Gastón Pauls, a sus 52 años, es un hombre que sabe lo que es caer al abismo y emerger con las cicatrices visibles, pero con una determinación indoblegable. Reconocido por su versatilidad actoral, hoy su voz retumba más allá de los escenarios, resonando en proyectos sociales que buscan iluminar las zonas más oscuras de la existencia humana: las adicciones. No habla desde la teoría ni desde un lugar distante; habla desde la experiencia de quien tocó fondo y encontró la manera de salir.
El café donde se llevó a cabo este encuentro está ubicado apenas a media cuadra del grupo de recuperación al que asiste con regularidad. Es simbólico y es cotidiano a la vez. Para él, nunca habrá un “alta definitiva”. “Llevo casi 17 años libre de las adicciones, pero no hay un solo día en el que me dé por curado”, reveló, con esa mezcla de vulnerabilidad y firmeza que lo define. Porque sabe que la recuperación no es un punto final, sino un recorrido diario. No baja la guardia, ni lo hará.
“Son grupos de recuperación de 12 pasos”, explicó al evocar las palabras que lo guiaron en su transformación. “Primero tenés que admitir que sos impotente. El segundo, llegás a creer que un poder superior te puede devolver el sano juicio. El tercer paso dice ‘Ponés tu vida al cuidado de Dios’, o como lo concibas, claro, Jesús, Jehová o tu abuelita. El paso 12 es llevar el mensaje al que todavía sufre”. Lo dice con un tono de voz sereno, como quien encontró un propósito en la misión de acompañar a otros. Es claro: la recuperación no solo se trata de salvarse a uno mismo, sino también de tender la mano al que aún se ahoga. “Llevar el mensaje a otro no es más que parte de mi recuperación también”, aseguró.
Por momentos, su relato suena casi como una metáfora de la vida misma: la humildad de reconocer la fragilidad propia, la fe en algo superior y el compromiso con los demás como pilares de un renacimiento. “El adicto, si le dan el alta, a veces dice: ‘Bueno, me voy a festejar, total ya estoy curado’. Es como que te quebraste una pierna, te sacan el yeso, tenés una recuperación de dos meses y volvés a jugar al fútbol. Bueno, esto es lo mismo. Entonces, yo sigo en recuperación toda la vida”, reflexionó.
Con lucidez y sin filtro, es consciente de los avances logrados, pero también de las deudas que persisten. “Creo que hay mucha mayor aceptación, hasta mediáticamente hablando, para que un famoso pueda decir ‘che, yo consumía o yo consumo, o yo tengo patologías mentales, o tengo depresión, o ataques de pánico, o ataques psicóticos’. Hay gente que lo está pudiendo expresar, que es como el primer paso, decir que no te lo guardas más, lo compartís”. Ese pequeño pero inmenso acto, según él, abre puertas y construye caminos.
Para Pauls, este fenómeno tuvo un impulso definitivo en los últimos años. “Me parece que sobre todo post pandemia hubo una aceptación mayor de lo que generó la pandemia mentalmente hablando, que la gente se animó a decir ‘che, a mí me reventó’“. Esas palabras, tan francas como inquietantes, reflejan la crudeza de un tiempo en el que la fragilidad humana quedó expuesta. Pero también marcan un punto de inflexión: el silencio comenzó a romperse.
Sin embargo, su mirada no se queda en la superficie ni en el presente inmediato. El actor, que conoce el terreno desde adentro, advierte con firmeza que el problema está lejos de disminuir. “Durante 12 años golpeaba puertas y no abría nadie para ayudar. Hoy empiezo a ver incluso muchos funcionarios que se dan cuenta de que si no agarran el tema ahora, en cinco años va a ser mucho más complicado“. Las cifras lo respaldan, aunque no necesite mencionarlas. Las adicciones, el consumo, el alcoholismo y las consecuencias devastadoras que generan no ceden, sino que avanzan como una pandemia silenciosa que atraviesa generaciones y clases sociales.
“Porque no es que va bajando el nivel de consumo. No es que hay menos drogas, no es que hay menos adictos, no es que hay menos alcohólicos. Cada vez hay más. Es pandémico”, sentenció, con la crudeza de quien no puede maquillar la realidad. Habla de muertes por sobredosis, por suicidios, por asesinatos, por accidentes de tránsito vinculados al consumo. Cada caso, una tragedia personal que resuena en lo social. “Queda un montón de gente en un estado deplorable y eso le cuesta hasta al Estado un montón de plata en hospitales”, definió. Pero más allá de los números, está el daño humano, incalculable.
Su propuesta es clara y directa: prevenir antes que lamentar. “Vayamos al antes, a prevenir para que no haya quilombo después”. La frase suena con la urgencia de un reclamo impostergable. Celebra que hoy exista un mayor compromiso, no solo desde la política, sino también desde algunas empresas. “Te diría que desde hace 3 a 4 años. Claro que hubiese estado bueno que hubiera empezado hace 17 o 20... Pero bueno, no fue. No vamos a llorar sobre la leche derramada. Ahora hay que ponerse a laburar cada vez más”.
Sus palabras son las de alguien que no pide compasión, sino acción. Porque sabe que el tiempo perdido se traduce en vidas perdidas. Entiende, como pocos, que las adicciones no son solo un problema individual, sino un drama colectivo que exige respuestas urgentes. Desde su lugar, él ya está trabajando. Y no va a parar.
Recorre el país de punta a punta llevando el mensaje a los pueblos más recónditos, a los rincones olvidados donde la realidad es cruda y el silencio ensordece. Más de 600.000 personas ya lo escucharon. Él hace las cuentas mentalmente, con humildad pero también con una precisión matemática que estremece. “El otro día sacaba la cuenta y son más, pero estamos tirando el número para abajo. Son más de 600 charlas y el promedio es de mil personas por charla. Igual es más, porque hay charlas que las doy frente a 5000 y nunca bajan de 500. Entonces, suben, pero no bajan. Y esas son en todo el país. Eso también me permite sacar una radiografía que no sé si hay mucha otra gente que lo pueda hacer”.
Esa radiografía, dice, reveló una situación compleja, una imagen difícil de soportar. Lo vio en carne viva, en pueblos donde la mitad de la población acudió a escucharlo. “He ido a pueblos de 4000 personas, donde ya 2000 estaban en la charla, y de esos, mil levantaban la mano diciendo ‘che, a mí me pasa, yo tengo un tema con esto’”. No se sorprende, pero sí se angustia. Porque lo que observa no es una excepción, sino la norma. Las adicciones son un monstruo que crece en las sombras, devorando vidas cada vez más jóvenes.
“Yo a veces me siento medio como una especie de asustador profesional”, aseguró con una mezcla de ironía y dolor. “Cuando voy a un lugar y digo que la situación es complicada, me siento como el mala onda, el tira pálida. Pero es que la situación es complicada”. Y lo que sigue, contado con la crudeza de quien no puede ni quiere maquillar la verdad, estremece hasta a los más indiferentes. “Se están suicidando pibitos de 11 años porque tienen deudas por las apuestas. Pibes de diez que prueban el paco a ver qué onda, a ver si les pega bien". Su voz no tiembla, pero se vuelve grave. Cada palabra resuena como un golpe certero.
Sin embargo, hay un episodio que Gastón eleva como símbolo de lo que considera “el horror”: madres pariendo mientras la oscuridad se filtra incluso en el momento más puro de la vida. “El año pasado di varias charlas en hospitales porque hay médicos que me decían que estaban ayudando a parir a madres que llegaban temblando por el paco, llegaban ‘puestas’. Madres que en medio de ese estado están pariendo. Se lo fumaron dos horas antes”. Hace una pausa. El aire parece espesarse. “Y eso me parecía como la oscuridad que llegó hasta el momento de dar a luz. La oscuridad llegó a la luz. No hay nada más puro que un nacimiento y ya está naciendo un pibito que tiene síndrome de abstinencia. A los dos minutos está temblando porque la madre estuvo fumando hasta hace un ratito. Le pasa todo por el cordón umbilical”.
Su relato es casi una imagen cinematográfica del infierno. “No sé si hay algo más... Es como el horror. Es como el agua que llegó a la puerta de la casa y las olas están golpeando. El fuego está quemando la choza y hay gente que está bailando creyendo que está caliente el ambiente. No, se está quemando la casa”.
Ese incendio del que habla Gastón Pauls no es metafórico: es real, tangible. Arde en las esquinas de las ciudades, en las camas de los hospitales, en las vidas que se apagan demasiado pronto. Pero él, obstinado y consciente de la urgencia, sigue golpeando puertas, advirtiendo que no hay más tiempo que perder. La oscuridad, dice, ya está aquí. Y la única manera de enfrentarse a ella es prender una luz, por tenue que sea.
Pero Gastón no solo habla en auditorios colmados. Su voz también resonó en Seres Libres, el programa donde invitó a romper silencios y a enfrentar las adicciones. Pero lo más intenso sucede puertas adentro, en la intimidad de su teléfono. “De pronto tengo un mensaje que para mí es un montón”, dice, conmovido. Lee uno de los últimos textos que le llegó: “Aunque vos no sepas quién soy. Tus palabras en Seres Libres me sirvieron mucho. Gracias. Hoy puedo ver la vida desde otro lugar”. Su voz se quiebra apenas, consciente del impacto que puede generar un testimonio en alguien que todavía está en el abismo.
Pero hay mensajes más crudos de entre los cientos y cientos que llegan pro día, imposibles de ignorar. Madres desesperadas, hijos al borde del abismo, familias enteras quebradas por el dolor. “También tengo el de una madre que me dice que tiene al hijo encerrado en el cuarto, por suicidarse, y no sabe cómo entrar”, contó como si la escena pasara frente a sus ojos. “Saco la cuenta y por ahí son cinco horas contestando mensajes, y a veces lo que me pasa es que digo ‘basta’, porque ya no me da la vista. Pero a la vez pienso que por ahí hay uno más de una madre que está con el hijo a punto de pegarse un tiro. Entonces vuelvo a entrar”, reveló.
El círculo se repite día tras día, como una trampa emocional de la que no puede escapar. “Me agarra como una especie de círculo vicioso a mí también, porque no puedo salir. Porque si no por ahí no le contesto, y se pega el tiro. Es difícil, por momentos es triste”.
El actor no lo oculta: la carga emocional es enorme, y aprender a poner límites se convierte en un desafío personal. “Tengo que aprender, y lo estoy haciendo a veces, a decir ‘hasta acá puedo’. Porque más no puedo, no me da el tiempo físico”, admite. Lo debate internamente, con su familia, consciente de que su misión de acompañar y ayudar no puede costarle la vida.
En la Casa de la Cultura de la Calle, la fundación que creó en 2004, él y su equipo trabajan en prevención y contención. En los últimos años, impulsaron talleres de escritura donde personas en recuperación escriben sobre sus propias luchas y sueños. “Hoy venía del estudio, donde un grupo de pibes grabó sus canciones. Uno salió y me dijo: ‘Estoy cumpliendo un sueño’. El sueño era que su voz se escuchara y quedara grabada. Imaginate eso. Pibes que nunca tuvieron voz y ahora la tienen”, relató con la voz entrecortada, con la emoción a flor de piel.
El proyecto Canciones por la libertad es una continuidad de los discos Canciones de cuna, en los que artistas como Luis Alberto Spinetta, Fito Páez y Ricardo Mollo musicalizaron letras escritas por niños. “Si yo hubiese seguido tomando merca, nunca habría visto eso. No hubiese visto a Spinetta, antes de morir, grabar una canción para uno de los pibes. Las adicciones te hacen perder la vida. Pero no solo muriéndote: te hacen perder momentos, te hacen perder un abrazo con un amigo, con un hijo”.
“Eso yo todo el tiempo lo agradezco”, reconoció. “Eso a mí me lo trajo mi recuperación. Me hubiese perdido un montón de cosas que tenían que ver con la vida. Te hace perder la vida, pero no solo muriéndote, te hace perder un abrazo con un hermano, con un amigo, con un hijo. Te hace perder momentos. O sea, yo perdí todo sano juicio, si hasta salí desnudo a la calle. Y ese Gastón hoy no estaría acá, claramente. Yo no me hubiese muerto o estaría muerto en vida. O sea, caminando por la calle con la cabeza perdida. No tengo dudas”
Tras ello, revivió con brutal honestidad el momento en que tocó fondo, ese instante en que la oscuridad lo consumió por completo. No maquilla ni dulcifica sus palabras; las deja crudas, como un espejo para quienes aún transitan por el mismo abismo. “Yo venía a consumir desde las nueve de la mañana del 24 de diciembre. A las seis de la tarde me encerré en mi habitación. Apagué la luz, rompí la persiana para que no entrara ni un rayo de sol y tapé la mirilla con un papelito para que nadie me mirara”.
El aislamiento fue total. El engaño, también. “Mandé un mensaje a mi familia diciendo que me iba a la playa. Eso les dije. Pero no me fui a ningún lado. Me pasé desde el 24 a las seis de la tarde hasta el 28 a las seis de la tarde, más de 100 horas consumiendo en la oscuridad, con una linterna en la mano a la que le iba cambiando las pilas. Porque no quería ver nada, ni una luz. Ese es el final tarde o temprano de los adictos. Un horror”.
La historia, contada con tanta precisión y detalle, estremece. Es un retrato del desamparo, de la mentira que consume no solo a quien está atrapado, sino también a quienes lo rodean. Pero también es el inicio de algo nuevo, porque esa tarde, al borde del abismo, Gastón pidió ayuda. Y ahí empezó su otra vida, la que hoy lo lleva a hablar sin descanso, a advertir, a gritar lo que muchos callan.