Cierto chamán angelino “con voz de pájaro” que alguna vez le reveló su misión de duende en este plano, le advirtió además que el tránsito insumiría un ineludible y constante golpearse para sanar. A esta altura de la soirée, María Florencia Peña asegura no haber imaginado jamás que, a lo largo de 47 años, aquel vaticinio se le haría lifestyle. Tal vez por los resabios de las vidas pasadas en su “alma vieja” o la filia al budismo que la anima a vibrar en permanente estado de consciencia extrema, cuando las embestidas mediáticas y las otras “piñas de la vida” la atraviesan, lejos del lamento se cuestiona: “¿Qué vienen a contarme?”. Entonces, “el dolor es el mejor maestro y sus lecciones, entendimiento y liberación”.
Acepta desandar los episodios de su historia, devenidos –algunos– en hitos de debate nacional, a fin de pasar en limpio el saldo de aspectos redimidos que explican quién es hoy: “Una mina hecha a base de hacerse cargo”. En la cocina de este “refugio de tantos cambios de piel” (su PH de Palermo) se preparan dos cafés y una charla sobre la historia de su libertad.
“¡Ni siquiera nacer me salió fácil!”, ironiza en el viaje hacia su infancia con presagios de un destino innegable. Cuenta haber pujado durante 24 horas contra el peor de los pronósticos que la preclamsia suponía. Y solo sería el comienzo. “¡Llegué con la cabeza abierta!”, dispara jugando con el simbolismo. Un quiste dividía sus frontales. Y las gotas que brotaban de su frente, días después, no eran de sudor como indicaba su pediatra sino líquido cefalorraquídeo y una gran amenaza de infección según la intuición de su madre, ex estudiante de Medicina e instrumentadora. Florencia fue intervenida a los dos meses de haber nacido: “Mamá estaba salvándome la vida por primera vez”.
La segunda fue a sus cuatro años. “Había enfermado muy grave, casi a punto de morirme”, relata. Fueron días de medicación inútil por un diagnóstico mal hecho. Hasta que un pico de fiebre de 43 grados volvió a encender el instinto de Norma, desesperada porque su hija se iba. Finalmente así se confirmaría el ataque de la bacteria shigella. Todavía recuerda como un hada a la enfermera, que le inyectaba penicilina dos veces por día durante los 63 que debió permanecer en cama.
Con su cuchara de 15 centímetros –porque según declara “siempre fui de cuchara larga”– revuelve el café y una reflexión con algo de autocompasión y mucho de orgullo. “Nunca tuve un guía, un inspirador o un tutor que me animase a ponerle acción a mis deseos”. Dice haber sentido la determinación innegociable de cantar y bailar –como modo de expresión para toda la vida– por primera vez a los siete años, y “colgada de una valla durante un día entero para audicionar en Festilindo”. Y nada le importaba. “Por eso es que pude dedicarme al humor –analiza– porque no me señalo inquisidora, porque no me inhibo con la mirada de nadie, ni siquiera con la mía. Me divierto. Esa es la esencia del ser libre”.
Afuera, el empoderamiento femenino aún no era ni siquiera una utopía. En casa, la idea de ser actriz “casi inmoral” y tanta autodeterminación, “una amenaza inminente”. Es así que al ser elegida entre 825 postulantes, el padre de Peña –de los primeros ingenieros en sistemas del país– “cargando tantos miedos ancestrales” reaccionó pasmado: “¡Norma, ¿y ahora qué hacemos con esto?!”. Desde entonces, como indica: “La libertad, para mí, fue una búsqueda solitaria, dolorosa y angustiante. Siempre tuve una cabeza que no condecía con los espacios que iba habitando. Mi adolescencia fue, por lo menos, tormentosa”.
Dice no saber de qué va un reencuentro de ex compañeras, por citar solo un ejemplo al dar cuenta del peso de la responsabilidad que la popularidad de Nosotros y los otros (1989) o Son de Diez (1992) traía consigo. Aunque es algo que, asegura, “volvería a elegir en mil vidas más”. El verdadero dark side del éxito fue el maltrato. “Sufrí mucho el bullying”, revela. “Era un bicho raro en un colegio religioso, alemán y elitista. Ser amiga de Florencia Peña, la de los 45 puntos de rating, era denigrante. Los recreos se hacían insoportables. “Imaginate a una sex symbol muy precoz intentando atravesar el patio... El murmullo, los gritos y las burlas al entrar a las aulas era terrible”, relata.
“Claro que nunca fui pasiva”, explica. “Pero lo tomaba impávida, porque estaba convencida de que ese era el precio que debía pagar. Como si tuviese que resignarme a ese martirio para lavar la culpa por haber encontrado mi deseo tan temprano”. En ese contexto hasta su debut sexual fue catastrófico. “Tenía 14 años y mucha confianza en una amiga que me jugó sucio. Se enteraron todos, incluso mis viejos”, recuerda. “Me sentí manchada. Estigmatizada. Culpable”, suma. A propósito subraya el hecho de que nadie jamás le había hablado del goce y que fue criada, como muchas otras tantas “princesas”, ignorando que no existen las primeras veces perfectas y “que el sexo no es solemnidad ni solo la consecuencia del amor”. Concluye que haber vivido ese tránsito en silencio, le dio “coraje, carácter y templanza por siempre”.
Para los 19 ya había “huido” de su casa “por incomprensión de dos padres que, hasta el día de hoy, jamás dejarían de ejercitar el entendimiento”. Así se compró su primer departamento en Las Cañitas, el que había sido de Ricardo Darín (por insistencia de Susana Giménez, quien alguna vez le contó que “iba juntando lo que él dejaba por ahí hasta pagarlo”). Dice que esa casa, que le costó 50 mil dólares más de lo que había en su cuenta, reflejaba el caos de su cabeza. Vivió como “una acumuladora”. Debió vender su auto para comer y caminaba quilómetros con tal de que la gente no la viese en colectivo. “Ya había decidido mi camino colgada en aquella valla. Ahora estaba eligiendo, de la forma más cruda, más consciente, armar una vida alrededor de la actriz. Y demostrándome a mí y al mundo que podría hacerlo”, reflexiona.
A propósito de su adolescencia, surge en la conversación un hecho repudiable que el tiempo disfrazó de anécdota hasta hace 10 años. “Sufrí un abuso sexual en el trabajo”, confirma hoy llamándolo como se debe. “Yo tenía 17. Él era un compañero de elenco en el teatro. Y me tocaba. Me tocaba las tetas. Me tocaba abajo. Me tocaba”, recuerda. “Fue acoso sistemático que naturalicé, tal vez, por el hecho de ser tetona. Analizándolo ahora, creo que fue por eso que me operé”, suelta. “No porque mis lolas fuesen grandes y molestas sino porque ya no me bancaba la carga sexual. Me hacían sentir culpable de las cosas que me pasaban ahí, de las que me decían en la calle. Quería aniquilar al símbolo sexual en el que me había convertido”.
Desestima que el planteo del tema en ese contexto hubiese servido de algo: “Nadie me habría dado la razón. Es un actor muy importante, muy famoso”. Y justifica su decisión de no ejercer denuncia alguna señalando: “Está muy mayor, ya no puede hacerle daño a nadie. Hoy, entregar un nombre solo lograría correr el foco del gran tema. Y después de todo, lo importante es que nosotras, las mujeres, podamos reconocernos en las vivencias de las otras. Es detectar ‘qué de eso que leo o escucho me está sucediendo’. Como me pasó a mí”.
Y en tren de ese “despertar de todas”, confiesa una duda en su cabeza, una certeza visceral: “Tengo un tío abuelo que... Todavía estoy tratando de recordar si sufrí un abuso por parte de él”. Recuerdos “muy vagos” de las horas de la siesta atentan contra la inocencia de su yo de nueve años. Otro hecho que vivió en silencio porque, como explica, “no puedo esclarecerlo, pero siento que fue así”.
En 20 años sobrevivió a dos mudanzas, tres reformas y varias redecoraciones. Y, “tan estoico como yo” –según ella–, sigue ahí, en el living al que trasladamos nuestra conversación. Florencia adora su sofá con tapiz de lino, aún cuando –”y tal vez por eso”– sobre él recibió dos golpes claves en su historial de lecciones.
El primero fue la noticia de la muerte de Néstor Kirchner: “El dueño de una inteligencia que me enamoró como ninguna; Mentor de mi fe en la política y mis ganas de sumar voz”, como describe. Dice que lo extraña. Que lo llorará un millón de veces pero ya jamás frente a una cámara de televisión. “Años de etiquetas, agresiones, amenazas de muerte, operetas infames y hasta motes recientes como el de ‘petera presidencial’ me enseñaron que ya no debo librar todas las batallas. Que en este país ponerle el cuerpo a un pensamiento es condenatorio para el artista que toma una posición política incómoda para el establishment o desafiantes para la derecha”, asegura.
Por primera vez debió domar su libertad. Su familia lo valía. Al día de hoy, “cuando me ven desesperada por fijar posición públicamente me dicen: ´Hey, acordare de aquellas épocas´”, recuerda. Épocas en las que caía cualquier posibilidad laboral poniendo en riesgo la comida de sus hijos. “Me costó recuperar mi lugar conseguido a fuerza de sudor. No era una actriz de moda, sino una actriz de trabajo”, cuenta. “Tal es así que un productor muy reconocido llegó a citarme para decirme: ´¿Entendés que fuiste la comediante favorita de este país y perdiste todo, no?´. Finalmente me contrató con un sueldo mucho más bajo y aclarándome: ´Y agradecé que te pongo al lado de este actor para que te sientas respaldada´. Mirá ahora... Mal que le pese a muchos, aquí estoy. Soy de esas mujeres a las que si querés matar, asegúrate de que aún no respire...”.
El segundo “anuncio devastador” fue el fin de su matrimonio. Una tarde de octubre de 2011, sentados aquí, Mariano Otero –su marido desde hacía siete años– le dijo “hasta acá”. Describe la pareja como “dos artistas con un vínculo intenso, para bien y para mal”, y señala que él no toleró su modo tan suelto de afrontar la popularidad. Lo que le impidió compartir su carrera como lo hizo con sus hijos, criados de estudio en estudio. Entonces se fue. “Se fue y nunca más volvió”, recuerda Florencia.
Creyó que ese sería su fin. Que “fracasaba como la unidora que siempre fui”. Que “desintegrando el ideal de familia” deshonraba los 50 años de pareja de sus padres. “Que se llevaban parte de mi cuerpo. Que me arrebataban la felicidad. Colapsé, juro que deseé morir”, describe. Y lo hizo puertas adentro, para que los detractores públicos, en tiempos de su alta exposición ideológica, no sumaran motivos para hacerle más daño.
Hasta que un día, a la “chica superpoderosa” que se deprimía con las caídas del sol, la atacó el pánico y su psiquiatra debió intimarla: “Te interno o te ayudás”, le dijo. “Creeme que no veía salida. Llegué a pesar 46 kilos. Entraba en un pozo profundo y mis hijos, que me necesitaban, eran el motivo por el que debía poder”, cuenta. Así conoció el Zoloft, otros tantos químicos necesarios, y al “hombre de la guarda” que viviría en este living durante tres meses: su acompañante terapéutico.
“Él llegaba, charlábamos un rato en la cocina. Me escuchaba. Me daba una mirada masculina sobre el tema, que me interesaba. Después se quedaba sentado en el sillón y yo me iba a la cama. Si necesitaba algo o en algún momento de la madrugada me sobresaltaba, le mandaba un mensaje, él subía y me calmaba”, recuerda. No debía quedarse sola. Es por eso que, durante los fines de semana, el terapeuta pasaba posta a un grupo de amigos de Florencia perfectamente organizados en un grilla de turnos para la contención.
“Y entonces, pude. De a poco empecé a salir, a armar proyectos. Actuar me sanaba muchísimo”, relata Peña. Por ese entonces ensayaba Cuando Harry conoció a Sally, bailaba “medicada” en la pista de ShowMatch –”pero nadie lo sabía”– y protagonizaba El hijo de puta del sombrero en el teatro, donde revela: “Tenía un altarcito en mi camarín y durante las escenas en las que no estaba sobre el escenario, meditaba y trataba de calmarme”.
Una década después, Florencia describe a Otero como un gran maestro. Porque, como señala: “Él tuvo la sabiduría de darse cuenta antes, el valor de correrse de un sitio en el que, aunque pareciera cómodo, ya no era feliz, y la admirable convicción para negarse a mis desesperados intentos de reconquista. Hoy deduzco que cada uno de sus ´no´, me abrían la cabeza”. Durante ese tránsito de “doloroso desarraigo”, dice haber entendido de qué va el amor: “Que matrimonio no es correr del trabajo a casa, ni fusión, ni empaste, ni fagocitación ni monogamia, y que es posible compartir la vida desde las individualidades muy firmes”. Entonces revela: “Gracias a ese dolor, vislumbré cuál sería el tipo de pareja que quería para el resto de mi vida. Y así solté mi verdadera naturaleza”.
Fue tan sólo el preludio de un descubrimiento aún mayor. El “Mariano” que tatuó donde inicia su trasero fue el menos riesgoso de aquellos desesperados intentos de reconquista que mencionaba. A un año de separados, la noche de sexo que decidieron filmar sería fatal. “Estaba tratando de ponerme de pie cuando vino el hachazo”, recuerda sobre la publicación y viralización de su video íntimo. Todo lo demás –”de ese proceso que viví sola y como una violación”– ya lo conocemos.
Vale un paréntesis en este episodio. Porque mientras el juicio contra dos buscadores y tres diarios –que reprodujeron las imágenes en cuestión– sigue su curso, Florencia dispara una trama que dedujo de su propia investigación: “Habían estado espiándome”. Fue en tiempos de la coconducción de Dale la tarde (2013), junto a Mariano Iúdica. “No sabía que tenía a una infiltrada de la SIDE sentada en la tribuna. La misma que después apareció hablando mal de mí en varios programas y hasta estuvo en la operación Jaitt (Natacha), y no era ni su maquilladora ni su vestuarista”.
“¡Ahí empecé a entender todo! La Justicia, que había ofrecido investigar con sus peritos, nunca llegó a nada. Y los míos me decían: ´Esto no es un hacker normal, un chiquito desde su computadora... esto va un poquito más arriba´”, cuenta. Dice que pasado el tiempo, dejó de interesarle la respuesta a “¿Quién fue?” porque solo le importaba la que respondiese a “¿Qué vino a contarme todo esto?”.
Entonces, una terapeuta salteña le explicó cuál era esa lección. “Debía hacerme cargo de un aspecto que siempre me había costado”, relata. “Asumí que soy una mujer sexual y que no hay nada malo con eso. Que el sexo es la energía más poderosa de la humanidad. Y que hasta puedo ser autosexual, porque me permití una relación profunda conmigo misma”, revela. Y suma sin miramientos algunos detalles beneficiosos del Dígito Reiki que se hace sobre distintos puntos sexuales de su cuerpo: “Me mejoró la circulación y me aclaró la tonalidad de mi vagina”. En fin. “Así fue que liberé la represión que cargaba desde pendeja, por la que me había sacado tetas, por la que me achicaba (se encoge de hombros) como con culpa. Ya dejaría de ser como el mundo quería verme”.
“Después de aquel video, muchas mujeres me escribían diciendo: ´Pero si así lo hacés con tu marido, ¿entonces quiere decir que tenemos esperanzas?´. Y como, además de una gran exploradora del placer, me gusta ser provocadora o ´despertadora´ de conciencias, les respondía: ´¡Claro que sí! Gozar no es eso que solo puede hacerse con amantes´. Porque ser deseadas y deseantes es también un derecho femenino. Y si eso nos convierte en ´putas´, hoy puedo gritar sin pudor: ‘¡Soy putísima!’”.
Desde entonces pregona que exhibirse “sexual” no debería ser solo un asunto de puertas adentro. Que no es más que aceptación, orgullo y amor por su propio cuerpo. Que “la cosificación es un producto del otro”. Y que, por consiguiente, el feminismo no es taparse sino dejar en claro que no existe un modelo de belleza. “Elegir mostrarme desnuda con estas tetas y este culo iguala mis derechos”, asegura. “Haciéndolo, mi mensaje no es ´chicas, tengamos buen lomo´, sino ´lindo, feo, tabla o voluptuoso, amo este envase y no es lo único que me trajo hasta aquí´”.
“Con la madurez desarrollé una mirada más holística frente al espejo”, declara Florencia. “Tener certeza de quién soy y de qué quiero me amigó con las imperfecciones y entonces entendí que eso a lo que llaman sex appeal es solo saber dónde se está parada”. Aquí se asoma una suerte de misión: “Me gustan las mujeres pensantes y las que ayudan a repensarse. Lo que más me enorgullece de mí misma es la intención de hacer crecer a los demás, y mi cuerpo es parte de eso”.
Así narra la génesis de la Florencia actual: “La que dejaría atrás, y para siempre, los celos, la coerción y la monogamia. Esa que tenía en la cabeza dos compartimentos separados: el del amor y el del goce. La que, por ende, amaba profundamente a su pareja y extendía ese deseo por ahí, en silencio”, explica. “Me cansé de ser infiel. Muy infiel. Y el que lo es sabrá que quien engaña sufre el doble. Lloraba a escondidas y me decía a mí misma: ´La vida no puede ser solo de este modo´”.
Peña iniciaba el camino de la “honestidad sexual”. Y, según dice, el abogado Ramiro Ponce de León –su “master en el amor”, quien desarticuló el cliché de las cartas y las flores ensañándole que cuando la vida nos pasa por encima el reencuentro cotidiano vale más que una caja de bombones– llegaría para andarlo de a dos. La distancia (él vivía en Salta) planteó crisis y terapia compartida: “Debimos aprender a abrir las cabezas para salvar la pareja. Así acordamos amarnos como podemos, y por eso somos tan felices. Con total libertad, experimentando el sexo juntos o individualmente. Poniéndonos un único rótulo: el de disfrutadores”.
A cuatro años de haber instalado el poliamor como eje de debate nacional, Florencia insiste con que “el foco sigue esquivando la naturaleza humana para caer en el prurito del cuerno”. Las alarmas sociales ante el quiebre de la norma no descansan. “Los argentinos amamos con terror. Todavía apelamos al mecanismo de oponerse a las libertades del otro aunque en nada afecten la felicidad propia y en cual fuese la lucha por equis derecho”, sostiene. “Vivimos sobrepasados de complejos, fantasmas y tabúes. Ni siquiera la relación con el cuerpo y la desnudez es saludable: creemos que una gorda no puede coger bien o que en una familia de nudistas hay incesto y perversión. El ojo argentino sigue limitado e inquisidor”, cree. “Debatimos sobre qué país queremos, sobre planes económicos, sobre aborto legal... ¡Y aún nos da miedo hablar de sexo!”.
En esta casa, en cambio, no queda tema sin tocar. Ni prejuicio sin patear. Ni convención sin transgredir. “Convencida de que la maternidad es una aventura muy personal y que no debemos ser universales para criar a nuestros hijos, nunca intelectualicé instintos básicos. No necesité textos para embarazadas ni la payasada del baby shower –cuenta–, porque mi único librito siempre fue atender y entender lo que cada uno de mis hijos requiera o proponga”, asegura. “Nunca me obligo a hacer o deshacer. Aquí no existen reglas ni relojes. Se duerme cuando hay sueño y se come cuando hay hambre. Solo obedecemos una regla: el respeto por las individualidades. Como mamá me funciona la vida en comunión, pero sin abandonar los espacios personales”.
Si bien –respecto de su exposición– aclara que “el sufrimiento” de Tomás, Juan y Felipe “es un límite rotundo”, dice que ninguna de sus fotos más hots ni sus declaraciones polémicas podrían dañarlos más que el hecho de no percibir a su mamá “consecuente con quien es a diario”. Que prefiere que el día de mañana digan: “La vieja fue cualquiera pero así elegía ser, a sentir pena recordándome frustrada o careta”.
“Jamás bajo línea ni imparto castigos. Decirle a un hijo ´no hagas tal o cual cosa´ es lo mismo que ´hacelo sin que me entere´. Yo elijo explicar consecuencias. O sea: ´¿Tenés curiosidad por alguna sustancia? Okey, sabé que puede llevarte al peor de los sitios’. No les doy un manual sino herramientas”, describe Peña. “Quiero ser, para mis hijos, la más amorosa de sus guías: quien no les diga qué ser sino quien los acompaña a descubrir quiénes quieren ser”, revela. “Ellos y yo crecemos con una pregunta lema ante cualquier disyuntiva: ´¿Soy feliz con esta elección?´. Si es así, adelante”.
Entre tanto, hablamos de una inédita maternidad post cuarentas que descubrió con la llegada de su tercer hijo y en un contexto propio inmejorable. “Por primera vez en mi vida, el ´ser mamá´ estaba siendo una elección consciente”, reflexiona. Hay un por qué. “Quedé embarazada de Toto a los 27, a tres meses de haber conocido a Mariano y usando un DIU. Lo que insumió una doble decisión: la de tenerlo y la de estar juntos. Me costó aceptar la idea porque, además, estaba para cambiarle pañales a mi carrera, no a un bebé”, recuerda.
“Luego llegó Juan, tal vez el más carente de mis hijos, en medio de la primera separación de la pareja, y en tiempos de una intensa búsqueda personal, en la que me corría a mí misma con los prejuicios de la edad y poniendo mi cabeza contra todo”, describe. “Entonces sentí que Felipe –nacido tras la pérdida de un embarazo y contra los caprichos de la trombofilia, por la que hoy reclama una ley en el Congreso– traería mi gran y tan necesitada revancha en este aspecto de mi vida, en el momento en el que finalmente sé quién soy y por lo tanto, puedo recibirlo y mirarlo con madurez”. La maternidad ya no competía con esa energía gastada en buscarse y encontrarse. Cuando, según explica, “ya no considera ni un poco lo inalcanzable”. Cuando “el sentido del éxito y del fracaso ya está en su lugar”. Cuando “me planto donde quiero estar”. Felipe abraza hoy a “una nueva Florencia, porque su llegada sanó todos los aspectos que fui citando en esta charla, echó luz a la oscuridad que venía arrastrando”.
En torno a puertas adentro de esta familia, ya citó una regla, un lema y ahora sumará un valor de su herencia. El humor. “Siempre les enseñé a mis hijos que la vida atravesada por el humor es otra vida”, revela. “Que reírnos de todo y hasta de nosotros mismos, es un ejercicio sanador que aliviana cualquier transitar”. Es por eso que en esta casa jamás faltaron risas. Ni aún cuando en 2018 sus padres llegaron de Tanti, Córdoba, para instalarse en el cuarto del tercer piso.
“Habíamos recibido el peor de los trompazos”, rotula Florencia al diagnóstico de cáncer de páncreas terminal que iniciaría la despedida de Julio Peña. Esa invitación a volver a estar juntos solapaba una necesidad aún mayor: “Sanar una parte de nuestra historia”. Entonces no solo fueron tiempos de “reuniones con más sentido, de llantos escondidos y de quién sabía jugar mejor a disimular la verdad que se venía, sino también de hablar tanto como pudimos de cosas que nunca hablamos, para entender lo que nunca habíamos entendido”, relata.
“Él reclamaba: ´Vos te exponés mucho, hablás de política, decís lo que pensás, y la gente te maltrata; yo tengo que cuidarte´”, dice Florencia. “Habían sido años de creer que yo, proveedora de la casa, debía tener un hombre por encima para que pudiese irse seguro. Él era muy patriarca y yo muy matriarca. Entonces chocábamos. Él decía: ´Pará, dejame protegerte´. Y yo: ´¡No lo necesito, cuidate vos, hacete cargo de tu cuerpo, luchala!´. Fueron rounds tremendos, pero preciosos. Papá no vivió seis meses como nos habían anunciado. Papá vivió dos años”.
Florencia asegura que Julio finalmente entendió que “yo había elegido cada cosa que estaba en mi vida”. Fue una noche en la que con el telón de Cabaret (2019) –que ella protagonizaba en el teatro Liceo– bajaba también una era de preocupaciones y cuestionamientos. Jura que nunca olvidará el abrazo que se dieron en su camarín: “Entró llorando y me dijo: ´Hija, ya sé que vas a estar bien´. Se fue entendiendo que soy como soy y eso es lo que me hace feliz”.
Tanto como él lo es en esa “dimensión sin materia física donde se vive mejor”. Una intuición personal validada luego por una médium española que suele ayudarla a abrir sus Archivos Akáshicos para contactar a sus guías espirituales. Una tarde, decidida solo a saber si su padre estaba bien, activó una videollamada reveladora. Del otro lado del océano, la terapeuta disparó una confirmación. “Cerró los ojos y me dijo: ´Lo veo, está sonriendo y me dice que puede caminar´. Yo me largué a llorar”, cuenta Florencia. Habían sido muchos diálogos sobre esa gran preocupación de Julio, un eximio deportista, que luego de su última operación de cadera –durante su enfermedad– se negaba a regresar a su casa usando un andador.
En el segundo contacto, Julio pidió a su hija: “Decile a tu mamá que saque mis cenizas del cuarto”. Y en un tercero le habló directamente a su mujer: “Cuando te sientas sola, como te sentís a veces, agarrá la manta roja con la que me tapabas y yo voy a estar ahí con vos”. Las conexiones se hicieron cada vez más frecuentes y los diálogos mucho más interesantes. “Siempre le digo que ahora está más sabio ahí arriba y me responde que es muy feliz”, cuenta Florencia.
Con la misma convicción con la que fue quitándose el traje impuesto del catolicismo, hoy dice: “Sé que hay un Dios sin religión, un Dios sin dogma; Algo superior, una energía mayor que nos sobrevuela. Que llegamos a este plano, que es el infierno, para transitar aprendizaje y sanación”. ¿Cuál es la misión de Florencia Peña? “Unir razón y sensación”, asegura.
Entonces cuenta que cierto chamán angelino, con voz de pájaro, que alguna vez la separó de un grupo en medio de un spiritual trip californiano le dijo: “Sos un duende, viniste con la tarea de comunicar”. Fue antes de hacer un brusco ademán de corte, como si la atravesara verticalmente por la mitad. “Me largué a llorar”, narra. “Dijo: ´Te han partido en dos´. E inmediatamente me acordé de que nací con la frente abierta y había crecido muy segura de eso que me decía. Siempre sentí que en ciertas situaciones de la vida era demasiado racional y en otras demasiado instintiva. Así que aquí voy: una kamikaze de la intuición con afán de ser, como decía mi querido Galeano, ´sentipensante´. Intentando unir mis partes”.
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