Quiero mejor dice Kevin Johansen en su nuevo álbum, y como es costumbre en él, dice mucho más que eso. Es una expresión de deseos, claro. Pero también una toma de decisiones ante un mundo que define como “dark”. Una reflexión madura y consciente de un hombre al borde de los 60 que considera que es el momento de cosechar lo sembrado.
Es el primer disco con canciones nuevas, tomando como referencia el intrépido Algo Ritmos. En el medio, un trabajo de versiones, Ve tú, en el que mostró parte de su inabarcable ADN musical. Y una pandemia claro, el experimento del streaming, y el regreso a giras, colaboraciones, zapadas y reencuentros de un artista que hace de tender redes un estilo de vida.
Además de artista world music, Johansen es de esos entrevistados que obliga al desafío de estar alerta. El tan mentado oficio se pone a prueba en neologismos, juegos de palabras o menciones que dan cuenta de su vasto universo de referencia. Durante la charla con Teleshow va a citar a Oscar Wilde, a Charly García, a Mark Twain, a su compadre Liniers, a David Lebón, a su madre, Marta. Pero en cuestión de minutos, el escenario cambia. La tradicional entrevista al músico que saca nuevo disco muta en un taller de aproximación a la vida y obra de Kevin Johansen. Potenciado por el clima de entrecasa y la hospitalidad del cantante y su compañera, Lala, en esa casa de Belgrano R que Jorge Drexler visita cada vez que pasa por Buenos Aires, solo o con una cuerda de tambores, o donde concretó el postergado dúo con Julieta Venegas, que se volvió una gran zapada.
Por ahí anda New, su perrita que ante la primera caricia deja atrás su antipatía impostada, se recuesta junto al periodista y desde allí sigue la hora larga de charla. Kevin comanda la ronda de mate, fuera de cualquier protocolo del plano televisivo. Se levanta como si estuviera en su casa, y se apoltrona una y otra vez más en el sillón floreado, ese que lo acompaña en este nuevo concepto de aferrarse a su zona de confort y sacarla de paseo por todos lados. La siguiente estación, el 17 de agosto en el Teatro Coliseo para la presentación oficial de Quiero mejor con localidades agotadas. Un disco que tiene una historia detrás.
Entre títulos, ideas, melodías, Kevin fue agrupando un puñado de canciones sin saber bien con qué destino. Estaban “Amada amante”, cover de Roberto y Erasmo Carlos, y “Seductor serial”, grabadas en Río de Janeiro, entre otros bocetos prometedores. “Tenía un EP, que para mí son las siglas de Es Poquito”, explica el anfitrión, siempre llevando más allá las convenciones. Panda Elliot y Coca Monte, quienes lo acompañan en este proyecto denominado Feng shui, vieron un potencial más allá. Se fueron dando máquina y quedaron once canciones englobadas en un concepto. Porque Quiero mejor, es mucho más que un puñado de canciones.
—Hay un par de ideas que están dando vueltas en tu carrera, y una es plantear la discusión sobre esa sensación de mala prensa que tiene quedarse en la zona de confort o la buena prensa que tiene salir de ella. Y acá redoblás la apuesta, sacás a pasear tu living a la ruta.
—Es que para mí hay que entrar en la zona de confort y reírnos de esas correcciones políticas de las cuales a veces pecamos. Yo creo que el hecho creativo necesita justamente de la zona de confort, sea un escritor, un pintor o un cancionista como en mi caso. Cuando estoy en el living de mi casa, viendo un partido de fútbol o por ver una peli con un vino en la mano, una cerveza, mis hijos dando vueltas, mi familia, mis amores, estoy en mi zona de confort. Con mi guitarra cerca, por supuesto, y de repente cae una idea. Y así nació “Quiero mejor”, con la frase de Oscar Wilde, “tengo gustos simples, solo quiero lo mejor”. Quizás me agarró el viejazo y creo que esto tiene que ver con calidad de vida, con lo que te lleva a estar pleno y no con “el vil metal, ni virtual ni no virtual”.
—Esta es la zona de confort física, por llamarla de alguna manera. La artística o musical, en tu caso, es bastante generosa y este disco es otra prueba de eso. Vuelven a aparecer un montón de ritmos, de idiomas, de sonidos…
—Bueno, esa es mi zona de confort. Es subjetivo, porque hay gente que necesita estar incómoda para plasmar ideas. Pero quería que este disco dijera muchas cosas, supongo que la pandemia ayudó a que profundicemos en lo que queremos decir, en lo que nos pasa de verdad con la vida, el amor, la pequeñez humana. Tengo la suerte de viajar y noto esa cosa autoflagelante que a veces tenemos los argentinos, como te dice el tachero cuando volvés de San Pablo o de Lima o de Bogotá, o del DF mexicano y decís hermano, “no sabés lo que es el tráfico acá”. ¿Y en esos lugares cómo es? Cada vez que regreso pienso en qué ciudad es Buenos Aires, qué bendecidos que somos. Pero también uno se da cuenta que en todos los países hay una suerte de guerra civil solapada, donde el 50% piensa una cosa, el otro 50% piensa diametralmente lo opuesto. Y yo llegué a la conclusión que nosotros somos la plaga de este planeta. Uno quiere ser optimista porque tiene hijos chicos, y creo que hay una luz a través del túnel, pero está duro. Es un mundo medio dark.
—¿Cómo ves a la Argentina en ese clima de oscuridad?
—Ahora por los diarios estoy viendo que estamos en ArgenTesla. Ya no es más Argentina, es ArgenTesla. Hay un lado donde trato de reírme de las coyunturas, y creo que hay mucho que se habla de la boca para afuera y después todo es un “no es para tanto”. Me parece que hay muchos negocios y negociados por atrás que no sabemos, porque la política también es un poco eso, el arte de negociar. Lo vivo con la preocupación de alguien que tiene hijos, con la preocupación lógica de cualquier ciudadano y espero que podamos lograr vivir en una sociedad, primordialmente, donde podamos estar de acuerdo en estar en desacuerdo y no insultar al otro.
—¿El humor y la ironía son aliados?
—Siempre. Como decía Mark Twain, el problema con el humor es que nadie lo toma en serio. También creo mucho en el teatro griego, porque desde que nacemos nos acompañan el llanto y la risa. Por eso, cuando uso la ironía, siempre hay una observación social profunda.
—También está muy presente el amor, y en canciones como “Sin darme cuenta”, o “Puntos equidistantes”, con un romanticismo propio de la primera vez en una relación de pareja que ya lleva unos 20 años. ¿Cómo se resignifica el amor?
—Es que uno se enamora del estado de enamoramiento, y del amor antes del amor también. Vos estás lleno de esa persona, y es como que te nutre pensar en ella. Pero también remarco mucho la capacidad de sorpresa con la gente, de enamorarse platónicamente, y eso me parece súper importante no perderlo.
De Alaska a Buenos Aires y de Buenos Aires al mundo
Sobrevolando el álbum, como un desprendimiento de su proyecto habitual The Nada, aparece el Feng Shui Proyect. Y ante la sola mención del concepto oriental, Kevin se levanta como un resorte y busca una revista que compró en el aeropuerto de Bogotá. Lo que empezó como un código entre amigos terminó siendo uno de los motores del álbum. Justamente en el año en el que el horóscopo chino celebra al dragón de madera, su año, hecho que se repite una vez cada 60.
“Creer o reventar”, resume sobre esa coincidencia en la que se erige la pata audiovisual del álbum. Allí plantea una suerte de road movie por la costanera y las rutas de Miramar, pero muy a la Kevin Johansen. La quietud de su living en movimiento. Ser de todas partes y al mismo tiempo de ninguna, o de la propia. Y ante todo, abrir su mundo interior en forma de canciones. “Viajar en modo quieto / andar sin movimiento / atravesando el tiempo en busca de tu encuentro”, como canta en “Hola Need”. Ver pasar los postes de luz, las vacas, los campos, mientras su cabeza viaja por otras dimensiones. “Supongo que me abrazo a esa quietud tiene que ver con una infancia muy movida”, analiza, y redefine el rumbo de la conversación.
La brújula de la charla ahora apunta al norte más profundo. A Alaska, ese frío polar que albergó su llegada al mundo, un destino que se explica porque su padre Kenneth no quiso ir a Vietnam. A los años en Denver, Phoenix y Los Ángeles, con sus climas, sus usos y costumbres tan variados. Y el gran shock de llegar a la Argentina en mayo del 1976. “Era un adolescente que hablaba como Luca Prodan y al mes estaba recitando el preámbulo de la Constitución”, rememora, transitando siempre entre los opuestos. Ese aroma nostálgico aparece en el disco en “Era ahora”, a dúo con Nito Mestre. “Me encanta esa vulnerabilidad que tiene la voz de Nito que le dio al rock un sabor especial y delicado. Es nuestro Caetano Veloso, un sensible que le hace muy bien al rock argento, que a veces es muy testosterona”.
—En el tema con Nito cantan “Se la llevó el viento a la banda del momento”. Y pensaba en ese arranque muy arriba, que explota al poco tiempo con el hit crossover “Down with my baby” en Resistiré. ¿Temiste quedar en la foto de la banda del momento, de haber sido un one hit wonder?
—Siempre digo que mi éxito de la noche a la mañana tardó 15 años, de 1987 al 2003 (risas). Lo único que me agarró fue pudor, no quería que el público pensara que solo podía cantar en inglés. Claro que te agarra el síndrome de artista alternativo que de repente es llevado al mainstream, pero por suerte a los pocos meses me relajé. La gente que entienda que “Down with my baby” está en un disco que se llama Sur o no sur, bienvenida sea. La gente que no tiene ni idea y le gusta el tema, bienvenida sea, hay que agradecer porque te ponen en el mapa. Y como es tan variado lo que hago, también me pasó de querer mostrar todo y mis shows tardaban como cuatro horas. Hasta que me hice amigo de la síntesis.
—¿Cómo es tu relación con el rock argentino? Tuviste una aproximación promediando los ‘80 con Instrucción Cívica y a tu regreso en los 2000 anduviste más por los márgenes.
—Respeto muchísimo el rock argentino, creo que es maravilloso. Cuando llegué, los pibes en los recreos cantaban “Fermín” de Almendra, “Quizás porqué” de Sui Generis, “En mi cuarto” de Vivencia y “Jugo de tomate frío”, de Manal. Después caí en una escuela progre donde iban los Calamaro, merendaba con Javier que era compañero mío de 6º grado y veíamos los primeros pasos que daba Andrés. Yo mamé mucho de ese rock de los 80, pero siempre tuve otra data también. Me gustan el country, el blues, el folk, muchos géneros. Puedo tener un perfil rockero por momentos, por edad y por generación, pero no tengo una cosa tribunera ni necesito decir “soy rock”. Si soy algo, soy canción, porque también me gusta una bossa nova, un son cubano y una rumba.
—¿Ese gen cancionero y universal lo tenías ya o lo fuiste descubriendo con el tiempo?
—La verdad que lo encontré, y siempre lo agradezco, gracias a Hilly Cristal, el dueño del CBGB de Nueva York, el mítico antro de los Ramones. Presenté un demo, me lo aceptaron y el día que toqué estaba él. Son esos momentos de película, yo estaba todavía verde, había tenido mis primeros tropezones con la música con Instrucción Cívica y todavía no había encontrado mi voz. Cantaba agudo, tipo Sting, hasta que aparecieron Barry White, Leonard Cohen. Y Hilly me dijo que no tuviera vergüenza en mezclar el inglés con el castellano, en cantar en spanglish. Por ahí creo que nació “Guacamole”, que es como una anti canción que hice y ahí encontré la esencia. Y cuando volví a la casita de mis viejos, o de mis abuelos, ya tenía más de 30, y ese disco bajo el brazo que milagrosamente al año y medio estaba sonando. Fue bien recibido e hicimos la primera Trastienda en plena crisis.
—¿Y también tuviste que hacer economía de recursos a la hora de componer? Porque siempre me llamó la atención en tu obra como, teniendo tanta data de géneros, de idiomas, de instrumentos, todo parece fluir en armonía, hasta los silencios. No suena sobrecargado ni ostentoso.
—Sí, pero no soy un tipo cerebral. Tengo el beneficio de ser hijo de una docente y gran intelectual, que me dio mucha data. A los 14 me mandaba a leer a Orwell o a Cortázar, pero desde un lado muy compinche también. No creo que haga falta ser un intelectual para ser un cancionista. Pero sí, la data que manejo la trato de sintetizar en una canción, que es un mini guion de película, tres o cuatro minutos donde estás contando un cuento en el que tenés que conjugar sonoridad con sentido. Y también sintetizar. Por eso digo que hay tres formas de componer canciones: bien, mal o como Charly García.
—¿Y cómo compone Kevin Johansen?
—Yo aprendí a los ponchazos… A los 12 la hacía reír a mi vieja haciendo una canción country en joda: “I was a country boy de Texas” (canta). Entonces ya le había tomado el gustito a elucubrar ideas musicales. Me di cuenta que era cancionista en tercer año del secundario, cuando le canté una canción a mis compañeros y me dijeron que estaba buena, que la cantara de vuelta. Y mi primera banda oficial fue Instrucción Cívica, una mezcla entre Charly García, The Cure y Les Luthiers… aunque teníamos un tema “De cama en cama” que era más Midachi que Les Luthiers (risas).
—Recién usaste la palabra “tropezón” para referirte a esta experiencia...
—Claro, yo tenía retazos, pero todavía no había logrado mi esencia. Quizás por ser bicultural necesité tomar un tiempo natural, ir macerándome para abrazar las dos historias. Pero todo tiene un motivo de ser, y en ese camino tuve la suerte que gente como Gustavo Gauvry o León Gieco me dijeran cosas lindas. Y cuando volví, más de diez años después, también fue lindo que un amigo en común, Alejandro Terán, le pase el primer disco a Gustavo Santaolalla. The Nada salió en abril del 2001 y fue muy loco, porque al poco tiempo empieza a escucharse en España, la gente que se había ido después de lo del corralito me decía que Sur o no Sur le había tocado un nervio.
Soñar con los ojos abiertos
A casi 25 años de aquella irrupción en el mapa cancionero, Kevin Johansen se constituyó en un género en sí mismo. O un desgénero, tomando prestada la autodefinición con la que sintetizó ese espíritu libre con tantas raíces como mundos posibles. Como faro, su madre, influyente en su formación aun sin proponérselo. Y una figura ineludible como la de Enrique Zurdo Roizner, emblemático baterista de la música popular que lo acompañó en este tiempo con The Nada y que falleció a comienzos de año. Pero antes, grabó una participación póstuma en el tema que da nombre al disco, una rumbita junto al grupo español Las Migas.
—¿Qué aprendiste tanto tiempo junto a él?
—Todo. De él aprendí la famosa frase “La humildad de los grandes”. Un tipo que tocó en el octeto de Astor Piazzolla, con la orquesta de Frank Sinatra, con Vinicius de Moraes, con Palito Ortega, podría haber estado con unas ínfulas tremendas y era un tipo muy a tierra, muy divertido y muy entrañable. El Zurdo me dio una amistad. Cuando empezó a tocar con nosotros en Sur o no sur justo había sufrido una tragedia familiar, había perdido una hija. Y yo había perdido a mi vieja ese mismo año. No sé si lo hablamos mucho, pero algo nos unió también. Agradezco a la vida haberlo tenido. Es un duelo muy raro, porque no es un duelo con tristeza, sino que me deja medio pipón de haber compartido muchas cosas lindas con él. Ya lo voy a extrañar, pero todavía lo tengo muy presente.
—Nombraste mucho a tu madre en esta hora y pico. Tuvo mucho que ver mucho con tu formación…
—Sí, mamá era muy melómana y me dio mucha música argentina, Mercedes Sosa, Julio Sosa, y también mucho folklore latinoamericano. Ella estaba muy consciente de ser latinoamericanista, antiimperialista y el chiste en casa era que se había casado con un gringo. Es la típica historia de la chica de escuela de monjas que a los 19 años se va a Estados Unidos, se hace atea, socialista, feminista, todas las aristas de su generación. Yo creo que ella tenía ganas de que yo fuera músico, pero después me vio en mi comfort zone, en la cama, tocando la guitarra y le agarró pánico. “¿De qué va a vivir este mequetrefe, qué hice?”, se asustaba y me mandaba a trabajar (risas). Por suerte llegó a ver mi primera Trastienda en plena crisis del 2001. Ya estaba enferma, logré traerla de Nueva York poco después de lo de las Torres Gemelas. Fue una influencia muy linda y lo sigue siendo, porque la mitad de los libros que tengo son de ella.
—Otro tema al que hiciste referencia varias veces es a la edad. ¿Cómo te acercás a los 60?
—La verdad que con mucha alegría, con mucha lucidez y con esa claridad que te da la edad para disfrutar. Tuve un pibe a los 50, que ya tiene 9. Tengo otro de 16, tengo una de 20, tengo una hija mayor de 26 y digo qué lindo es disfrutar cada etapa de cada hijo, disfrutar de tu pareja. Ya estoy cumpliendo prácticamente 20 años con Lala. Y a la vez, con el efecto aterrador que tiene pensar lo poquito que falta, y eso también lo que te lleva a disfrutar. A estar en la zona de confort tanto como ir navegando y plasmando la mayor cantidad de proyectos posibles. Ahora tengo ganas de escribir en otro formato, por ahí un guion de cine. Ahora, quiero mejor.
Fotos y video: Matías Arbotto