Lola del Olmo Iribarne podía presagiar porvenires con un breve vistazo a las palmas de las manos. Cierta mancia que daba cause a sus videncias no más allá de las fronteras de una familia en la que, entre otras tantas premoniciones, intentó prevenir accidentes y hasta predijo una viudez prematura. Ella, una artista plástica española de principios del siglo pasado, era la abuela de quien hoy es su marido y a poco de la presentación oficial abrió su mano y soltó: ‘Vas a tener dos hijos. Y a partir de un libro llegará la fama. Nunca serás millonaria pero te irá muy bien’. “Entonces me hizo gracia. Yo tenía apenas 18 y sólo sabía cocinar… Pensé: ‘¿Sobre qué podría escribir?’”, recuerda Jimena Olleác de Monteverde (52) en el inicio de esta charla sobre un destino alcanzado con pasión y el creativo impulso de la necesidad.
Si planteásemos su historia como un menú, de seguro la gran entrée sería la figura de la nonna Nina, líder de un linaje de grandes cocineras para quienes “la comida era una muestra de amor” y, según menciona, “quien marcaría mis pasos para siempre”. Todo el mundo quería a Antonia Francisca Caramia, la tarentina que a sus 15 dijo adiós a Crispiano desde la popa de un barco con el pesar de tanto que jamás evidenció. A cada beso de llegada a la vieja casona de la calle Monroe, en Urquiza, le seguía un ‘ya te preparo unos fideítos’, que se comían, claro, “después de la inefable sopita, así fuese el peor de los veranos”, recuerda. “Ella daba lo que no tenía a quienes más necesitaban. Yo la vi compartir sus platos con la gente de la calle. Su casa era de puertas abiertas y no solo sabía recibir, la nonna Nina sabía abrazar”, describe sin dejar de subrayar cuán reflejada se siente a la distancia. Jimena no olvida los paseos de su mano por la feria barrial en la que desfilaba “con los labios rojo fuego, de peluquería y muy bien perfumada”. Es que, además, Antonia era “tan coqueta” que “se levantaba de madrugada para arreglarse frente a su espejo, porque nadie podía verla jamás sin maquillaje”. Y es entonces que se quiebra.
“La tengo en un marquito al lado de mi cama, porque las personas que dejan una huella tan profunda nunca se van. Y cada vez que la necesito, hablo con ella. Sé que está siempre conmigo”, comenta. “Nuestro vínculo fue realmente muy fuerte, entrañable y cotidiano. Yo, que vivía en el campo y estudiaba en la ciudad, esperaba que llegase el invierno porque el comienzo de mis clases (terciarias) significaba instalarme en su casa, vivir juntas y, por sobre todo, cocinar con ella. ¡Cómo no llevarla tatuada, ¿no?!”, reflexiona. “Tanto nos marcó que durante años mi hijo Victorio conservó un librito que ella solía leerle para abrirlo de vez en cuando y decir: ‘Mmm… Tiene olor a la nonna’”. Así se refiere a una mentora que trascendió el límite de las hornallas. Porque además de “la cocina de la intuición, del disfrute y de la unión”, esa que “de tan simple era la más exquisita”, supo instaurar en ella valores como el de “la impecabilidad” y, por sobre todo, “el de saber ver al otro; El de la solidaridad”.
“La nonna me llamaba Lucero”, dice con esfuerzo por retener el llanto. “Porque cuando mamá, que era maestra, me dejaba cada mañana en su casa de camino al trabajo, el amanecer y mis ojos eran lo primero que ella veía”, relata. Cuando las isquemias cerebrales asecharon impiadosas, “y la nonna ya no conocía a nadie, ni siquiera podía hablar”, una visita a aquel geriátrico de Neuquén (donde se radicó para compartir tiempo con sus otras hijas y nietos) se le hizo inolvidable. “De repente me tomó la cara y suspiró: ‘¡Lucero!’ Y esa fue la última vez que la vi”, narra conmovida. Antonia partió a sus 93, en 2014. “Y hoy siendo abuela (de Malvina, 1, “que muere por mí”), resignifico a diario ese vínculo entre las dos… ¡Es terrible que la vida pase! (se quiebra) Nada vale vivir a mil. Por eso no me canso de decir: ¡Cuiden mucho a sus abuelos. Disfrútenlos hasta el último momento!”.
¿Cómo no creer en el destino? Todo eso que Jimena encontraba al filo de la mesada de la nonna, no era más que soltar una pasión que había sido macerada durante tantas horas frente a la pantalla de Buenas tardes, mucho gusto (Canal 13), en las que Petrona Carrizo de Gandulfo, Blanca Cotta o Choly Berreteaga, despertaban sus habilidades. “Algo que solían padecer mis hermanos cuando les hacía probar lo que cocinaba jugando a hacerme la cocinera de televisión”, recuerda de las épocas previas a su adolescencia, en la que, dicho sea de paso, fuese conocida en el barrio por las ventas de sus tortas. Jamás existió vocación que le ganase. “Lo tenía clarísimo”, anticipa. “Era muy buena alumna, siempre abanderada. Por lo que, en el secundario, muchos daban por hecho que yo sería médica, abogada o científica. Y cuando un día comenté que había elegido dedicarme a la gastronomía, todos lo subestimaron: ‘¡¿Entonces para qué estudiás tanto?!’, se burlaban. Y mirá…” –bromea la anfitriona de Escuela de cocina (Canal 9)– “…¡Ahora nadie puede creerlo!”.
Este vuelo por las aulas del Colegio Verbo Divino, revive memorias de lo hoy entiende “fue un bullying que dolía”. Cuando los aguaceros desdibujaban los caminos del viejo Pilar y “la ranita, en la que entrábamos todos apretadísimos” (Citroën 3CV) no los resistía, el trayecto hacia la escuela suponía un ritual particular. “Llegaba al colegio con las botas llenas de barro y las guardaba en una bolsa que escondía con total vergüenza debajo del pupitre, donde rápidamente las cambiaba por los zapatos canadienses bien lustrados que mamá, una docente obsesiva del pelo atado y la colonia, me guardaba en la mochila”, cuenta Jimena. Algo que encendía la maldad de sus compañeros. “Ellos las pateaban de un banco al otro para que yo me levantase a buscarlas hasta al frente de la sala, mientras todos se burlaban llamándome ‘la campesina’”. Un apodo, con pretensión peyorativa, que apuntaba a los orígenes a los que hoy, de seguro, es su “energía creativa”.
“La casa en la que vivíamos era un chiquero de chanchos”, dice con literalidad respecto de aquel “medio de la nada” al que llegaron desde su Bella Vista natal con “la mera intención de alejarse del ruido de cualquier civilización”, suelta con gracia. Eduardo Olleác (73), “que no tenía idea alguna de la construcción”, se atrevió a levantar paredes “de una casita muy precaria” con ayuda de cierto amigo albañil. “Me acuerdo que por aquel entonces, se estilaba darle de comer a los cerdos los restos que llegaban de los restaurantes. Veíamos a la gente bajar tachos y sacudir manteles de los que solían caer cubiertos, platos, alguna que otra taza, y de inmediato íbamos a con mis hermanos a hurgar por ahí para hacernos con eso la vajilla familiar… ¡Así que imagínate!”, señala sobre una suerte que crecía cuando “mis abuelos colaboraban trayendo algún queso, frutas, una fuente con comida o la chocolatada que nos fascinaba”.
Aún así, y a pocos metros, siempre algo brotaba a la par del optimismo. “Papá cultivaba flores en campos de colores que parecían interminables”, recuerda Jimena. “Y cada madrugaba salía a recogerlas para poder venderlas en los mercados antes del amanecer”. La vida de los Olleác, que sumaban siete, “estuvo muy vinculada a la naturaleza” y a “los sacrificios”. Es por eso que asegura tener, muy de niña, “impregnada la cultura del trabajo y del esfuerzo”, posible causa de su actual imposibilidad de permitirse un descanso. “Yo sé muy bien lo que se sufre al no llegar a fin de mes. Al no tener con qué alimentarse o con qué vestirse. La nuestra fue una vida de remo constante, luchándola como pudimos”, señala.
Demasiado aprendió de la inventiva de su madre Leticia Calvo (72), una “acérrima feminista” y “la mejor simuladora” cuando el cinto apretaba. “Los domingos a las siete de la tarde y con la más amplia de sus sonrisas, proponía organizar la ‘meriencena’”, revela de ese contexto tan matriarcal del que dice haber legado el hábito de “la decisión y la ejecución sin espera”. En fin, “entonces todos poníamos sobre la mesa pan casero, la tortita hecha con lo que se encontraba, zapallitos de la huerta preparado de mil maneras posibles durante la semana y algún pedazo de queso que quedara por ahí”, describe. Y así, luego, se iban a dormir sin mucha conciencia de que ese plan que tanto los divertía se trataba de “ahorrarnos una comida”, como relata. “¿Y sabés qué? A pesar de todo, nunca nos faltó nada, porque teníamos amor”.
Jimena empezó a cocinar “con la destreza de la necesidad”, como define. “Recreando todo eso que veía en la tele usando lo poco que había en casa. Anotaba las recetas ya pensando en cómo reemplazar o transformar los ingredientes que no podíamos comprar, como el cacao rallado por un Nesquik. Y así, de aquellas experiencias, nacieron muchas de mis reversiones y la costumbre de contarle a mis alumnos (y lectores) todas las variantes posibles en una misma preparación. Porque todavía tengo muy presente la decepción y la tristeza que se siente al ver una alacena vacía”. No ha sido azar que Cualquiera puede cocinar (Planeta, 2011) –vaticinado por Lola, ¿recuerdan?– se convirtiera en un best seller a lo largo de, al menos, doce años, ni tampoco un decir su frase ‘Hacemos lo que podemos con lo que tenemos’, sello tan personal en su comunicación y, según opina, “la misión o responsabilidad que hoy por hoy debería asumir todo cocinero televisivo”.
Claro que en casa tenía obligaciones. Imposible eludirlas siendo la mayor de cinco hermanos. Nicolás (49) y Santiago (48), llevaron la posta paterna en el diseño de parques y jardines. Aunque el primero, además, se abrió camino en la construcción y el segundo en el rubro de la cultura como responsable del Teatro Gran Pilar. Ramiro (39), su ahijado (“genio y tipazo”), quien vive en Tucumán pero “viaja por el mundo”, fue el único que siguió los pasos del abuelo materno en la medicina. “Es neurotraumatólogo infantil, hoy reconocido desarrollador de una técnica para corregir los pies de los niños con discapacidad cerebral”, detalla con orgullo. Y Milagros (41), es ingeniera agrónoma. Todos, siempre, aficionados a la reunión familiar alrededor de una buena mesa. “La hemos peleado juntos…”, recuerda. “Y tanto que cuando mamá me contó que estaba embarazada por quinta vez, casi me muero. Me enojé mucho con ella. Mucho. Sentía que esa bebé sería más responsabilidad para mí”.
Antes de su primer trabajo formal como training en el sector eventos del Alvear Palace Hotel, esta cocinera formada por Francis Mallmann, Alicia Berger, Marta Ballina y el centro The BUE Trainers, vendió tortas y dio clases de cocina “a un montón de alumnas locales con las que exponía en Pilar y llevaba a rendir a Buenos Aires”. Pero la primera sociedad se le ocurrió a los 14 y en aquel contexto en el que “no teníamos un mango”. Fue en una mateada casual cuando propuso a sus amigas “animar fiestitas infantiles los fines de semana”. Así fue como “mandé a hacer un teatrito de títeres en el que representábamos el cuento del ratón desobediente que la nonna me contaba”, recuerda. De cualquier modo, y a ojos de hoy, Jimena está convencida: “Las carencias, las burlas, los sacrificios, la voluntad y esa unión familiar que tuvimos fue forjando mi personalidad. Es por eso que no hay día de mi vida en que no agradezca todo lo que me tocó vivir”.
Retomando la analogía del menú de su historia, el plato fuerte ha sido, sin duda alguna, la irrupción de Mariano Monteverde (66), que no solo significó el despertar del amor sino la proyección de “una vida para siempre” a una edad muy precoz. Es entonces que el tema se inicia con un interrogante: ‘¿Qué resultó más duro de digerir en casa, que Monteverde fuese solo siete años menor que papá o el anuncio de un embarazo a sus 18?’ La primero opción “jamás fue un inconveniente”, porque Eduardo y este vecino administrador de clubes de polo –por entonces de 32 años, radicado en Veinticinco de Mayo pero empleado en Pilar– eran amigos. “Mi viejo ya venía diciéndonos: ‘Hay que traer a Mariano a comer, es un tan buena persona y está muy solo’. Mientras nosotros pensábamos: ‘¡Uy, qué garronazo ese tipo que ni conocemos!’ No estábamos contentos con el plan”. Y fue así que el destino caprichoso volvió a meter su cuchara.
Ese día Jimena estaba ayudando, como cada verano, en las tareas del vivero que don Olleác había sabido llevar adelante. De repente Mariano necesitó renovación del paisajismo del club que administraba y se topó con ella del otro lado del mostrador. “Vino una. Vino dos. Vino tres veces en cuestión de horas con cualquier excusa. A la cuarta apareció papá y al saludarlo le dijo: ‘Epa, ¿desde cuándo te perfumás tanto?’ Claro que se dio cuenta de todo. ‘Me parece que no es a mí a quién estás buscando’, bromeó. Y sí, fue un flechazo certero”, recuerda. La dinámica fue más o menos parecida a lo largo de esa semana. Hasta que Monteverde tomó valor para sorprenderla una noche de sábado en la puerta de la disco pilarense Cuernavaca. Desde ese instante, ese “tipo simpático, protector y sin filtro como yo, no volvimos a soltarnos más”.
Ni los quince años de diferencia entre los dos (“él llegó a verme en uniforme escolar”), ni que fuese “muy gordito”, al menos dos de los blancos “las miradas inquisidoras muy ajenas” a su alrededor, jamás fueron ítems que revirtieran importancia alguna. La vida “se vino abajo” cuando ella descubrió el secreto. “Después de un tiempo de estar juntos me enteré de que Mariano era divorciado y todo cambió”, revela Jimena. “Yo soñaba con casarme de blanco y sobre un altar. La desilusión que sentí fue tan grande que le planteé: ‘La verdad es que no estoy como para planear la vida con un hombre separado. Será mejor que cortemos acá’. Pero en casa, papá y mamá (que le llevaban tan sólo 22 años) se encargaron de hacerme reflexionar. ‘¡Pero nena! ¿Qué tiene que ver? Es un buen muchacho… Si realmente lo amás, es una locura que te alejes’, me decían. Y fui asimilando un prejuicio muy fuerte que, confieso, me pesaba”, relata.
La fecha de la boda ya estaba estipulada cuando “la sospecha de que algo pasaba” la condujo directo, “y en total silencio”, hacia el laboratorio. “Cuando al leer en ese informe que yo estaba embarazada sentí que el mundo se me caía encima”, dispara Jimena. “Solo pensé: ‘¿Cómo voy a decirlo?’ Porque en aquel entonces, este tipo de noticias, a esa edad y en ese contexto, podrían ser un shock, un golpe muy fuerte. Y estaba segura de que lo sería”. Claro que no para Mariano, “porque nada deseaba más que tener un hijo”, señala. “Yo sufría por lo que pudiesen opinar mis padres. Éramos parte de familias muy estructuradas y en mi caso, al ser la mayor, habían puesto muchas esperanzas sobre mis espaldas. Por lo que el gran miedo en mi cabeza era la postergación o un supuesto fin de mi carrera”.
Se enteró la mañana de la tarde en la que sus hermanos festejarían el egreso del colegio secundario, “por lo que fue terrible tener que actuar una sonrisa de ‘por aquí no pasa nada’”. El tsumani emocional llegaría horas después. “Fueron dos semanas de tormento”, define. “Tenía que encarar la situación y definir mi decisión, porque claramente había otra alternativa”, dice quebrada. “Y Mariano me acompañó muy amoroso. Me dijo: ‘Tranquila, yo estoy con vos. ¡Vamos para adelante! Nada en tu vida va a terminar. Voy a encargarme del bebé, de llevarlos, de traerlos, de que vos sigas estudiando y seas muy feliz’”, narra. “Pero estuve en ese terrible momento de preguntarme: ‘¡¿Qué hago?!’ Difícil, ¿no? Pero tomé la opción correcta… (se quiebra). Victorio (31) es hoy uno de los soles de mi vida”.
Y lo logró. Jimena se calzó el vestido blanco, caminó hacia “algo similar a un altar” en Centauros (donde aún viven) y un sacerdote bendijo la unión con Mariano y sus anillos. Pero lo hizo un mes antes de lo alguna vez previsto (5 de febrero de 1993), “para que aguante la panza”, bromea. Pasaron treinta y un años “como si nada”, “despelotes miles”, desempleos, malabares económicos y “crisis varias”, pero ninguna como la que los mantuvo separados durante 2010. Fue en tiempos en los que, de repente, “la cocinerita de campo” se descubrió tan erótica como graciosa y popular sobre la pista de ShowMatch (eltrece) en “el año en que más libro vendí”, señala perspicaz. “Y para Mariano, ese Bailando fue lo peor que le pasó en la vida”, asegura. Claro, el bisnieto de Lucas Monteverde, fundador del pueblo bonaerense que lleva su nombre (19 kilómetros más allá de Veinticinco de Mayo) y dueño del casco familiar (histórico) de 1854, no lograba sacudir con facilidad los mandatos de una familia por demás conservadora al ver a su mujer perrear “casi entangada” en un ciclo que alcanzaba la audiencia de un partido del Mundial.
“Tuvo que bancarse varias y empezar a abrir su cabeza”, recuerda. “Porque al día siguiente de cada una de mis galas, él llegaba al club de polo y se daba cuenta de que la gente murmuraba a su alrededor: ‘¡Uy… pobre tipo!’ Por un lado le hacían un feo vacío y por otro, alguno caía con el cuento. Entonces se pudría mal: ‘¡¿Vos dijiste que queríamos abrir la pareja?!’, me reprochaba después. ‘No, no es tan así, me sacaron de contexto…’, trataba de explicarle yo, que al firmar mi contrato le había prometido jamás meterme en problemas”, relata con gracia. “La adaptación costó mucho, para los dos. Porque varias veces me vi en el auto, volviendo a General Rodríguez (donde vive), maquillada como una puerta, a las tres de la mañana y preguntándome a mí misma: ‘¿Qué estoy haciendo? Si en un par de horas debo empezar a cocinar…’ Yo misma, con la imperiosa necesidad de estar siempre presente para mis hijos, llegué a dudar sobre si estaba descuidando a mi familia”, apunta. “No fue fácil. Él se enojó. Se enojó mucho y entonces decidimos tomar distancia para que los humores se enfriasen y realmente ver qué queríamos del otro, que era eso que nos pasaba. Mariano sentía que la mujer con la que se había casado era otra persona… ¡Y yo también lo sentía!”, bromea en serio. “Pero disfruté ese desafío y hoy creo que hice bien barrer por ahí a la chica que fui, tan abanderada y tan correcta… ¡Me lo debía!”.
Mientras escuchaba las propuestas de publicaciones como Playboy o Maxime, ”suculentas y en dólares”, para convertirla en chica de portada, Jimena vivía la mayor parte de la semana en Buenos Aires y el diálogo con Monteverde era casi nulo, a diferencia de Victorio y de Amparo, quienes celebraban verla bailar en el piso del programa junto a sus amigos y a las madres de sus amigos. Porque como dice: “Mis hijos fueron educados sin prejuicios y con total respeto por las elecciones personales. Sabiendo que pueden ser eso que quieran ser del modo que prefieran. Porque así he vivido yo toda mi vida. Nos hemos ocupado muy bien de dejarles claro que siempre estaríamos para ellos, bancando y confiando en sus propios criterios”. Finalmente y pasado el tiempo, la pareja sigue manteniendo el “dos o tres por semana”, pero de noches a la distancia y dependiendo del trabajo de Jimena en el nuevo departamento porteño “en el que dejo que me visite”, suelta con humor. “En definitiva, y después de más de tres décadas juntos, es necesario extrañarse un poquito”, reflexiona. Y si algo aprendió al lado de “mi primer y único hombre en todo sentido” es que “ninguno de los dos concibe la vida sin el otro”.
El orgullo hace sitio para instalar a sus hijos en la charla. En septiembre de 2023 y tras años de soñarse bailarina u organizadora de eventos, Amparo Monteverde (28) alzó su título de Ingeniera en alimentos y hoy trabaja en el área de Desarrollo de nuevos productos en una reconocida compañía panificadora internacional. “Ella, vegetariana desde hace tiempo, está en la onda de la comida saludable y además de enseñarme mucho, me da una mano importante en el diseño de mis recetas”, cuenta mamá. Victorio Monteverde remite a dos anécdotas respecto de un vínculo entrañable. Y la primera tiene que ver a un “episodio terrible”.
Tenía doce y jugaba la Copa Potrillos, el mayor evento de polo a nivel mundial para menores de quince años. “Yo estaba volviendo de Mañanas informales (eltrece, 2006) y desde el remise pude ver el impacto del tacazo. No me preguntes cómo fui capaz de distinguirlo desde tan lejos, pero en ese instante supe que la ambulancia se dirigía hacia mi hijo”, recuerda. “Entonces me tiré de auto y entré corriendo a la cancha (de Polo de San Isidro). Victorio se agarraba la cabeza mientras se desvanecía sobre el caballo. Cuando logró quitarse el casco y vi su cara ensangrentada casi me muero”, relata. “Él usaba antiparras, pero la potencia del golpe las quebró, rompiendo su pómulo y la órbita ocular. A todo esto, pasaban las horas y los médicos no podían asegurarnos si Victorio perdería la visión de ese ojo”, cuenta. “Finalmente, y a través de una incisión muy minuciosa por encima de sus pestañas, los cirujanos coloraron la prótesis con éxito y respiramos hondo. Fueron días desesperantes. Muy dolorosos. Realmente ha sido tremendo para todos”.
Victorio ya no juega polo (“porque no resistiría estar lejos de su familia”) y se dedica “al asesoramiento financiero para empresas y polistas”, dice Jimena. Y su visión tuvo mucho que ver con un tramo de la carrera de su madre que, a la distancia, ella capitaliza como “la gran lección del fracaso”. Se refiere a Lo de Jimena, “el restaurante que abrí donde no debía y del que nadie se enteró jamás”, dice respecto del local inaugurado en 1998 en el complejo hoy llamado Cinépolis Pilar. “Aun así, grandes personalidades lo han visitado y hasta han dejado cartas elogiando sus platos, como fue el caso de la mismísima Dolli Irigoyen (72). “Laburé, laburé, laburé… Dejé toda mi energía y nunca gané un peso”, evoca.
“Era incapaz de bajar la persiana porque siempre me costó mucho cerrar proyectos, etapas y círculos de gente. No podía… Tanto sufrí despidiendo empleados que con el tiempo volví a convocarlos para cualquier cosa que emprendiese. Muchos de ellos hoy siguen conmigo”, apunta. Nada fue en vano. “De ahí en más, aprendí a no ser tan mandada, a controlar mis impulsos, a pensar antes de dar un ‘sí’, a decir ‘no’ y a dejarme asesorar por quienes saben”. Como su propio hijo. “Porque (en 2005) Victorio me hizo ver que todo de desmoronaba. Él, con su cabeza brillante para los números, me ayudó a asimilar el fin de ese proyecto de la mejor manera y a lograr mucho de lo que vino después”.
En aquel restaurante, Jimena llamó la atención de Daniel Hadad (62), de cualquier modo el “mecenas” de su inicio televisivo en De 9 a 12 (Canal 9, 2004) y hasta en Radio 10. Ese sería el primero de varios como el ya mencionado Mañanas informales (eltrece 2006), La cocina del show (eltrece, 2010), Cocina sobre ruedas (América, 2017), Como todo (Net, 2019), y ExpertasTV (Crónica HD, 2021) por el que ha recibido un Martín Fierro de Cable. Y no dejemos a fuera, por supuesto, el hecho de que se ha convertido en la primera chef mujer en presentar la comida en las mesas de Mirtha Legrand (97) y de Juana Viale (42). Lleva once libros editados, importantes firmas patrocinantes, hasta una línea de delantales eróticos con su nombre y la envidiable cocarda de una temporada de vida de lujo en Brunéi. Sí, en Brunéi y elegida por el mismísimo Sultán Hassanal Bolkiah (78).
Fue en 1996 y en resumidas cuentas, la conexión llegó a través de Gonzalo Pieres Sr. (68), amigo de Mariano Monteverde, y asiduo anfitrión del Sultán (fanático del polo) en el campo La Baronesa. Y resultó que una de sus mujeres había aterrizado con la exigencia de no suspender su estricto régimen proteico. Fue ahí que entró Jimena en escena, con unas mousses de claras con frutas que volvieron loca a la Haseki. El acierto le valió a Monteverde la invitación, por parte de la Familia Real, para coachear a su chef privado. “Y así, embaraza de Amparo y con Victorio de 3 años, nos embarcamos hacia la isla malaya en un viaje que duró 32 horas”, recuerda, para tomar su lugar en el mismo palacio en el que, poco tiempo ante, Rod Stewart (79) y Witney Houston habían dado recitales privados en salones para doce familiares. El mismo en el que, por el capricho de algún príncipe niño, el Sultán había hecho llevar “un show de Magic Kingdom completo y tal cual como se presentaba en Disney World”.
En definitiva, “la estadía de lujo” duró tres meses, en los que, a diario, Jimena era transportada en limosine y “si necesita frambuesas la mandaban a importar desde Australia y solo para el postre de la cena”, como ocurrió en una oportunidad. Pero había un costo, ella no podía separarse de su handy porque el modo de trabajo era “stand by”. O sea, a disposición entera de los pedidos del séquito durante las 24 horas. Ah! Y un detalle más: El cachet se entregaba al finalizar el trato en un sobre sellado con la suma que la familia estimara que su trabajo había valido. “Si bien me fui de la Argentina sabiendo que el pago sería importante, nunca imaginé que compraría mi casa con tal experiencia”, remata.
Dice ser “tan presentista” que suele ignorar el debe y el haber de su trayectoria. Jimena solo se detiene a “disfrutar y a agradecer el minuto vivido”. Al momento fue reconocida hasta por el Papa Francisco (87) en Piazza San Pietro (Ciudad del Vaticano), cuando viajó a “dar un show de cocina” en la Casa Scalabrini para refugiados asistidos socialmente y en trámite de nacionalización, parte de las acciones de la red internacional de Scholas Occurrentes, impulsada por el Sumo Pontífice. “Estaba ubicada casi al final de la fila para saludarlo e increíblemente fui la única a quien se dirigió”, destacó. Al llamarlo ‘Padre Jorge’, como a él le gusta que le digan, Bergoglio la identificó compatriota de inmediato. Y al acercarse a ella le dijo con sutileza: ‘Contale a Mirtha que la veo siempre, pero que nadie más se entere’. En fin. Solo falta un ingrediente a este camino que ya ha sido un aventura y está a punto de revelarlo.
“Lo único que tengo pendiente en esta vida es ser actriz, aunque sea por un rato y en algún mini rol como el de una cocinera loca… ¡Me gustaría tanto!”, dispara y fantasea. Paradójica o contradictoriamente, no hace tanto que Jimena ha rechazo un guión cinematográfico. Sí, así como leen. “En cierto momento se me acercó un director para proponerme encarnar a una muñeca inflable en su película… ¡Imaginate!”, cuenta con gracia. “El argumento iba de una señor que me encontraba tirada en una especie de basurero, me llevaba a su casa, me bañaba y me cuidaba muy bien. La cuestión estaba en el instante en el que él se iba a trabajar. Porque la muñeca cobraba vida para encargarse de tareas como limpiar, ordenar y cocinar”, relata. “Un divague tan grande que hasta mi marido me dijo: ‘¡Por favor, rescatate en una!’ Y si no hubiese aprendido a decir ‘no’, como te conté hace un rato, de seguro sería digna de algún nosocomio”, remata con gracia.
Recién terminó de grabar en los estudios de Canal 9, dicho sea de paso “el programa que mejor me ha definido”. Después de este encuentro la espera un trayecto de 51 kilómetros, algunos videos auspiciados de recetas para redes y, por supuesto, la preparación de la cena, de lo que no desliga jamás en “un barrio al que no llegan los delivery”, como suele decir. “Todavía no aprendo a permitirme tener tiempo. Y mucho menos dejar de pensar en comida”, asegura. “Aún en vacaciones puedo resultar sumamente insoportable: Si no estoy revolviendo libros y revistas de gastronomía, estoy probando cualquier plato que pueda decodificar tomando nota”. Lo admite como un “problemita” que suele alterar a Mariano. “Ni bien nos invitan a comer a alguna casa o hay cita con la contadora, lo primero que hago es arremangarme y ponerme a amasar. Él protesta: ‘¿¡Siempre tenés que llevar algo!? ¡No pasa nada si paramos por ahí a comprar un budín!’ O por ahí un domingo a la mañana mis hijos me escriben: ‘Ey, mami, ¿te hacés un asadito?’ Y entonces el fin de semana se transforma, porque saben que no sólo habrá asadito… También pan casero, el rogel del que son fans y ensaladas de todo tipo”, detalla más allá de sus especialidades clásicas como las berenjenas a la parmesana, su key lime pie y el mbejû.
“¿Qué voy a hacer? Y no quiero corregir esa locura, porque estoy muy convencida de que la comida saca lo mejor de las personas y darla es hacer saber que ‘Pensé en vos’”. La cocina sigue siendo para Jimena el amor de la nonna Nina viajando en algún aroma. La sonrisa de sus hermanos a los pies de la huerta de papá. El perfume del biscocho desde la tranquera. Y el ingenio de mamá, abrazándolos con magias. “La cocina es mi marca, es mi forma de querer, la misión que disfruto con el alma”, se anima a definir. “La cocina es mi vida y yo sé que doy vida a través de la cocina”.
Fotos y Video: Alejandro Beltrame y Gastón Taylor