Clemente Montag tenía 13 años en la fría y lluviosa mañana esa en la que se puso el sobretodo, que no servía ni para abrigarse de la helada ni para resguardarse del agua, pero era el único que le podía comprar su padre. Así enfrentó la calle porque estaba decidido a cumplir su sueño. Los cuestionamientos de su madre por salir de la casa en medio de ese clima no hicieron mella en él. Entre sus ropas, celosamente guardada, llevaba una carpeta que en su interior tenía todo su capital: los dibujos que venía realizando desde que tenía uso de memoria.
A la recepcionista de la editorial le causó sorpresa ese adolescente totalmente empapado que cruzó la puerta. “Traigo dibujos”, alcanzó a decir. Ella solo atinó a quedarse mirando hasta que, quizás con condescendencia, le pidió que le acercara la carpeta. Se perdió tras una puerta en la que estaban reunidos los célebres ilustradores Dante Quinterno, Eduardo Ferro y Mariano Juliá -director de Locuras de Isidoro-. La mujer volvió con Juliá, quien le dio la noticia que no había imaginado ni en sueños. “Pibe, lo vio Quinterno y sí, le gustó mucho”.
El silencio se adueñó del protagonista de esta historia, cuyo destino estaba por cambiar. “Decidió que te va a dar para el Patoruzú semanal un cuento para que vos lo leas y lo ilustres. Se llama El niño y el gato. Tomate un día entero y me lo traés mañana”. Al día siguiente Quinterno ya no estaba, pero Ferro miró atentamente el material y sin dudarlo afirmó: “Che, pibe, vos tenés que trabajar con nosotros”.
Más de medio siglo después de aquel encuentro, Clemente bebe un sorbo de gaseosa sin azúcar y continúa recordando el comienzo de su carrera de manera profesional. Y está convencido, no es solo cuestión de suerte: “Muchos me dicen: ‘¿Cómo lo lograste?’ y yo les digo que hay que tener presente una sola cosa: el ser diligente”, reflexionó en una charla con Teleshow en la que recordó sus comienzos y contó que hoy, tras acompañar a dos generaciones dibujando a Patoruzú y Súper Hijitus, pide donaciones para vivir.
“Vos no sabés cuándo la gracia de Dios está. Es un misterio eso. Yo creo, después de tantos años, que la diligencia es una gracia. Soy un tipo espiritual, no fanático. Pero cuando vos te lanzás a la pileta porque te tenés que lanzar, aunque el agua esté fría, hay que hacerlo. Y ese fue el punto de partida”.
Busu, como lo llaman todos, nacido en 1958, no tenía más de un año y ya acompañaba a su padre en la mesa de dibujo intentando copiar las líneas. “Era humilde, era un escultor que ganaba tres mangos”, rememoró sobre ese alemán con el que solía pasar el tiempo. “Él esbozaba sus esculturas y yo quería agarrarle el lápiz. No había lugar más hermoso para mí que esa mesa de dibujo”, destacó sobre su padre, al que describió como “un hombre amoroso y humilde, con el que vivíamos con lo justo”. “Él, con su camionetita trabajaba para Giuliani, que era una casa de escultura de muchos años atrás”, rememoró.
Clemente amaba el mundo Disney. Desde que vio por primera vez esos dibujos, se sintió atraído de inmediato, y cada vez que veía a Walt dibujando decía que sería como él: “Nosotros vivíamos en San Telmo y con mi mamá nos tomábamos el colectivo 70 para ir a la Plaza San Martín porque me gustaba la hamaca. Uno de esos días estaba Mónica Cahen D’Anvers con Mickey. Y yo nunca fui tan feliz. Todavía recuerdo cómo corrí hasta llegar al lado de él. Quedé helado cuando me extendió la mano. Tenía 7 años y no quería lavarme más la mano”.
Y mientras otros chicos salían a jugar, el sabía cómo ocupar su tiempo: “Yo dibujaba y me lo guardaba todo en una carpeta de esas viejas que se atan con hilos. Esa, justamente, fue la carpeta que abrió Dante Quinterno en la editorial que quedaba en Maipú 942, a dos cuadras de donde Mickey me extendió la mano”.
Sus primeras ilustraciones fueron cuentos de la edición semanal de Patoruzú, hasta el momento de su cierre. Tiempo después, Quinterno lo llamó para ayudarlo con las tapas de Andanzas de Patoruzú. Mientras el maestro hacía los bocetos a mano alzada, él se ocupaba de dibujar y entintar con témperas, bajo la atenta mirada del creador, un hombre extremadamente perfeccionista que no dudaba en cuestionar por qué el gris es siempre gris, si la sombra del árbol tenía que tener, por obvias razones, un gris de verde.
“Fueron siete años en Patoruzú haciendo el coloreado y los finales. Y el Libro de Oro, el especial anual que todo chico quería tener, que me lo daban para pintar todo con témpera, laburando hasta llegar a la crisis de ansiedad, de pasar noches y noches. Me agarraban unas taquicardias... Decí que había un médico tan bueno en el Hospital Escuela San Martín que me tranquilizaba. A la enfermera le decía: ‘Llegó Clemente, trae un Lexotanil de seis’”, contó, sobre aquellos años.
Sea casualidad, magia o el profesionalismo de Clemente, apenas dejó la editorial se fue a Editorial Atlántida junto con su carpeta con las creaciones: “Me gustaba crear, no ser dibujante de licencias; entonces tenía ya a Nubecino, y a Coco y Cilindrina”, precisó, como antesala a otra de las curiosidades que marcaron su vida. “Cuando llegué, me crucé a García Ferré que se estaba yendo. ‘¿Qué trae?’, me dijo, y solo le contesté con una palabra: ‘Dibujos’. Los miró y me pidió que se los deje una semana y que su secretaria me iba a llamara por sí o por no”.
Un día sonó el teléfono y Busu escuchó del otro lado lo que tanto quería escuchar: “El señor García Ferré lo quiere ver. ¿Quiere trabajar con nosotros?”. Comenzó a publicar sus historietas en la clásica revista Anteojito, donde el trabajo se profundizó: “Tenía las páginas didácticas, los libritos esos chiquititos que iban en una biblioteca y los guiones de Las nuevas aventuras de Hijitus en Canal Trece”.
Pero todo tiene un final: “Cuando cerró Anteojito fue terrible. Y mi gran error fue no haber hecho un contrato. Iba andando mal Patoruzú, Billiken después cerró, (Andrés) Cascioli -con quien publiqué algunas cosas en Humor- cerró. También la revista Fierro. O sea que la Argentina se quedó desprovista de historietas y humor nacional. Fue una época muy dura para los que dibujábamos porque no quedaba nada para publicar”.
En ese momento, Busu mandó sus trabajos a Norma Editorial ya que en sus planes tenía hacer una película en los Estados Unidos llamada Tom, el dinosaurio, pero esta vez la suerte no estuvo de su lado. “Viajé y se cayeron las Torres Gemelas. Ahí me avisaron que la coproducción iba a quedar frenada. Me enfermé. Ya no aguantaba más. No tenía donde carajo ir. Visité algunos editores y me dijeron que ya no hacían historietas, solo traducían de los franceses. Me volví derrotado y mi señora vendió el lugar donde vivíamos”.
La suerte que tantas veces lo había acompañado esta vez lo dejó: “Se me acabó la varita mágica. No me tocó más. Perdí la gracia, la bendición, el hechizo, qué sé yo”, dijo sobre ese momento donde el trabajo no aparecía.
La posibilidad llegó de la manera menos pensada, a través de una amiga de su esposa que se había casado con un marinero irlandés. “Que venga Clemente, porque hay un puesto que no es de dibujante, pero es muy fácil. Tiene que tocar unos botones, una boludez, en una fábrica”. Él viajó con la plata que le quedaba de García Ferré y aguardó pacientemente hasta la reunión por el trabajo. Pero un rato antes del encuentro, le avisaron que la empresa había presentado la quiebra.
Comenzó a vagabundear por suelo irlandés a la espera de conseguir trabajo en una editorial, sin embargo, el mercado de ese país se manejaba distinto: “Me dijeron que importaban todo de Inglaterra, pero yo no tenía guita para ir. Lo único que tenía para ofrecerme era hacer unos dibujitos de leprechaun (NdR.: un pequeño duende verde del folclore irlandés) en los pies de página donde van los números. Así que después de trabajar en Anteojito y con las tapas de Patoruzú, terminé haciendo esos duendes por tres mangos. No había lugar para alquilar por esa plata. Mucho menos para ahorrar”.
El regreso al pago fue duro. “Volvimos para acá y me quedé en pelotas”, aseguró, hoy, sin eufemismos. “Quedé viviendo en la casa de mi suegra, que gracias a Dios nos dio un lugar para estar. Sin casa, sin auto, en la indigencia peor que se pueda ver”, admitió, mientras miraba fijamente a la nada y recordaba su última gran satisfacción laboral.
Es que, desde España, la editorial Planeta DeAgostini lo eligió para dibujar La Biblia para los niños, un impactante trabajo de 12 tomos. “Laburé bastante con eso. Me había olvidado. Mi primera Biblia. La verdad que yo a veces la miro y digo: ‘Madre mía′. Imaginate a Moisés con toda la cola de los israelíes. Fue mucho laburo”.
Gracias a la ayuda de una psiquiatra pudo mantenerse erguido en la vida. “Dibujar, vos naciste para dibujar”, fueron las palabras que le quedaron resonando y eso es justamente lo que hace. “Yo tengo mi jubilación, mi señora tiene una mínima. Nos alcanza hasta ahí. ¿Trabajo? En las ferias a las que voy, la gente más o menos de una edad de más 30 les encanta lo que fue la época de oro. Pero a los pibes es difícil insertarlos otra vez, enseñarles quién es Patoruzú”, analizó.
Previo a este encuentro, este periodista había visto a Busu hace algunos meses, en la feria de coleccionismo más grande del país. Sentado a una mesa junto con su mujer, ambos siempre con una sonrisa, él realizaba dibujos a pedido, con Patoruzú y Súper Hijitus liderando el ranking. Hace poco más de una semana un mensaje en su perfil de Instagram alertó a la comunidad: “Ayudame a vivir. Necesito comprar remedios y comida”, decía el flyer y aclaraba que pedía “un cafecito a voluntad para ayudar al maestro en ruinas”.
Pero Busu no se rinde. En la actualidad agradece el llamado de los integrantes del movimiento cultural Banda Dibujada, cuyo trabajo es la difusión de la historieta para niños y jóvenes, brindando numerosos talleres en escuelas y colegios. Incluso piensa en el viaje previsto para mediados de junio, a través del que será uno de los invitados especiales a la Comic World 2024 que tendrá lugar en la provincia de Chaco.
“Creo que así como tenemos que pensar que nacemos, un día pasamos. Saber que el día de mañana vamos a pasar a otra dimensión. Comprendo en cierta manera que lo que me pasó fue también una gracia de Dios: que haya ido ese día bajo la lluvia. Que haya publicado tanto, que me ponga a dibujar y me cambie el ánimo. El único futuro en mi vida es seguir dibujando”.