Hurgaba las calles del Greenwich Village siguiendo el mapa de la insolencia que inspiró a ese barrio alguna vez, el arrojo de un linaje femenino ineludible y la inefable inconciencia de los 18. De cara a una de sus típicas fachadas supo que vivir ahí sería una buena idea. El destino ya le había reservado “el cuarto más caro de mi existencia” o, al final del cuento, “la inversión más acertada”. Llevaba consigo un manojo de referencias ventaneadas en Google, lápices de colores para pintar otra historia, la intención de subsistir como modelo vivo en cierto estudio de Sullivan y Spring, y “la necesidad de anonimato”. Florencia Torrente (35) había escapado de los Buenos Aires de los malos modos. De las secuelas de la sobreexposición, un tanto ajena y maquinal, que la empujaron a escenarios “muy oscuros”. Diecisiete años y “varias búsquedas” después, su relato da cuenta de por qué New York fue su crisálida urgente.
El 2006 coleteó peligroso, el siguiente sería el año del colapso. La separación (definitiva) de Araceli González (56) y Adrián Suar (56) explotó casi a tiempo de la suya con Nicolás Cabré (44), su “primer gran experiencia de pareja”, según define. “Y sufrí mucho las dos, porque de pronto todo fue muy violento. Nuestras vidas se exponían sin límites. Cada dolor se hacía visible. Los fotógrafos nos perseguían con sus autos y la diaria se hacía incómoda. Realmente molesta. A esa edad, en la que uno no tiene mucha idea del mundo, yo no estaba preparada para eso”, cuenta. Sí, Florencia había crecido con la fama (y sus consecuencias) sentada, a sus anchas, en la mesa familiar. Pero esta vez, los focos caían rudo sobre el alma lesionada. “Fue el primer cachetazo de la vida. De esos que, de tan fuertes, te obligan no solo a aceptar que ya no sos un niño, sino también a que hay temas de los que hay que hacerse cargo y saber abrir espacio para descubrir mucho más de uno mismo”, asegura.
Dice que nadie jamás ha suplantado ni suplantará a Rubén Torrente (56), “tan presente y compañero”. Sin embargo, admite que “Adrián, con quien conviví desde mis 3 a mis 17 años, también ha sido como un padre”. Claro, catorce años (de los principales en la formación de cualquier chico) es tiempo suficiente para forjar derecho de encarar, reclamar y escuchar. “Lo que pasaba era muy fuerte. Porque, a veces, los adultos toman decisiones sin conciencia de cómo pueden replicar en los demás, sobre todo cuando hay niños. Cuando hay toda una familia”, explica. “Existen valores que incondicionalmente deben ser incorruptibles. Y nosotros vivimos situaciones que no han sido respetuosas para nadie. Si uno es descuidado en ciertos aspectos, siempre dará que hablar. Y ahí, en ese momento, todo se exponía sin demasiado reparo”, apunta respecto de un tercer vínculo en cuestión. “Mi hermano Tomás Toto Kirzner (25) era muy chiquito. Y si bien mamá siempre ha sido una madraza, yo asumía cierto rol de protección casi instintivamente”. Es así que un día le propuso a Suar la charla más sensata.
“Para mí es muy importante saber perdonar, porque de lo contrario sería imposible seguir camino”, sentencia. A sabiendas de que en ese frente a frente “podría venir algo que no me gustase escuchar”, Florencia cumplió con su necesidad. Y efectivamente, “lo que volvió no me gustó”. Fiel a su perfil, mantendrá la intimidad de esa conversa bajo siete llaves. Sólo deslizará que, muchas veces, lo más triste es “la falta de registro”. En definitiva, “acepté eso que pasaba. Y entendí que, a fin de cuentas, cada persona hace de y con su historia, lo que puede”, infiere.
“Durante un tiempo no pude nombrar a Adrián porque lloraba... Lo quise demasiado y me angustiaba haber perdido esa relación”. Volvieron a hablar cuatro años después, “y esa fue la última vez”, recuerda. Torrente se alejó de Suar hasta laboralmente. Luego de sus participaciones en Alguien que me quiera (eltrece, 2010) y Herederos de una venganza (eltrece, 2011) decidió no regresar a Pol-ka, “un ámbito en el cual ya no me sentía cómoda”. Sí, consideraría la televisión nuevamente con Graduados (Telefe, 2012) y En terapia (TV Pública, 2014), aunque iniciaría, entonces, un sorpresivo, estrecho y perdurable affaire con el teatro.
Pero de regreso al hilo y resumiendo: la pena pesaba, y al “proceso natural de cualquier separación”, se sumaba la mirada pública y “la alimentación constante, el fomento permanente”. Entonces, hasta el hecho de lograr estar con uno mismo resultaba una tarea cuesta arriba. “Yo no quería salir de casa”, cuenta Florencia. “Estaba inmersa en una profunda tristeza. Había determinadas cuestiones que mi cerebro no podía procesar. Y esa tristeza atacó mi organismo. Me quitó el hambre al punto de padecer Anorexia Nerviosa”, revela. Luego, y a fuerza de diván, entendería que, por supuesto, todo estaba ligado íntimamente a la imposibilidad de ‘digerir’ eso que nos pasaba. “Yo no era capaz ni de tomar agua… Nunca voy a olvidar esa sensación. Mamá me decía: ‘¡Por favor, comé!’ ‘Má, sé que debo hacerlo, pero no puedo’… ¡No podía!”, relata. “Yo necesitaba entrenar, porque eso liberaba mi cabeza de todo eso que sentía, del contexto en el que estaba. Pero mi entrenadora no me dejaba hacerlo sin los nutrientes adecuados. Es así que me daba un yogurt con dos cucharadas de proteína y ni siquiera eso podía terminar”, concluye. “No había salida. No la veía”.
“A raíz de la alimentación insuficiente perdí mi período durante nueve meses”, relata Torrente. “Me costó tanto recuperarlo como encontrar un equipo de profesionales idóneos. Porque de camino me topé con médicos que no ayudaron para nada. En vez de decirme: ‘Mi amor, estás muy angustiada. Sería mejor que consultaras con un psicólogo’, no dejaban de recetarme pastillas. Para algunos era la tiroides, para otros el Síndrome del ovario poliquístico, entonces si no tomaba tal o cual comprimido tendría más problemas... Y yo no dejaba de tener 18 años”, recuerda.
“Claro que todos esos medicamentos detonaron otros efectos. Pasé de pesar 43 kilos (en el peor de los momentos) a 60 en cuestión de días”. Torrente se negaba a dejar su carrera, porque al igual que el training, despejaba su cabeza. “En los casting me sugerían: ‘Deberías hacer un poco de gimnasia’. Nadie imaginaba que hacía tres horas diarias. Pero no había forma de revertir los estragos en mi cuerpo: la retención de líquidos, el cortisol por las nubes, y el estrés que todo ese tránsito suponía. ¡Era una bomba de hormonas!”, asegura. “Hormonas que mi organismo lograría depurar por completo recién cuatro años más tarde”.
Si algo faltaba para empujar a Florencia a la tajante decisión que abordaremos luego, fue la filtración de un “desagradable episodio que viví en mi ámbito laboral”, señala en referencia al rechazo de una productora que se negó a subirla a su pasarela haciendo alusión a su talla. Recordemos que Torrente inició su recorrido por la moda con tan solo 15 años, aún a sabiendas de que no sería más que “una puerta hacia otras tantas” y con un único pretexto: “el de la independencia económica”. Cinco años más tarde se rendiría a la métier, tras darse cuenta de que “había mucha más energía que canalizar y demasiado que expresar de otras tantas maneras”.
En fin, la elegida reclusión tampoco valía. “Ni siquiera podía ver tele sin esquivar la noticia. Mi cara ocupaba toda la pantalla y, debajo, el título decía: ‘La hija de Araceli discriminada por gorda’”, evoca. Había afrontado ya la versión de su alopecia, “cuando un verano, cierta revista borró de mi cabeza una porción de pelo. Claro que eso nunca fue real. Aunque el proceso físico que padecí, lógicamente, había cambiado la calidad de mi piel y de mi pelo. De hecho jamás volví a tener el de mamá”, reconoce. Salir a la calle no dejaba de ser algo similar a pararse bajo un foco. “La gente se me acercaba diciendo: ‘¡Ah, pero no sos tan gordita! ¡Mirá, tampoco es pelada!’ Sin tener la menor idea de lo que esos dichos repercutían interiormente. Así fui encerrándome cada vez más y me convertí en una ermitaña”, define. “Me alejaba hasta de mis amistades para evitar tener que contar lo que pasaba y explicar lo que sentía”.
Desde entonces, Florencia considera esencial el poder de las palabras. “Hoy sé que mi yo de 35 le aconsejaría a mi yo de 18: ‘¡Tené cuidado con eso que te decís, Flor! Protégete, no te hagas daño. Habláte bien y amáte mucho’”, confiesa. “Me acuerdo que un día me levanté y dije: ‘¿Quién es esta persona?’ Tuve la sensación de estar metida en otro cuerpo. La cara, el cuello, los brazos se apoyaban diferente… Llegué a tapar todos los espejos de mi casa porque no quería verme. Y no hablo en términos de ‘linda’, de ‘fea’, de ‘gorda’ o de ‘flaca’. Me refiero al impacto de no reconocerme… ¡Porque no me reconocía!” Ante la pregunta respecto de si en ese contexto rozó la depresión, Torrente responde: “Hoy, a la distancia, creo que sí. Durante todo ese tránsito mis pensamientos eran muy destructivos”, sorprende. “Yo quería desaparecer. Pero literalmente desaparecer. Ya no tenía voluntad alguna de vivir lo que estaba viviendo”.
A la sazón vuelve a verse: “Sentada en el piso de mi habitación, consciente de estar anclada en un sitio oscuro, y repitiéndome: ‘No sé cómo, pero no soy esto y voy a salir… ¡Voy a salir!’. Así comenzó mi búsqueda”, se anticipa. La omnipresencia distintiva de su familia –”que también sufría por mi situación”–, la condujo hacia el diván de un psiquiatra “que intentó darme más pastillas”. Flor se paró inflexible: “Estaba decidida a no aceptar un químico más. Entonces dije: ‘Hasta acá llegué. No voy a tomar ni pastillas para la tiroides, ni las anticonceptivas, ni cualquier otra, jamás’. Dejé todo e inicié un camino de investigación personal. Leí como nunca antes sobre psicología, sobre el poder de la mente, sobre por qué pensamos y sentimos como lo hacemos. Me puse a pintar (una habilidad que sumó al de la música en tiempos de una educación primaria basada en el fomento artístico y la libertad de esa expresión). Me armé un calendario tan apretado que no me dejara tiempo para pensar, algo que a ojos de hoy no está bien –reconoce perspicaz–, pero con la intención de subirme a todo eso que me haría sentir bien. Mi refugio fue aprender todo lo que pudiese acerca de mí. Empecé a discernir y, por ende, a elegir”. Florencia se abrió a la osteopatía, la homeopatía, la medicina china y hasta la Biodecodificación, convencida como nunca de “que si no estamos bien por dentro, nada estará bien por fuera”.
Su consciencia, dice, se “despertaba” y ella se despedía. “Me voy a estudiar a New York”, anunció sin preámbulo alguno e innegociable convicción. “Necesitaba habitar un sitio en el que no me conocieran. Quería ser una NN y caminar por la calle sin que nadie me juzgase, opinase o comentara. Me escapé de ese relato que se contaba en Buenos Aires y que nada tenía que ver conmigo. Me urgía contar mi propia historia. Entonces me fui muy lejos para estar cerca de mí”, explica. Así inició este texto, con la imagen de Torrente buscándose de lleno en la Manhattan más lower, entre galerías de arte, arboledas abrazantes y el beat de los clubs de jazz. “Nunca me sentí tan libre”, recuerda. Pasaba sus días –”de 8 a 20″– dibujando en un taller montado en algún subsuelo, “frente a un modelo vivo, a gente desnuda y otros disfrazados. Todo inspiraba. De todo aprendía”. En efecto, cuenta que, tiempo después, dejaría la isla jurando “sería pintora”.
Lo que siguió fue más al norte, cuando aún munida de sus lápices y bastidores, se detuvo en el 60 de la Lincoln Center Plaza y, sorprendida por el diseño edilicio, se dijo: ‘¡Wow! Esto parece una escuela de música’. Y, por supuesto (¿quién podría detenerla?) se invitó a entrar. Así reaccionó que estaba parada en el lobby del mismísimo The Juilliard School, el reconocido conservatorio que instruye en cultura musical, danza y teatro, y del que egresaron figuras como Robin Williams, Viola Davis, Patti Lupone, Marcia Cross, Nina Simone y Jessica Chastain, entre otros. Esa tarde, sin apelar al típico ‘voy a pensarlo y vuelvo’ y tal vez recorriendo con su dedo el suntuoso Schedule como quien lo hace con el menú de un restaurante, esta seguidora de Sinatra, Elvis, Ray Charles y Adele (entre tantos referentes), decidió tomar clases de canto con una tal Valaika, “tan genial que parecía cantar hasta cuando reía”. Luego llegarían las de piano y las de guitarra, “un instrumento algo más apto para la vida de nómada que solía llevar”. Sin contar, claro, con la BoroSession (de Boro Records) con la que sorprendió en 2015. No obstante, es la arista que aún resguarda con cierto (y mismo) recelo, como a esa pila de letras propias en su cajón. En su haber se registran diez temas ya grabados en Buenos Aires y otros diez en la ciudad de Los Angeles (California), con producción de Claudia Brant (55), ganadora del Grammy al ‘Mejor álbum de pop latino’ por Sirena y compositora de temas para Camila Cabello, Alejandro Sanz, Luis Fonsi, Ricky Martin, Michael Bublé, Marc Anthony y Jennifer López, entre otros popes.
Buenos Aires la vio independizada por completo antes de recibir sus 19 y la primera muestra de (su) arte no tardó en llegar. “Mis cuadros hablaban mis experiencias y mis sentimientos”, dijo alguna vez. La primera abordó un “proceso angustiante con deseos de evolución”. La segunda, titulada All you need is love, invitaría a “amarse a uno mismo antes que a nadie, para poder amar a los demás”. Fue la saga de aquella búsqueda que había iniciado tiempo atrás en pos del “quién quiero ser, qué quiero ser”, indica. Su segunda vuelta a la Gran Manzana fue, entonces, con una intención académica más determinada. Florencia tomó clases de Fotografía analógica y de Photoshop en el reconocido ICP (International Center of Photography), institución encargada de otorgar los premios Infinity Awards. Y dicho sea de paso, tal vez esa inquietud sea huella del abuelo Nucho, que además de ser un gran fotógrafo ha sido un gran abuelo, “mi maestro de ajedrez, confeccionista de los mejores pijamas y creador de libritos de cuentos personalizados que han sido los mejores regalos de mi vida”. De regreso a New York, Flor completó aquel itinerario con curso de Teoría del color en Parsons School of Design. Y fue alumna de la FIT (Fashion Institute of Technology), donde se han graduado Calvin Klein, Michael Kors y Nina García, entre otros referentes de la industria de la moda. “Ahí tomé un curso que, casualmente, se llamaba How to open your boutique (cómo abrir tu boutique)”, dice dando cuenta de cómo el destino la alentaba al lanzamiento de Helicia Buenos Aires, hoy su propia compañía de ‘Prendas & accesorios atemporales que te hacen feliz’.
Boston se cruzó como otra excusa para no alejarse de esa ruta de exploración. De visita a una amiga, Florencia vio un cartel fijado a un poste, que anunciaba ‘Berklee Jazz Festival’ y, sin más información, entendió que debía estar ahí. “De recorrida en un tour por el campus se prometió que algún día volvería como alumna”, recuerda respecto de la Berklee College of Music en el que meses después (de “laburo y ahorro en Argentina”) se alistó en su 12-week summer course. Definitivamente no se iría de Massachusetts sin pasar por el Seminario de Teatro Shakesperiano del Harvard Extensions. Ya en el avión de retorno, Florencia decidiría que “no quería ser algo; Yo quería ser todo. Y ese todo es lo que soy. Lo que me hace feliz”, asegura. Con entonces 25, “ya sin plata para solventarme otro semestre”, y acomodando esa inquietud que la hacía sentir “tan nómade”, Torrente decretó disipar “el rechazo que le había tomado a Buenos Aires después de tan tristes experiencias” y “asentarme y construir algo aquí” para no escapar jamás. “Lloré en el vuelo de regreso”, confiesa. “Porque he hecho una en cada uno de esos sitios”. En la aduana declaró “amistades para siempre”, una formación académica que deseará a todo aquel que conozca y total seguridad para pararse donde sea. “Así llegó La casa de Bernarda Alba a mi vida, una obra que amé y disfruté muchísimo durante las tres temporadas que duró en cartel”, apunta. Sin dudas, su Adela en la pieza dirigida por José María Muscari (47) fue parte de ese anclaje o engranaje en otro “fuerte” y logrado proceso personal.
Agosto de 2015 traería otro acuerdo que firmar con ella misma. “Me propuse celebrar mis 27 en soledad. O en realidad, conmigo”, cuenta. “Y los recibí en una playa de Miami mirando el mar. Disponiéndome a disfrutar de tan solo eso, haciéndole caso a mi necesidad”, describe. Quizás fue esa la antesala de una práctica que adoptaría para siempre con el madrinazgo de su amiga Agustina Córdova (38, exmodelo y actriz): “el hábito” de la meditación. “Ella me avisó sobre el inicio del Curso del Despertar que se daría en Universo Diksha, el espacio que abrió, junto a su madre, destinado a la expansión de la conciencia”, recuerda. “Y durante los tres días que duró este cerrar los ojos para mirarnos por dentro, viví una explosión cerebral. Entendí que aunque enfoquemos hacia otro lado haciéndonos los boludos, como quizás ya lo había hecho a mis 18, las respuestas a todo están en uno”, diserta. Y comparte la experiencia de impacto que más le ha resonado. La consigna indicaba meditar acerca de los vínculos cercanos y, finalmente, había llegado el turno de elegir a un niño. Sin hijos a quienes visualizar durante el ejercicio, la coach le sugirió pensar “en alguno que sintiese o quisiera liberar”, relata. “De pronto algo físico sucedió y empecé a llorar. No entendía qué estaba pasándome ni de qué se trataba. Pero sé que dije: ‘Quiero meditar sobre la hermana de papá’”. Un impulso repentino que abrió la puerta a “mucho más entendimiento”.
Su tía falleció nueve meses después de haber nacido. Y en honor a ese bebé, “me pusieron Elizabeth”, dice respecto de su segundo alias. “Crecí rechazando ese nombre y se hizo un buen eje para la meditación”, señala. “Entonces me explicaron que quien recibe el mote de algún niño no nacido o fallecido al poco tiempo de nacer, suele cargar con esa energía. No pude parar de llorar. Sentí que había algo karmático en eso que sentía”, cuenta. “Con el correr del ejercicio y ya entendiendo que yo no tenía su historia y que realmente me hubiese gustado conocerla, medité por ella, la abracé y la dejé ir. Entonces, todo ese sentimiento de aprehensión o bronca dejó de existir. Me liberé. Así fue como supe que se me haría imposible dejar ese camino”, asegura a instantes de traer otra memoria. “Al entrar a ese taller, y sin pensar demasiado, todos debimos responder a la pregunta ‘¿Qué es la vida?’ Y yo dije: Difícil. Pero al salir, ante el mismo cuestionario, me salió: ‘Maravillosa’. Aprendí que lo que percibimos de nuestras propias vidas es lo que proyectamos en ella”. Desde ese momento, su búsqueda también se abriría como nunca antes a la espiritualidad. Y la Bioenergética, terapia enfocada a la energía vital detrás de las funciones biológicas y psicológicas, también resultó de la partida.
Ese fue, además, el año del pánico. Cuando todo lo aprendido y aprehendido sirvió para apalear los embates que, a priori, no serían leídos como tales. “Yo creía que eso que no me dejaba respirar por las noches era producto de alguna alergia. ‘¡Acá hay ácaros!’, pensaba. Por lo que solía levantarme e ir a la guardia de algún hospital, donde finalmente me decían que todos mis valores estaban normales”, relata. El cuadro se repetía con frecuencia, hasta que un día, Araceli (“que sufrió ataques de pánico cuando aún no se hablaba de eso”), tan perspicaz, la advirtió de qué podría tratarse. “La ansiedad, siendo ya consciente, me atacó por primera vez de camino a casa de una amiga. Frené mi auto en plena avenida Figueroa Alcorta. No pude avanzar más. Quedé paralizada y debí llamar a alguien para que viniese a buscarme”, relata. “Jamás se han ido. Yo sigo sufriendo ataques de pánico pero con la ventaja de saber qué es lo que me pasa y que no voy a morir por eso. Lo curioso, algo que trabajo con mi terapeuta, es que siempre se dan cuando voy en mi coche. Entonces me repito: ‘Ahí viene Flor. Respirá profundo. Todo está bien’. Busco alguna meditación o un podcast de Deepak Chopra (77) para escuchar y una botella de agua, porque hidratarse también calma”, dice. De entre tantas lecciones, Flor sabe y se recuerda que “la depresión es vivir en el pasado y el pánico es vivir en el futuro”, por lo que “es imprescindible trabajar nuestro presente. Y un modo de hacerlo es a través de la respiración que nos ayuda a ser conscientes de nuestro cuerpo, de dónde estamos y de quienes somos, hoy y ahora”. Un método que logra el sosiego y patea muy lejos la idea de la muerte.
Florencia logró echar otra mirada sobre sí. Y tal como ocurrió en términos espirituales, esa conciencia integral hizo necesario otro tipo de alimento para el cuerpo. Florencia dejó la medicina tradicional al punto de evitar hasta las aspirinas. “De hecho, estoy estudiando Herboristería y todo lo referido a las plantas medicinales”, revela. “A raíz de tantos estudios por los trastornos que viví, descubrí mi intolerancia a la lactosa, dejé de consumir carnes y llevo a la mesa lo que extraigo de mi huerta, sin venenos ni procesados”, enumera incluyendo otros hábitos como el de “no tomar mientras como”, tal sugiere la medicina china. Practica yoga y no ha dejado de intencionar en las páginas del cuaderno que aún conserva para tal fin desde sus 18. Y en el intento constante de colocarse “vibracionalmente en otro lugar”, sigue al Dr. Joe Dispenza (61), especializado en neurociencia, epigenética y física cuántica, conferencista mundial y autor de El placebo eres tú, entre otros Best Sellers. Sus prácticas de meditación proporcionan las herramientas necesarias para quebrar limitaciones, lograr la conexión cuerpo-mente y la coherencia cerebro-corazón.
Además, como cultora de la Psiconeuroinmunología, “me meto en hielo”, dispara Torrente abriendo la puerta de su nuevo hallazgo. Se refiere a la Terapia del hielo (o Crioterapia) del método Wim Hof, (que consiste en dominar la respiración y alcanzar la meditación durante la exposición a bajas temperaturas), a la que responde desde hace dos años y según explica: “a través del proceso de hormesis, el cuerpo logra resetear su sistema autoinmune”. Cuenta que los efectos de cada inmersión de tres minutos (más no es necesario) impactan en el organismo durante una semana. “Mientras tanto, los mantengo, a diario, bañándome con agua helada durante los últimos minutos de cada ducha”, relata. “Si me duele la cabeza, me meto en hielo. Si me duele la panza, me meto en hielo… Y en pleno invierno, ni bien despierto, me sumerjo en la pileta del jardín. Claro que cuesta, pero salgo sintiendo que ya nada podrá conmigo y te aseguro que no me enfermo más”.
Entre tanto, de Cosmos y creencias, dispara que hay quien dice que “a los 30 años siempre sucede algo significativo en las vidas de las personas”. Y ella se hace cargo de esa suerte. “Yo supe cómo se siente eso a lo que llamaban ‘vacío’ recién después de mi primera pérdida significativa”, señala respecto de la muerte de Rosa Monteferrario, “mi abuela superpoderosa”, como la define. La matriarca familiar, “líder de una casta femenina de las más fuertes” y bailarina abnegada por la necesidad y los mandatos, falleció en 2018 abatida por las consecuencias del Lupus, la enfermedad autoinmune que la mantuvo en lucha durante cinco años. “Todavía me cuesta no escuchar su voz y no poder abrazarla. Pero su tránsito me enseñó sobre el egoísmo humano y el capricho de aferrarse a un cuerpo. Estuvo bueno poder entender que lo mejor para ella era partir”, reflexiona. “Después de todo yo sé que está conmigo”. Como aquella vez en la que redecorando su departamento, “mamá estaba en el living, yo en mi habitación y de repente nos topamos las dos en un pasillo diciéndonos, al mismo tiempo: ‘¡Ella está acá!’”, evoca. “La sentimos, como la siento en cada mate y en toda decisión”. Buscó “personas que la elevaran”.
Florencia Torrente y su pareja, Guido Iannaccio, el productor musical con quien comparte la vida desde hace más de cuatro años. “Él acompaña con su sabia mirada, pero no interviene en mi camino musical porque nosotros elegimos ser novios”, dice Flor
Una necesidad que liga a esos “recorridos nada gratos y muy dolorosos” que incitan a la “introspección”, según indica. Así fue que con la energía creativa de su amiga y directora Rocío Crudo, inició la construcción de un argumento que fue tomando forma de libros para REM, nombre tentativo de “una serie con raíces en la conjunción de nuestras historias y experiencias”, detalla. “Y que comienza con una chica que al cumplir los 30 años, se separa de su novio y duela la muerte de su abuela”. Se inscribieron, entonces, en el concurso del INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales) con la expectativa de lograr el subsidio necesario que materialice ese otro trip y hasta lograron llamar la atención de Netflix México.
Desde este lado de la vida, Torrente cuenta que no hay amanecer sin que se diga: “Hoy será un gran día, y con ese mood es que me entrego”. Jamás dejará de buscar su crecimiento y, por ende, “más desafíos”. Siempre habrá algún lienzo que pintar, cien canciones que parir, una maratón que “será mi gran primera” y algún guion que terminar. “Cada vez confío más en mis instintos. Cada vez escapo más a lo que no tengo ganas de ser ni de hacer. Cada vez me respeto más. Cada vez me cuido más. Porque, créeme que yo aprendí a cuidarme en serio. He llegado a un sitio y a un momento que se sienten muy bien”, apunta. “Todo lo que transité, lo bueno y lo malo, lo lindo y lo feo, han sido experiencias a transmutar. Porque la evolución depende del modo en que miramos eso que nos pasa y atendamos su por qué y su para qué”, concluye. En los espejos que alguna vez cubrió, Florencia hoy ve “una mina inéditamente fiel a sí misma, que está segura de que el mundo puede ser un espacio hermoso y muy dispuesta (con mucho más que sus artes) a dejar huella en las personas que pasen por mi vida”.