Estaba al aire cuando le avisaron que su padre había muerto. Y no lo avergüenza decir que por ese “imperioso sentido profesional”, que lo mantuvo absorto en su métier, siguió la transmisión de su programa hasta el final. “No lo tomé como un hecho relevante”, apunta. Después de todo, “era algo que tenía que pasar”. Llegó al funeral con la obligación en sus hombros y una ofrenda en el bolsillo. A solas, y entre tanto de esas pocas palabras que agrietaban años de ausencias y distancias, sacó el pin del escudo de Estudiantes de La Plata y lo prendió en la solapa del traje de Rubén, “siempre, de saco y corbata”. Así lo recordaba. “Le dije: ‘Gracias por hacerme de Estudiantes’: Y me fui”, cuenta Esteban Marcos Trebucq (48) en esta charla en la que, algo más de seis años y varias reflexiones después, da cuenta de una influencia tan inmensa que ha sabido definirlo en las canchas, en la profesión y hasta frente a sus hijas.
“Papá fue un pésimo padre, pero era muy inteligente y si de algo se encargó fue de inculcarme la curiosidad intelectual. Ese gusto por el conocimiento, por la búsqueda y la duda, que, finalmente, son condiciones primeras del periodismo”, deduce. “Si le preguntabas qué negocio le hubiese gustado tener, respondía sin pensar: ‘¡Una librería!’. Siempre nos decía: ‘Hay que ser buen amigo del bibliotecario’. Así fue como nos hizo tan lectores. Tan libreros”, recuerda. Todavía asegura sentir el apretón de su mano de camino al jardín, “mientras jugábamos a decir las capitales del Mundo. Una rutina diaria muy de nosotros dos”. Porque a los 5, el Pela ya diferenciaba banderas de países, una fascinación descubierta entre las páginas de la Enciclopedia Sopena Universal, diez tomos que, en la biblioteca de aquel PH de Meridiano V, aún hoy siguen acompañando a “otros mil libros de todo lo que te imagines”. Legado que suele tomar matices de proeza al considerar que “mi viejo ha sido la síntesis de la superación del argentino de clase baja”.
Rubén nació en un paraje chascomusense “tan perdido” que los más viejos solían contar que por ahí, alguna vez, había pasado un tren que intentaba mitigar la inevitable agonía de su campo. “Eran tan pobres que mi abuela Marta, después de cada baño, debía envolverse en una sábana si su único vestido aún no se secaba “, relata Trebucq. “Y tanto anhelaban que papá tuviese la educación que ellos habían resignado, que lo enviaron a vivir a casa una tía en la esquina de 55 y 26, en La Plata”. Ni el inmenso dolor del desarraigo pudo hacerlos desistir de esa cruzada por un futuro. Así, del Manuel Belgrano (estatal), “y gracias a una beca alcanzada con méritos de sobra e insistencia de su padre”, pasó al Estrada, instituto hoy dependiente de la Universidad Católica de esa ciudad. Tardaría cuatro años y monedas en alzar el título de Médico Veterinario luego de rendir tres finales en un mismo día, “y todos con diez”. Así se graduó en la UNLP, con Honores y “decidido a consagrar su vida a la educación pública”, dice con orgullo que quiebra.
Lo recuerda “impecable en su traje riguroso bajo el guardapolvo blanco”, cuando de muy niño espiar sus clases de Sueros y Vacunas en los laboratorios de la Universidad Nacional de La Plata era todo un plan. “En esas aulas gigantes, tan heladas y en silencio de respeto sepulcral”, describe con ojos de aquel chiquito. Porque Rubén, “un tipo conservador, liberal (al punto de no haber querido colegiarse en el 72) y tan acérrimo antiperonista como yo”, eso inspiraba en un dictado con suma “firmeza”. Como así también lo hacía, simultánea e incansablemente, en la Universidad Nacional de Rosario y en la Facultad de General Pico (La Pampa), “en itinerarios que lo obligaban a dormir solo en los bondis, porque había que llegar a fin de mes”. Pero al crecer un “mazazo” inesperado demolería de un golpe, certero y definitivo, toda idealización.
Ya había cumplido 9 cuando su padre se enamoró de otra mujer. “Algo por lo que jamás pude condenarlo. Es más, como hombre, hasta logro entenderlo. Al fin y al cabo nadie maneja ese tipo de cuestiones”, explica. “A mí lo que me jodió fue el abandono. Haberse olvidado de sus cuatro hijos me resultó imperdonable. Nunca volvió a tomar el rol de papá presente. Y mucho menos el de sostén económico. Se borró por completo, dejando a mamá en una situación por demás angustiante”, relata. Ana María Díaz (74), “mi gran inspiradora”, procuraba el mango más allá de sus horas de trabajo como empleada pública. “Ella sabía encontrar instantes para venirse hasta Almagro, donde buscaba ropa usada que vender en los pasillos de los Ministerios. Siempre en el intento de evitar privarnos de la mejor educación que pudiese pagar”, dice conmovido respecto del Colegio San José y del Nuestra Señora de la Misericordia, “al que también fuera Cristina Fernández de Kirchner (71)”, apunta. “Todavía recuerdo los desesperados llamados de la Hermana Yolanda reclamando el pago de la deuda… ¡Pero no había guita! Yo creo que hasta el día de hoy debemos varias cuotas”.
Entre tanto iban acomodándose esos nuevos hábitos (“como el de compartir zapatillas de Educación Física con mi hermano”), se sucedían los irremediables pases a las escuelas públicas (por las que no deja de demostrar gratitud) y fantasías como las de unas vacaciones en la playa caían en el rincón de lo imposible, Trebucq tejía otro modo de vínculo con su madre. “Ella se apoyaba mucho en mí. Sin dudas la ausencia de papá, y más aún siendo el mayor, me situó en un plano de forzosa responsabilidad y hasta de confidencia”, define. Así fue como a la edad de 15, “usaba las tardes para repartir guías telefónicas, administrar algún que otro consorcio del barrio o conseguir artículos de limpieza para sortear entre los vecinos en pos de hacernos unos pesos con los que ayudar”, cuenta. Claro que el periodismo iría colándose indefectiblemente. Mediando el 93, y todavía alumno del quinto año de la Escuela Nacional Superior de Comercio de la ciudad de La Plata, Esteban se presentó en el despacho de Juan Carlos El Rengo Fanjul, por entonces jefe de Deportes del diario Hoy de La Plata “decidido a conseguir mi lugar”, señala. “Me dijo: ‘¿Vos quién sos? ¿Qué podrías aportarnos?’ A lo que le contesté: ‘Mirá todas estas fotos de equipos infantiles. Puedo escribir sobre ellos y conseguir cada uno de los nombres de sus padres. Porque te aseguro que van a querer comprar cada ejemplar en donde aparezcan’. Y me contrató”, recuerda. Dos meses después ya era efectivo y hasta terminó dirigiendo esa publicación hasta 2009. No olvidemos, claro, que previo a esa gran táctica, ya había hecho lo suyo escribiendo en la contratapa de El pregón de la tarde, pero su primera crónica había llegado dos años antes y se hace anécdota paréntesis en este mano a mano.
1991.En el contexto de la Liga Amateur Platense de Fútbol (“un torneo amateur pero de primera división”, subraya), Gabriel el Colo López, un amigo dos años mayor, lo convenció de cubrir partidos locales para la radio Rocha AM 1570, “en tiempos en los que esos equipos ni tribuna tenían y los encuentros se transmitían desde el techo de los vestuarios para ver mejor”, cuenta. “Y en una de esas me tocó hacer la conexión, o sea, ver el partido, anotar un papelito y llamar por teléfono. Cubro Deportivo La Plata-San Martín de los Hornos en Cancha Arco Iris, en 1 y 99, que si mal no recuerdo salió 1 a 1″, narra. “Y El Colo me dice: ‘Trebucquero, en el entretiempo salí por la calle en la que termina la cancha. Tomá la paralela, esa que desemboca en un paredón. Pero no sigas por esa. A la izquierda vas a ver una zanja. Cruzála y caminá cuatro cuadras más en esa dirección hasta llegar a una casa que tiene un árbol así y asá. Golpeá, ese vecino va a prestarte el teléfono. Voy. El tipo me abre avisándome: ‘Mirá pibe que te cobre, eh…’ ‘Sí, sí…’. Llamo a la radio y el operador me dice: ‘Salimos, pero sin retorno’. Yo no entendía una goma de qué me hablaba. En esa escucho que el conductor dice: ‘¿Cómo va todo ahí en la cancha, Esteban Trabuco?’”, suelta con gracia. “Le respondo: ‘empate, señor’. ‘¿Y quiénes hicieron los goles?’, me pregunta. ‘Y no sé… Porque pregunté los nombres pero nadie sabe. Al 9 le dicen ‘El manubrio’, a otro ‘el Gomera’… La verdad que son once pataduras, ni siquiera hay nadie… ¡Un embole este partido!’, respondí. Todo al aire”, relata entre carcajadas. “‘Bueno, esperamos el contacto al finalizar el partido’, me dice. ‘Mirá, discúlpame, no sé si voy a poder llamarte porque esta gente me cobra y yo no tengo un mango’. Entonces escucho que se despide diciendo: ‘Le agradecemos a la gente del barrio que colabora con esta transmisión’. Fue maravilloso”.
Enlaza pasión y vocación a la fascinación por los textos, porque según dice “si soy periodista es porque me han hecho un gran lector… Y un poco por Estudiantes también”, suelta antes de echar luz al panorama que plantea. Resulta que, sin bastarle aquella biblioteca “de pared a pared” en casa de sus padres, los abuelos lo esperaban con otros tantos textos que, como dice, “me leían y me morfaba hasta quedarme dormido”. Y en esas pernoctadas, Esteban tenía especial debilidad por bucear en un viejo baúl de cuero que, tal cual detalla, solía cerrarse con una presilla parecida a la de un cinto. “Porque ahí guardaban los diarios y revistas de Estudiantes Campeón”, suelta con la voz rendida a la emoción de encontrar aquí otra huella de Rubén. “Yo era muy chico, tendría 6 o 7 años. Y cada fin de semana me arrodillaba sobre la cama para desplegar, una a una, esas páginas amarillas de papel tan crujiente, de las que no dejaba línea impresa por leer y releer… Aunque muchas veces, y a pesar de ser Bicampeones de América, solo salíamos, por ahí, en un costadito de la tapa del Gráfico. Porque, claro, la conversación deportiva, y tan hegemónica, era para los clubes grandes”, explica. “Hasta que un día, al escuchar a La Voz del Estadio, supe que, esta que hoy disfruto tanto, definitivamente sería mi profesión”.
Es entonces que Esteban comparte una reflexión. “¿Sabés qué es lo que no le perdono a mi viejo? Que nunca jamás haya vuelto a llevarme a la cancha”, argumenta como dando dimensión muy personal a la idea de abandono. “¡Hijo de puta! Y tuve la oportunidad de decírselo: ‘No sabés lo que sufrí sin ver a Estudiantes cada domingo… Nada más me importaba. Nunca vas a imaginarte lo que sentí’ Claro que se lo dije”, relata. No obstante sabía ingeniárselas. “Como no había un mango, y hablo en tiempos de la primaria, me escapaba por el Paseo del Bosque para meterme en la cantina del club, como si fuese a comprar algo, y entonces, de camino al baño, podía escabullirme en aquella cancha”, recuerda. Se coló hasta entrar en el equipo infantil por casi dos años. “Pero era tan malo que al mismo tiempo de recibir el honor de ponerme esa camiseta, estaba deshonrando a la institución”, bromea muy en serio. Y, por supuesto, en casa salida al campo buscaba a papá detrás del alambrado: “Algo más de todo eso que lamentablemente se perdió”, repite. Es orgánico. “Cada vez que Estudiantes sale campeón, que por suerte pasa seguido, pienso en mi viejo y, principalmente, en mi abuelo Alberto (materno): peronista fatal, tribunero de cancha (jamás plateísta) y enfermo de Alzheimer”, narra. “Él no se acordaba de nada. Ni siquiera del nombre de su propia hija, a la que en cada comida familiar le decía: ‘Señorita, me trae el postre por favor?’ Pero sí, era muy capaz de recitar la formación completa del Estudiantes Campeón del Mundo y sin titubear.
Dicho sea de paso (y aquí haremos un apartado), el fútbol, que lo paseó (además) por las canchas del Club Romerense y en el Club Everton La Plata, “cuando aún albergaba la ilusión de ser un jugador tras dos años de gran racha” en primeras divisiones, abrió camino a otras experiencias, sin dudas, “de prueba y de autoconocimiento”. Trebucq descubrió el Triatlón. Corriendo cruzó los Andes y varias cintas de llegada a fines de los 90. “Hasta que un día me cansé y vendí la bicicleta”, recuerda. Luego, y ya con la veteranía, llegó el turno del rugby y esa inédita sensación de tribu. “Un deporte tan maravilloso que me hubiese gustado explorarlo desde muy chiquito”, señala. “Era malo, malísimo, pero en el Albatros Rugby Club (no puede nombrarlo sin llorar) yo encontraba corazón, familia, hermandad”. Tal es así que con sumo orgullo exhibe el escudo de la institución tatuado en el tobillo que se quebró “por lo pésimo que jugaba”. Y finalmente la navegación, “el velero que después de tanto deseo pude comprar” y el carnet de timonel, que lo lleva tan río adentro como pueda.
Claro que al decir que en esa actividad también es “muy malo”, invita a preguntar en qué se tilda ‘óptimo’ Esteban Trebucq. “Lo único que sé hacer es periodismo”, sentencia. Y es realmente loable teniendo en cuenta que jamás estudió a tales fines. “Reconozco que pueda sonar hasta petulante, pero como ya trabajaba de periodista antes de terminar el colegio, pensé: ‘Voy a meterme en Derecho, total, todo esto ya lo sé’. Ergo: nunca tuve un título de grado pero te aseguro que podría jactarme de mis más de 25 años de formación constante e ininterrumpida”, continúa. “Principalmente en la gráfica, la mejor de las escuelas. Estoy convencido de que uno realmente es periodista solo si pasó por alguna redacción”, asegura hoy el anfitrión de Trebucq en El Observador 107.9 y de +Verdad en LN+.
Dice que, finalmente y después de todo, las grietas ideológicas en la familia le enseñaron a templar la tolerancia, “porque hay mucha más riqueza en un diálogo discrepante”. En tanto Matías Trebucq (segundo de los hermanos) aterriza en la conversa a bordo de otra de sus anécdotas. “Él es ferviente militante de la Izquierda. Es más, de las filas de Myriam Bregman (52). ¡Mirá lo que te digo! Por lo que además de gastarlo porque ‘no laburan’, sigue creyendo en un país inviable”, suelta con gracia. “Y hace poco, mientras tomaba una cátedra sobre Libre Pensamiento Marxista en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata, el profesor, que disertaba sobre la argumentación del discurso, de repente me usó de ejemplo para señalar a los comunicadores sin bases para defender conceptos”, cuenta Esteban. “Acto seguido, y no conforme, desplegó una lámina con un tuit de ‘El pelado de La Nación’ haciendo una crítica del caso Thelma Fardin (31). Menoscabándola, menospreciándola en un texto terrible. De esos golpes arteros a una causa tan genuina”, indica. “Claro… Saltaron todos: ¡Pelado hijo de puta! ¡Sucio! ¡Misógino! ¡Gorila!, de todo gritaban... Entonces, y entre tanto insulto, Matías levanta la mano: ‘Perdón, profesor, Trebucq es mi hermano. Indudablemente está en las antípodas ideológicas de todos nosotros, pero fíjese que eso es fake. Esa cuenta es apócrifa”, remata entre carcajadas. “En definitiva, a mí me molesta el intolerante y el autoritario, pero siempre abrazo al que piensa diferente”.
Volviendo al hilo, fue ese compendio de legados que finalmente los reencontró. Esteban, que había sido ya, por años, editor de Animals (revista dedicada a Estudiantes), y con igual fascinación de aquel niño que revolvía bibliotecas, decidió que ya era hora de contar los episodios previos a esa historia que leía y releía en los diarios amarillos de la casa de sus abuelos. “Necesitaba saber y compartir que había pasado antes del 67″, explica. Un trayecto tan íntimamente ligado y consecuente con la vida de La Plata. La recopilación hecha fascículos se convirtió en un libro. Y Trebucq ganó así la autoridad suficiente entre los pinchas para coronarse referente en cada evento. Entre otros, el del Museo de Estudiantes de La Plata tuvo un plus más que especial. “Habían conseguido el mítico partido del 17 de octubre de 1968 en el Old Trafford Stadium, “cuando el club generó la bisagra más importante del fútbol moderno, hasta el día de hoy, como el único no británico en dar la vuelta olímpica en aquellas tierras de Manchester (UK)”, evoca. Y al ser convocado como host para esa emblemática proyección, “la madre de mi hija mayor me sugirió: ‘¿Por qué no invitás a tu papá?’ Acepté. Después de todo era un hecho clave para todo aquel que se llamase hincha. Y entonces, después de mucho tiempo, mi viejo apareció”.
De traje, por cierto. Y sumamente atento. Así descubrió a Rubén escuchándolo entre el tumulto. “Después de ver el partido nos sacamos una foto juntos con la Copa del Mundo. Lo vi viejo, muy golpeado por la edad”, sintetiza. Qué más podía sumar a todo aquello dicho en una mesa de bar y chocando dos cervezas. “‘Fuiste el boludo que se perdió toda una vida’, le tiré así en este tono”, rematando un rosario de reclamos que ha dejado asomar a lo largo de esta entrevista. “Y él, por demás vergonzoso, asentía sin siquiera mirarme a los ojos. Nos despedimos casi en silencio. Y esa fue la última vez que lo vi”, rememora Esteban. Tiempo después, el Dr. Jorge el Tate Lambre, “ex compañero de rugby, un gran médico y mejor tipo, me llamó diciendo: ‘Che, hay un hombre internado en el Hospital Español y creo que es tu viejo… No está nada bien. ¿Por qué no venís?’ Y no fui. Ni siquiera cuando, horas después, mamá, abandonada por él en los 80 pero más consternada que nosotros mismos, intentó hacerme cambiar de idea: ‘Tu padre se muere’, insistía. Pero al crecer uno se pone más honesto consigo mismo”. Rubén tuvo tres hijos más de su segunda pareja, “dos mujeres y un varón, según tengo entendido”, suelta restando interés por esa vinculación que está muy lejos de propiciar. “No sé ni cómo son, ni dónde viven, ni a qué se dedican. Así que podría cruzármelos por la calle y jamás los identificaría. Pero muy tranquilo con eso”.
“Si hay alguien que me enseñó a ser papá fue mi vieja”, suscribe y subraya. Aunque admita válido el contraejemplo de Rubén. “Cuando hace catorce años me separé de la madre de Delfina (18)… Porque además de ser ex futbolista, ex rugbier, ex triatleta, también soy ex, ex… (humorea al pasar), ella me dijo: ‘Yo estoy segura de que no vas a alejarte de tu hija por todo eso que sufriste con tu viejo”, recuerda. “Y eso ha sido medular para mí. Todos los días me propongo ser el padre más presente para Delfi y para Lupe (6)”, resuelve sin evitar el quiebre por esa consecuencia del oficio. “Como decía Gabriel García Márquez: ‘Una noticia nunca termina y nunca todo está contado’. Nuestro laburo es así. Muchas veces, en el intento de vincularme sentimentalmente con alguien, me preguntan: ‘¿Vas a tener tiempo para eso?’ Y no… La verdad que no. Yo no tengo tiempo. Nunca tuve tiempo. Por eso jamás me ha durado nada ni nadie”, admite sin desesperanza de corregir su suerte.
“Trabajo todo el día… ¡Más que el día! Quiero que mis hijas sepan que su papá se rompió el culo para que el país sea mejor. Soy un laburante. El mismo apasionado que se tomaba 8 colectivos para ir de un trabajo al otro a los 17 años. Porque yo no tengo aspiraciones materiales. No ando por la vida tratando de cambiar el auto, sino la realidad. Mientras gane para tomarme un vino con quien quiera, de vez en cuando, y que mis hijas puedan comer, vestirse y estudiar, está bien. La gente que me conoce sabe que detrás de mi vocación está la imperiosa necesidad de construir tranquilidad para mis hijas. Ese respaldo, esa solvencia que siendo niño nunca tuve. Porque yo sé lo que es sentirse inseguro”, señala.
Delfina juega hockey y es tan parecida a mí que ojalá no quiera ser periodista. Lupe, quien vive con él, es debutante en primaria y “LA sensibilidad”, según describe. “Puede pasar horas pintando y es tan adepta a la música que ya canta Beatles e insiste con ir a ver a Paul McCartney (82)”. Dos herederas “sin gran herencia material, hasta el momento” pero educadas como papá, “a base del gusto por el conocimiento”. *Rubén tendrá su crédito final y la mejor de las postas. “Él solía decirme: ‘Vos tenés que estar listo para ocupar un sitio en cualquier mesa y poder hablar de todo eso que ahí se esté conversando’. Y creo que por eso también soy periodista, ¿no? Esos con el conocimiento de un océano y la profundidad de un charco, como se dice. Y eso es por papá”, admite. “A mis hijas las vuelvo locas con eso. Delfi creció con ese lema, y a Lupe ya la machaco: ‘Estudien. Estudien para ser libres. Libres e independientes’. Una frase que ella ya enmarcó y colgó por ahí, en un rincón de la casa”.