Detrás de Indiana, sobre esa pasarela, desfilaron también esquirlas de su propia historia. Espejo. Déjà vu. Así lo irá nombrando. El debut de su hija soltó un tráiler de memorias de 30 años en su metier. Un tramado de experiencias, pruebas y lecciones de una vida “difícil, expuesta y prejuzgada” por la que, dice, recibió de su última terapeuta la estrella dorada de la resiliencia. Tan “nueva” como la casa tigrense en la que nos recibe, hablará de lo aprendido. De la filosofía con la que hoy asume el juego de la popularidad y de la decisión de “finalmente ser feliz”. En definitiva, del por qué asegura que “para ser Nicole Neumann hay que tenerlos de acero”.
Habían sido años de presentaciones escolares fallidas por el pánico escénico. “Nos sentábamos a ver el acto de ballet y la chica no aparecía”, recuerda Nicole. Pudo con él. Y, “de repente Indi me dijo: ‘Má, quiero hacer un curso de modelo´. Creí que se trataba de un instrumento para vencer inseguridades típicas de la adolescencia, para aprender a caminar y a maquillarse o para estimular el amor propio”, cuenta. Pero Indiana Cubero (13) iba más allá de las especulaciones de su madre. Dice que el anuncio le llenó el corazón, pero “con ciertas alertas”. “Tanta exposición a la opinión popular en tiempos de redes sociales que te dejan muy a mano de los haters”, fue una de ellas. Otra, el hecho de crecer con una mamá que además es “una figura fuerte para tener de referencia”. Situaciones “buenas y malas, pero de cualquier forma difíciles de manejar para una niña”, señala Neumann. “Hubiese preferido que su inicio llegase luego de los 18 años, cuando estuviese más formada como persona y mejor plantada en la vida”, aunque se empeña en dejar claro que este aún no será un trabajo. “Mis hijas (Indiana, Allegra, de 10, y Sienna, de sies) tienen otra crianza. Jamás se verán forzadas a madurar de golpe como debí hacerlo yo”.
Y es ahí donde entraremos. Hasta sus 12 años, edad en que muchas de sus amigas fantaseaban con ser modelos, Nicole –ya protagonista de varios comerciales– pretendía el título de veterinaria o, con más fortuna, el de bióloga marina. “Pero se presentó la primera oportunidad en gráfica y a pesar de la negativa de mamá insistí, hasta conseguirla”, cuenta. Era “impensado” que una niña fuese maquillada, vestida y fotografiada como alguien mayor. Pero el hit marketinero era más fuerte que la indignación pública “y mi sueldo se había convertido en sostén de la familia”. De ella dependía el mayor ingreso de un hogar regido por su abuelo Kurt, mientras Claudia Neumann terminaba sus estudios.
Destinó parte de su primera paga a la compra de mantas y vendas para su yegua de equitación. “Moría por los caballos y quería que tuviese todo su equipo nuevito. Después cambié mis botas de montar”, recuerda. Entre tanto, esa inédita libertad disparó un hábito que hoy cita con gracias. “Me compraba boletos de Loto y de Prode esperanzada con ganar el gran premio, porque soñaba con tener un campo refugio para llevar a todos los animalitos que veía por la calle”, dice. Lo lograría veinte años después al abrir Pachamama, la chacra de tres hectáreas en la que hoy alberga a más de 40 animales.
Hasta ahí llegaría la visión romántica de un poder económico que luego sería botín en las batallas por otros tipos de independencia. “El día de mañana, si Indi quisiera convertir este hobby en una profesión voy a acompañarla solo como mamá. Desde la contención y el cariño. Para lo demás, buscaremos un representante”, aclara Nicole. “El amor y el dinero deben correr por separado”. Se refiere a los tiempos de roces inevitables. Del inminente quiebre del vínculo con su madre ya entrada en la adolescencia. Echa por tierra las versiones de una estafa. De la raquítica cuenta bancaria que habría encontrado al cumplir la mayoría de edad. Y pone el foco en cuestiones más “simples”. “Cuando quise separarme de esta situación laboral y disponer de la plata que ganaba, ya sea para ahorrar o gastar en lo que quisiera, a mamá no le gustó nada”.
“Los conflictos y las controversias eran recurrentes, ya una dinámica diaria”, señala. “Por ejemplo, yo tenía un novio más grande y mamá no me dejaba salir de noche. Entonces mi reacción era: ‘¿Pero cómo, trabajo sí pero salidas no?’. Pasaba los fines de semana en aviones. Yo no quería viajar, mamá quería que viajase... En fin. No por nada desarrollé una fobia a volar”, ironiza. A la distancia, y siendo madre, promete haber empatizado con la suya en algunos aspectos. Entonces decide sacar un saldo positivo de esa etapa. “Me aferraba a lo bueno que podía conseguir. El trabajo me daba lo que la vida o mi familia, por ahí, no. Entonces me proponía disfrutar de vacaciones pagas, de las invitaciones a esquiar o a Punta del Este, y así aprendí a disfrutar”. El optimismo, dice, sería un ejercicio cotidiano hasta estos días.
Aún así, y pese a cualquier sobreexigencia, asegura no haber sido desprotegida jamás. “Nunca fui sola por la vida ni por la noche. Ni pisaba las chacras de los managers de agencias. En eso mamá sí estuvo al lado mío, manteniéndome muy al margen del peligro”, narra. “Yo no conozco la cocaína. Nunca la vi. Hoy, a los 41, te digo: ¡No sé qué es la droga!”. Aunque recuerda que muchos “hombres mayores y oportunistas” se acercaban con intenciones “repugnantes” y que incontables veces debió surcar situaciones de peligro cuando aún no se había hecho carne la conciencia del acoso y el abuso de poder.
Así cuenta que un reconocido fotógrafo, dueño de un cachorro que la conmovía, encontró en él la excusa ideal para abordarla durante un verano esteño. “Yo tenía 12 años y el tipo me invitaba a irnos en su moto o a hacer fotos en las rocas”, relata. “Al tercer intento mamá lo increpó: ‘¡¿Qué estás haciendo?! ¡Es una criatura!’”. Claudia estuvo en guardia muchas veces más. Como cuando, tres años después, el famoso actor se obsesionó tanto con Nicole –por entonces compañera de elenco en un ciclo televisivo– que le murmuraba “barbaridades” al oído durante las tandas comerciales. “Cuando se acercaban los cortes le pedía a mamá: ‘¡Por favor, quedate al lado mío porque tengo miedo!’. Después llamaba a casa y dejaba mensajes a cualquier hora”.
A fin de cuentas admite: “Fui una chica feliz, pero con muchos obstáculos para serlo”. Atribuye parte de esa conclusión a “la sangre germana”, al modo de crianza “tan alemanote” de su madre y de sus abuelos (el mencionado Kurt y Petra). “El diálogo no existe. La expresión de cariño no existe. La contención no existe”, dice Nicole. “Por eso me ocupo tanto de mantener esa cercanía con mis hijas. El abrazo. El decirle a cada una: ´Te quiero, estoy para vos para lo que necesites´. Gracias a Dios, a tantos libros de autoayuda que llevo encima y a la terapia desde tan chica, tengo en claro qué mamá quiero ser. Y entonces pongo el foco en todas esas cosas muy simples pero tan necesarias para un chico”.
Creció sin padre. “El tipo me abandonó. Se fue. No volví a verlo nunca más”, dice. “Es mucho más duro tener un papá que no te mire a un papá fallecido. A mi me resultó muy traumático. Me hizo tan mal que, al menos al principio, mis relaciones con los hombres fueron complicadas. De algún modo y en algún punto, yo esperaba el abandono. Porque era lo que conocía de los hombres. Costó años de terapia desarticular esa desconfianza”, revela.
Paradoja. Giro de la vida. Sabio destino. Nicole resignifica el reencuentro con su padre con este relato. Duro relato. “Yo tenía 18 y me había instalado en Paris, por trabajo. Estaba de novia con un hombre diez años mayor. Un tipo que tenía lapsus agresivos”, recuerda de esos tiempos en que la soledad ya había hecho callo. “Sí, fui víctima de violencia psicológica y física”, admite valiente. “Estaba enamoradísima y creía que él se comportaba así por todo lo que había pasado en su vida, por sus traumas... Y entonces se descargaba conmigo. Lo justificaba ciegamente”, cuenta. Su psicóloga la ayudó a entender que se trataba de un amor enfermo y una frase la puso de pie: “Nicole, por lo general, las personas de este tipo suelen ser iguales con el resto de la familia”. Entonces encontró el límite: “No quiero esto para mí y mucho menos para mis hijos”.
Ya había mentido demasiado. Ya había agotado recursos para disimular los moretones de su cuerpo antes de cada sesión fotográfica. “Ya no tenía excusas. Que me había llevado por delante la alacena de casa o me había lastimando paseando al perro, no sé...”, dice. Ya había dicho ¡basta! “Cachetazos y golpes en la cara, un montón. Pero creo que lo peor que viví fue una revoleada de un control remoto que me dio en la garganta y me cortó por un ratito la respiración”, recuerda. Finalmente sería el episodio final. “Moría de amor... Qué irónico, ¿no? Esto no es sano, me repetía a mí misma. Quiero un hombre que me cuide, que me proteja. Con todo el dolor y el valor del mundo que debí juntar, lo solté. Me llevó meses olvidarlo”.
Encontró quien la cuidase. “En Europa le escribí a papá y vino a conocerme. Su abrazo fue salvador y sanador. Un clic. Me abrió la cabeza. Me dio valor en ese proceso para decidir mi libertad”, detalla. El acercamiento epistolar había comenzado tiempo atrás por parte de los abuelos paternos. Luego siguieron ellos. Con idas y vueltas en las que ni los reproches ni las explicaciones fueron prioridad. El instructor de ski austríaco Bernd Unterüberbacher comenzaría de nuevo. “Lo vi salir de la manga del avión y dije: ‘Ese es mi papá'. Lloramos los dos. Había sido una locura. Me preguntaba: ‘¿Qué pasará ahora con este señor al que no conozco?’”, recuerda Nicole.
“Supe su lado de la historia, porque hasta entonces solo tenía la versión de mamá respecto de su ausencia”, cuenta. “A él le pesaron mucho la frustración y las opiniones cuando se alejó de mí. Había venido de Alemania apostando a una relación que no se dio. La dificultad con el idioma y para conseguir un trabajo lo desalentaron. Era muy joven y toda la culpa recaía en el hombre”, detalla. “Al poco tiempo mamá conoció a Pancho (Conti), padre de mi hermana (Geraldine), y él no creyó conveniente confundirme con una visita anual siendo yo tan chiquita... Nunca tomé partido, pero digamos que cerraron muchas cosas”. Bernd –a quien Nicole suele hospedar en su chacra durante sus visitas al país– residente en Suecia, está en pareja con Camila –”un amor de mujer”– y tienen una hija llamada Clara, de 18 años, amante de los animales y aspirante a modelo. “Verlo feliz en una relación, con una familia tan sólida, fue dándome otra perspectiva del amor, de los hombres, de lo masculino en las relaciones”.
Está convencida de que la felicidad es una elección. Y no es lo único que dice haber aprendido en un largo camino de introspección. Yoga, meditación, gratitud y decretos son herramientas diarias con las que logra la conexión a ese Universo dador que devuelve sus manifestaciones. “Trabajo la abundancia y el agradecimiento por todo lo que tengo: la salud de mis hijas y la mía, el trabajo, un hogar, un amor”, cuenta. Cree en el poder de la mente. “Mi última psicóloga me dijo que soy una sobreviviente. Yo podría haber caído en la oscuridad total, en el abandono. Pude haber sido una jodida. Pero elegí ser una buena persona, sana y feliz. Tengo una cabeza fuerte y sé apuntar a eso que quiero de la vida. No me vencen fácilmente”.
Una norma personal que debió ejercitar hace muy poco, en tiempo en lo que revela haber estado cara a cara con la depresión. “Todo comenzó al darme cuenta de que ya no estaba enamorada del padre de mis hijas (Fabián Cubero). Viví ese desamor como una frustración enorme. La culpa me carcomía. Ejercía una presión constante sobre mí misma: ´No, no puedo separarme, tengo que lograr una pareja perfecta para el resto de la vida´. No debía repetir con las chicas todo eso que yo había vivido en casa. No podía permitirme causarles ese dolor. Ellas tenían que ser felices”, cuenta. “Luché con eso durante un año entero. No podía estar en casa. Llegaba, tal vez, a las 11 de la noche, me calzaba los rollers y salía por el barrio como loca”.
Se escondía para llorar. “No quería que mis hijas me viesen triste. Al quedarme sola, bajaba las persianas, cerraba todo y gritaba contra la almohada para descargar todo lo que traía dentro”, dice. “Transitaba sin ganas. Sufría insomnio. Había perdido hasta el apetito y vivía como en piloto automático. Estaba apagada. Hasta que un día me dije: ´Pará, esto debe ser lo más cercano a la depresión´”, señala. “Entonces llamé a Gabriel Rolón. Hacía poco me había llegado su libro Encuentros: el lado B del amor, y ya en la segunda página pensé: Debo hacer terapia con él”, cuenta. Fue el primer hombre con quien se analizó porque, según dice, necesitaba una mirada masculina sobre lo que padecía.
“Rolón me hizo entender que debía sincerarme con mis hijas. Que disimular lo que se vivía en casa era contraproducente”, revela. “El mensaje tenía que ser claro para ellas: ´Chicas, no se queden en donde no sean felices, porque jamás harán felices a los demás´. Hacerme cargo era también una forma de liberar a su papá. De decirle: ´Ya no puedo hacerte feliz, andá y lograrlo en otra parte´”, dice. Desde entonces, el diálogo con sus hijas se enriqueció. “Fue como gestar una cofradía. Un equipo. Saben que pueden preguntarme todo. Que todo se habla. Que la verdad de lo que somos y sentimos está aquí, no en los medios. Entendí que está bueno poder decirles: ´Perdón gordas, hoy mamá está un poco triste. Eso no solo nos unió mucho más, sino que además les dio tranquilidad”.
Una sensatez que no fue ajena a los issues de la vida en pareja. Porque el fin de su segundo matrimonio (2008 a 2018), según dice, también cambió su vida. “Amor es amor si es fácil y sano. Cuando duele y se complica, hay que cortarlo”, asegura. “Siempre vivía embrollada, en situaciones raras en las que la pasaba pésimo y cuando entendí de qué va realmente desarrollé una nueva habilidad –bromea–: en la primera que te cazo es un ´me encantó conocerte, besito, bye´. Ya sé qué quiero en términos de relaciones. Hoy, con esto que estoy viendo, finalmente digo: ‘¡Esto era el amor!’”.
Hablamos de José Manuel Urcera. Piloto de automovilismo de velocidad, Campeón de la Clase 3 del Turismo Nacional y Subcampeón en TC Pista y Turismo Carretera. Del rionegrino de 30 años que además es pentacampeón en motociclismo. Del “rey león” que esta mujer “tan ley de la selva” –como se proclama– necesitaba. Porque para enamorar a Nicole, “el hombre debe ser más fuerte, más emprendedor y más visceral que yo”, dice. “Me llevo la vida puesta, tan acostumbrada a resolver, que hay que saber estar al lado mío sin que te pase por encima. El tipo que duda o me lleva a una zona de confort, me desmotiva. La admiración, para mí, corre a la par de la libido. Manu no sólo hace que todo eso suceda, sino que además sabe proteger, sabe amarme y amar a los míos”, describe. “Me acompaña, me motiva, me apoya. Es presente”.
La trama de esta historia comenzó antes de que Nicole se diera cuenta. “Atando cabos descubrí que desde hacía mucho tiempo había estado buscándome, preguntando por mí, pidiendo conocerme”, suelta Neumann. “Hasta que alguien en común se acercó para hablarme de él. ´Tengo al hombre para vos´, me dijo. Respondí: ´A ver, veamos´. Al principio estuve reticente a la diferencia de edad. Le llevo 11 años. Y siempre había buscado parejas que pudieran darme vuelta, porque sino me aburro”, admite. “Decidí darnos chance. ´Ok, vamos a comer, de última lo paso bien un rato y ya´, pensé”.
La cita fue en un restaurante cercano a Benavidez. “Lo traje por la zona, porque ya estoy muy en ´la cómoda´”, bromea Nicole. De ahí en más, “tuvimos un montón de bueno, no sé... ni idea. Nos hablamos. No nos vemos por un tiempo. Volvemos a hablar. Y de golpe, un clic”, anuncia. “Uno atrae lo que vibra y yo lo había visualizado. Estaba frente a alguien más hombre que cualquier otro que pasara los 40”. El vínculo fluyó con tanta naturalidad que, de repente, dice haberse sorprendido entrado a casa de sus suegros. Y entonces fijaron ese momento como el punto de partida, la clásica fecha de celebración de aniversarios. “Decidimos que ese día, en esa casa del Sur, sería el inicio oficial de este noviazgo”, revela.
Las interacciones familiares se activaron sin preámbulos ni ceremonias. “Sus padres (Claudio y María Cecilia Roza) y su hermana (Paula) son un amor. Todo fue ensamblándose naturalmente. Ellos aman a mis hijas y mis hijas a ellos”, cuenta Nicole. “Manu nos cuida y nos malcría a las cuatro. Y es tan perfecto que hasta sabe respetar mis momentos con las chicas. Como mamá sé que ese tiempo a solas con ellas es muy importante. Porque si bien lo adoran, su madre soy yo. Con la que crecieron es conmigo. Y está bueno no perder el sentido de esa privacidad”.
Dice que a raíz de la noticia de la llegada del hermano que sus hijas tendrán de la nueva relación de su padre, no dejan de pedirle otro. “Insisten con la idea de que vuelva a ser mamá”, cuenta Nicole. “Y claramente, hasta que conocí a Manu creí que ese rol ya estaba cumplido para mí. De repente se instala la idea. Como entre sus proyectos está ser papá, es algo que ya hemos comenzado a charlar. Sí, se charla, se charla...”, anticipa perspicaz. “Quiero ser feliz con él, y que él lo sea conmigo”, completa. Y sabe que tal vez eso involucre la posibilidad de reapostar a una unión formal. “Casarme ya no es un sueño para mí. Pero estando tan enamorada, amando tanto a Manu, si él comenzara a sentirlo como una necesidad, estaría totalmente abierta a aceptarlo”.
Esa noche del pasado noviembre, mientras dejaban el Palacio Paz tras el debut en la edición del Argentina Fashion Week, Nicole buscó la atención de Indiana. “Hija, siempre habrá comentarios. Muchos de gente que no tiene idea de cómo es tu vida, ni de cómo hiciste para estar donde estás ni de por qué tenés lo que tenés”, pronunció de camino a casa, donde espera la vida real, como subraya. “Nunca pierdas de vista que eso malo que puedas escuchar será un doble problema para quien lo diga”. De eso dice saber más que ninguna.
Su imagen recorrió Latinoamérica hasta ser elegida por los principales editores gráficos de New York, Paris y Milán. Formó parte del elenco de siete ficciones y probó su versatilidad en 22 ciclos televisivos. Fue la estrella de una revista teatral, convocada al rodaje de cuatro films y hasta editó un disco. Pero jamás logró quitar el foco mediático de su vida personal. Fría. Apática. Distante. Conflictiva. Teje una lista de motes prejuiciosos con los que dice haber convivido, los que ha sabido acomodar y hasta satirizar durante tres décadas de popularidad. “A mí no se me perdona nada. La gente cree que tuve la vida fácil y perfecta. Que soy millonaria. Que soy cheta. Y no sé cuántas fantasías más. Entonces buscan castigarme por algún lado. Si alguien dice algo malo sobre mí, lo primero que se piensa es: ´Ah, sí. Debe ser verdad´. A veces escucho gente que... ¡Wow! Si hubiesen tenido que estar en mis zapatos no sé que hubieran hecho”.
Así como, tras las embestidas mediáticas que disparó su divorcio y los litigios pertinentes, dice haber entendido que “engancharse a declaraciones ajenas” o “permitir la filtración de algunas otras” ya no son “caminos válidos” para ella, también adoptó la filosofía de aferrarse solo a ciertas miradas. “Hace poco, en mi cumpleaños, me sentí tan llena de amor que pensé: ‘¡Qué lindo grupo de amigos tengo!’. Conocen mi historia. Saben quién soy. Gente que me dice: ‘No puedo creer cómo vas por la vida. ¡Los huevos que tenés! ¡La garra que ponés! Merecés todo lo que está pasándote. Al fin te llegó. Al fin te toca’. Eso es lo que vale. Con eso me quedo y duermo tranquila”.
Agradecimientos: Empresa-Chekka Buenos Aires. Pelo: Juan Manuel Fojo. Make up: Cristian Sepúlveda con productos Catarain Beauty.
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