Nacida en el corazón de San Telmo, en un modesto hogar de la calle Defensa 715, un 11 de octubre de 1904, Laura Ana Merello llegó al mundo envuelta en la pobreza más cruda. Y sin saber que la tragedia la esperaba a la vuelta de la esquina. Su padre, Santiago Merello, un humilde chofer de mateo, murió víctima de tuberculosis cuando ella apenas tenía siete meses de vida. De él sólo le quedó un retrato desgastado y mil historias por vivir. Su madre, Ana Gianelli, planchadora uruguaya que ganaba apenas 50 centavos por día, se quedó sola para enfrentar la vida, pero las dificultades pronto fueron insuperables. Cuando Tita cumplió cinco años, su madre no tuvo más remedio que enviarla a un asilo en Villa Devoto. Ya no podía cuidarla.
“Yo no conocí a mi papá”, repetía ya no con dolor, sino con resignación. Aquella imagen, el único vestigio de su padre, lo guardaba como un talismán. “Tengo un retrato de él todo manchado de lágrimas, porque un día le dije: ‘viejo, yo no te pedí venir al mundo. Y sí, ahora estoy corriendo la coneja, sacame del pantano, ayudame’”. En su memoria resonaban las palabras finales de su padre, pronunciadas en el hospital donde murió, tal vez el Rawson, y relatada de boca en boca como folklore familiar. “Cuídenme a la negrita”, rogó antes de partir, con su compañero de habitación como testigo. Esa “negrita”, como él la llamaba, crecería sin su protección, pero con la firme convicción de que su vida estaba destinada a algo más.
Desde temprana edad, Laura fue una niña sin lugar fijo, una nómada de la miseria. Tras la estancia en el asilo, pasó por Montevideo, donde se desempeñó como sirvienta sin paga. Y ya para sus once años, de nuevo en Buenos Aires y viviendo con su madre “en una casa de varias piezas en la calle Victoria frente a la plaza del Congreso”, un médico sospechó que podía padecer tuberculosis y, como medida preventiva, la enviaron a Bartolomé Bavio, un pequeño pueblo rural a unos cien kilómetros de la capital. Allí trabajaba sin descanso, cuidando el ganado y haciendo tareas del hogar, en la casa de un tío que era ordeñador.
“Me levantaba a las 4 de la mañana, hice todo lo que se le puede pedir a un boyero: campear y ordeñar las vacas, prender el fuego para el desayuno de los peones, preparar el asado, en fin, muchas cosas, solo por la casa y la comida. No cobraba. Estuve un año ahí, hasta que mi madre me fue a buscar”, evocó. En esos campos convivió con los siete hijos varones del arrendatario, con quienes trabajaba a la par, uniendo fuerzas, pero sin olvidar que su realidad era diferente. No era una campesina. No tenía hogar.
Al regresar a la ciudad, continuó su vida errante junto a su madre: “Ella se mudaba cada 8 o 10 días”, recordaba con una mezcla de resignación y melancolía. Ahora vivían en la Cortada del Carmen donde ejecutó todo tipo de “trabajos de pobre, de esos que lo único que permiten es ir tirando”. Sin embargo, aquellos años dejaron una marca indeleble en su carácter. La dureza de la vida, la constante lucha por la subsistencia, el hambre y la necesidad, todo eso la moldeó, la endureció. “A mí no me enseñó nadie, me enseñó la vida, el hambre. Entré al teatro y me hice actriz por hambre, no estudié. A sentir no te enseña nadie más que la vida, caminando como caminé yo a mis 13 años, a mis 15, a mis 17″, explicaba, con la contundencia de la sabiduría popular.
Su adolescencia fue una etapa de sombras. “Hay épocas que mejor no recordarlas, pero yo las recuerdo, por eso soy una enferma de melancolía”, confesó en una oportunidad. Y se abrazó a ese silencio: “Ese pasado no me ataca, solo me hace daño porque quisiera olvidarlo. Mi mamá y mi hermano menor no supieron nada de eso, gracias a Dios”.
Al rememorar esas épocas, destacó que se definía como una “chica triste, pobre y, además, fea. Presentía que iba a seguir siéndolo siempre. Después descubrí que no hace falta ser bonita. Basta con parecerlo. Soy insolente de nacimiento y temperamento. Y con capacidad para sostener una insolencia... No recuerdo si tuve una infancia precoz. Lo que sé es que fue muy breve. La infancia del pobre siempre es más corta que la del rico”.
La pobreza la obligó a vivir en la calle desde muy joven. Con tan solo 15 años, pasaba las noches en los bancos de la plaza Lavalle, observando el ir y venir de los transeúntes, mientras buscaba una oportunidad que parecía nunca llegar. “Eso te deja marcas, la tristeza, no la alegría. La alegría y las noches de éxitos y de premios me dejaron estatuitas nada más”, decía, con esa mezcla de amargura y sabiduría que sólo el sufrimiento puede dar.
Su desembarco en el mundo del espectáculo fue casi accidental, fruto de la desesperación. “Mi entrada en la noche es consecuencia de ese andar rodando. Yo era maleducada, poco leída, muy bruta”, reconocía con sinceridad. El hambre, literal y metafórico, fue lo que la llevó al escenario. “A mí el hambre me hizo cantar. No tenía voz, yo no sé cantar”, confesaba sin tapujos. Cuando apenas había superado su adolescencia, se incorporó como corista en la compañía de Rosita Rodríguez en el Teatro Avenida. El hambre y la urgencia de sobrevivir la empujaron a esos escenarios. Lo suyo no era una vocación innata, sino la fuerza de una voluntad forjada en la pobreza. En esos años, cuando la Avenida de Mayo era el eje cultural y social de la ciudad, Merello apenas soñaba con la fama; su único objetivo era el sustento.
El primer gran desafío llegó en 1920, con su debut en la obra Las vírgenes de Teres. Sin embargo, lo que debía ser su consagración se convirtió en una experiencia devastadora. Al salir al escenario, la reacción del público fue fulminante: silbidos, abucheos, murmullos de desaprobación poblaron el teatro. La joven Tita, aún inexperta y con una coraza todavía no desarrollada contra el rechazo artístico, se sintió herida, humillada ante una multitud que no estaba dispuesta a darle otra oportunidad. Esa noche, las luces del escenario parecían apagarse para ella. “No vuelvo a cantar”, pensó, con el corazón lleno de angustia. La experiencia fue tan traumática que efectivamente decidió alejarse por un tiempo. El fracaso en esos primeros años era un bagaje difícil de cargar.
Pero el destino, siempre impredecible, tenía otros planes para ella. Pocos meses después de aquel amargo debut, regresó al ruedo en el Teatro Porteño, en las mismas calles que tantas veces había recorrido en busca de sustento. La Avenida de Mayo, con sus cafés y salas de espectáculos, fue el escenario de su muerte y resurrección artística. Comenzó a ganarse la simpatía del público porteño, interpretando tangos con una pasión y autenticidad que resonaban con el alma de Buenos Aires. En uno de esos bares, la interpretación del tango “Titina” la catapultó a la popularidad. Una canción que, bajo su voz, adquiría un tono propio, fuerte, rasgado, como si cada palabra saliera directamente de sus propias entrañas.
La reacción del público esta vez fue completamente diferente. Los mismos oídos que antes la habían abucheado, ahora la escuchaban con admiración, sorprendidos por esa fuerza que emergía de una joven que no parecía tener formación musical, pero que encarnaba el espíritu del tango con una sinceridad abrumadora. Ese lamento porteño que habla de amores rotos y vidas marcadas por la desgracia, encontró en Tita Merello a una de sus más auténticas voces. Ella no cantaba desde la técnica, sino desde la experiencia, desde el dolor que había conocido de cerca. Y desde ese momento empezó a crecer la leyenda.
“Tenía 20 años y alguien me dijo ‘sos inteligente, qué lástima que no sepas leer’, y me lo dijo con tanta ternura que no podía llevarle la contra”. Asumió una nueva dificultad a sortear y encontró un aliado en un diccionario. “Empecé con el abecedario, y desde ahí, leer es mi gran compañero”, relató.
A esa edad se presentó en el famoso Bataclán, un teatro de variedades donde la vida nocturna porteña bullía con música, luces y un público ávido de entretenimiento. Nadie mejor que Tita para contarlo. “Los espectáculos eran lo habitual: mujeres que cantaban letras pillinas y sketchs bastante subidos de tono, aunque ninguno como esas películas que ahora anuncian: ¡erótica!, ¡más erótica!, ¡más sexual! Allí yo bailaba, mostraba las piernas y cantaba cosas como aquello de Yo busco a mi Titina, Titina, Titina…”.
“Cuando me ofrecí en el Bataclán me preguntaron si sabía cantar y bailar. Les dije que no, pero igual me dejaron entrar”. No fue su voz lo que la llevó al éxito, sino su carácter indomable y su presencia en escena. “La intuición, Dios, qué sé yo lo que hizo que esté ahí. Yo soy un producto de Dios, mi fe viene de mi desesperación, de mi soledad”.
En 1931, cuando ya había comenzado a forjarse un nombre en los escenarios porteños, la legendaria Libertad Lamarque la llevó al Maipo, el teatro de revistas más prestigioso de Buenos Aires. “Una tarde que estaba grabando en la Victor, me agarra Libertad y me dice que Pascual Carcavallo me quería ver. Me llevó al Maipo y me ofreció un papel en El rancho del hermano, que hasta entonces hacía Olinda Bozán, quien se había ido”. A pesar de su inexperiencia, aceptó el desafío sin dudar. “Le contesté ‘sí, claro, si no le gusto me saca y listo’”, resolvió sin rodeos. El público y la crítica fueron unánimes en su aprobación. La Razón publicó: “No se notó la ausencia de Olinda Bozán”. Aquella frase selló su destino en el teatro argentino.
Sin embargo, detrás de la fama y el éxito, siempre persistió la sombra de su pasado. Tita jamás olvidó los días de hambre, de incertidumbre, de desesperación. “A mí me marcaron el hambre, el caminar y el estar a los 15 años en un banco de la plaza Lavalle”, repetía, como si esas heridas nunca hubieran cicatrizado por completo. Las noches de gloria, los premios y los aplausos no fueron suficientes para borrar las cicatrices de una vida marcada por la lucha constante.
A lo largo de su vida, enfrentó más de una vez a la “huesuda”, como ella llamaba a la muerte. Un accidente con un camión la dejó al borde de perder la vida, y en otra ocasión fue internada en el Hospital Italiano de Montevideo, gravemente enferma. Pero contaba con un ángel especial. “Dios quiso que yo sea Tita Merello”, afirmaba con una convicción que desafiaba toda lógica, como si su destino hubiera estado escrito desde antes de que ella pudiera siquiera entenderlo.
Así se forjó la leyenda de Tita Merello, la mujer que nació en la pobreza más absoluta, que caminó las calles de Buenos Aires buscando una salida, que luchó contra el hambre y el olvido, y que finalmente encontró su lugar en los escenarios y en el corazón del pueblo argentino. Una mujer forjada en el dolor, para transformarlo en arte, en canción, en historia. Una leyenda que más allá de las luces de la calle Corrientes, jamás dejó de ser, en el fondo, aquella niña que suplicaba en silencio por un poco de compasión.