Héctor Larrea: el hombre que abrazó la radio para mitigar la tristeza, se convirtió en leyenda y se retiró cuando había dado todo

Con un estilo clásico y descontracturado, acompañó a millones de argentinos, atravesó edades y clases sociales y revolucionó un medio que lo tiene entre sus elegidos. Hoy cumple 86 años, alejado por decisión propia, porque un día sintió que no tenía nada más que decir

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Héctor Larrea en Rapidísimo

En el corazón de cada radio argentina resuena un nombre indeleble: Héctor Larrea. Su voz, profunda y cercana, se convirtió en un patrimonio emocional, un hilo invisible que conectó a millones de argentinos durante más de sesenta años. Aquel joven soñador nacido en Bragado comenzó a tallar su leyenda, a través de los micrófonos locales, una voz que cruzaba fronteras invisibles, acercando pueblos y ciudades en una sincronía única. La radio, para él, era mucho más que una pasión: era un compromiso, una misión de vida.

Sin embargo, en 2020, como un bailarín que se retira tras un último compás, decidió dar un paso al costado. “No me van a ver ni en figuritas”, advirtió. Y lo cumplió. Con una dignidad intacta, aquella voz que acompañó generaciones se apagó. Su despedida radial fue definitiva, firme, como cada programa que había conducido. “Quiero irme lúcido, sin empañar ni una sola palabra”, reveló. Hoy, en su autoimpuesto retiro, escucha la radio como un oyente más. Como un sabio en el silencio. Como un mito en vida.

"Yo era un pibe de 6 pirulos de Bragado, a 210 kilómetros de la Capital Federal, al que su padre le enseñó a girar el dial de la onda corta para recibir transmisiones en variados idiomas", contó Héctor Larrea (Gentileza Claudio Larrea)
"Yo era un pibe de 6 pirulos de Bragado, a 210 kilómetros de la Capital Federal, al que su padre le enseñó a girar el dial de la onda corta para recibir transmisiones en variados idiomas", contó Héctor Larrea (Gentileza Claudio Larrea)

La historia de Larrea tiene sus cimientos en una escena inolvidable de su infancia. Era un niño pequeño cuando su padre, con aquel gesto simple y trascendental, llevó una radio a la casa. Era un aparato tosco de madera que se volvió el epicentro de su hogar. En cada encendido, cobraba vida y llenaba la casa de voces y músicas que repartía ecos de otros mundos, de otras vidas. Para el niño Héctor era una ventana a lo desconocido y la promesa de un futuro que se estaba por construir.

Pero el destino lo golpeó pronto y de manera feroz. Cuando tenía nueve años, su padre, Emilio Larrea, murió y la casa que antes bullía de sonidos y risas se sumió en un silencio tan vasto como opresivo. Su madre, Celestina Felisa Villareal, quebrada por el dolor, se vistió de un luto que parecía eterno. En cada rincón de la casa flotaba el peso de una tristeza insondable. Las visitas al cementerio se volvieron rutinarias, dos veces por semana, una procesión de duelo que fue apagando el último rastro de luz en el hogar. Para el menor, esa pérdida se tradujo en una ausencia brutal: la risa de su madre, la cálida certeza de que todo iría bien, desapareció.

Héctor Larrea y el recuerdo de sus padres

Fue su tía quien, con una intuición propia de las almas grandes, le sugirió una idea, cuando ya habían pasado tres meses del luto: “Preguntale a tu mamá si podés prender la radio”. La sugerencia parecía descabellada, casi sacrílega, en medio de aquel duelo abrumador. Sin embargo, Héctor reunió valor y encaró a Celestina. Con un gesto breve, ella asintió. Aquel permiso, más que una simple afirmación, fue un renacer. Encendieron la radio, y el programa que sonaba en el dial era de humor: El Relámpago, con una voz cómica que invadió la habitación. En el rostro de su madre apareció una leve sonrisa, una grieta apenas visible en el muro de tristeza. Ese fue el primer milagro de la radio en la vida de Larrea. Supo entonces que ahí estaba su destino: algún día haría reír a la gente, aliviaría corazones. Acaso una manera de devolver gentilezas.

Tenía 13 años cuando incursionó por primera vez frente a los micrófonos. La oportunidad llegó de forma humilde: en la pequeña red de parlantes locales, allí en Bragado. Con una mezcla de nervios y esperanza, se hizo cargo de la mesa con bandejas tocadiscos. Desde los parlantes en las esquinas, su voz se expandía, resonaba en las calles, y él, recién entrando en la adolescencia, supo que estaba viviendo su sueño. Su voz, que una extensión de su ser, viajaba en ondas invisibles y tocaba a cada oyente. Larrea se sentía en casa.

El destino, sin embargo, lo empujaba más allá de su pueblo. A los quince años, con la audacia de los jóvenes soñadores, le escribió a Antonio Carrizo, a esa altura ya un legendario conductor, pidiéndole un consejo. La respuesta fue concisa pero determinante: Estudie el secundario; haga el ISER, instrúyase”. Y él, decidido, tomó esa respuesta como un mandato. Con el tiempo consiguió trabajo en la DGI de Bragado, una garantía económica mientras cuidaba de su madre. Pero su meta era otra, su deseo lo empujaba hacia el bullicio de Buenos Aires.

Con una mezcla de astucia y determinación, pidió un traslado a la capital, inventando una historia de estudios de economía y una supuesta casa. Al llegar, lo aguardaba una pensión y un futuro incierto. Sin embargo, en 1961, con la mirada fija en su sueño, se inscribió en el ISER, como lo había aconsejado el maestro. Fue la puerta de entrada al universo radial.

Héctor Larrea se trasladó a Buenos Aires en 1961 y con la mirada fija en su sueño, se inscribió en el ISER, la puerta de entrada al universo radial (Gentileza Claudio Larrea)
Héctor Larrea se trasladó a Buenos Aires en 1961 y con la mirada fija en su sueño, se inscribió en el ISER, la puerta de entrada al universo radial (Gentileza Claudio Larrea)

En 1962 comenzó a trabajar como productor. Su visión de la radio iba más allá de la voz. Quería que aquello fuera una forma de arte, un espacio donde las ideas y la música se encontraran. Pero la industria se resistía a sus aspiraciones. Un amigo le sugirió probar suerte en televisión. Larrea se presentó en Canal 13, y en una serie de sucesos fortuitos, pronto se encontró presentando un bloque de programas musicales. No era una franja horaria destacada, pero para él, poder introducir conciertos de Louis Armstrong y la voz de Mina era un logro insospechado. Los espectadores comenzaron a reconocerlo, su nombre comenzaba a resonar en otros ámbitos.

Esa popularidad creciente le permitió finalmente dar el paso que ansiaba: volver a la radio. Se plantó en la histórica sede de Radio El Mundo y pidió un espacio propio. Su propuesta era audaz: un programa que combinara humor, música, tango, folclore, jazz y algo de melódico. No le dieron las dos horas que soñaba; le concedieron solo media. Sin vacilar, propuso entonces un nombre emblemático, un título que concentraba su ambición en una palabra. Así nació “Rapidísimo”, un espacio condensado de energía, que capturaba todo lo que quería transmitir.

Su éxito fue inmediato y se mantuvo en el aire durante más de tres décadas. No solo era un programa de radio, sino un fenómeno cultural que reflejaba la identidad argentina. Y Larrea, con su estilo inigualable, se convirtió en el conductor que millones de oyentes esperaban cada mañana, un líder que desde el micrófono capturaba las emociones y pensamientos de sus oyentes.

Cuando era un joven soñador, Larrea le escribió a Antonio Carrizo, el ya en ese tiempo legendario conductor, pidiendo un consejo. La respuesta fue concisa pero determinante: “Estudie el secundario; haga el ISER, instrúyase”
Cuando era un joven soñador, Larrea le escribió a Antonio Carrizo, el ya en ese tiempo legendario conductor, pidiendo un consejo. La respuesta fue concisa pero determinante: “Estudie el secundario; haga el ISER, instrúyase”

Uno de los mayores logros del ciclo fue su innovador uso de la tecnología en la interacción con el público. En un momento en el que la radio seguía un formato unidireccional, él introdujo los mensajes telefónicos como un medio para que los oyentes pudieran participar directamente en el programa. Este cambio representó una revolución: la audiencia se sintió escuchada, participando en un diálogo activo con su conductor favorito. Las palabras y emociones de la gente común se volvieron parte de la atmósfera del programa, y Larrea se convirtió en el receptor de sus vivencias, alegrías y penas.

Más allá de su profesionalismo, Larrea nunca perdió esa conexión emocional que lo unía a sus oyentes. No era solo el conductor de un programa, sino un confidente, alguien que comprendía las angustias y alegrías de su audiencia. Como él mismo dijo en una entrevistas reciente: “Entré a la radio para transmitir alegría. La radio alegró mi vida cuando mi casa estaba triste por la muerte de mi padre”. Estas palabras, más que una simple anécdota, reflejan su compromiso inquebrantable con su vocación, un oficio que le dio sentido y propósito. Diego Maradona llegó a decirle en una ocasión: “Usted es la cocina de mi vieja en Fiorito”. Aquella frase resuena aún hoy, una metáfora que describe con precisión el rol de Larrea en la vida de millones de argentinos.

El 13 de noviembre de 2020, en una emisión especial de El Carromato de la Farsa, pronunció el monólogo que marcó el final de su carrera. Después de sesenta años en el aire, decidió retirarse y el anuncio llegó con la serenidad que sólo un hombre que entregó su vida al micrófono podría ofrecer. Su voz, que fuera el eco de tantas generaciones, llevaba una mezcla de orgullo y calma, como si estuviera cerrando las páginas de un largo libro, lleno de historias, sin prisa, pero con la certeza de que había llegado el momento.

Héctor Larrea anunció su retiro

Quiero decirles que ayer... resolví ponerle fin a esta carrera de 60 años”, comenzó, en una confesión que se sintió como una charla íntima, como si los oyentes fueran sus amigos más cercanos. En su discurso, compartió los detalles de su decisión tomada en conjunto con sus médicos, su psicóloga y su círculo íntimo, que a pesar de su inevitabilidad, no le fue fácil arribar: “Me costó tomar la decisión”, reconoció, en una de las pocas muestras de vulnerabilidad que el público presenció en este maestro de la serenidad en el aire.

Pero era hora de decir adiós. “Agradezco los ofrecimientos reiterados de la emisora para continuar. Lo agradezco eternamente, pero ya es hora, con 60 años de trabajo y 82 de edad, de quedarse en casa”. En sus palabras se percibía el cansancio de una carrera sin pausas, una travesía que, según él mismo recordó, no tuvo nunca un mes entero de descanso. “Siempre lo máximo 20 días”, relató, casi como si le estuviera explicando a un viejo amigo la magnitud de su compromiso con el medio.

Consciente de lo que significó para sus oyentes, agradeció profundamente la fidelidad del público y expresó su deseo de haber aportado a la felicidad de aquellos que lo escuchaban. Ojalá yo en pequeña escala, haya hecho para algunos un poquitito, un momento de la vida más feliz”. Fue un deseo sincero, despojado de cualquier pretensión, un acto de humildad que reflejó la verdadera esencia de Héctor Larrea: un hombre al servicio de sus oyentes, con la única intención de acompañarlos y hacerles el camino un poco más amable.

Héctor Larrea se despidió de la radio

Desde entonces, Larrea cumplió con su palabra. Rechazó cada oferta de retorno, al afirmar que su tiempo en la radio había concluido. Las cosas que pasaron, ya pasaron. Mi aire radial ya concluyó, y además tengo una suma de años…”. Con esas palabras dejó en claro que su decisión era definitiva, que su retiro era, para él, un acto de respeto hacia lo que había construido. Porque volver sería, de alguna forma, traicionar su propia historia.

En su casa, rodeado de radios a pilas, pasa sus días escuchando ese medio que lo acompañó toda la vida. Cada habitación de su hogar tiene una radio encendida, y en cada rincón resuena el eco de las voces que él alguna vez dirigió. No se trata de nostalgia, sino de una serena apreciación. Desde ese lugar contempla el paisaje que una vez construyó, ahora como un oyente más.

La historia de Héctor Larrea es la historia de un hombre que entendió, mejor que nadie, el valor de las palabras y el poder del silencio. Su retiro, lejos de ser una ausencia, es una presencia constante en el imaginario colectivo. Se despidió con dignidad, dejando una lección que solo los grandes maestros son capaces de enseñar: el valor de irse a tiempo. En cada radio encendida, en cada rincón de una Argentina que él ayudó a definir, su voz sigue viva, y su figura se mantiene como un recuerdo imborrable. Y en su retiro, su silencio es un eco profundo que sigue resonando. Porque su legado, como él mismo dijo, ya está completo.

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