Campi: “Tenía 14 cuando mi casa estalló y la vida me hizo crecer a los sopapos”

Dice que la infancia “es la moral de cada uno” y regresa a mirarse para explicar quién es hoy. Un abuelo “maestro de mi dignidad y mentor de la creatividad que salvó mis carencias”. El bullying escolar. Una familia “con enojos y un intento de suicidio”. La depresión de su padre, “que reinventó nuestro vínculo”. Su pelea con el humor: “odiaba hacer reír”. Por qué quiso ser camionero y la “busca del mango” que lo llevó a ser hasta diseñador de moda. Confesiones del hombre de las mil máscaras

A Solas, Campi con Sebastián Soldano

Por aquí, la mesita clasificadora de plumas. De frente, un mesón de trabajo con cientos de adminículos de quién sabe qué planeta. Más allá, la “maquinola” de hacer plumeros. Y en medio, volaban mundos y un gran presagio. El abuelo Federico (“tan sabio, moral y juguetón”) tenía la magia y su taller era “el mejor de los refugios” para un niño “inquieto y solitario” que escapaba del tedio de esas horas de la tarde en las que “la tele era propiedad de las señoras”. Martín Mariano Campilongo (55) acepta regresar a buscarse en aquel sitio, en aquel vínculo (“que no he dejado de extrañar jamás”), para traerse de la mano y dar cuenta de por qué todo eso ha sido, según dice, “el hormigón armado en el que estoy parado”.

Martín Campi Campilongo junto a sus abuelos, Oliva (a la que apodaba Nani) y Federico Garuccio, fabricante de plumeros y su gran mentor

La soledad ha resultado buena socia para un único hijo “criado entre adultos” y con un enorme agravante: “¡Detestaba el fútbol! Lo que en Parque Patricios resultaba una condena”, cuenta el quemero por herencia. Pero aquel contratiempo para la socialización en una edad tan importante despertaría (para siempre) un gran talento: “Yo estaba obligado a inventar cosas capaces de tentar a los chicos del barrio y hacer que venir a lo de Campi fuese tan divertido como patear en una cancha”, explica el creador de, por ejemplo, una balsa con la que supo navegar en barra sobre el Río de la Plata. El taller fomentaba el uso de varias de las herramientas que hoy empuña en el estudio que montó en su casa, donde atesora pelucas, prótesis y máscaras hechas por él mismo en función de sus caracterizaciones. “Un modo de repetir mi propia historia reseteada”, concluye. Y, además, tal y cual lo ha hecho Federico, “ser artífice de memorias”, porque como cuenta: “Mis hijas convirtieron mi atelier en un ámbito más de juegos. Si alguna quería un caballito para saltar, yo la invitaba a construirlo juntos. Tiene otro valor… ¿viste?”, desliza con nostalgia y cierta satisfacción de un legado bien aprehendido.

Martín Campi Campilongo en el taller que alguna vez montó en su casa de Colegiales, donde fabrica sus propias máscaras y prótesis para sus interpretaciones
Martín Campi Campilongo, a sus 2 años, durante las vacaciones familiares en Santa Teresita (1971)
Martín Campi Campilongo luciendo sus dotes de bailarín en un acto escolar, 1974

Creció atribulado por el acoso escolar “de esos salames que se creían pillos”, cuenta respecto de sus compañeros de la Escuela Cangallo (en el Once). “Mi apellido rima con tantas cosas… Eso, a la distancia, puede sonar gracioso y hasta algo ingenuo, pero siendo niño es difícil de transitar. Las burlas de los demás me dejaban desnudo y a esa edad no es sencillo encontrar la ecuación para revertirlo. El bullying es algo que te marca de por vida”, sentencia. “Aún así tuve un ojo-scanner para detectar y exponer los errores de estos piolas frente a todos. Y en un batifondo de risas, se iban pasando a este lado del juego,” recuerda con la salvedad de que la suerte cambiaría luego en el Instituto de Educación Superior Mariano Acosta (Balvanera). Así, impensadamente, Campi desenfundó el arma que cambiaría su vida: el humor. “Sí, mi arma hasta para la seducción”, apunta. Y aunque pronto dirá que en algún tramo de su historia eso mismo ha sido “un yunke” muy difícil de acarrear, asegura que durante 55 años “la comedia fue mi modo de subsistir con felicidad”.

Martín Campi Campilongo en el cumpleaños de su amigo “Gallito”
Martín Campi Campilongo a sus 10 años
Martín Campi Campilongo con Carlos Balá, su gran ídolo
Martín Campi Campilongo junto a Roberto Gómez Bolaños (otro de sus mentores en el humor) y Florinda Meza

Campi coincide, “somos nuestra infancia, la moral que uno lleva para siempre por la vida”, define. Y la suya transcurrió a los pies de una galería de “ídolos” eternos como Gaby, Fofó, Miliki, Roberto Gómez Bolaños, Pepe Biondi y el gran Balá. “Mirá que en tantos años de VideoMatch (Telefe) he cruzado a figuras como Madonna, pero cuando vi a Carlitos por primera vez, se me aflojaron las piernas”, cuenta. “Nada le gana al don y a esa labor de haber hecho reír tanto a mi niño”. Un niño que a esa gracia inspirada le añadía habilidad en aquel imperio de la inventiva que encontraba entre plumas y tablones. Aun cuando este presente ni siquiera llegaba a orillas de una fantasía. Luego sumaría en ese altar a Alberto Olmedo, Antonio Gasalla (“con quien finalmente entablaría una gran amistad” tras intercambiar admiración en un viejo camarín y haber recibido su dirección artística en Campi, 5 monólogos, 5 personajes, 1 artista) y Mario Sapag, “con la expectativa de qué máscara estrenaría cada semana”.

Martín Campi Campilongo en su “campito” de San Miguel del Monte, donde suele recluirse en soledad. Tiempos que su familia respeta, “y algo que hace más feliz mi matrimonio”
Martín Campi Campilongo montando a Morticia, uno de los caballos que cría y cuida en su campo de San Miguel del Monte
Martín Campi Campilongo entre sus limoneros, parte de esos árboles frutales que cultiva en San Miguel del Monte
Martín Campi Campilongo y Pancho, uno de los tantos “amores animales” (entre perros, ovejas, petizos y hasta una burra) que cuida en su refugio de San Miguel del Monte

Yo quería ser camionero. Había algo de este ‘estar solo’ que resultaba muy atractivo. Me imaginaba manejando las rutas, muy tranquilo, con buena música y disfrutando de nuestros paisajes del Norte o del Sur. De hecho, intenté sacar mi carnet de conducir camiones, pero no conseguí a nadie que me prestase alguno para la prueba”, cuenta. “Siempre busqué mis silencios y mis ratos de retiro… Y aún hoy yo soy un buen plan para mí mismo”. Una elección que no solo “en casa se respeta”, según relata, sino que, asimismo, “es algo más de lo que hace tan lindo mi matrimonio de 19 años con Denise (Dumas, 46)”.

Dice saber gestionar sus “momentos privados” alrededor de ese “lugarcito de tierra”, como se refiere a su chacra en San Miguel del Monte (Buenos Aires), en la que cultiva árboles frutales, visita a su perra Olivia, a su burra Libertad, a Pancho y Morticia, sus caballos, a su petizo Chiste y a Amapola y Pablo, sus ovejas, entre otros compañeros de retiro. En esos bucólicos rincones puede dedicar días enteros a escribir ensayos, alguna adaptación y guiones como el del unipersonal Campi, cinco monólogos argentinos que “hoy da vueltas por el mundo” a través de Prime Video, lo que le valió invitaciones de escenarios americanos, españoles y hasta londinenses. “Una locura” que de momento resignó para prestar su piel a Mamá Cora en la exitosa versión teatral de Esperando la carroza, con autoría de Jacobo Langsner y dirección de Ciro Zorzoli en el Teatro Broadway.

Martín Campi Campilongo con Antonio Gasalla. Alguna vez se confesaron admiración mutua en un camarín de ShowMatch. El capocómico le produjo un espectáculo y desde entonces iniciaron una “entrañable amistad”
Martín Campi Campilongo como Mamá Cora, el personaje que inmortalizó su amigo, Antonio Gasalla, en Esperando la carroza, film de Alejandro Doria (1985)
Martín Campi Campilongo, como Mamá Cora, en la versión teatral de Esperando la carroza, de Jabobo Langsner y dirección de Ciro Zorzoli, sobre el escenario del Teatro Broadway
Martín Campi Campilongo (Mamá Cora), Paola Barrientos, Pablo Rago, Ana Katz, Sebastián Presta, Valeria Lois y Mariano Torre, elenco completo de la exitosa Esperando la carroza, en el Teatro Broadway

Las escaleras de la casa de Caseros y 33 Orientales eran lianas de una aventura a otra, entre el tercer piso, donde vivía con sus padres, y el primero, donde lo hacían los abuelos. Pero todo empezaba y terminaba en el taller del segundo, “para charlar, hacer silencios y martillar un rato”. Fue en una de esas tardes en las que Federico, sin siquiera sospecharlo, sellaría a fuego la lección que su nieto aún lleva en alto como estandarte. “Una vez vi a mi abuelo, agachado, muy empecinado en destapar una cañería y, por supuesto, todo enchastrado ... ¡Spuzza!, como diría. Entonces me pidió que lo ayudara. ‘No, no, no…’, balbuceé al ver todo ese cuadro, pero lo hice, aunque protestando por mancharme las manos. ‘¿Cuál es el problema?’, me respondió al ver mi cara. ‘¡Es que estoy sucio!’, dije. ‘¡Eso se lava! Siempre se lava. Problema sería que estuvieses sucio por dentro!’, contestó él. Jamás olvidé ese diálogo. Que, en más o menos palabras, se trataba de cuidarte. De cuidar el apellido. Un asunto muy personal, ¿no? Y eso es algo más de lo que enseño a mis hijos. La seguridad de que habrá cosas de vos que nunca podrán decir mientras estés limpio por dentro”.

Martín Campi Campilongo frente a la casa en la que nació y creció su abuelo Federico Galuccio, en Olevano sul Tusciano, Salerno (Italia), febrero de 2023. “Fui a buscarme en esas tierras y me encontré”, dice

Hablar de su abuelo sin quebrar resulta un desafío en esta charla. Así como el hecho de evitar “extrañarlo a pesar de tantas décadas de tenerlo en otro plano”, apunta convencido de que Federico “me mira, me abraza y me acompaña desde ahí, seguramente, hablándome en italiano”. Y en términos de memorias que enaltecen abolengos, surge la del viaje familiar que se debía.

En febrero de 2023, Campi embarcó a su familia hacia un largo itinerario por Europa, la excusa para salir a buscarse una vez más. “Necesitaba ir a Salerno y visitar Olevano sul Tusciano, el pueblito en la montaña donde nació y creció mi abuelo, justo al lado de Battipaglia, donde encontré a la parentela con la que iniciamos un contacto permanente”, dice. “Entonces caminé su tierra, me paré frente a su casa, pude ver todo eso que él veía un siglo atrás y entendí todo”, asegura. “Entre los italianos entendí que no estaba loco. Que mi carácter tiene una explicación muy clara en mi ADN. Porque puede parecer que no, pero tengo pocas pulgas y menos paciencia. Y entre los olivos del lugar entendí el amor por el cultivo, por la labor con las plantas”, en pos de citar algunas de su lista.

“Fui a encontrar parte de mí y a mostrarle a mis hijas parte de ellas. Parte de nosotros. En definitiva, fui a pasar la posta”.

Martín Campi Campilongo entre sus compañeros del Instituto de Educación Superior Mariano Acosta, de Balvanera, 1987

Cuando afirma seguir siendo “un chico en búsqueda constante” no solo se refiere a lo craneado en el taller. Campi comenzó a remar la calle a los 14. En algunas líneas más sabremos si esa fue legítima elección, pero ya pintaba vasos. “Lo hacía por encargo de una mujer de Villa Crespo que me pagaba tan poco que lo que me daba lo gastaba en los viáticos de vuelta. Cuando reclamé, creyendo que lograría un aumento, me dijo: ‘¡Bueno, pibe… Andate!’ Y me fui sin tener ni para el 65″, remata con gracia. Así fue que inició la venta ambulante. “Los vasos eran divinos. Pero como usaba esmalte sintético, y no tenía el horno especial que se necesitaba, se iba todo en la primera lavada. ¡Nunca más pude pasar por Flores!”, bromea respecto de los vecinos que, según él, todavía deben estar buscándolo.

Martín Campi Campilongo en su juventud

Diseñó ropa que fabricaba con la expertiz (y maquinaria) de su padre, que a eso se dedicaba. “Tenía 18 y me presentaba como diseñador. Así gané premios en la primera Bienal de Arte Joven”, recuerda de los tiempos en que creyó se haría cargo de la empresa familiar.

“Tanto me había entusiasmado que estudié modelismo hasta recibirme. De hecho, la moldería de gran parte del vestuario de mis personajes la confecciono yo mismo”, revela. Luego, “fui escultor y llegué a vender varias de mis obras”, cuenta sobre esa beta que culminaría con la apertura de su propio videoclub, al que siempre recuerda con fondos de aplausos.

“En cada estreno, antes de pisar el escenario suelo estar tan nervioso que me digo: ‘¡Por qué vendí mi videoclub, si me iba tan bien con eso!’ Pero al bajarse el telón, lo celebro: ‘¡Qué bueno que lo vendí!’”, dice este “eterno curioso”, como se nombra una y cien veces.

Martín Campi Campilongo en su juventud
Martín Campi Campilongo en su juventud, divirtiéndose en la playa con un amigo

Poco antes de clasificar y recomendar películas, no sólo supo desempeñarse como supervisor de una sucursal de Pumper Nic (de la que fue echado por hacer tallarineadas clandestinas para los empleados en horarios laborales) sino también como caricaturista para varias publicaciones, “un envión artístico por la proliferación de pasquines que festejaban la llegada de la Democracia”, cuenta. Hábito tan bien adherido que aún hoy despunta en su taller, porque “antes de hacer un personaje, lo dibujo; Le pongo sombras por aquí y por allá hasta que mi propia cara es la hoja en blanco”. Campi, además y entre tanto, intentó un año de Diseño Gráfico en la UBA. Sí, solo un año que fue lo que tardó en avanzar “bicicleteando” la presentación del título secundario que nunca alzó por “culpa” de una materia. Claro, “para actuar no me lo pedían”, suelta con gracia. Y fue entonces que el teatro “me encontró para siempre”.

Martín Campi Campilongo en una de las interpretaciones dramáticas durante las clases de Agustín Alezzo, el “maestro” que le sugirió no enojarse con el humor y hacerle caso al don de hacer reír
Martín Campi Campilongo como Rodolfo Páez padre en la serie El amor después del amor. Aquí hace la comparación entre la dupla real y la que compuso con Gaspar Offenhenden, quien interpretó al músico en su niñez

La vocación, que ya había germinado silenciosa, fue una opción seria cuando “la gorra empezó a garpar más que alquilar películas”, dispara Campilongo de entre sus recuerdos no solo del under porteño sino también en los dos años que vivió “yendo y viniendo” a Montevideo (Uruguay), donde “me bancaba un buen departamento”. Tendría “20 y monedas” cuando “juntaba la plata y pensaba: ‘Epa, tengo que darle a esto mucha más importancia’”.

Mientras tanto, seguía peleándose con el humor en las aulas de teatro, “en las que intentaba hacer escenas dramáticas que nunca sucedían”, recuerda quien debutó cinematográficamente en La peste (de Luis Puenzo, 1993). “Eran intentos, semana tras semana, y solo causaba risa entre mis compañeros. Hasta que un día, mi maestro Agustín Alezzo (precursor de otros como Carlos Gandolfo y Ricardo Bartis), que atendió y entendió mi enojo, me llamó aparte: ‘Che, no es fácil ni normal que ocurra esto que está pasándote. Deberías amigarte con eso de ‘causar gracia’, aprovechálo. Desde entonces me salió hacer comedia con la misma seriedad y conocimiento con los que hago drama**”, habilidad que parece haber sorprendido críticos. y espectadores.

Campi fue popularmente redescubierto (y celebrado) en la piel del padre de Fito Páez (61) en la serie El amor después del amor (de Juan Pablo Kolodziej y dirección de Felipe Gómez Aparicio y Gonzalo Tobal, Mandarina Contenidos para Netflix) y pronto volverá a hacer galas de esas dotes interpretando a Domingo Cavallo (77) en Menem (de Ariel Winograd, para Amazon Prime Video), y de Enrique Pinti en Cris Miró, vivir y morir en un país de machos (de Carlos Sanzol, para TNT y Flow).

Campi, con compañeros de la escuela

Después de chequear el Pingponeando misceláneas, Campi atribuye la mayor de sus angustias a la caída del pelo. Claro que no faltan carcajadas. “Tenía 19 años. Cuando advirtiendo lo que se vendría, decidí raparme la cabeza. Por lo que, créeme, ya no puedo imaginar qué pelo tengo ni cómo sería”, dice con gracia. “Alguna vez, una de esas empresas de implantes intentó regalarme las sesiones, que en realidad era a cambio de salir en la publicidad. La verdad es que nunca me había inquietado el tema, pero tanto me rompieron las pelotas que fui a escuchar una charla interminable sobre las virtudes de tener una linda cabellera. Estuve tan callado que, al terminar, el tipo me dijo: ‘¿Pero te interesa tener pelo?’ A lo que respondí: ‘Y… Tal vez los martes. Los miércoles no sé… Y los jueves no, porque tengo teatro.’ Tendrías que haber visto la cara del flaco explicándome: ‘¡Pero no puedo ponerte pelo solo los martes…!’”, remata hilarante. Quizás, para no escribir ‘seguramente’, esta anécdota haya sido un buen intento de eludir otro pesar real que finalmente asomará.

Martín Campi Campilongo celebrando en familia los 80 años de su abuelo Federico Garuccio, rodeado por su abuela Oliva, primos, tíos y sus padres, Roberto y Norma
Federico y Oliva Garuccio, adorados abuelos de Martín Campi Campilongo

En 1983, encontró una casa implosionada por “esos malos ratos de la vida”, como define. La separación de sus padres (“insospechada para mí”) fue el detonante de “un crecimiento acelerado a los sopapos”, rememora. “Los Campilongo debimos rearmarnos, y todo lo que siguió no estuvo nada bueno”. El drama all’italiana incluyó un “interminable litigio económico que se llevó hasta la fábrica y otro litigio emocional, que fue mucho más bravo”, rotula. Poco después, Norma Garuccio (83), su madre, se enamoró de Charly, con quien formó pareja “hasta el final”. El hecho fue una daga en el plexo de los abuelos maternos “que no solo dejaron de hablarle a su hija sino que además bloquearon el acceso al primer piso”, cuenta. “En ese contexto, y con apenas 14 años, no me quedó mucha más opción que ponerme a ordenar tanto quilombo”. “Tuve que reorganizar un entorno familiar en el que hubo enojo, depresión, un intento de suicidio (del que no daré detalles) y otras tantas cosas que no han sido nada fáciles… En fin, fue lo que me tocó en este camino”, relata. “La terapia me ayudó a ponerme los pantalones y a tratar de que, a pesar de todo, la familia siguiese unida. Me llevó tiempo. Mucho tiempo. Pero finalmente lo conseguí. Logré que mis abuelos reabrieran la puertita del medio y todos nos reencontrásemos”.

Martín Campi Campilongo junto a su padre, ex empresario textil y luego canillita, quién padeció los embates de la depresión, lo que replanteó y enriqueció el vínculo entre los dos

Duda respecto de si compartir que su padre “siempre fue depresivo”. Pero entiende que, en definitiva, es una pieza de la historia que supo jugar a su favor. “Todo ese tránsito me sirvió de mucho, porque me invitó a armar con él una linda y muy distinta relación”, reflexiona. Jamás indagó respecto del origen de la depresión, “al principio era muy chico y, pasado el tiempo, ya no encontré demasiado sentido a la búsqueda de respuestas”, sentencia. En tanto, y por esas viejas cuestiones del silencio familiar y, muy seguramente de los prejuicios, Campi fue consciente del mal que acarreaba su padre recién a umbrales del divorcio. Desde entonces, Roberto Campilongo, “que había quedado solo y dando vueltas de aquí para allá, la llevó como pudo”, describe. “Fue así que no solo tuve que ocupar aquel lugar de acción en casa, sino que además pelear otro tipo de rol: ser un poquito su papá”.

Roberto Campilongo y Norma Garuccio, padres de Martín Campi Campilongo, en una de las escenas lúdicas que él solía proponer

Roberto “jugaba hasta siendo viejo, sin dudas una habilidad que lo salvaba”. “Yo me crié naturalizando su modo de ‘hacer gracias’. El mismo que empecé a leer como ‘locura’ al casarme con Denise”, infiere. “De repente, ella me decía: ‘Che, no es normal que tu papá nos toque timbre y aparezca con peluca’. Claro, para mí era lo normal, ¿viste? Si yo también sacaba a pasear al perro con peluca cuando hacía mucho frío. Pero ella insistía: ‘No es normal, Martín. Por favor, no lo hagas más’”, cuenta. “Mi viejo ya tenía 80 años cuando se metía en los locales chinos fingiendo ser un punguista... ¡Y el chino se volvía loco persiguiéndolo de un lado al otro! Cuando se aburría de esconderse entre las góndolas, se iba. Era ahí que uno caía: ‘Sí... Eso no es normal’”, suelta con gracia. “Vivía solo, acá en el centro. Un día llegué a la puerta de su departamento y vi algo así como una postal de la Sagrada Familia: María, José y el niño Jesús en una cunita. ‘¡Mirá lo que hice!’, me dijo. Entonces metió mano, tiró de un piolín que salía del ojo de Jesús y la puerta se abrió como si fuese la bóveda de un banco. ¡Había hecho un sistema con cajones de frutas, y no sé qué otras cosas, por si alguna vez se olvida las llaves!”, relata. “A veces te hacía reír y otras tantas te daba miedo, pero así de fascinante era mi viejo”.

Martín Campi Campilongo y su papá, Roberto Campilongo, fallecido “por tristeza, la letra chica del COVID”, como dice, el 26 de enero de 2021

La pandemia se lo llevó consigo, “y lo cuidé hasta el final”. Roberto murió el 26 de enero de 2021, “por la letra chica del COVID”, dice Campi refiriéndose “a la tristeza que insumió el encierro”. Se había mudado a poco del obelisco “para estar más cerca de los cines y de los teatros que tanto lo atraían”, recuerda. Tenía “un laburo de canillita en Florida y Lavalle, un montón de amigos a los que veía a diario y un recorrido de entrega en el que siempre aparecía alguno más”. El confinamiento le quitó esa suerte y la vitalidad. “Entonces se vino abajo. Se angustió. Dejó de caminar. Y, de a poco, fíjate vos, el tramo final de la vida vuelve a ser el principio. Yo dejé a mi padre como un bebito, con pañales y casi sin saber hablar. Eso es algo tan injusto, ¿no? Lo que a un bebé se le celebra, a un adulto mayor pocas veces se le tolera con paciencia. Y hay que saber acompañar a quienes tanto nos han dado”, cavila. “A mí me enternece demasiado ver viejitos en la platea del teatro. Y le doy otro valor, uno muy especial. Porque sé la dificultad física que implica, tal vez, venirse desde Morón o desde Flores, teniendo 80 y pico. Para ellos es un plan. Es saber ‘cómo amanecí’, ‘cómo estoy’, ‘si la humedad me lo permite’… Y quiero que mis hijos vean como se trata a un viejo, porque es ese lugar que todos vamos a ocupar dentro de media hora. Entonces, si no te sale hacerlo por amor, hacelo aunque sea por pillo”, concluye.

Martín Campi Campilongo junto su mamá, Norma Garuccio, y a Charly, su padrastro fallecido en 2021, diez días después que su padre

Entonces llegaría el turno de Charly. La salud de su padrastro jamás logró repuntar tras los 55 días que había vivido asistido por un respirador, a fines de 2020. Finalmente falleció el 5 de enero de 2021, diez días después de “la piña” que significó, para Campi, la pérdida de Roberto. “Y se fueron juntos”, desliza subrayando la simpática ironía. “Charly era Defensor oficial de la Nación. Un tipo divertido, sí. Pero acartonado y muy deportista. El lugar seguro donde apoyarme sabiendo que jamás me caería… ¡La antítesis del bardo que era mi viejo!”, bromea. “Y pensar que tras años de litigios, al final del cuento me dieron dos urnitas de cenizas en la misma bolsa. Así me fui en el auto, charlando con los dos que iba ahí, juntitos como nunca y, quizás, cagándose de risa en algún lugar… Ay, el equilibrio de la vida, ¿no?”

Denise Dumas y sus suegros, Norma Garuccio y Charly, madre y padrastro de Martín Campi Campilongo

Alguna vez agradeció “los cuidados de chiquito, la importancia del laburo, por los carritos de rulemanes y los veranos en San Clemente”. Porque “a pesar de todo, papá tuvo una linda vida. Y pudimos abrazamos fuerte, sabiendo que nada nos debíamos y que nos queremos mucho”, apunta en presente. “Porque no cabe dudas de que la vida continúa. Nada termina en este plano. La muerte es como pasar de segundo a tercer grado… ¡Andá a saber qué vengo a aprender acá! Y hay que ser respetuoso con el camino que nos toca”, diserta. “Yo sé que mis muertos están conmigo, que me escuchan, que me ven. Y hablo con ellos en situaciones más comunes de la diaria misma. ‘Viejo, no encuentro las llaves… Dame una mano’, y aparecen”, cuenta. “Y ni hablar de cada salida al escenario, ahí sí los llamo a todos: ‘¡Por favor, bánquenme en esta!’ Y más que una cábala artística, ya es ritual muy personal”, asegura.

Martín Campi Campilongo en juegos con sus mamá, 1970
Martín Campi Campilongo y su mamá, Norma Garuccio, en París (Francia), una escala de su viaje a Selerno (Italia) en busca de sus raíces. Febrero 2023
Denise Dumas junto a Renée Delger, su madre, y suegra Norma Garuccio, mamá de Martín Campi Campilongo
Postal familiar en Europa, febrero de 2023. Martín Campi Campilongo, Reneé Delger (suegra), Santino Curto, Emma Campilongo, Francesca Campilongo, Isabella Curto, Norma Garuccio (mamá) y Denise Dumas

Tiene 83 y “es la vitalidad”. Así define a Norma, su mamá. “Al morir Charly, me la traje a vivir a la vuelta de casa (en Colegiales), una excusa más para estar juntos. Incluso con mi suegra (Renée Delger)”, dupla que los acompañó en aquella travesía familiar hacia Salerno (Italia) y a otras ciudades europeas como Venecia, Roma y París. “Porque hay que saber recuperar eso, ¿viste?...”, dice precalentando la reflexión. “Uno de los grandes problemas como argentinos es haber dejado de darle importancia a la familia, la célula que da inicio a todo lo demás. Si eso está bien, contagia”, sentencia. “Si al sentarnos a la mesa, cada uno se ocupase de apagar la tele, dejar de lado los celulares y preguntarles a nuestros hijos qué sienten, qué quieren, quiénes son sus amigos y sus amores, seguramente se dará un diálogo muy lindo y todo comenzará a ser más sólido”. Una filosofía que trascendió en costumbre para los Campilongo-Dumas. “En casa se come al mismo tiempo, se charla y siempre, unos a otros, nos preguntamos: ‘¿Sos feliz?’”

El mayor de sus éxitos. Martín Campi Campilongo abraza a la familia que hizo junto a Denise Dumas, Isabella (22), Emma (17) y Francesca (12) y Santino (21)
Martín Campi Campilongo junto a Denise Dumas y sus hijos, Isabella (22), Emma (17) y Francesca (12) y Santino (20)

Puede jactarse de su felicidad y hasta de “las lecciones de muy malos momentos”. De la habilidad de “evitar que mi niño crezca”. Del privilegio de “laburar de lo que me gusta, tanto que podría hacerlo gratis”. Y hasta de la adicción que esa pasión supone. Pero nada lo enorgullece más “que del talento, compartido con Denise, para sacar buenas personas”. Por supuesto que se refiere a Isabella Curto (22), Santino Curto (21) –hijos de la conductora con Germán Barceló– y a Emma (17) y Francesca Campilongo (12). “Nuestra prioridad siempre ha sido actuar consecuentemente con lo que decimos,” apunta como regla base. “Entonces al momento de despedir a Santino, cuando se fue a vivir a Nueva Zelanda, yo supe qué era lo que estaba entregándole a ese país: Gente noble; Gente buena”, asegura. Y aquí bien vale un paréntesis, porque ha sido un destete que costó digerir “por esas cosas de la sangre tan tana y arraigada”, señala.

Martín Campi Campilongo y Santino Curto (del matrimonio entre Denise Dumas y Germán Barceló), quien actualmente vive en Nueva Zelanda: “Yo supe qué le entregaba a ese país: Buena gente”, cuenta

Cierto día, Santino se sentó y fue claro: “¿Sabés cuánto tardaría, acá, en comprarme una casa con mi sueldo básico?” le preguntó sacando cuentas. “112 años”, arrojó la calculadora. “Déjame probar y vuelvo”, deslizó con las valijas casi en la puerta. “Y así fue como al mes se compró un auto, y hoy es muy feliz”, cuenta Campi. Entonces, y en tren de analizar las necesidades generacionales y las posibilidades de la globalización, se acuerda de aquella vez en que él recibió la propuesta de ser “pavimentador en New York, con departamento y todo”, pero desistió. “Porque me pesó el afecto. Porque sabría que jamás sería mi lengua ni mi historia. Y porque cada vez que dijese ‘un kilo y dos pancitos’, tendría que explicar de qué se trata”, infiere respecto de ese código que no estaría dispuesto a perder. Pero, después de todo, volviendo al hilo, debía dar otra lección de todo eso que en casa se pregona. “Mis hijos crecieron sabiendo cuánto vale el respeto por uno mismo y por los demás”. Bastó un abrazo para la despedida. Santino partió teniendo muy en claro quién es y de qué está hecho, “porque las manos se lavan fácil”, como decía su abuelo.

Martín Campi Campilongo y Denise Dumas, así invitaban a su casamiento, el 2 de diciembre de 2006
Martín Campi Campilongo y Denise Dumas en la celebración de su boda, el 2 de diciembre de 2006
Martín Campi Campilongo y Denise Dumas en una escena de la diaria

Hasta hace muy poco tenía dos pendientes: Llegar a Hollywood y “ser novio de mi mujer”. Entonces, en revisión de saldos, dice estar “muy cerca” de los cometidos. Desestima el primero, “por demasiado ambicioso” y, en definitiva, “sé que no es para mí porque ni siquiera te manejo el inglés”, justifica.

Al fin y al cabo, ya trabajó para Universal Paramount al dar su voz a Duke el perro de La vida secreta de tus mascotas (de los creadores de Mi villano favorito y Los Minions), y “la frontera ya trascendida” (de México para toda Latinoamérica) bien podría tildar el ítem.

“Y en cuanto a Denise… Ella es muy hábil para fabricar momentos. De repente me llama a mitad del día y me dice: ‘Estoy esperándote, muy linda, para ir a comer solos’. Y eso ya es estar un ratito de novios”, explica. Entonces conecta con “esa soledad de las menos lindas, que es la obligatoria” para resignificar la presencia de su compañera.

Martín Campi Campilongo y Denise Dumas, 18 años de casados

Hace más de 20 años la vida me había impuesto no dar pie con bola en el amor. Yo prefería un buen libro a una noche de boliche. Y así fue que apareció ella, relata. “Resultó un gran aprendizaje, eh... No todo fue sencillo desde el inicio”. Niega crisis en su haber a lo largo del camino matrimonial, pero admite “numerosos y varios replanteos de juego” que los llevaron al diván, aunque nunca al mismo tiempo. “Denise llegaba de otro matrimonio... Y cuando venís de habitar durante mucho tiempo un lugar que no está bueno, te acostumbras. Entonces llega alguien que te da un espacio con ventana al mar y, por ahí, es demasiado aire y demasiada luz la que entra”, describe con imagen acertada. “No es fácil ser feliz... Y fue ahí que ella necesitó terapia”. Así, desde hace más de dos décadas, “la más divertida de la casa” y este “gran observador”, como define, sacan lustre de la acérrima certeza diaria de que querer estar juntos. “Nada en el mundo valdría la pena de perderla... Porque te juro que yo sí tendría mucho que perder”, concluye.

Martín Campi Campilongo y Denise Dumas por las calles de Paris, escala del viaje familiar a Salerno, tierra de sus ancestros, donde el actor llegó “a encontrarme conmigo mismo”
Foto: Matías Arbotto

Apagando las luces del taller de Federico (pero con su niño muy despabilado), le pregunto: ‘¿Qué querés ser cuando seas grande?’ “Me gustaría ser sabio y poder enseñar todo eso que fui juntando en 30 años de tantas carencias resueltas por esa creatividad que, en definitiva, me salvó. Me gustaría ser un buen abuelo. Y, aunque suene algo egoísta, me gustaría irme antes que Denise”. Nada de lo dicho tiene link a eso a lo que convencionalmente llamamos ‘éxito’, y que para él es solo “Una consecuencia del trabajo bien hecho, que traerá otros tantos. Y si está bien hecho es porque te gusta… ¡Y a mí me gusta un montón!”, asegura. Martín Campilongo dice no saber si hoy es quien quisiera ser, ni si alguna vez lo supo. Pero, nunca más fiel a las huellas de su gen y tan buceador, de algo está bien seguro: “Siempre tendré en mente un proyecto mejor de mí mismo”.

Agradecemos a PUNY Buenos Aires