Hubo un tiempo en que Carlos Alberto García Moreno era solo un niño frágil, tímido, con un mundo interior tan extendido como inaccesible para los demás. Creció en un hogar lleno de lujos, en la casa familiar de Moreno 65, en Caballito, donde las habitaciones parecían guardar secretos en cada rincón. Sin embargo, en medio de esa opulencia, encontró su verdadero refugio en un lugar más íntimo, más silencioso: la música.
A los tres años, Carlitos había descubierto el poder hipnótico de las teclas de un piano de juguete. No era un simple pasatiempo infantil; era una forma de sumergirse en una realidad paralela, una donde los sonidos lo envolvían y lo hacían olvidarse del mundo exterior. Podía pasar horas frente a ese pequeño piano, explorando los acordes, como si estuviera destinado a un camino que ni siquiera él comprendía del todo.
Había nacido el 23 de octubre de 1951, el primogénito de Carlos Jaime García Lange, un ingeniero, químico y matemático de origen holandés, dueño de la primera fábrica de muebles de fórmica en el país. Su madre, Carmen, provenía de un entorno más sencillo en Liniers, pero al casarse se había sumergido en una vida de privilegios. La infancia de Carlitos transcurrió en un entorno casi irreal, lleno de comodidades: una cancha de paleta, un montacargas para bajar los manjares que preparaban las cocineras en el tercer piso, habitaciones amplias y lujosas.
Cuando tenía dos años, recibió una citarina, un instrumento que comenzó a tocar de oído, como si ya supiera qué hacer con ella. Pero el verdadero cambio llegó cuando su abuela le regaló el piano de juguete. Para cualquier otro niño, podría haber sido solo un juguete más, pero para él fue la llave a un nuevo mundo. En poco tiempo, ya era capaz de reproducir las melodías que escuchaba, sorprendiéndose a sí mismo y a quienes lo rodeaban. La música lo envolvía, lo habitaba, como si siempre hubiera estado allí, esperando ser descubierta.
Pero el dolor golpeó temprano. En un viaje inesperado, sus padres decidieron recorrer Europa, dejando a él y a sus hermanos bajo el cuidado de su abuela y el personal de servicio. Aunque la casa seguía llena de voces y sonidos, para Charly había un silencio diferente, un vacío que ningún piano podía llenar. Esa ausencia se le quedó clavada en el alma.
Cuando sus padres regresaron, el protagonista de nuestra historia ya no era el mismo. Unas manchas blancas cubrían parte de su rostro, y los médicos no tardaron en diagnosticar vitíligo, una enfermedad que tiende a manifestarse en momentos de alto estrés o angustia emocional. No, no era una cuestión estética; esas manchas eran la marca física de su tristeza, un recordatorio de que algo dentro de él había cambiado para siempre. Nadie podía saberlo en ese momento, pero esas marcas darían origen a su legendario bigote bicolor, una especie de escudo con el que más tarde enfrentaría al mundo.
Charly, el primogénito, creció con sus hermanos Enrique, Daniel y Josi, pero, desde muy temprano, algo en él lo diferenciaba del resto. Su conexión con la música no era como la de cualquier niño. Había algo más profundo, algo que su madre fue la primera en notar y el momento clave llegó cuando el pequeño escuchó la melodía de Torna a Sorrento en una cajita musical. No necesitó más que un par de repeticiones para que, casi como un milagro, la reprodujera en el piano de juguete que tanto lo fascinaba. Carmen, asombrada, lo llevó a casa de un vecino que tenía un piano real. El pequeño, como si hubiera estado esperando toda su vida ese instante, se sentó frente al instrumento y tocó con una naturalidad que dejó a todos perplejos.
Y fue así. Al día siguiente, un piano de verdad se instaló en la casa de los García Moreno, y el destino del músico empezó a forjarse entre esas teclas. A los seis años, comenzó a tomar clases con Julieta Sandoval, una respetada profesora del Conservatorio Thibaud Piazzini. En cada evaluación destacaba por su increíble habilidad para tocar con ambas manos, una hazaña que no era común entre los niños de su edad. Pero a medida que su talento florecía, también lo hacía algo más: una rebeldía latente, una insatisfacción creciente con los límites que la música clásica comenzaba a imponerle.
Era inevitable que esa chispa de inconformismo ardiera cada vez con más fuerza. A los nueve años, cuando los demás niños seguían aprendiendo las reglas de la música clásica, él ya estaba componiendo su propia rebelión. Corazón de hormigón fue su primer tema, una canción que reflejaba su desconcierto ante la rigidez del mundo que lo rodeaba. “El corazón es blando / El corazón perdona / Pero tu corazón, parece de hormigón”, decía la letra, como si estuviera hablando no solo de los demás, sino también de sí mismo, de esa dualidad entre su sensibilidad y su deseo de romper con todo.
Pero su vida no se trataba solo de música. Aunque su mundo giraba en torno a las melodías, también era un niño que amaba jugar al fútbol con los chicos del barrio, que devoraba libros de mitología griega, y que pasaba horas explorando los misterios del Museo de Ciencias Naturales. Construía mundos imaginarios, donde los dioses y los héroes se mezclaban con las notas que tocaba en el piano.
Los veranos en La Boheme, la casa de campo familiar en Paso del Rey, eran su escape de la ciudad. Allí, nadaba durante horas y fabricaba arcos y flechas, mientras las tardes pasaban lentas y apacibles. Pero, incluso en esos momentos de tranquilidad, la música seguía siendo su compañera inseparable. La música era su hogar, su verdadera patria.
Sin embargo, la prosperidad familiar no duró para siempre. En 1959, la fábrica de fórmica cerró y, con ella, se desmoronaron las seguridades económicas de la familia. Vendieron La Boheme y la majestuosa casa de Caballito, y se mudaron a un modesto departamento en Darregueyra y Paraguay. Pero, a pesar de la pérdida material, la música nunca dejó de fluir en ese hogar. Carmen, ahora productora de programas de radio, seguía trayendo a grandes figuras del folclore y el tango a su casa.
Una noche, mientras el virtuoso Eduardo Falú afinaba su guitarra, Charly murmuró que la quinta cuerda estaba desafinada. Nadie más lo había notado. Tras varias pruebas, descubrieron que tenía razón. Aquella noche, todos comprendieron que el menor no solo tenía un talento para la música; poseía un don único: el oído absoluto, la capacidad de reconocer cualquier nota sin necesidad de una referencia. Era algo más que prodigioso, algo que lo separaba definitivamente del resto.
A los 13 años, ya graduado con honores del conservatorio, podía haber seguido el camino de la música clásica, de las salas de conciertos y las sinfonías. Pero el destino, siempre caprichoso, le tenía reservada otra ruta. Una tarde, mientras escuchaba la radio, una melodía diferente lo sacudió, era There’s A Place de The Beatles, y esa canción lo cambió para siempre. No solo lo liberó de las cadenas del conservatorio, sino que le mostró un mundo nuevo, un lugar donde podía ser él mismo, sin restricciones.
Cambió su look, dejó crecer su cabello y abandonó los formalismos. Formó su primera banda, To Walk Spanish, con dos amigos del colegio, aunque no supieran tocar. No importaba. él los dirigía, les enseñaba los acordes, y juntos comenzaron a soñar con el rock. La irrupción de los de Liverpool en su vida fue como un grito de libertad. Cuando los vio en el programa de Ed Sullivan, sacudiendo sus cabezas al ritmo de Twist and Shout, algo en él se despertó. Comprendió que el mundo no volvería a ser el mismo, y que él tampoco.
Comenzó a ver repetidamente A Hard Day’s Night en un cine de Lavalle y pronto nacería Sui Generis, junto a Nito Mestre, la banda que marcaría un antes y un después en la historia del rock argentino. Pero esa historia recién comenzaba. Para el niño prodigio que llegaba a tocar de espaldas y con los ojos cerrados, el futuro ya estaba marcado. The Beatles le mostraron el camino, pero él fue quien lo recorrió, transformando cada acorde en una revolución.