La infancia de Nacha Guevara se desdobla en una serie de imágenes fragmentadas, como escenas sueltas de una película antigua. El escenario es Mar del Plata, pero no el de las postales turísticas de La Feliz, sino el de un lugar sombrío, donde el viento golpea las paredes de una casa humilde y los días transcurren sin estabilidad.
Los primeros recuerdos que tiene están teñidos por el contexto de una familia disfuncional en la que emerge la figura de su madre, una mujer maltratadora que marcó su niñez con la misma fuerza que la ausencia de su padre: se fue cuando ella tenía apenas seis meses y recién logró conocerlo a sus 46 años. Así, la casa en la que creció no se caracterizó por ser un refugio, sino un campo de batalla donde no había espacio para el afecto ni la contención; solo para una soledad temprana, profunda. “Pero cuando uno es niño no critica, simplemente acepta lo que hay”, reflexionó alguna vez, con una lucidez desgarradora. Así fue como esa niña pequeña absorbió ese entorno caótico sin saber que el mundo que la rodeaba no era lo natural, sino una distorsión de lo que debía ser una familia.
Su abuelo, inmigrante italiano, llegó a la Argentina a los 14 años sin saber leer ni escribir, y de la forma que pudo se las rebuscó para formarse. Su abuela también la inspiró. Desde siempre entendió que en ella había una especie de rebeldía que desafiaba el tiempo y las costumbres. Esa mujer tenía un brillo especial, uno que había aprendido a mantener encendido sin importar lo que pensaran los demás; un gesto de libertad que, a los ojos de los vecinos, la volvía escandalosa, pero que a ella le permitía existir tal como quería, sin pedir disculpas.
Vivía su vida como se le antojaba. En una época donde el destino de las mujeres parecía escrito en las sombras de las paredes del hogar, ella había decidido romper el molde, reírse de las reglas, hacer oídos sordos a los susurros de desaprobación. Nada la detenía, ni la crítica, ni el temor a hacer el ridículo. Y en esa desobediencia tranquila, casi natural, había una lección escondida, un legado que mucho más tarde comprendería su nieta.
Esos actos de libertad cotidiana fueron los que más huella dejaban en la memoria de Nacha. Porque no se trata de grandes gestos heroicos, sino de algo más simple y profundo: el derecho a ser, a ocupar un lugar en el mundo sin pedir permiso. Esa libertad que, en su momento, escandalizó a tantos, ahora era su propia forma de caminar, de vivir sin ataduras.
Las ausencias marcaron su vida tanto como las presencias. La dureza de su madre, el abandono de su padre, la libertad de su abuela y la incapacidad de la familia para sostenerse sobre bases sólidas conformaron los pilares de una niñez que, sin ser consciente de ello, la preparó para una vida llena de rupturas y reconstrucciones.
En medio de todo ese caos familiar, una figura inesperada apareció y dejó una marca profunda y duradera en Nacha: Fausto Vega, un obrero de la construcción, de mirada serena y pelo blanco, que emergió como un faro de paz en un entorno donde la palabra “hogar” no traía consigo ningún consuelo. Nacha lo reconoce desde siempre como su primer maestro, con una mezcla de ternura y reverencia en el recuerdo de ese hombre alto y delgado que, sin proponérselo, se convirtió en su único refugio emocional.
En una casa donde las voces se alzaban cargadas de críticas y sarcasmo, Fausto se convirtió en la antítesis de todo eso. No juzgaba ni se dejaba arrastrar por la ironía cruel que predominaba en el aire. Para la pequeña de apenas cuatro años, la protagonista de nuestra historia, este hombre representaba algo que no encontraba en ningún otro adulto: una calma inexplicable, una bondad que contrastaba con la indiferencia de los demás. Un hombre con una forma hermosa de ver el mundo.
Mientras su familia lo desestimaba, tachándolo de “hinchapelotxs”, Nacha lo escuchaba con devoción. Cada palabra que salía de su boca se metía en su mente como una enseñanza silenciosa. Fausto no hablaba con grandes discursos ni intentaba dar lecciones, pero su mera presencia contenía un valor que trascendía lo cotidiano. A través de él, ella comenzó a vislumbrar la posibilidad de una vida distinta, de un mundo donde las personas podían ser bondadosas sin pedir nada a cambio.
Esa relación, sin embargo, fue breve. Como tantas cosas en la vida de Nacha, se desvaneció cuando la familia se mudó a Buenos Aires, y Fausto, a quien reconoció como su primer maestro, desapareció de su horizonte. Años más tarde, ya adulta y lejos de la Argentina, se despertó una mañana con su nombre en la mente. Preguntó por él, solo para descubrir que Fausto había muerto la noche anterior. El recuerdo, justo en el instante en que su voz se apagó, dejó en claro cómo, de alguna forma, esa conexión siempre estuvo y que la influencia de este hombre, aunque efímera, resonó en su vida durante décadas, como un susurro lejano.
Entre los 8 y los 20 años, Nacha estudió ballet y luego ejerció de modelo, pero no era lo que le gustaba. Cuando llegó al Instituto Di Tella, el caos de su infancia y la soledad que la habían acompañado hasta ese entonces se transformaron en una energía creativa explosiva. En medio de la década de los 60, el Di Tella era el epicentro de la vanguardia artística en la Argentina, un lugar donde las ideas más radicales encontraban un espacio para florecer. Es que lo que se permitía en el Di Tella era equivocarse, ya que el error era parte esencial de la creación, de la búsqueda.
El ambiente en el instituto era una mezcla de efervescencia y rebeldía. Artistas jóvenes e irreverentes, desprovistos de dogmas, buscaban empujar los límites de lo conocido. Allí, Nacha encontró su lugar, un espacio donde la creación era un fin en sí mismo, donde el resultado importaba menos que el proceso. En esa Argentina convulsa, en medio de gobiernos militares y represión política, el Di Tella era un resquicio de libertad, un laboratorio de experimentación para desplegarse sin ataduras.
La era estaba marcada por revoluciones. Los Beatles, la guerra de Vietnam, el Mayo Francés, Andy Warhol, todo eso fluía como una corriente invisible que nutría las creaciones que nacían entre las paredes del Di Tella. Los jóvenes artistas no tenían referentes inmediatos que copiar, ni tecnologías que facilitaran el proceso; no había Internet, ni acceso inmediato a modelos externos, por lo que todo debía crearse desde cero. Esa necesidad de inventar, de buscar lo nuevo en cada gesto, en cada creación, impregnaba el aire.
Sin embargo, el contexto era implacable. La libertad que se respiraba en el Di Tella no escapaba a la sombra de la represión. El arte, aunque libre, comenzaba a toparse con los límites de la realidad política. Para Nacha, aquellos años fueron un torbellino de creatividad, de alianzas efímeras y descubrimientos personales, pero también un anticipo de la lucha que vendría más adelante, cuando la represión terminó por cerrar los espacios de libertad y empujó a muchos al exilio.
El exilio fue una herida profunda en su vida, pero también una etapa inevitable en su búsqueda de libertad. No se trataba solo de escapar de la represión política que asfixiaba a la Argentina en aquellos años, sino de una búsqueda más interna, más íntima: la libertad de ser quien realmente era, de cantar su propia canción sin ser silenciada por las imposiciones externas.
El exilio llegó como una consecuencia de su arte, de su irreverencia y de su negación a someterse a un régimen que no toleraba la disidencia. Fueron años de separación, de desarraigo, donde transitó entre distintos países, siempre llevando consigo una sensación de exilio que iba más allá de lo geográfico. Lejos del país, la soledad se profundizó, así como la lucha constante por mantenerse fiel a su voz interior. A lo largo de esos años, Nacha descubrió que la verdadera libertad no se encontraba únicamente en los derechos civiles o políticos, sino en la capacidad de ser auténtica, de resistir las expectativas y encontrar su verdad, incluso en la adversidad.
En sus viajes, en esos escenarios extranjeros que nunca fueron completamente suyos, continuó forjando su identidad artística y personal. El exilio la llevó a una reflexión constante sobre la libertad interior, sobre cómo muchas veces lo que creemos nuestro, lo que aceptamos como verdad, es solo una construcción impuesta desde fuera.
Hoy, mirando hacia atrás, esa búsqueda parece haber sido la columna vertebral de toda su vida. En el exilio, aprendió que la libertad no es un destino, sino una conquista diaria, un acto de resistencia, tanto en su arte como en su forma de enfrentarse al mundo.