Apenas había cruzado los veinte cuando tan solo fraguar su tránsito profesional en términos de “una carrera” la atribulaba. “Todavía me suena a prisa y a mí no me interesa esa locura. Nunca estuve dispuesta a correr, porque quiero ver todo sin perderme nada”, revisa. María Isabel Macedo (49), prefiere hablar de “camino”. Un camino sin euforias ni imprevistos y, aunque “tal vez algo más lento”, de paso “consciente”. En el que, según dice, “tengo el privilegio de elegir que ‘sí’ y que ‘ya no’, y, principalmente, tiempo para dar valor a mis deseos”. En conclusión, el modo con el que sabe vivir. Eje de esta charla que iniciará como un viaje por dos etapas definitorias de su historia con último arribo en este hoy, en el que asegura: “Finalmente estoy contando el cuento que siempre quise contar”.
Entre apreciaciones personales, que me permito por conocernos desde hace tanto, le advierto de sus dos versiones previas que, sin duda alguna, gestaron a esta mujer que tengo en frente. Citaríamos la primera entre 1997 y 2006. Tiempos de una pareja icónica (con Facundo Arana, 52), cuando “caminaba dos o tres pasos detrás”, por la vereda de la sombra, y hasta dicho por ella en un viejo encuentro, “disfrazándome de otra cosa para agradar a los demás”. La segunda refiere al quiebre de 2007, cuando decidió dejar de vivir “tanteando la vida”. Hasta mediados de los 2010, se abocó a mirarse, a la “exploración personal”. Fue la época de los viajes en soledad. De “la nueva adolescencia”. De hacerse caso por primera vez. De un camino que recuerda “tal doloroso como crecer y descubrirse”. Aprendió a “correr el foco del futuro”, a “medir solo lo tangible”, a ser “presentista”. Tal vez tanto que descubre que “nunca vi las fotos de mi casamiento… ¡No tengo álbum!” Porque ese fue “precioso momento que ya vivimos”, y como asegura: “Para mí la vida siempre está comenzando”.
Es entonces que “empecé a escuchar mi propia voz”, recuerda. “Porque hubo un momento de mi vida en el que yo ni siquiera sabía que música me gustaba. Y en algún punto ese freno se hizo necesario. Una debe parar y atreverse al desafío de definir qué es lo que te gusta y lo que no, las cosas que dejaste que te hicieran y las que ya no volverías a permitir bajo ninguna circunstancia. Darse cuenta de que el otro te deja parada en tal o cual lugar porque no contás con las herramientas para decir: ‘Hasta acá llegaste’; ‘Este es tu límite para avanzar en mi vida’; ‘Dejame diseñar mi propio camino’”, argumenta. Es así como Isabel recrea el inicio de su “reconstrucción” que dice haber vivido “para adentro, quieta, pensante y muy cuidadosa del derredor”.
Y, causalmente, esa época “de búsqueda” fue la de sus más brillantes interpretaciones. “Aquel corte fue total. Un corte de noviazgo. Un corte de representante. Un corte de grupo de amigos. De repente escuchaba a gente querida, gente que respetaba, gente que venía a casa, decirme: ‘Bueno, entonces si ya se terminó a partir de acá no podemos ser amigos’. Entonces el proceso fue mucho más profundo y de mucha soledad”, describe. “Un cimbronazo en el que dije: ‘Ah… ¡Lo sola que me quedé!’ O tal vez, ‘Lo sola que ya estaba y no me había dado cuenta’. Y en ese momento en el que todo era brusco y doloroso, mi meta era laburar. Laburar en todo lo que me entusiasmase. En leer pilas de libros y libretos para discernir realmente por dónde tenía ganas de ir”, recuerda. “Fue una etapa consagrada a ‘Isabel-artista’. A mi formación, a mi crecimiento. Ya más segura y tranquila conmigo misma, me enfoqué en el placer y todo fue viajar y trabajar”.
No habían terminado aún las grabaciones de Guapas (ElTrece, 2014/2015) cuando Antonio Macedo murió. “Yo daba la vida por papá”, cuenta Isabel. “Hasta ahí tenía todo más o menos resuelto: Disfrutaba de mi profesión, vivía en mi propia casa y visitaba las ciudades del mundo que quisiera. Pero mi mayor energía siempre estuvo enfocada en la planitud de mis padres, en que jamás les faltase nada”, relata. “Tal es así que cuando se fue estuve un año entero sin trabajar porque no reconocía razón alguna para hacerlo. Mi búsqueda actoral se desmoronaba. Todo perdía sentido”, recuerda. Doce meses, algunos romances y “un gran rearmado personal y profesional’ después, Isabel confirmó el vaticinio de quien alguna vez le dijera: ‘Es tan inmenso el sitio de tu padre en tu vida que te será muy difícil encontrar una pareja que esté a su altura’. Fue entonces que “ya más firme sobre mis pies”, según señala, “finalmente lo encontré”.
Supo que “el hombre por el que tanto había rezado” estaba sentado a su lado en aquel sillón cuando “no nos movimos de ahí desde las nueve de la noche a las nueve de la mañana”. Y sí lo era. Siete meses después de esa cita de presentación, Juan Manuel Urtubey (55) se convirtió en su marido. “Más lo escuchaba y más formado intelectual y emocionalmente me resultaba. A mí me puede la inteligencia y caí rendida a sus pies. Era perfecto para mí”, sentencia. No pasaría tanto tiempo para confirmar su sensación. “Aprendo mucho de él. Eso de encontrar opiniones comunes y también debatir sobre otras, con alguien que discute sin gritar, con fundamentes, con seguridad, con elegancia, amorosidad, respeto y sin necesidad de sembrar dudas, era estar viviendo otra realidad. Fue haber encontrado un lugar en el que no estaba acostumbrada a habitar. En definitiva, a ser valorada en mi propia casa y por quien elijo para compartir la vida”, describe. Es entonces que la idea de la maternidad dejó de ser un deseo agazapado a la espera de un contexto. “Siempre quise ser mamá. Yo realmente quería ser mamá y no estaba dispuesta a perderme la experiencia. Pero jamás había sentido eso que me pasó al conocer a Juan Manuel. Fue tan inédito que me dije: ‘Es acá. Es él. Somos nosotros. Quiero tener hijos con este hombre’”.
Está convencida de que “todo llega cuando debe, en ese momento exacto”, dice. Y entendió que la clave es “la confianza en esos tiempos”. Claro es más o menos creer en el destino, pero también “en la mano de papá”, señala anticipando eso de lo que nos ocuparemos de aquí a poco. Ese trayecto(“de una paz inusitada”), trajo otro cristal para ver la vida y, además, su “sitio en el mundo”, define. “Tanto deseé con el alma la experiencia de la maternidad que la vivo con suma responsabilidad. Mis chiquitas son un librito en blanco y nosotros debemos darle la mejor pluma para que escriban su propia historia”, sostiene. “Elegí vivirlas. Verlas. Escucharlas. Descubrirlas. Y disfrutar también de mis reacciones ante todo eso. Midiéndome, ecualizándome… Y en un ámbito en el que disfrutan de hacerle ‘una casita a las hormigas’, como me contaron. Yo me muero, no las quiero sacar de ahí”, señala. “Mis amigas me critican: ‘Dejá de ponerle esos vestiditos de punto smock y botanguitas, las chicas de hoy ya no se visten así’. ¡Bueno, yo las quiero como las soñé! Mientras se dejen lookear así, denme el gusto un rato más”. Al fin y al cabo, dice ser “un luthier, atenta por completo a cada detalle para que el instrumento funcione lo mejor posible”, cuenta. “Estuve con ellas todo el tiempo que quise, y necesité, para estar segura de que las horas que no estuviésemos juntas no incidirían demasiado. Debía quedarme tranquila de que estarían bien”.
Proyectos como Amar después de amar (Telefe, 2017) o Sandro de América (Telefe, 2018) fueron capaces de sacar a Isabel de la burbuja que resulta la Salta de sus amores, tal vez porque ha sido “solo por un rato”. De hecho, y cabe destacarlo, cuando Andrián Caetano (54) –”el director de mis sueños”– la convocó para ser Daniela Paciani en Sandro de América (Telefe, 2018), Macedo estaba embarazada “muy en secreto” de su primera hija. “Yo me sentía pésimo, pero acepté porque la actuación es mi lugar feliz”, recuerda. “Y el personaje era tan violento, tan dramático, tan desesperado, que solía tener largas conversaciones con mi bebe en la panza, explicándole que eso que sintiese o escuchase no era mamá, sino que me trabajo”, dice dando cuenta de la responsabilidad de tiempos y espacios respecto del mejor de sus roles. Casi cinco años pasaron para que aceptase retomar la gimnasia televisiva y 20 para volver a vestir a la icónica villana que atravesó generaciones en Floricienta (eltrece, 2004). A fin de cuentas, lo que aniquiló la duda. “Si esto no es un regalo, ¿qué lo sería…?”, dispara sobre su Delfina Santillán Torres Oviedo, de regreso a la carga en Margarita, la secuela de aquella tira, creada por Cris Morena (68) para Max, directo al mundo.
Hablar de Cris para Isabel, tal vez, merezca un apartado. Y no solo porque “el mundo que propone me enamora”, según describió, sino también por lo que “ella siempre estuvo en el arco de mi vida y de mi profesión”. Remite así a un recuerdo de sus 8 años. “Yo hacía zapateo americano y un momento mi clase fue invitada a participar de Mesa de noticias (ATC, 1983). Esa fue la primera vez que pisé un set de televisión y ahí la conocí personalmente, porque ella era la ascensorista de la redacción”. Al fin y al cabo, la respuesta a Margarita fue el más sólido “sí” a pesar de algunos ajuates en la logística familiar. Porque esto no solo insumió “volver a estar fuera de casa durante doce horas” sino que, además, fuera del país. Los 40 episodios se rodaron en Uruguay. “Así te das cuenta de la gran y sólida construcción de la familia. Fue emocionante escuchar a mi marido decir: ‘¿A dónde tenés que ir? Vamos. Te seguimos. Esto es para vos. No existen trabas. Andá. Luchá. Somos un bloque, aquí y en donde sea’. Porque hasta entonces yo consideraba mi casa como el lugar más seguro, donde estaba el trabajo más importante que hacer: el de madre, el de hija, el de mujer. Ya era un montón. Y me ayudó a recordar la felicidad que también me daba aquel otro y a conectar con él”, cuenta. “Entonces, mientras yo grababa, Juan Manuel se encargaba de peinar a las chicas, de llevarlas al colegio, de participar de las reuniones de padres. ¡Julia aprendió a caminar en Montevideo! Fue une experiencia de verdad alucinante”, recuerda.
Seguramente la dinámica lúdica de la maternidad le da otro sentido a este regreso. Es la primera vez que sus hijas la ven en televisión y desayunadas hace muy poco de la profesión de mamá. En alguna oportunidad, “entrábamos con Belita al jardín y en los pasillos sonaba ‘Haz que tu cuento valga la pena…’ (de ‘Hay un cuento’, Floricienta). Y me puse a cantar como loca. Al escucharme, las maestras salieron de las aulas para unirse. Fue una fiesta”, revive Isabel. “Cuando, por la tarde y como todos los días, Juan Manuel y yo fuimos juntos a buscarlas, ella me preguntó sorprendida por qué yo conocía tan bien ese tema de las seños. Y tuvimos una charla de cocina. Le dije: ‘Mucho antes de que vos existieras, yo tenía una vocación que me hacía muy feliz. Y trabajaba, trabajaba, trabajaba sin parar. Pero me enamoré de tu papá y él no podía vivir en Buenos Aires porque era el gobernador de Salta”, relata. “Entonces elegí compartir mi vida lejos porque no había para mí un sueño más grande que el de tenerlas’”.
Belita sorbía su chocolatada con la fascinación por la noticia y la atención de un adulta. Fue así que (“movilizada por verme en esa situación de diálogo”, como se describe), Isabel le explicó “la importancia de hacer siempre lo que queramos y necesitemos para sentirnos plenos porque, en definitiva, esa alegría se contagia”. Y que “el regreso a mi pasión me convertiría en una persona más linda que compartir en casa y todos seríamos muy felices”, describe. “‘¿Querés ver a mamá siendo actriz?’, le pregunté. Entonces, buscando en YouTube, encontré uno de los recitales en Vélez… ¡Qué impresionante! Hacía tanto que no me topaba con nada de eso que me pareció un bombazo. Era como ser un Rolling Stone… ¿Quién llena tres estadios de 50 mil personas con una obra de teatro?”, reflexiona. “Le mostré la parte en la que Delfina se elevaba en un vestido que ocupaba todo el escenario. Y yo veía su carita como de mandíbula caída, no podía creerlo. Fue cuando, así muy indignada, me dijo: ‘Ah… ¡Pero sos malíiisima!’”
Hablamos de cómo la compañía de esas infancias es un viaje constante a la propia. De reconocerse en Eran tres alpinos, entonada hoy por sus hijas y con la misma pronunciación norteña de la doble “R” que dejaban los veranos en su Jujuy paterno. Y, por supuesto, de esa chiquita que imaginaba este presente (“aunque en modo más pequeño”) frente a los casi “40 Macedo” en San Ignacio, el campo de sus primos. “Caía con todos los disfraces de las obras de fin de año que tenía en mi haber. Hacía apagar las luces, dejando una para mí, y decía: ‘Bueno, ahora zapateo americano’, y dale con la pollerita de lentejuelas. ¡Qué pesadilla!”, recuerda. “Todas las memorias de mi niñez son muy musicales. Siempre rodeados de bombos, guitarras, canciones que interpretábamos juntos. Un familión de mesas eternas… ¡Y yo estuve tan sola toda mi vida!”, dice con gracia. “Mirá cómo sería que durante mis viajes compraba manteles de 20 plazas, set de vajillas para 12… ¡Y vivía sola! Qué manera de proyectar, ¿no? Después terminé casada con un hombre que tiene 10 hermanos y nada disfruto más que, en cada encuentro, verlos llegar de a poco mientras preparo ensaladas para quinientos. Y es cuando me abstraigo del ruido y voy agradeciendo por lo bajo, porque esto es lo que soñé”.
Tan enraizado estaba aquel sentir puneño que hasta llegó a implorar a sus padres que bordasen en su ropa el escudo de la escuela local, tal y cual llevaba el del St. Catherine’s Moorlands School en Buenos Aires. “Solo en pos de tener otra excusa más para regresar”, argumenta. Fue una gran alumna y tal vez porque solía atender aún mucho más las lecciones en casa. Lizzie, su madre (maestra de grado, aunque con “mil años de trabajo en Tribunales”), fue mentora, entre otras cosas, del “hábito de la solidaridad”. Isabel teje desde los 12 años. Un oficio que fue puliendo en vísperas de cada invierno, “cuando mamá se dedicaba a hacer ropa para hogares y hospitales”, recuerda de esta “preciosa costumbre de pensar en los otros”, jamás soltada. Es por eso que dice haber disfrutado el rol de Primera Dama salteña (2016/2019) en “sitios que a mí me hacían sentir tan feliz, de empatía y compañía”, como las bancas de mujeres e instituciones focalizadas en la niñez, acercando sus tejidos anónimamente, porque como explica: “Mi gran regalo ya eran las imágenes de todos esos chicos vestidos”. Hacia los 15 inició un voluntariado. “Salía del colegio a las 16:30, y hasta las 20, pasaba la tarde en la Parroquia San Patricio, donde enseñaba a los niñitos a leer y a escribir”, cuenta. “Tanto aprendí que hoy en día en casa nada se tira. A los lápices se les saca punta hasta el final. Porque con ese lápiz, por más pequeño que quede, alguien podría escribir ‘mamá’ por primera vez”. Belita y Julia lo saben: “En el mismo instante que reciben un regalo, deben buscar alguna de sus cosas para donar a quien pueda aprovecharla”.
En tren de las enseñanzas de Lizzie, Isabel recuerda un trinomio de máximas que cuela con humor. Una es: ‘Las palabras dichas nunca vuelven al silencio’. Frase que, según comenta, “sigue siendo dicha por todas mis amigas”.
La segunda hace nido en lo esencial. “Siempre me decía: ‘Enamorate mirando a los ojos. Al conocer a alguien debés tomarte el tiempo de sentarte y fijarte bien a quien tenés enfrente. ¿Es una persona interesante para charlar? ¿Tiene lindos sentimientos? ¿Disfrutás de su compañía? Todo eso importará mucho más que la apariencia. Nunca pierdas de vista su alma’”. La tercera, más que un axioma fue un “modo raro” de palmearle su autoestima. “¡Y lo peor es que yo crecí creyendo que eso era normal entre madres e hijas!”, dispara tentada. “Mamá solía repetirme: ‘Todo el mundo morirá por vos. No te asustes. No tengas miedo. Ni te enojes. Ni te alejes de la vida de quien se confiese enamorado si es que a vos no te gusta. Vos agradecele con amabilidad y listo. Ya se le pasará. ¡Todos van a amarte!’… Rarísimo, ¿no?”, reflexiona con gracia. “Ya de grande, y compartiéndolo con la gente esto que para mí era natural y cotidiano, me di cuenta de que se me quedaban mirando con desconcierto. ¡No tengo una sola amiga a la que hayan dicho ese tipo de cosas!”, concluye entre carcajadas.
Advierte que llorará en el próximo episodio dedicado al ‘Tata’, como siempre llamó a su papá. Antonio Emilio Pililo Macedo, jujeño de cepa y huérfano de padre a la edad de siete, creció lustrando botas en plan de subsistir entre varias hermanas que esperaban el turno de usar un único vestido para poder salir trabajar. “El sacrificio le valió tanto que me formó tan respetuosa como él del plato de comida en una mesa familiar”, cuenta Isabel. “Y sea demasiado estricta con eso. A mí no me importan las nuevas corrientes de la educación que dicen que hay que ser flexibles: ‘Si te gusta comés y si no, no lo hacés’. En casa nadie se levanta de la mesa sin haber terminado. Porque el plato de comida es sagrado. Y se agradece a Dios el hecho de que papá y mamá tengan trabajo para conseguirlo”, asegura en un contexto “de privilegio en una Argentina con tan poco trabajo para todos”. Antonio amó tanto su puna que supo hallar ahí la vocación por la ingeniería agrónoma, tal vez otro modo de honrarla. Y ni en los buenos tiempos se permitió olvidar aquel pasado que siempre volvía en grandes lecciones. Como la que está por recordar, hilarante, la menor de sus hijas.
El debut de Isabel en las pasarelas se debió a la presión de una deuda económica con su padre. Así como lo leen. “Me excedí”, anticipa. “Alguna vez, a mis 16 años, vi un anillo que me gustaba mucho y, sin pensar demasiado, decidí usar la extensión de la tarjeta de papá para comprarlo”, recuerda. “Pero un día llegué a casa y lo vi sentado ahí, en su sillón de siempre, con el resumen en la mano. “‘Isabel, ¿puedo hablar con vos?’, me preguntó. ‘Qué lindo… Tenés anillo nuevo. ¿Quién te lo regaló?’, dijo. ‘Ay, vos, papi…’, le respondí sonriente creyendo que jugaba conmigo. ‘De ninguna manera. Sino tu madre y tu hermana tendrían uno parecido. Entonces yo no fui. Y como lo pagaste con mi tarjeta, vas a tener que pagármelo’, me exigió dando a entender que con el mismo desparpajo de mi impulso iba a tener que encontrar el modo de reparar ese error”, explica. Cabe destacar que Macedo tiene tres hermanos del primer matrimonio de Antonio, y mantiene vínculo cercano con quien es su padrino y, a su vez, padre de la madrina de Julia, su segunda hija. En fin, así llegó a la antesala de la carrera que conocemos. Veamos.
“No tenía estudios suficientes (cursaba el cuarto año del secundario), ni las herramientas de ninguna experiencia como para reunir el dinero y ni siquiera el tiempo necesario entre el colegio y la parroquia. Y se me ocurrió intentar como modelo”, relata Isabel. “Un currito que no me demandaba tantas horas y, principalmente, me dejaba efectivo para cubrir la deuda lo más rápido posible”. Entonces caminó las pasarelas de los eventos de moda del Soleil Factory, cada sábado y domingo. Esa rutina le valió varias semanas de aquel año, pero un “tremendo aprendizaje para siempre”, asegura. “Porque desde ese momento, yo jamás gasto más de lo que tengo y entendí el valor indiscutible de esa independencia”. A la que se hilvana otra anécdota con carcajadas. Y así se enterarán en qué momento Macedo creyó que lo suyo en la vida sería la hotelería.
La escena comienza con ‘el Tata’ preguntándole seria y perspicazmente: ‘¿Vos no te habrás anotado en una de esas carreras (léase cayeras) para vagos, no?’. Corte a las oficinas de la Universidad de Belgrano, apenas horas antes. Isabel, colgada de la ventanilla de inscripciones, “en el último día para hacerlo” y desesperada en vistas de perder el año, reclamó: ‘¡Cómo que ya no hay cupo!’ Claro, “yo le había prometido a papá que estudiaría Traductorado Público. Pero no quedaba nada. Así que pregunté: ‘¿Y para qué tenés?’ Cuando la chica empezó a nombrar, dije: ‘Y esa cuánto dura’, ‘Tres años’. ‘Anotá: María Isabel Macedo con C… ¿Qué te debo?’ Listo: Administración hotelera”, remata con gracia. “Yo misma me pagué la facu, nadie podía objetarme nada. La elección era mía”. El sabor de esa libertad la convertiría en emprendedora nata, aún por sobre su vocación.
Y no hablo solo de Beneïda, Tot és gràcia (del catalán Bendecida), la firma de indumentaria creada en tiempos de pandemia (“y necesidad de ser creativa”) junto a su amiga y colega Natalia González (para Argentina, Uruguay, Chile y Estados Unidos), sino también a los “kiosquitos” que montaba en paralelo a su participación en éxitos como Verano del 98 o Muñeca Brava, “cuando me tomaba el bondi, me bajaba en el Once, compraba remeras para revender y me quedaba hasta las cuatro de la mañana cortándole las mangas, aplicándole tachas, poniéndole piedritas… Y hasta cocía a máquina las bolsitas en las que las entregaba para no usar tantos plásticos”, recuerda con la jactancia de una adelantada. “Lo mismo con las velas que vendía mano a mano. Derretía la parafina, las moldeaba, les ponía fragancias y me llamaban: ‘¿Cuántas querés? ¿20? Pasado mañana las tenés’ No registro un recuerdo de mi vida sin trabajar”.
Y aquí bien vale un paréntesis porque, entre tanto, la génesis de su ‘ser actriz’ dispara muchas más risas. Hacia finales de los 90, Isabel ya estudiaba con el maestro Augusto Fernándes cuando Diego Ramos (51), con quien compartía grupo de amigos, le avisó que los productores de Ricos y famosos (Canal 9, 1997) buscaban personaje femenino para un affaire con él. “‘¿Te parece? No sé… Ni tengo que ponerme’, le dije. Pero bueno, yo había logrado que me aceptase Fernándes, imagínate, si te digo que me creía mil es poco. En definitiva, Diego me pasó a buscar y me llevó a la audición”, recuerda. “Mientras tomaba algo en El Timón (ya mítico bar frente a la emisora), se acercó alguien a decirme: ‘Quedaste. Son ocho capítulos. Vení a buscar los libros que empezás mañana’”, cuenta. “Habían pasado dos días cuando me avisaron: ‘Estuvimos pensando y queremos que te quedes catorce capítulos más’. ‘Ok… De repente soy Norma Aleandro’, pensé. A las horas apareció otro productor: ‘Considerándolo mejor, decidimos que en total sean seis meses’. ¡Listo! Caminaba entre nubes. ‘¡Esto es lo mío! Siempre lo supe’, me repetía a mí misma”. Y tras la salida al aire del primer episodio de la icónica novela de Romay, Macedo recibió un llamado urgente de su representante.
‘Isabel, tengo que verte’, dijo él. ‘Tendrá que ser en otro momento porque grabé todo el día y estoy muerta’, respondió ella. ‘Tiene que ser hoy!’, insistió el manager. Con ínfulas altísimas y a regañadientes por otra jornada intensiva de rodaje que se le venía encima, aceptó una cita veloz en cierto café. ‘Se acabó acá’, escuchó Macedo. ‘¿Pero de qué estás hablando?’, reaccionó. ‘Una contraorden del canal, no quieren que vayas más’, remató el agente. “‘¡Pero… ¿Y la llamita que tenemos acá (señala su pecho) y que nadie podrá apagar jamás, según Augusto Fernándes?’, gritaba yo. Me la habían extinguido a pisotazos”, dispara con gracia. “Esa noche toda mi familia estaba reunida para ver mi gran debut. La escena muestra un picaporte en primer plano, reconozco la secuencia y aviso: ‘¡Es acá, es acá! Ahora aparezco. Y de repente, Oscar Ferreiro entra a cuadro para abrir un sobre que decía: ‘Papá, me fui a vivir a Miami. Celeste’. Así me limpiaron de la tira”, evoca. “¡Lo que lloré! Tan fuerte fue mi desilusión que llamé a mi representante y le pedí: ‘Por favor, quitame de tus listas porque no voy a volver a la televisión. Ese mundo no es para mí’. Hoy puedo reírme al recordar ese momento, pero realmente fue brutal y doloroso asumir que en cualquier instante podían hacerte desaparecer con total liviandad”, apunta.
Pasado el tiempo y emparchada la autoestima, el representante de Isabel volvió a la carga con la propuesta de una breve participación en De corazón (Cana 13, 1998). “Le contesté que de ninguna manera. Que no se olvidase. Pero fue tajante: ‘Isabel, tenés que dar el paso y vencer el miedo’. Y me convenció. Me armé de valor, estudié mi texto y me presenté”, recuerda. “Llegué al set muy nerviosa, pero confiando en que ya nada malo volvería a pasarme. Me senté en sala de maquillaje y mientras la maquilladora me ponía la base, hablaba con su compañera indignada: ‘¡Estoy harta! ¡Harta de maquillar bolos!’ Y el bolo era yo”, explica respecto de este término que en la jerga televisiva se refiere al papel de importancia irrelevante. “Le dije: ‘¿Me disculpa un segundito?’ Y me fui al baño a llorar. A llorar desconsolada, sentada sobre un inodoro, con mis patitas arriba e intentando secarme las lágrimas con un manojito de papel higiénico y mucho cuidado de no arruinar el trabajo de la señora”, remata.
La esperarían aún 20 historias televisivas que coronaron la revancha personal y el orgullo de un papá que celebró con lágrimas ver a su hija alzar el Martín Fierro a la Mejor Actriz Protagonista de Ficción Diaria 2013 por la entrañable Jimena Benítez (o Patricia Longo) en Graduados (Telefe, 2012), justo un año antes de su muerte. Ya con Belita gateando derredor, Isabel lo recordó, en su cuarto aniversario de partida, publicando: “…Me duele hasta el alma que no puedas venir a ver a mi bebita. ¡Quiero que la veas! Trato de imaginarme que por fin venís, la alzás y te reís emocionado, pero no (…) Entiendo que tengo que tratar de imaginarte feliz. Que desde algún lado la ves y que la vas a cuidar de todo ... ¡Pero quiero verte cuando la veas! Te amo con toda mi alma y te extraño tanto que me quedo sin aire”. Claro que pronto recibiría una impactante respuesta a ese deseo y a través de la mensajera más pertinente.
“Papá realmente aparece en mi vida”, anticipa a su relato. “Estábamos en un aeropuerto y de repente Belita, que por entonces tendría tres años, se me acercó diciendo: ‘¿Puedo hablar contigo?’ Así, como si fuese un adulto. ‘Sí, mi amor, decime…’, le respondí. ‘Ven, tu te sientas ahí y yo me siento aquí’, dijo y se acomodó en una silla con sus patitas que no llegaban al piso. Entonces, con seriedad, me preguntó: ‘¿Por qué tu papá viene a verme?’ ‘¿Mi papá?’, pronuncié manteniendo la calma porque ella estaba queriendo expresar algo que estaba viviendo y yo no quería abrumarla ni asustarla. ‘Sí, siempre estoy pintando me visita. Se para cerca y me mira’, siguió. Hoy te lo cuento con un nudo en la garganta (se quiebra)… Pero ese momento solo me salió explicarle: ‘Seguramente debe estar fascinado de que vos y yo estemos juntas. Y quiere perder la oportunidad de conocerte. De saber cuáles son los colores que más te gustan y esas cosas que te hacen felices”, relata Isabel. “Enseguida la dije: ‘¿Te quedás con papi un segundito?’ Y me encerré en un baño a llorar. Porque, por esos días, yo había estado implorándole al Tata que, de algún modo, me mostrase que es verdad eso que la gente dice sobre que quienes partieron siguen entre nosotros”, cuenta. Y ese no ha sido el único mensaje de confirmación.
Fue a principios de 2023, en tiempos de campaña presidencial, mientras Isabel acompañaba a Urtubey hacia Balcarce. En provecho del itinerario, decidieron hacer tiempo para almorzar con dos amigas de la actriz, radicadas en la localidad bonaerense. “Ya de camino, y aún sin saber por qué, Juan Manuel se metió en un pueblo e inmediatamente se me heló la sangre leyendo el cartel: ‘Mechongué’. Típica palabra que usaba el Tata cuando jugábamos al truco”, relata respecto de esa clave tan personal. “Al encontrarnos con las chicas en el restaurante acordado, lo primero que compartí con ellas fue: ‘¡No van a creerlo! Anoche tuve una charla con papá en la que le conté mi necesidad de verlo, de saber de él, y de repente aparecimos en Mechongué...’. Y mientras charlábamos sobre eso, desde afuera y muy sorpresivamente, un hombre desconocido por nosotros golpeó la ventaba junto a la que almorzábamos y apoyó sobre el vidrio una foto de mi papá”, recuerda emocionada. El señor, con la imagen en su celular, contó que Antonio, cercano a unos conocidos, había estado en el casamiento de su hija, convirtiéndose en el alma de la fiesta: ‘Era tan querido por todos y nos divertimos tanto juntos que guardé su foto para no olvidarme de él’, expresó el señor. “Así es como papá responde a mis pedidos”, concluye Isabel. “Haciéndome saber que siempre está conmigo”.
Va hilando conexiones que, hace rato ya, la convencieron de un destino caprichoso. Algún día se dio cuenta de que los hijos de Juan Manuel tenían botas heredadas de la rama Macedo de sus primos jujeños. “Una vinculación natural de la que nunca supe”, apunta. Porque no había siquiera el mínimo registro de apellido que nombraba Pililo. “Mamá me contó que era habitual escuchar a papá decir: ‘En Jujuy deberíamos tener un gobernador de la calidad de Urtubey’. ¡Y yo que me enteré cómo se llamaba el día en que lo conocí!”, remata. Es tácito que el Tata “está celebrando mi familia”, afirma Isabel. E imaginando una charla entre los hombres de su vida, infiere: “Siento que se amarían. Que se reunirían a tomar un whisky a las siete de la tarde para hablar de su Argentina, de sus sueños y deseos. Y, obviamente, aunque no necesitaría siquiera mencionarlo, papá le pediría a Juan Manuel que me cuide mucho”, señala. “Ya el Tata podría respirar hondo viendo que yo hoy me amo tanto que puedo ser tratada como siempre soñé. Pero, en fin, ha sido el resultado de una gran búsqueda personal” que dio origen a esta charla. Y es entonces, que mirando hacia arriba, concluye: “Así que tranqui, pá. Que por aquí está todo bien”.