Desde el principio, el destino de Cacho Castaña -o el señor Humberto Vicente Castagna-, nacido en el seno de una familia de inmigrantes calabreses. parecía marcado por la herencia italiana de su padre, un hombre que no necesitaba levantar la mano para imponer respeto. ”Mi viejo no pegaba, pero te miraba y te dejaba congelado como si lo hiciera”, solía decir al recordar la autoridad silenciosa de su progenitor, comerciante de calzados. Esa mirada fuerte, esa mezcla de cariño y disciplina, fue una de las lecciones más profundas que el artista llevó consigo durante toda su vida.
El barrio de Flores fue su cuna y el escenario de una juventud que, en su relato, transcurrió entre el bullicio de los cafés, las horas en la fábrica de zapatos de su familia y las tardes de billar con amigos. “El café de la humedad”, un lugar donde las paredes parecían empapadas de humo y charlas interminables, era su segundo hogar. “Le decían así, aunque en realidad no se llamaba así. Era un café cualquiera, pero ahí pasábamos la adolescencia, jugando al billar y apostando por plata”, recordaba entre risas sobre el llamado café El Progreso, de Gaona y Boyacá. Allí, junto a personajes como “Horacio, el pizzero, Horacio Tricarinco, Luis Piana, el Flaco Aldo, el Tano Rotella y el Pibe Carozzo, que éramos los que estábamos constantemente”, empezó a vivir la vida a su manera, siempre con una dosis de picardía.
“Siempre caía alguno y nos hacíamos los que jugábamos mal al billar, tres bandas. Jugábamos la primera vuelta por un cafecito y lo dejábamos ganar, y después el segundo partido podíamos jugar por un vermú. El tercero ya jugábamos por 100 mangos, 200 mangos y lo matábamos”. revelaba con un dejo de nostalgia. “Jugábamos a los dados, al ajedrez, a las damas… pero la cosa era el billar, y jugábamos por guita, porque si no, no tenía sentido”, dejaba en claro.
A los 13 años, sin embargo, su vida se dividía entre ese mundo bohemio y su trabajo en la zapatería de su padre. ´Él era capataz general de Christian Dior, después hizo la fábrica cuando agarró un mango. Mi hermano mayor era el dibujante, el que creaba. y yo empecé a trabajar con ellos. Entonces empezaron a hacer una diferencia. Empezaron a fabricar en un boliche chiquitito y ya habían puesto una fabriquita bastante importante en Floresta, ahí en Avellaneda y Mercedes en la esquina”.
“Dibujábamos el modelo de zapato que se iba a usar la temporada que viene, y aparte había que hacer el molde también, ponerlo en un pantógrafo donde se hacía toda una escala del 34 al 40 en calzado de dama”, detallaba sobre las tareas que realizó hasta casi sus 30 años. Pero no solo sus saberes sobre la industria del calzado lo acompañaron toda su vida, sino también un fetiche especial: ”Me quedó un fetichismo en cuanto a los tobillos de la mujer, a probarle los zapatos y todo. Hacíamos por ejemplo zapatos a medida para novias, para fiestas, y había que probárselo. Toda la vida arrodillado a los pies de la mujer. Desde chico me quedó un fetichismo con el tobillo. Siempre digo que la mujer es como las yeguas de carrera, que cuanto más tobillo tienen, mejor son. Tobillo fino, potranca de carrera”, afirmaba cuando hablaba de esos momentos de juventud, forjado entre tacones y medidas exactas.
Pero Cacho no era un hombre que se conformara con lo que la vida le ofrecía en bandeja. Desde pequeño, supo que lo suyo no era el trabajo tradicional. ”Yo agarré la guitarra para dejar el laburo. No me gustaba nunca el laburo”, confesaba sin tapujos, mientras dejaba claro que la música había sido su verdadero amor desde siempre. Su madre a los 6 años lo llevó a estudiar música en la academia Bruni, en Trelles y Gaona: “Pero el profesor tenía una cara de ortiva terrible, y ahí dije que quería estudiar piano”, y así fue como a los 14 años ya era profesor de ese instrumento.
”El piano es el instrumento más completo, aunque nunca pude hacer bien esa desdoblación de cantar mientras lo tocaba. Con la guitarra es distinto, es más íntima, más compañera, hay más ‘duende’ cantando y componiendo con la guitarra que con el piano”. reconocía al reflexionar sobre su relación con ambos instrumentos. El tango, por supuesto, siempre estuvo ahí, acechando en la sombra de su carrera, incluso cuando Elvis Presley irrumpió en su vida y la de toda una generación. ”Yo quería tocar el piano y tener una orquesta como la de Mariano Mores. Apareció Elvis y nos llenó la cabeza de humo a todos. Queríamos ser como él, dejé de escuchar el Glostora Tango Club y empecé a mover la pelvis”, contaba entre carcajadas. Fue una época en la que se alejó un poco del tango para experimentar con la música popular, componiendo temas como La vuelta del matador y Quieren matar al ladrón, éxitos comerciales que lo catapultaron al estrellato, “pero siempre había algún tanguito”. Y finalmente, como él mismo afirmó: ”Soy un tango. Siempre vuelvo a mis raíces, porque es lo que realmente me gusta y lo que soy”.
Pero a lo largo de los años, no solo se hizo conocido por su música, sino también por su vida personal, llena de romances y controversias. Una de las historias más repetidas en la prensa fue su relación con Susana Giménez y el famoso episodio en el que tuvo que escapar de la casa de la diva cuando llegó Carlos Monzón. ”Es todo verdad, si no saltaba por esa ventana no estaría acá”, repetía ante quien lo consultaba sobre la veracidad de la historia que comenzó en el boca a boca. La escena, casi sacada de una película de acción, lo vio lanzarse desde un primer piso para caer sobre una casilla de gas, evitando así un posible enfrentamiento.
Ese verano de 1978 la diva se encontraba separada del boxeador, por lo que comenzó un apasionado romance con el cantante. En una casa del barrio Los Troncos, una noche, los ladridos de los perros anunciaron la llegada inesperada de alguien. Desencajado, el bailarín Adrián Zambelli “que nos hacía la gamba con todo y esa noche se había quedado a dormir fue el primero que me despabiló: ‘¡Rajemos que está el Negro en la puerta!’. Desde su coche, Monzón tocaba bocina fuera de la casa.
Cacho, en un intento de evitar el encuentro, saltó desde un primer piso, cayó sobre el techo de una de las casillas donde estaban los tubos de gas, y se escondió en el baúl de su auto, que manejaba el bailarín. Adrián, sin perder tiempo, puso el auto en marcha justo cuando Monzón llegaba con el suyo. “¿Este es tu auto? ¡No sabía que te habías comprado un cero kilómetro!”, le comentó Monzón a Adrián, mientras ella, dentro de la casa, rezaba para que no descubrieran a Cacho. Días después, la situación quedó como una divertida anécdota entre ellos. En el patio de esa misma casa, alrededor de las dos de la mañana, él le compuso Para vivir, una de las canciones más bellas de su repertorio. Porque, como también alguna vez explicó: “Para escribir una canción de amor tenés que sufrir. No podés inventar un dolor, salvo que seas un gran profesional de la mentira”.
Pero detrás de esa imagen de vivillo, de hombre que había tenido muchos amores y aventuras, se escondía también un Cacho más reflexivo, que no temía hablar de la soledad y de las relaciones humanas. ”El hombre siempre está solo”, además de reconocer que pese a todo “tuve una vida normal, el mito lo inventan la gente y la prensa. Yo sigo siendo el mismo y no me creo más por una nota en una revista, porque a veces yo tengo agente de prensa al cual pago para tener una nota. Si al otro día me creo esa nota, soy un gil, y acá hay muchos de esos”.
Cacho fue, en esencia, un hombre de barrio, un porteño que encarnaba los valores de una Buenos Aires que se desvanecía ante el paso del tiempo, pero que él se empeñaba en inmortalizar a través de sus tangos y de su inconfundible personalidad. Un hombre que entendió que la sabiduría llegaba a base de esfuerzos, de leer, de escuchar y de preguntar a los mayores: “Cuando diseñaba zapatos no tenía un mango. Por eso había que tratar de esforzarse y de tratar de buscar la forma de despegar. Si uno quiere pasar por la vida, dejar algo, que se diga algo de vos para sentirte que estás mejorando como persona, tenés que remarla, tenés que leer, tenés que escuchar y siempre preguntar a los mayores. Hoy día a los mayores no se les pregunta, al contrario. a los viejos los tratan como viejos y como basura”.