Suenan los acordes de “Mandanga dance”, van más de dos horas y media de concierto y Rubén Rada no se quiere bajar del escenario. Tiene la sonrisa pintada, esa que no se le borró durante todo el show salvo para hacer bromas. Camina de punta a punta dirigiendo la orquesta, se sienta ante las congas para marcar la percusión, pide gritos de locura y nombra a todos y cada uno de los músicos y asistentes que lo acompañan. Consciente o no, Rada está haciendo un resumen de su vida, y esto va más allá de una mirada retrospectiva de su carrera. Refleja su manera de tomarse el oficio de músico popular con responsabilidad, elegancia y respeto, pero sin perder la alegría.
El concierto titulado Rubén Rada 80 años -cumplidos el 16 de julio pasado- había comenzado con “Aquel payaso”, de su primer disco Rada, en 1969. Fue un guiño cronológico para una primera tanda de oldies de las épocas de El Kinto, Totem y Opa. Suenan su hit fundacional “Las manzanas”, el himno pescador “Don Pascual”, “Mejor me voy” en clave algo tanguera gracias a Julia Zenko; la fusión de “Biafra” como postal de un mundo que ya no existe y el pulso rockero de “Eloísa”.
Rada va y viene al calor de los tambores y ante la seducción irrefrenable por los ritmos afro. Al candombe que latía en las calles le sumó lo que llegaba de otras partes del mundo. Con Los Beatles como inevitable faro, formó parte de la camada de artistas que forjó el candombe beat. Y con el jazz que venía del norte, amplió los márgenes de la world music, sin perder nunca el pulso de su ciudad. Y la muestra cabal es “Montevideo”, esa descripción urbana en modo instrumental.
“Es mi primer Luna Park”, dice Rada a modo de saludo y también paradoja. Suena extraño que sea su debut en el Palacio de los Deportes para un artista que vivió la década del ‘80 y tuvo una gran popularidad en el marco del estallido del rock argentino post Malvinas en nuestro país. En sus palabras no hay queja sino asombro, y una gratitud eterna con este lado del charco.
“Este país me dio todo. Me dio amor. Me dio a mis hijos”, agrega mirando a ambos lados del escenario. A su izquierda, la guitarra de Matías. A su derecha, las voces de Lucila y Julieta. Sostenes musicales y emocionales de un concierto faraónico, junto a una banda de lujo en la que sobresalen dos músicos claves de la escena uruguaya: Lobo Núñez y sus tambores sanguíneos y Gustavo Montemurro y la cuota de modernidad en sus teclados.
Autodidacta orgulloso, defensor de la espontaneidad del hecho artístico, Rada hizo del Luna Park su propio delta musical con afluentes de todos los colores. Adriana Varela despliega su encanto arrabalero para una versión aggioranda del tango “Patotero sentimental”. Con Nahuel Pennisi todo es paso de comedia y emoción haciendo una y una, “Adiós a la rama” y “Universo paralelo”. Javier Malosetti es el rescate emotivo de ese notable álbum que es Varsovia y una tocada aún más funky de “Dedos”.
El espectáculo se complementa con lo que ocurre en las pantallas, una gigante detrás del escenario y dos pequeñas, una
a cada lateral. Durante las canciones, reflejan las imágenes de una trayectoria de 60 años en fotos, recortes de diarios o tapas de discos. En los intervalos, comparten testimonios en tiempo presente de amigos de aquí, allá y todas partes, como Fito Páez, Hugo Fattoruso, Natalia Oreiro, Carlos Vives y un silbado Andrés Calamaro. Y promediando el concierto, anticipa un momento mágico de esos que solo la música puede regalar.
Las imágenes viajan al centro de los ‘80, con Rada y su grupo clásico en el programa de Juan Carlos Mareco. Tocan “Matías, el nuevo embajador”, dedicada a su hijo que lo mira y lo baila en brazos de su madre con su hermana Lucila y entre el público. De repente, Rubén frena todo y entran el guitarrista Ricardo Lew y el tecladista Ricardo Nolé para versionarla aquí y ahora. Como homenaje eterno a los ausentes físicamente Osvaldo Fattoruso y Beto Satragni. Y con Matías y Lucila sobre el escenario. El arte como máquina del tiempo.
La presencia de Rada es magnética. Más allá de sus trajes estridentes -primero naranja, luego turquesa- se roba las miradas desde atrás de las tumbadoras o perdiéndose en el escenario con su varita de mago hechicero. “¿Vinieron a un cumpleaños o a despedirme?” ironiza ante un público rendido, antes de abrir la puerta y dejarla así, para que entren los amigos que quieran cantar con él.
Primero aparece Juanse y su guitarra clásica y rockera para “Spinetta es lo más grande que hay”, un estreno en vivo que no necesita demasiada explicación. Enseguida es el turno de David Lebón, con paso cansino y su estampa inconfundible para blusear “Malísimo”, momento top de la noche. Al rato León Gieco, guitarra en mano y armónica pronta, para hacer una propia -“La cultura es la sonrisa”- y otra de Rada -“Rock de la calle”-, un viaje directo a mediados de los ‘80, que completan Los Auténticos Decadentes con el himno autorreferencial “Blumana”. Porque se sabe que en los conciertos pasan cosas raras y esta noche no es la excepción.
El tramo final es abordo de su pata más latina explorada en los ‘90. El Luna Park se vuelve una gran pista de baile al compás de “Cha-cha, muchacha” y “Muriendo de plena” y el escenario devuelve la postal de un hombre cansado pero feliz. Orgulloso de su obra, de su legado y de su familia. Y recibiendo el aplauso sostenido y la ovación genuina de su público. El mejor regalo posible para un cumpleaños inolvidable.