se bañó de realidades sin filtros entre clases de danza y horas de patinaje artístico. Trae a sus abuelos maternos: una pareja de trabajadores rurales cordobeses, “de durísima niñez y extrema pobreza”, que encontraron en la Capital una chance de progreso en una verdulería cercana a la casa en donde creció Maradona. Su abuela Paulina tenía “un tipo de demencia”, secuela de un ACV que sufrió a sus 56 años. “Algo normal para mí, porque no la conocí de otra manera”, cuenta Eva. “Estoy convencida de que todo está conectado a nuestras elecciones. Una familia disfuncional, las enfermedades mentales con las que conviví... Había cosas que dolían mucho. Fantasmas que durarían años. Y si yo no los liberaba, todo eso me comería viva. Necesité abrir otros mundos, tener otras pieles para digerirlo y canalizarlo”, intuye. “Creo que es por eso que elegí ser actriz”.
La elección de una vocación con peaje. Al menos para una niña de once años que se abría camino en un fenómeno popular como Chiquititas sin fin (Telefe, 2006). “No tuve viajes de egresados ni me quedaron amigos del colegio”, revela. “Estudiar fue un trámite. La condición para seguir actuando”, describe. Y vaya si estaba convencida que hasta fue abanderada. “Sigo así de autoexigente y determinada, siempre a todo o nada”, bromea. “Pero también fue el crédito que necesitaba, la forma de decirle a mis viejos: ´Aquí tienen, ahora déjenme actuar tranquila´”. Cambió de instituto dos veces –el tercero fue “para niños actores” con modalidad a la distancia– y respecto del vínculos con sus pares, sintetiza: “Tenía una traba, no lo pasé mal. No me querían mucho, me gastaban”. Recuerda brevemente “las miradas clavadas” y la frase “ahí viene Susana” cuando entraba a algún aula. Eva no fue popular ni divina. Se describe como “la nerd con mochila de Shrek y carpetita hecha a mano”. Siempre tímida, “muy tímida”. Lo que le valió también la integración en la interna grupal de Patito Feo. " Pero era muy empática, siempre me hice amiga del desprotegido”, cuenta.
La adolescencia llegó con los cuestionamientos sobre el valor y los privilegios de la belleza y hasta de la sexualización. Se propuso otro modo de plantarse en lo que, definitivamente, sería su medio de vida. Con 16 años tenía claro que para escapar de estereotipos debía crecer, “buscar herramientas de instrucción, aprender, conocer y probarse más”. Así fue que levantó la mirada más allá de la industria televisiva. Y entre tanto de esta charla, desenfunda un episodio –lamentable episodio– en el camino de lograr su debut cinematográfico. “Un reconocido director me citó para leer el guion de lo que sería primer protagónico en esa industria. Una suerte de casting. Pasaron dos horas y no habíamos leído nada”, recuerda Eva. “Hasta que, no sé con qué excusa, insistió con tomar unas fotos de mis pechos, al tiempo de convencerme de que consumiera droga. Tenía cocaína, decía que era ´alita de mosca´. Por supuesto que no hice nada de lo que me pedía. En ese momento, a esa edad en la que nos creemos cancheros, no registré angustia ni dimensioné el peligro de la situación; de hecho nunca se los conté a mis papás. La ingenuidad era tal que supuse que eso sería normal. Que la necesidad de esas fotos podía ser real...”.
Escapó como pudo. Pero habría consecuencias. “Poco después comenzaron las agresiones telefónicas que aumentaron después de bajarme del proyecto”, cuenta. “En ese momento surgió la propuesta de una tira televisiva y fue mi excusa perfecta. Jamás volví a cruzármelo; de hecho. ya falleció. Pero no era la única persona que lo hacía. Él seguía un lamentable patrón de abuso de poder en este medio. No debe pasar. Y lo bueno de contarlo es ir agotando las chances, que muchos teman dar el paso. Ninguna mujer debe volver a sentirse incómoda ni vulnerada en ningún momento, tampoco buscando trabajo. Jamás. Hoy, diez años después y con tanta conciencia que afortunadamente todos desarrollamos, si alguien llegase a hacérselo a mi hijo, lo mato”.
Durante 2021 tomó clases de canto. Lorena Gaumont –la cantante que interpretó en Maradona, sueño bendito (Amazon Prime)– la iniciaría en una nueva “exploración”. Y no solo se atrevió a grabar “La gata bajo la lluvia” en reversión acústica, sino también a la invitación de su pareja. “Eduardo llegó un día con dos melodías que había compuesto y me parecían buenísimas”, cuenta. “´¿Te animás a ponerle letra?´, me preguntó. ‘Dale’. Lo hice y fuimos a grabarlas al estudio de un amigo”. Esas canciones –”una de ellas cuenta nuestra historia de juntos”– aún son partes de “un plan íntimo”, sin certeza de ver la luz, como señala. Lo cierto es que venció la barrera de ser leída. Hasta entonces nadie tiene acceso a la libreta en la que vuelca reflexiones, fantasmas recurrentes, pensamientos inconexos y hasta sus sueños minuciosamente detallados cada mañana por su “fascinación por el autoanálisis”.
Dirá que cuando vio a Edu en casa de amigos en común, pensó: “¡Qué potro este morocho, metro noventa, gracioso...!”. Pero en 2018 cada uno de ellos estaba en una relación. Que en 2019, el reencuentro grupal en aquel bar random sobre Sunset Boulevard les hizo entender “aquí hay algo más”. Que transitaron unos meses de “noviamistad” y que la cita a solas tardó en llegar. Que fueron descubriéndose de a poco. Que se sorprendieron en momentos parecidos de sus vidas. Que de repente se dieron cuenta de que habían pasado juntos varios días. Que con él, “todo es risa hasta llorar”. Que se hicieron bien desde el principio. Y no más. “Él es tan tímido... Pensá que podría tener la prensa que quisiera, pero no”, se excusa. Una línea que ella se trazó por respeto. Política personal. La que mantiene además, cuando se le pregunta por Penélope y Mónica Cruz, sus cuñadas e “inspiradoras de la pantalla y de la vida”. “Raramente me han atraído los hombres extrovertidos”, reflexiona. “Porque tampoco lo soy. Más grande me hago, más reservada me vuelvo”, revela. “Cada vez tengo menos ganas y necesidad de mostrar y de explicar”.
Cantante y compositor desde los 14 años, Eduardo Cruz Sánchez atravesó el pop hispano hasta adentrarse, creativo y apasionado, en la música electrónica y cinematográfica. Es el responsable del tango de Pirates of the Cribbean: On Stranger Tides (2011) y el soundtrack del filme Wasp Network (2019), entre otros hits. Juntos ampliaron círculos sociales entre la elite hollywoodense, aunque Eva le quite “brillantina” a esa realidad. “Sí, tenemos amigos muy conocidos y vivimos esos vínculos en la intimidad, donde fluyen naturalmente como tantos otros”, explica. Es así que charlando sobre los míticos festejos de la industria, como los post Oscar, Eva comparte algunos episodios que ya fichó en su anecdotario. “Estaba sentada en mi mesa tratando de atarme una sandalia cuando sentí que alguien me tocaba la espalda. ´Hola, ¿Sos Eva, verdad? ¡Felicitaciones por la llegada de Cairo!´, escuché. ¡Era Demi Moore! Fue un flash. Cómo decirle: ‘¡Yo te veía en Ghost!’. ¿Entendés? ¡Soy fan de Striptease! Loquísimo”, cuenta. E infaltable el de la noche en la que quiso enterrarse por la vergüenza. “De repente se nos acercó un señor, muy amoroso. Divino. Me dio la mano, como se acostumbra. ´¡Me enteré que fueron padres! Yo acabo de ser abuelo´, me contó. Charlamos unos minutos y cuando se alejó, Eduardo mi miraba y se reí. ´¿Debo saber quién es?´, le pregunté... ¡Era el mismísimo Spielberg!”.
Imposible no cholulear en Hollywood. De Dominici está de acuerdo. “Confieso haberlo hecho una sola vez”, declara. Claro, en tiempos de las idas y venidas, cuando aún no era angelina. Fue una mañana mientras comía papas fritas –”de jogging”– en el drugstore de una gasolinera. “Levanto la vista y veo a Steven Tylor cargando nafta”, relata. “Yo, fanática de esas que repiten recitales en cada gira, llamé a mi ex (Joaquín Furriel): ´¡No sabés a quién tengo en frente!´. Me dijo: ´¡Pedile una foto y mándamela!´. Pero no me animaba. Hasta que vi a su mujer saliendo del auto, entonces pensé: ´Es la oportunidad, porque no estaría acercándome a él sino que a ella´. Le expliqué que quería una foto y me dijo: ´Depende de su humor´. Mientras ella le consultaba yo quería correr, ¡pero la pregunta ya estaba hecha!”, suelta Eva. Finalmente tuvieron una charla de varios minutos. “Le conté sobre las veces que fui a verlo. Quiso saber qué hacía en Los Angeles y me deseó suerte en mi carrera. Jamás volví a pedirle una foto a nadie, fue parte de la diversión de ser turista”, concluye.
Rodaba Cosmic sin en Atlanta. De camino entre el motorhome y el set, el equipo de Edward Drake decidió que su personaje tendría más letra que la estudiada. “Entré en pánico”, cuenta Eva. Era su primer trabajo íntegramente en inglés. Y se trabó. La escena debió repetirse varias veces. En autoanálisis (su ejercicio favorito) dice haber entendido todo. Acostumbrada a roles protagónicos, la contención por parte de los directores, esta vez, le supo diferente. Volvió a sentir la adrenalina de tirarse a la pileta. La del punto de partida. La de la prueba. Entonces con quién se comparte cartel resulta “solo una anécdota”. Trabajar con Bruce Willis no le pasa a cualquiera, subrayo. “Y con Leo Sbaraglia tampoco”, responde ella. Después de todo, Hollywood “solo representa una industria con más infraestructura y presupuesto”, por eso le hace gracia que se crea que estar en ella es “haber llegado”. “¡¿Llegar adónde?!”, se pregunta. “Lo vivo como el tránsito de otra experiencia. Con la excitación que plantea otro desafío: trabajar con un idioma ajeno y bajo nuevas miradas”. Hoy, Eva es parte de The cleaning lady (FOX), reciente serie grabada en Nueva Mexico (USA), pronto se sumará al elenco de Sayen –de Alexander Witt– que se rodará en Chile, y estudia italiano porque “sería un flash trabajar en la tierra de mis ancestros”. De eso se trata este juego para ella: “Explorar, nutrirme de gente talentosa y ser siempre la que sepa menos que el resto”.
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