Hay momentos en la vida que uno recuerda con una mezcla de nostalgia y vergüenza, aunque lejos del arrepentimiento. Para Ricardo Darín, una de las grandes estrellas del cine argentino de los últimos tiempos, esos momentos están encapsulados en finales de los setenta, cuando su rostro joven e irresistible era el imán de todas las chicas de la época. Bastaba que apareciera en la pantalla o en un evento para que las jóvenes gritaran y la emoción se desbordara, en una versión reducida, pero igualmente intensa, de una pequeña beatlemanía. Y ahí, en ese eco de aplausos y suspiros adolescentes, surgió una oportunidad que hasta al propio artista le cuesta recordar sin sonrojarse: la grabación de un disco de poemas.
En esos años, a Darín lo convocaban para protagonizar películas que parecían diseñadas solo para hacer suspirar: Los éxitos del amor (marzo de 1979), La carpa del amor (julio de 1979), La playa del amor (febrero de 1980) y La discoteca del amor (agosto de 1980), todas producidas y financiadas por la compañía discográfica Microfón, que fueron un fenómeno en su tiempo. Producciones ligeras que tenían un propósito claro: capitalizar el éxito juvenil y, al mismo tiempo, promocionar a los artistas de la compañía en la pantalla grande. Con las películas y la imagen de Darín a la cabeza, todo parecía tener sentido para los ejecutivos de Microfón, que veían en él a su nueva estrella.
Para cada estreno de estas películas, las salas se llenaban de chicas que gritaban al ver a los actores, aunque los verdaderos protagonistas -los cantantes- no estuvieran allí. Fue entonces cuando los productores vieron en Darín, con su encanto desbordante y popularidad creciente, la posibilidad de convertirlo en algo más que un actor de cine.
“Esto se le ocurrió a unas mentes iluminadas. os productores no tuvieron mejor idea de preguntarme si yo cantaba”, analizó después el actor, ya consagrado y con su característico tono de ironía. Aquellos visionarios, como él los llamó, estaban convencidos de que el joven actor, que no sabía cantar ni tenía interés en hacerlo, podía lanzar un disco. Y él, a pesar de sus reticencias, terminó aceptando, quizás empujado por la curiosidad, quizás por la presión de quienes lo rodeaban, o tal vez porque aún era joven y la fama lo envolvía en una especie de juego sin reglas claras.
Era el año 1979 y tenía en ese entonces 22 años cuando se sumergió en el proceso de grabación. Los productores, con más fe en él que él mismo, le ofrecieron un profesor de canto, pero no hubo caso. Ricardo sabía que no tenía ni el tono ni la técnica para encarar una canción. Rechazó las clases con firmeza, aunque no pudo zafarse de la idea general: si no podía cantar, lo haría recitando. Le propusieron entonces un proyecto diferente: grabar un disco de poemas, algo que había funcionado en su tiempo para otros artistas, aunque con resultados dispares, como Roberto Vicario, un ícono de los años sesenta que había sido pionero en esto, o más acá en el tiempo, el recordado Omar Cerasuolo.
“Y me copé, me encerraba en un bar y escribía todo lo que se me venía a la cabeza”, rememoró. Es en este punto de la historia de aventuras y proyectos, que un amor que se transformaría en un personaje silencioso en esta obra hace su ingreso: Martita. Ella, su novia de aquellos años, fue testigo y, de algún modo, cómplice de la fama inesperada que Ricardo estaba por experimentar. Mientras el actor se consolidaba en el cine como galán juvenil, ella, una chica “divina” según él mismo la definió, lo acompañaba en cada paso. Una figura dulce, siempre a su lado, que lo veía crecer y lo apoyaba en cada uno de esos giros que la vida le traía.
Con el tiempo, Martita fue más que una novia; era la persona a quien se le dedicó sus primeras palabras grabadas, los poemas de su único disco, De a dos, escrito como si fuera una especie de confesión elíptica de su vida, y de su amor por ella. Fue un trabajo al que el actor, con su humildad característica, se referiría más tarde como un “delirio”. Sin embargo, para Martita, esas palabras tenían un sentido profundo, una declaración de amor que ella supo recibir con emoción.
Al escuchar las grabaciones, ella no apuntaba a la calidad o el éxito comercial del trabajo; veía la intención, el esfuerzo, el cariño escondido entre líneas. Ricardo recordó cómo ella “estaba chocha” con el disco, porque lo sentía como un regalo, un guiño especial que le decía más que cualquier declaración. Ella entendía que, en cada palabra, en cada verso recitado, había algo de ese amor que vivían, un sentimiento que los unía en medio de la fiebre de los años de juventud.
Con el tiempo, el amor llegó a su fin y cada uno siguió su camino. Ella se casó con un alemán y se distanció de aquel mundo de cámaras y poesía, mientras que el de él estuvo a la vista de todos. Pero en la memoria de Darín, Martita quedó como un símbolo de su juventud, de aquellos días en que la fama lo abrazaba y le daba todo lo que un joven actor podría soñar. Aun así, en la nostalgia de sus recuerdos, ella sigue siendo “divina”, la chica que, como él dice, “no reparó en la calidad del producto, sino en la intención”.
“Esto no tiene sentido, se volvió oscuro y absurdo sin tu presencia. Estoy un poco cansado de tomar el aburrido café de siempre, esta vez más solo que de costumbre. Uno no tiene la culpa de todo, te llamé todo el día y te llamaría otras 20 horas más, porque de golpe me sentí por primera vez realmente solo”, comienza el disco con el tema que justamente le da nombre a la placa dedicada a “Osvaldo, Roberto, Gabriel, Osvel, Malfi, Sonia, Paula, Mariana y Enrique, por ayudarme a cumplir este sueño”.
Las letras de todos los tracks aparecen con el sello de Darín y Richard Mochulske (Ricardo Silvio Mochulske), un prolífico autor argentino con casi 400 composiciones registradas en SADAIC, lo que incluye hitos como “Argentina, nuestro hogar”, la versión local del megahit benéfico “We are the world”. En los créditos del álbum también figura Emilio Kauderer, en arreglos y dirección, a quien hace poco más de un mes la Legislatura de Córdoba le entregara un reconocimiento por su destacada historia como creador musical para cine y televisión.
Son diez poemas, acaso instantes, o bien relatos cortos que transportan a charlas y momentos de juventud. Como ese comienzo de Soy un buen tipo, en el que de fondo suena una característica melodía bolichera setentosa que nos ubica en una típica boite de Buenos Aires, de pisos iluminados de colores varios y columnas y barras con mucha madera tallada y mármol. La música comienza a bajar y la voz de Ricardo termina de pintar la situación: “¿Qué hacés? Te estaba estudiando desde allá, ¿ves? En la barra. Me parece que estás sola, o tu compañero se quedó dormido en algún lado, porque hace un rato que fumás con la mirada clavada en esas luces”. La que le contesta es la voz de una mujer, de las pocas que aparecen en el álbum, que le dice sin más: “Dejame sola”. RIcardo retoma el diálogo y saca a la pista todas las estrategias de seducción. “No, por favor, no malinterpretes. Yo también estoy solo y me pareció que quizás nos podamos ayudar, encontremos una forma de conocernos y tal vez no tengas que decirle nunca más a nadie ‘dejame sola’, ¿te parece?”.
Pese a que en un principio podía preverse que se trataba de un trabajo improvisado, visto a la distancia, con el empeño con que Darín se sumergió en las aguas de las historias por contar, además de los músicos y arregladores que lo rodearon, se trató de una obra de un alto valor artístico, que lamentablemente pasó sin pena ni gloria, como él mismo reconoció con el tiempo. Sin embargo, hay un dato que inquieta hasta el día de hoy. Si bien el disco tuvo escasa repercusión en todo el país, solo en la ciudad de Bahía Blanca vendió la sorprendente cifra de 7000 copias, un misterio que se agiganta con el paso del tiempo y continúa sin encontrar explicación.
En el fondo, más allá de cualquier juicio de valor estético o artístico, el disco de Darín es un reflejo de su época y de un tipo de industria que buscaba explotar cada rincón de popularidad de sus figuras. En los setenta, bastaba una cara bonita y un poco de suerte para llegar a un estrellato a veces impensado. No fue el caso de Ricardo, claro está. Con el paso de los años, cuando su carrera ya estaba consolidada en el cine, esta historia comenzó a quedar como una anécdota, una de esas que él podía contar sin dejar de sonreír. Y también permite comprender cómo la industria del entretenimiento puede empujar a sus figuras más allá de sus propios límites, hasta lugares donde ellos mismos apenas se reconocen.