En el brillo sutil y melancólico de su voz, María Martha Serra Lima llevaba el peso de una historia familiar que iba más allá de la música. La suya fue una vida marcada desde su nacimiento, el 19 de diciembre de 1944 en Martínez, como la menor y única mujer en una familia de hombres. Con una infancia tranquila, pero solitaria, sus recuerdos estuvieron teñidos de amor fraternal y risas nostálgicas. “Éramos solo varones y yo”, contaba, evocando una niñez rodeada de hermanos y una madre radiante y siempre atenta. En casa, la madre, María Martha Ramallón Paz, representaba el fulgor joven y vital que contrastaba con el padre, Iván Serra Lima, un hombre que albergaba en su interior los fantasmas de su propia historia y que, paradójicamente, fue quien la alejó del escenario que tanto la tentaba.
Iván Serra Lima, nacido en 1898, era un barítono de renombre en los círculos musicales de la época y ocupaba un lugar destacado en el Teatro Colón, donde ofició durante 10 años como primera figura. Pero lo hacía sin cobrar, movido por una pasión pura, un vínculo casi místico con la música, tal como se lo había pedido su madre. De hecho, ella fue quien lo envió a Europa a hacer lo que tanto quería: estudiar canto. Y tan bien le fue que, en esas tierras, llegó a cantar con el mismísimo Caruso.
Su historia de vida, también tuvo un capítulo que incluye a los autos. Junto con sus tres hermanos fundó la agencia en la que la marca Ford se introdujo en la Argentina: Ford Serra Lima. Era la aventura de un grupo de hombres que conoció a un inmigrante que se atrevió a traer un Ford Modelo T en la bodega de un barco. Audaces, en una oportunidad, llevaron el coche hasta las escalinatas del Congreso de la Nación con la intención de subir ese icónico espacio; un acto que los condujo brevemente a prisión, convirtiéndolos en leyendas de su propio tiempo. “Papá siempre decía que ellos fueron los que trajeron el Ford a la Argentina”, recordaba María Martha, entre risas y orgullo.
Pese a su amor por el canto, Iván nunca retomó el hábito después de casarse. De hecho, sus hijos solo lo escucharon cantar un Ave María en el entierro de un amigo. Su carrera en el Colón había sido, para él, un pasaje de juventud, un capricho, y así lo expresó cuando RCA Víctor quiso grabar su voz: lo hizo, claro, pero para beneficencia. No habría retribución económica. Para este hombre, el canto era un don sagrado, algo que, de algún modo, temía ver mancillado si su hija seguía sus pasos.
Desde niña, María Martha encontró no solo en las galas del Colón —de las que tenía abono junto con su padre— sino también en el boxeo, una pasión que, en muchos sentidos, reflejaba el combate interno de su propia vida. Sus hermanos la llevaban a ver las luchas de catch as catch can en el mítico Luna Park, un templo del deporte y espectáculo argentino. Aquel recinto vibraba con la energía de la multitud y el rugido de los púgiles en el ring, cada golpe reverberaba en el aire con una intensidad que hipnotizaba a la joven. “Era una emoción única,” recordaba. Para ella era más que un estadio; era el espacio en el que el espectáculo y la fuerza, la valentía y la derrota, se entrelazaban como un reflejo de los desafíos que la vida le impondría más adelante.
Pero en el corazón de esta joven, la música latía con un ritmo propio. En su adolescencia, un destello de independencia fue encendido al ser enviada al prestigioso Michael Ham, un colegio en el que sus padres hicieron sacrificios para que ella pudiera estudiar. Años después, recordaría la posibilidad de haberse “desatado”, enloquecido con esa libertad que la escuela le otorgaba. Sin embargo, un sentimiento profundo de responsabilidad y una gratitud perenne hacia sus padres siempre la hicieron retroceder en el último instante. Pero la tentación de la música, la fuerza que la llamaba desde adentro, era incontenible.
Su etapa como pupila tampoco la olvidó nunca. Fue después de contestarle mal a su madre, que ella se juró que su hija iría a un colegio de monjas y, con suerte, saldría solo los fines de semana. Y así fue. Durante un año, María Martha cumplió a rajatablas todo lo que se le imponía en esa casa de estudios, para poder estar en su hogar los sábados y domingos. Durante un año, así fue su vida.
A los 15 años, decidió participar en un concurso de canto en el Hotel Hermitage a instancias de un aviso de una de sus tías, no tanto con ansias de triunfo sino por el premio en juego: una alhaja de Ricciardi. “Me encantan las alhajas”, confesaba con una sonrisa. En cada actuación, su voz iba ganando adeptos, mientras cautivaba a una audiencia que crecía. Fue en uno de esos ensayos donde su vida dio un giro inesperado. Mariano Mores, Hugo del Carril y Cecilio Madanes, tres gigantes de la escena artística argentina, escucharon a la joven y quedaron fascinados. “¿Quién es ella?”, preguntaron intrigados. Querían proponerle un papel junto a Tita Merello en una obra en Mar del Plata, un sueño inimaginable para cualquier chica de su edad. Pero su padre fue un obstáculo insalvable.
“No le metan esas ideas a mi hija, no la lleven para el mundo de la noche, no sabe nada”, advirtió Iván con voz firme y autoridad incuestionable. Para él, la música no era un medio de vida, era un regalo que no debía ser comercializado. “Si querés, cantá para tus amigas”, le dijo, rechazando cualquier posibilidad de verla en un escenario, como si ese deseo pudiera dañar la espontaneidad de su voz.
Un año más tarde, en un intento por comprender mejor el talento de su hija, Iván la llevó al Colón. Frente al director, María Martha interpretó unas zambas y rancheras con la sinceridad de quien canta sin pretensiones. “¿Necesita aprender canto?”, preguntó Iván, reticente aún a aceptar el talento de su hija. La respuesta fue demoledora: su afinación era impecable, su oído, perfecto. “No aprendas nunca, te va a sacar la espontaneidad”, le aconsejó el director, sellando otra vez el futuro que tanto anhelaba.
La vida tomó un giro más calmo. María Martha, resignada, encontró su lugar como profesora de canto, guitarra e inglés, enseñando durante 17 años no solo a vecinos del barrio, sino también diplomáticos y miembros de la alta sociedad. Aunque encontraba satisfacción en su trabajo, el anhelo de cantar permanecía latente, como una llama que nunca se apagaba del todo. Pasaron los años, y fue recién en 1979, cuando ella tenía 34 años, y su padre ya no estaba, que la oportunidad de cantar, al fin, la encontró.
Esa noche, Roberto Sanz, un alumno y amigo cercano, fue quien decidió sacudir su resignación. “Ahora que murió tu papá, esta noche vienen los dueños de Le Privé y te van a hacer cantar”, le dijo con determinación. Ella, a falta de noches, en un principio no entendía a qué lugar se refería. Luego se mostró incrédula por la propuesta, al punto de casi negarse al encuentro. Sin embargo, recapacitó y pensó que quizás, en ese instante, el tiempo de las excusas había terminado. No había ya barreras, solo un escenario que aguardaba por su voz.
Cuando entonó las primeras notas, algo profundo y reprimido se liberó. Su voz se alzó, finalmente libre, con una profundidad que parecía contener todas las canciones que alguna vez se guardó para sí misma. Acompañada por una guitarra, no daba crédito de lo que tenía para ofrecer y hasta ella misma se mostró fascinada.
Tras ese comienzo en Le Privé y gracias al boca en boca, sin difusión, su sola presencia era un imán para quienes gustaban de la música romántica, y tanto se generó a su alrededor que al poco tiempo, desde otro reducto de la noche, se interesaron por ella. Los dueños de África se le presentaron y le hicieron la propuesta de ser la figura principal de un ciclo semanal. Descolocando a sus interlocutores, preguntó cuándo era el día que menos gente se acercaba al recinto. Al confirmar que eran los lunes, ella no dudó en imponer sus condiciones: “Entonces si voy a estar que sea los lunes, y si viene alguien, sepan que es por mí”.
“Hay vidas que han sido muy aburridas o que les ha costado mucho vivirlas, pero yo tengo suerte porque lo que me ha costado me ha gustado,” confesaba con una mezcla de serenidad y orgullo. Sus palabras, cargadas de experiencia, hablaban de un recorrido lleno de luchas y desafíos, pero también de gratificación. No había amargura en su tono, sino una aceptación que venía de haber elegido, a su manera, vivir una vida fiel a sí misma, incluso cuando las decisiones no siempre estaban en sus manos.
Para María Martha, las dificultades habían sido, más que piedras en el camino, escalones que la llevaron a comprender mejor quién era. En cada renuncia, como en cada éxito, había encontrado una satisfacción casi secreta, una fuerza que iba construyendo una identidad propia. La relación con su padre, su voz, los sacrificios personales, eran piezas de un rompecabezas que había aprendido a disfrutar. “Lo que me ha costado me ha gustado,” repetía, al reafirmar, la visión de una vida que, sin grandes glorias, fue vivida con valentía y convicción hasta su explosión y convertirse en la mayor exponente de la música romántica.