—Yo fui a buscar fuerza interior. A conocerme a mí, ¿viste? Sentí en ese momento que si no era la novia de…, era la hija o la hermana de...
—Después de tanto tiempo, ¿sentís que lo conseguiste?
—Sí, sí. Lo que pasa es que, pensá, pasaron... ¿Cuántos años? 23. Pasaron millones de cosas en mi vida.
Era 14 de mayo de 2001 cuando Vick Fernández, una kinesióloga de zona norte de 28 años que había sido becaria del Hospital Garrahan, se convertía en la ganadora de la segunda temporada de Expedición Robinson en una final de novela clásica. A 23 años de aquel momento conversó con Teleshow desde Villa La Angostura, mientras prepara la comida para su hija que ahora pregunta con quién habla su mamá.
Si el Conde de Montecristo volvió contra quienes lo creían muerto para vengarse, en 50 minutos y un desenlace que marcó 27.7 puntos de rating para Canal 13, la concursante del primer reality show que conoció la Argentina vivió su propia épica.
En un tiempo caníbal, preámbulo del estallido de la crisis de 2001, la participante del programa que conducía Julián Weich, que volvió este año por Telefe bajo su nombre internacional de Survivor, soportó la convivencia en una isla tropical con otros cuatro competidores que no se la hicieron fácil. Todos aliados y con un pacto de dividir el premio de 100 mil pesos (¡dólares!) en partes iguales, se empeñaron en minar su confianza ante la posibilidad de quedarse con el botín. La llamaban “rubia tarada”, “Cenicienta” y le gritaban que tenía que tirarse al mar como Alfonsina Storni. Ella, como una heroína modelo de culebrón, lloraba. Pero su revancha no fue casarse con un galán. No.
En las islas de Bocas del Toro en Panamá, Vick consiguió imponerse en dos juegos claves que le permitieron ganar de forma consecutiva la inmunidad. Uno era de equilibrio, el otro de orientación cardinal. De lo contrario y con todos unidos para echarla, su único destino era la extinción. Pero hoy, dice, consiguieron hacerla más fuerte. Triunfante y rota en llanto tras su hazaña, Carlitos, un compañero la consoló: “Se puede engañar a algunos por algún tiempo, a muchos por poco tiempo, pero nunca a todos por todo el tiempo”.
Una vista a los diarios de la época. “Triunfó el bien sobre el mal”, tituló Clarín. “Los buenos ganan, al menos en la TV”, escribió La Nación. “Al final, triunfó Vick, la buena del sur”, se publicó en Página 12. “Tenía 28 años y 100 mil dólares en el bolsillo. Era una reina”, cuenta hoy Vick al teléfono, unas horas después de practicar snowboard con amigas en la majestuosa ciudad del sur argentino, mientras recuerda un tiempo en el que era famosa y los programas de televisión la buscaban para tenerla como invitada. Guada, su hija, no entiende cómo ella rechazó aquella popularidad. “Yo moriría por ser famosa”, cuenta que le dice la adolescente de 16 años a modo de reclamo. En esa fantasía adolescente, comparte, pasa a buscar a su mamá en limusina y se la lleva derechito a Hollywood.
Como la fama no era el deseo de Vick, que hoy tiene 52 años, su tiempo como celebridad fue breve, pero intenso. Aun conserva miles de mails que le enviaban los televidentes, atesora las carpetas que una de sus hermanas elaboraba con recortes de sus notas en diarios y revistas y guarda con pudor las miradas curiosas de los comensales cuando entraba a un restaurante con amigas.
“Yo no fui al programa por la plata, porque ganaba bien, hacía mis viajes, estaba cómoda. Fui por mí, para encontrarme y conocerme desde los pies hasta la cabeza, pero me arrepiento de no haber conocido a Susana y a Mirtha”, confiesa, entre risas. “Me invitaron, pero en ese momento tenía mucha vergüenza y no quería exponerme más de lo que ya había estado”, admite. Cumplió con asistir a los programas a los que estaba obligada por contrato y cuando terminó, se alejó de los medios. La etapa de volver a Buenos Aires, reconoce, no fue sencilla.
“Cuando llegué de Robinson me pasó que fue bastante complicada la vida en cuanto a a conocer personas, por ejemplo, porque ya todo el mundo me reconocía. Yo por ahí llegaba por un paciente a un domicilio en Belgrano que tenían un bebito enfermo con bronquiolitis y la mamá se quería sacar fotos conmigo y a la segunda sesión estaban el tío, la hermana y toda la familia para conocerme. Así viví muchos meses de mi vida. Me halagaba, pero al mismo tiempo a mí me gustaba mucho mi profesión y me sentía incómoda. No podía manejar esa especie de fama”, recuerda.
Hasta que en 2008 todo su mundo dio un vuelco. “El más hermoso, el más puro y el más sano que me pasó en mi vida”.
En una de esas visitas profesionales a domicilio le tocó conocer a una beba de pocos días que permanecía al cuidado de una familia de tránsito que la tenía en guarda. Su estado era muy delicado y ella, profesional de la salud, sintió una conexión inexplicable. Única.
“Llegué a La Lucila a atender a una bebita, recomendada por un pediatra de zona norte, y a los cuatro o cinco días de atenderla todos los días estaba bastante grave. La familia se tenía que ir a Pinamar y la iban a dejar con la chica que trabajaba en la casa, que era un amor, pero yo les pedí que no. Era muy chiquita, muy inestable de peso y no podía quedarse al cuidado de alguien que no tenía noción”, rememora. Esa bebita era Guadalupe, que ahora aguarda con paciencia la comida de su mamá, y en esas coincidencias llegó en las vísperas del Día de la Virgen de Guadalupe.
“Mirá que yo he atendido muchos bebés en toda mi vida, pero no me habían dicho que la beba estaba para adoptar. Pensé que era de ellos, de Paty, una mujer que la cuidó con su preciosa familia. Y bueno, me enamoré de esa bebita y hoy es mi hija”, relata, con simplicidad.
De aquellos días, Vick recuerda que estuvo sola en la casa de sus padres con una criatura que necesitaba todo de ella. Y no pudo desprenderse de la beba. No quiso. Primero tuvo que conversar con la mujer que la tenía en guarda y responsable de cruzar sus caminos. “Siento algo muy especial por esta beba. En mi vida hubiera soñado en adoptar, pero hay una conexión muy fuerte”, rememora sus palabras, aunque sabía que aquella mujer no tenía en su poder ninguna decisión.
El primer hogar de Vick y Guada juntas, madre e hija como una célula, fue bendecido con las gotas de sudor y de llanto que derramó la kinesióloga bajo el sol del Caribe. Del premio de Expedición Robinson una parte quedó atrapado en el corralito argentino, otra se quedó en el corralito de Uruguay, y su inversión fue en una vivienda. “De los 100 mil limpios me habrán quedado 78 mil. Perdí como 22 mil, que no es nada en comparación de otra gente que perdió mucho más. En ese momento me compré un departamento muy lindo en San Isidro”, detalla. Bajo esas paredes, la niña dio sus primeros pasos. Allí ella experimentó por primera vez que la llamen “mamá”.
Pero antes tuvo que actuar rápido. Consiguió que su inquilino abandone de un día para el otro el departamento que le había alquilado para hacerle espacio a ese nuevo comienzo de a dos y se presentó ante un juzgado con su deseo como motor. “Ahí no me dieron ni cinco de bola, pero cuando le empecé a contar a una abogada que trabajaba en el lugar por qué quería tener esa bebita, por qué yo creía que estaba bueno que fuera su mamá, la mujer empezó a conectar conmigo. Me empezó a escuchar con más atención y me terminó diciendo que no perdía nada si le escribía una carta al juez”. Lo hizo.
Recuerda que aquella noche la pasó en vela. Escribió cuatro páginas del derecho y del revés, se dio una ducha y a primera hora llegó a la Defensoría de Menores para dejar su carta. “¿Por qué pensás que te la vamos a dar a vos?”, la apuró un abogado allí tres meses después de su presentación.
Su respuesta fue en carne viva: “No digo que me la vaya a dar, pero es mi deseo ser su madre. Dicen de ponerle anestesia para entregarla a un matrimonio, cuando acá adelante suyo tiene a una mamá que la ama como está, y que cuando la beba tenga el peso adecuado la llevará a una pediatra para que le hagan todos los estudios necesarios”.
“Ustedes van a someter a esos chequeos a una bebita que quizás no aguante la anestesia”, fueron sus palabras que soltó, casi como un ruego. “Ahí el tipo se levantó, me dio la mano y me dijo ‘hablamos el mismo idioma, licenciada’”, rememora. Ese día se enteró que en aquella oficina unos meses antes todos los empleados lloraron al leer su carta. Y después vino la vida, una vida de a dos con esa niña que, Vick dice, se parecía a Heidi con sus ojos enormes y su cabello negro.
“Guadita había nacido de una nena muy chiquita de 15 años que estuvo en situación de calle y había consumido paco durante todo el embarazo. A Guada le habían dado penicilina porque la madre había tenido sífilis, había tenido una convulsión en la cesárea y era prematura. No tenía un peso adecuado y la querían someter a un montón de estudios para poder dársela a un matrimonio con un diagnóstico”, recuerda.
Postales de su Heidi abrazada a un perro San Bernardo, mojándose los pies en un lago azul de la Patagonia al costado de su mamá. Abrazada a abuelos y tíos, en fotos escolares, en el jardín, en el bautismo. Arriba de una tabla de surf o esquiando, compartiendo vacaciones, atardeceres con juegos al sol, muñecos de nieve, meriendas en la playa.
“Tiene un alma muy pura. Es una nena muy generosa, empática, siempre está sonriente y ve lo positivo de las cosas. Se le acercan los niños y la aman los animales”, dice, desde la cocina de su casa en Villa La Angostura, lugar que eligieron hace 8 años. Unos años antes había entrado en sus vidas Alejandro.
Felicitas se llamaba una hermosa niña que Vick atendió durante dos años, dos veces por día. “Para nosotros ella es un angelito”, confiesa, sobre esa niña que falleció y de la que hoy conserva una foto pegada en su heladera junto a otros recuerdos. La nena había sido diagnosticada con un tipo de leucemia y sus padres, Nico y Caro, se convirtieron en sus amigos. Ese vínculo le permitió conocer a quien durante 10 años fue su pareja y compañero, el mejor amigo de Nico. Guada tenía 5 años cuando la kinesióloga comenzó una relación con Ale separados por 1.625,7 km.
“Nos presentaron en su momento y por la distancia después él viajó a conocerme. Empezamos a estar de novios y luego de tres años llevando nuestra relación así decidimos vivir todos juntos en 2017 acá en Villa La Angostura″, cuenta. “Ale y Guada se adoran”, dice después y no es necesario verla para saber que está sonriendo del otro lado del teléfono.
Aquellos meses de mudanza y adaptación persiguiendo un amor reconoce que fueron bravos. “Cuando llega enero o febrero inconscientemente me pongo a hablar de Expedición Robinson. Y cuando me mudé acá el primer tiempo me pasaba lo mismo”, admite, conectando aquella prueba de supervivencia que puso su nombre en boca de todo un país con las que le tocó transitar después.
“Acá hago de todo. La población es muy chiquita y hay que reinventarse. Entonces, no puedo trabajar solamente de kinesióloga pediátrica porque no alcanza”, admite.
En la ciudad, corazón de los lagos andino patagónicos, se dedica a vender techos de chapa aptos para las nevadas, mientras que él tiene un rental de esquí y kayaks. Juntos emprendieron varios negocios en el lugar como un food truck, al que llamaron La Scaloneta en honor al triunfo de la Selección Argentina en el Mundial, y el kiosco del puerto.
“Acá las cuatro estaciones del año son bien distintas. El verano es muy caluroso, el día es larguísimo. El invierno frío, nieve. El otoño es de mil colores y la primavera se llena también de tonalidades hermosas por las retamas y los lupinos. La vida es mucho más tranqui”, contempla hacia el final de la charla.
Vick y la calma que da lo encontrado.
Fotos: Gentileza Vick Fernández