La noche del 18 de diciembre, el Campo Argentino de Polo se transformó en un escenario donde el tiempo pareció detenerse. Las luces se apagaron y, en medio del fervor de una multitud ansiosa, surgió una silueta inconfundible. Luis Miguel, El Sol de México, emergió entre ovaciones y gritos ensordecedores. La voz que conquistó generaciones y los gestos que sellaron su estilo brillaron en una despedida tan emocionante como majestuosa. Era más que un recital; era el cierre de un ciclo, el final apoteósico de su gira mundial.
Desde su llegada a la Argentina, el sábado 14, el cantante no pasó inadvertido. Acompañado por la empresaria española Paloma Cuevas, el cantante fue blanco de todas las miradas. La pareja, que oficializó su relación este año, no ocultó su felicidad. Entre fotos y miradas cómplices, compartieron veladas en icónicas parrillas como Don Julio y Cabaña Las Lilas, donde los flashes fueron tan intensos como los aplausos que el artista recibiría días después. Rodeados de fanáticos, guardaespaldas y el bullicio porteño, la ciudad los abrazó en un romance que parecía de película.
Pero el epicentro de la emoción fue el Campo Argentino de Polo. A las 21 en punto, Luis Miguel irrumpió en el escenario con “Será que no me amas” y “Suave”, clásicos ineludibles que desataron el frenesí en el público. Miles de voces se fundieron en un coro espontáneo que retumbaba bajo el cielo estrellado de Buenos Aires. El intérprete, impecable en su traje negro, sedujo con su carisma intacto. Esos gestos que sus fanáticos conocen de memoria -el movimiento de cabello, la sonrisa cómplice, la inclinación del micrófono- hicieron del recital un viaje en el tiempo.
La noche no fue solo de éxitos románticos. LuisMi, consciente de la tierra que lo recibía, rindió homenaje al tango con interpretaciones memorables de “Por una cabeza”, “Volver” y “El día que me quieras”. Así, el artista tejió una conexión profunda con su audiencia. La imagen era perfecta: el escenario teñido de luces cálidas, el sonido del tango llenando el aire y Luis Miguel en el centro, dueño absoluto de ese instante.
Las baladas, por supuesto, marcaron los momentos más íntimos. “Hasta que me olvides” y “Por debajo de la mesa” trajeron lágrimas y suspiros a un público que se balanceaba entre el éxtasis y la nostalgia. La voz del cantante, inquebrantable, navegó con facilidad entre notas graves y agudas, como si los años no hubieran pasado. Era la misma voz que hizo historia, que enamoró corazones en cada rincón del mundo.
El final llegó, inevitable pero glorioso. El público respondió con un rugido de amor y admiración. Minutos después, escoltado por motos de la policía y sus custodios, partió rumbo al Aeropuerto de Ezeiza. Allí, en la terminal VIP, aguardaba su avión privado con destino a España. Pero antes de despedirse, fiel a su estilo, dedicó unos minutos más a sus fans. Se bajó del vehículo, caminó hacia las rejas y, bajo un mar de flashes y gritos emocionados, repartió sonrisas y saludos. Paloma Cuevas, vestida en un delicado celeste, lo acompañó, completando una escena que parecía salida de una postal.
El adiós de Luis Miguel fue tan elegante como inolvidable. Cerró una gira que lo llevó a los rincones más emblemáticos del mundo y eligió Buenos Aires para su última función. Una decisión que no sorprende: la capital argentina, con su pasión y melancolía, parecía el lugar perfecto para un artista que canta al amor como nadie.
La música se apagó. El avión despegó. Pero la voz de Luis Miguel seguirá resonando en los corazones argentinos. El Sol brilló más fuerte que nunca.