No tenía ganas de vivir cuando Jorge Lafauci (80) la abrazó con una frase: “A vos, lo que va a salvarte es tu profesión”. Lo hubiese echado de su casa en ese preciso instante si el duelo por la muerte de su hijo hubiera dejado restos de alguna voluntad. El tiempo y una conjetura de Irma Roy (1932-2016) se lo explicaron luego. “Ella decía que las actrices tenemos la bendición de habitar esas otras tantas pieles que nos distraen de nosotras mismas”, recuerda Marta González (79) revelando ese “recurso protector” del que se ha valido desde 2001 (“cuando mi vida se partió en dos”) y, con el diario del lunes, “desde muchos antes también”, concluye. En definitiva, cada fin de semana, sobre los escenarios de Madre hay una sola, se olvida por un rato de este reciente y “cuarto regreso” del cáncer de mama que, según define: “Me tiene una vez más luchando cara a cara con la parca”.
Bromea sobre su suerte. Sobre las nuevas (“y sacras”) siestas que hoy deciden su agenda y los 13 kilos que ganó por los medicamentos. Cierto “impulso instintivo del humor” que se apura al quiebre inevitable. “Me hace gracia y me avergüenza escuchar: ‘¡Qué fuerte sos, Martita! ¡Nada te detiene jamás!’. Ay, si viesen lo que me cuesta mostrarme alegre. Si supiesen que tantas veces no tengo ganas ni de levantarme… ¡Creeme que hago mucha fuerza. Mucha fuerza!”, comenta sin mezquinar gratitud a sus pilares. Leandro (su hijo fallecido en 2001) es uno de ellos. Y la certeza de su “especial” compañía tiene mucho que ver con “la revelación” que asegura haber tenido en el acercamiento a la Virgen de la Medalla Milagrosa, cuya capilla visitó tres veces en París. “Yo era una católica muy tibia y hoy sé que Dios me preparó para todo lo que he vivido”, infiere quien durante las temporadas teatrales marplatenses solía estar encargadas de las lecturas en las misas de Nuestra Señora de Fátima. En este contexto juega también la palabra de su amigo, el sacerdote Mariano del Río (discípulo del cura carismático Ángel Pedro Chiche Orbe y Párroco de la Sagrada Familia de Haedo y vicario general de la Diócesis de Morón), quien como su hija, y “maestra”, María Mercedes Sosa (55, jefa de Obstetricia del Hospital Rivadavia, especialista en Salud Sexual y “un toro” sobreviviente de un cáncer de colon), “a pesar de su juventud, y por ese orden natural de la vida, van convirtiéndose en mis padres”.
“El recorrido por todas las escuelas analíticas, habidas y por haber”, hicieron lo suyo. “Aunque siempre me he dado el alta sola al pudrirme de hablar tanto”, dispara con gracia. Sobre el diván, donde este “animal de terapia” dice haber llegado hasta el “hartazgo”, fue encontrando relación entre su salud y sus emociones en tránsitos claves de su vida. El cáncer de irrumpió, por primera vez, luego del fin de su matrimonio con el exfutbolista y entrenador Osvaldo Chiche Sosa (1948-2020), celebrado el 2 de junio de 1968 en la Basílica María Auxiliadora y San Carlos (a apenas meses de haberse conocido en una boda judía) y que por su interés popular fue transmitido en vivo con un móvil especial liderado por Héctor Larrea (85) para Canal 9. Y es entonces que Marta recordará aquel capítulo. Su sesión inicial fue en el 75, siete años después de haberse casado. “Me sentía muy sola”, revela. “Él tenía esas típicas cosas de un jugador: los ritmos, el machismo, las salidas con sus amigos, tres noches por semana. En fin. Me sentía sola. Tenía a mis hijos, pero me sentía sola. Ya no podía más y Sofía Müller, mi terapeuta, fue un gran bastón en aquel momento”. Entre tanto, un papel doblado en cuatro fue la punta de un ovillo insospechado.
“Estaba por llevar a la tintorería el mismísimo traje que Chiche había usado en nuestra boda, cuando descubrí el mensaje de una mujer en uno de sus bolsillos”, comienza González. “Por supuesto que al pedirle explicaciones, él juró no tener idea de qué se trataba. Que, seguramente, alguien más debía habérselo puesto ahí… ¡Esa fue una de miles que pasé! Claro que había que ser muy tarada para creerle y el problema era que yo, que me había casado para toda la vida, quería creer”, señala Marta. Desde entonces, la sospecha y la negación competían en esta dinámica en la que “siempre era la loca”, admite. “Me repetía a mí misma: ‘Ya se calmará y vamos a caminar juntos de viejitos’… ¡No se podía ser más boluda!”. Hasta que, finalmente, necesitó darse con la verdad en la cara. “Durante el verano del 94, Chiche estaba dirigiendo a Argentinos Juniors en Corrientes y yo haciendo Pobres angelitas en Mar del Plata. Una noche, la función se suspendió y decidí darle una sorpresa a mi marido”. Jamás imaginó qué tanto se sorprenderían.
Lo llamó al aterrizar. “Y lo primero que me dijo fue: ‘¡No vayas al departamento! Ya mismo te saco una habitación en el hotel donde estamos concentrados’. A lo que le respondí: Bueno, bueno… Te veo esta noche en la cancha. Entonces insistió: ‘¡No! ¿Para qué vas a venir…? Andá a pasear un rato’. Y yo, tan obediente… ¡Porque encima era obediente! Fui a ver el carnaval”, recuerda. Días después, ya de regreso en el departamento de Sosa (“tiempo necesario para que él pasara a buscar la llave por lo de un vecino”, señala suspicaz), González encontró una boleta de lavandería que enlistaba: un juego de sábanas, cuatro camisas, tres corpiños y cinco bombachas. “Respiré profundo y me repetí a mí misma: ‘Tranquila, Martita. No es lo que pensás’. Claro, como siempre era la loca, la obsesiva, la paranoica, decidí creer que todo eso sería del propietario. Entonces tocaron el portero eléctrico. Alguien buscaba a cierta mujer a quien no voy a nombrar. Le expliqué que se trataba de un error. Pero insistió minutos después. ‘¡No, señora! Aquí vive Sosa’, explicaba yo”, relata. “No conforme, logró subir y golpeó la puerta”.
Por equis motivo, obstinada y segura, la persona que entró a escena buscaba a esa señorita que la atendía a diario en esa dirección. “Y reaccioné que era esa misma que firmaba la nota que yo había encontrado, aquella vez, en el bolsillo del traje. Así me enteré de que mi marido tenía una doble vida”, cuenta Marta. Esa tarde de calor abrazador, dejó que Chiche se recostara bajo el aire acondicionado y en tanto estuvo relajado “arremetí tremebunda”, cuenta. “Él se atrevió a decirme que se trataba de una chica a la que el club había contratado para conseguirle ese departamento. ‘¡Ay, qué amoroso! ¿Y vos dejas que lave sus bombachas con tus calzoncillos?’, reclamé. Y, con toda la calma, me respondió: ‘Sí, porque me dijo: ‘Señor Sosa, usted lleva muy poca ropa. ¿Podría darle algo de la mía?’ ¡¿Podés creer?!”. Esa situación disparó la primera de una serie de separaciones “hasta que no se pudo más”. A finales de los 90, “y como Chiche estaba negado a dejar el piso de Las Heras, hice mis valijas y me fui a un departamento prestado de 36 metros. Hacía pis a pasos de donde cocinaba, pero nada me importaba más que ese aire que tanto había estado necesitando”, describe. Pasaría casi año y medio antes de recibir la “demoledora” llamada de una mujer que le anunciaba que ella y su ex acunaban juntos a un niño de 13 meses. “Con el tiempo entendí que yo había estado muy enamorada de un proyecto de vida, más que del personaje en cuestión. Y todavía hoy me cuesta superar esa sensación de fracaso. Tal es así, que el otro día le dije a mi terapeuta: ‘No se trata de perdonar a Sosa, sino de perdonarme a mí misma por haber sido tan pelotuda’”.
Amó “solo dos veces en la vida” y la autoestima nunca estuvo entre sus virtudes. Y si aún siente pudor de citar su noviazgo con Ramón Palito Ortega (83) es por respeto a Evangelina Salazar (77), “la mujer maravillosa que le predije estando en pareja”, revela. Sí, ya habían iniciado los 60 cuando Marta le advirtió: ‘Vas a casarte con una rubia divina de ojos claros’. Y nada tuvo que ver con cierta clarividencia sino con el hecho de sentirse “muy poca cosa” para un astro en ascenso que la dejaría tres años después. “Siempre supe que no podía ser yo la mujer de Palito”, admite. “Soy demasiado celosa, muy insegura de mí misma. Me sentí feísima toda la vida. Miraba a Chiche, por ejemplo, y pensaba: ‘¡Cómo este muchacho puede fijarse en mí!’”, señala respecto de un pasado sin aparente registro de la cantidad de portadas de revistas que protagonizó en el inicio de su trayectoria. Entre ellas la de Antena, que rezaba: ‘Este es el novio de Marta González’, sobre una foto junto al cantante.
Así va soltando anécdotas que exponen su pudor. Como esa vez en la que, en mitad de una entrevista y desenfundando su guitarra, él le dedicó Sabor a nada ante las cámaras. Y otra con la que hoy no deja de reírse sin dejar de lado la reflexión. “Fue en el ‘62, durante un show del negro en un club de Avellaneda. Mientras él cantaba, entre el tumulto, un tipo me tocó el culo. Y al darme vuelta lo oí decirle a los demás: ‘¡Puse mi mano donde la pone Palito!’. Ni siquiera lo había hecho por mí… ¡Yo tenía apenas 18 años, cómo para creérmela un poco! La vida estaba encaprichada en hacerme sentir menos”. Y finalmente, la que dio cuenta de la profundidad de la huella popular que había dejado ese romance: “Estando embarazada de mi hija (1969), una persona en la calle llegó a decirme: ‘¡Qué lástima que no sea de Palito!’”
Asiente que el divorcio de Sosa destruyó sus defensas, pero prefiere dar más peso a la coincidente radicación de su hijo en México DF, donde había iniciado carrera en TV Azteca. “Leandro regresó a Buenos Aires para mi operación, el 17 de enero de 2001. Me cuidó. Me mimó. Y se fue. Nadie imaginó jamás que moriría un mes después, exactamente el 17 de febrero”, recuerda. Seis meses después, el cáncer in situ (“de mama, tan significante de la maternidad”, subraya) se instalaría por segunda vez. El productor falleció a los 29 años en un accidente automovilístico, sobre la carretera 95, de camino a Acapulco en la localidad de Tierra Colorada, junto a su novia Gabriela Bruno, y dos personas más. “Fue devastador. Yo estaba transitando la quimioterapia en aquel momento… Me sentía muerta entre amigos que venían a tirarse a mi sillón para rezar en la espera de que trajeran el cuerpo de Leandro”, relata. Si bien Sosa y Lito Gras, hoy Director general de cultura HCDN, su yerno, se embarcaron en la dura tarea, la familia recibió la fundamental colaboración de Monique Modlmayer (64), la modelo alemana (nacida en Erlangen) popularizada en el país durante los 90, por haber sido la conquista amorosa más difícil de Guillermo Cóppola (75).
Modlmayer, que para ese entonces ya había dado de baja sus intenciones de ser cirujana (estudió Medicina en la UBA), pero contaba con un triunfo en el modelaje, el título de Licenciada en Relaciones Públicas y el de Hotelería, llevaba consigo el dolor por la pérdida de su padre en un accidente similar al de Sosa en 1987, también en México, donde este ex alto ejecutivo de Siemens era propietario de un exclusivo hotel boutique en Cuernavaca. Estaba de paseo por el Tigre cuando recibió la desesperada llamada de Marta: “¡Se mató Leandro! Buscámelo, por favor”, suplicó. Así lo hizo a pesar de la demoledora angustia que le suponía revivir las emociones que suponen el trámite de una repatriación y el regreso al departamento que había compartido con el productor televisivo. “Ella activó algunas influencias necesarias en la embajada para traer el cuerpo de mi hijo. No fue nada fácil”.
“Monique era una bomba. Tenía las piernas más largas y hermosas que vi en mi vida y el corazón más noble que haya conocido”, describe Marta. “Leandro, que había salido al padre, era muy mujeriego. La vio en la tribuna de una cancha de fútbol y se volvió loco. Él era un pendejo de 23 y ella 10 años mayor… ¡Imagínate! Lo instruyó mucho a mi hijo. Le enseñó a vestirse, a comportarse socialmente y hasta a cómo debía tratarse a una dama”, cuenta respecto de quienes fueron pareja durante casi cinco años. “Yo la quise y la quiero mucho. Por aquel entonces... trataba de no acercarme demasiado por respeto a Gabriela, la novia con quien murió Leandro. Después de ese dolor, y con el tiempo, retomamos el contacto. Cada tanto me llama y nos hablamos siempre para nuestros cumpleaños”, relata.
No tiene intención de recordar el intento de suicidio del que fue rescatada por una amiga (con la que había acordado ir a misa) y tres sacerdotes que, luego, la asistieron “espiritualmente” en la internación por sobredosis de pastillas. “Me conmueve demasiado”, se excusa. Después de todo, “fue una mala jugada de la angustia para esta mina que siempre, y a pesar de todo, elige conectarse con la vida”, se define. Y, además, por la epifanía que resultó la frase de su hija que, desde entonces, erige como estandarte ante el mínimo atisbo de depresión. “Mercedes me obligó a recapacitar. En ese momento me dijo: ‘Mamá… ¿Vos tenés un solo hijo?’ Y me partió en dos”. Ese inimaginable dolor tal vez se “acomoda por ahí, pero jamás se supera”, asegura. “Hace poco me deshice de un álbum de fotos que me regaló Monique, de sus viajes por Europa con Leandro. Se lo di a mi hija. Ya no puedo estar mirando todo eso, no me hace bien. Yo seguí conservando su ropa. De vez en cuando la olía, la acariciaba, pero solo me servía para llorar y llorar”, revela. “Hoy me queda su celular… ¿Viste esos viejos, tipo sapito, con tapita? Lo tengo sobre mi mesa de luz. Ya se le fue el aroma a mi hijo, pero me hace bien saber que lo tuvo en sus manos”.
Dice tener el corazón “abierto a las señales” y fe de sobra para interpretarlas. De hecho, alguna vez, tras una procesión, fue testigo de “la danza del sol” entre los cientos de fieles que se agruparon en el Santuario de Nuestra Señora del Rosario en San Nicolás de los Arroyos. Pero no se anima a buscar las de su hijo. “Tengo mucho miedo. Mucho miedo de pedirle que me guíe en tal o cual situación. Miedo de hacerle mal”, relata. “Mi sobrino Leonardo, que no cree en nada, soñó con Leandro a poco de haber fallecido. Ellos eran socios en una productora televisiva y eso los hizo más cercanos. Entonces Leo le dijo: ‘Ey, ¿cómo estás cabezón?’ Y Leandro le respondió: ‘Bien… Pero muy cansado. ¡Me piden muchas cosas!’ Y eso me impactó. Desde entonces no quiero molestarlo, porque yo sé que él está en paz y así debe ser”, asegura. “Solo lo invoco antes de subir a escena: ‘Dale, bajá con los ángeles y ayúdame a hacer que esta gente se ría…”, suelta. “A mí me basta con sentirlo. Mi hijo está acá, conmigo. Yo lo sé. Ya nada ni nadie puede quitarlo de mi lado y estoy convencida de que voy a encontrarme con él”.
El duelo puso llave al amor. “Yo tenía 56 años (la edad de mi hija hoy) y el fallecimiento de Leandro se llevó consigo cualquier ansia o deseo femenino. A partir de ese momento, de la cintura para abajo ya no fui mujer. Nunca volví a enamorarme y ni lo haré jamás”, confiesa Marta. Antes de cumplirse el primer aniversario, y a sabiendas de que sería un bálsamo urgente, Nora Cárpena (79) se propuso incorporarla al elenco de Brujas. “Nada era más lejano para mí, y principalmente por el momento que estaba atravesando, que tomar el rol de Moria Casán (77). Pero lo hice, me fui de gira y no paré más”, dice respecto de un haber de 3 films, 6 ciclos televisivos y 17 obras teatrales que siguieron de ahí en más. “Aunque alguien pueda pensar ‘Uy, pobre mina…’, yo tengo mucho: una familia presente, amigos que cobijan y un público muy cariñoso. ¡La gente me quiere!”, pronuncia con un asombro que enternece. “Debe ser porque muchos me han visto crecer… ¡Si yo festejé mis 18 como la cigarrera en el set de Casino Phillips (Canal 13, 1962)!”
De camino, Marta superó un ACV hemorrágico (por malformación arteriovenosa congénita) que inició sobre el escenario de El show de los cuernos (2019) y le llevó tres meses de recuperación. Venía de hacer frente a la tercera visita del cáncer y una mastectomía “en la que se fue esta”, dice señalando su mama izquierda. Regreso ligado, según estima, al dolor por la salud de su ex y “algunas otras cuestiones” del vínculo que preservará. Sosa también había sido víctima de un accidente cerebrovascular (en 2013) que lo hizo objeto de numerosas secuelas que le valieron costosos tratamientos para los cuales su mujer Ana y su hijo Lautaro (de por entonces 16 años) organizaron una campaña popular en pos de solventarlos. Finalmente, Chiche moriría en 2020 por un grave cuadro de neumonía e infección urinaria. “Como me explicó Sofía Müller, mi primera psicoanalista o ‘mi historia’, como la llamaba Jorge Bucay, con estos tránsitos (e intervenciones) yo no solo fui arrancando partes de mi cuerpo”, concluye González.
Fue en el último control, de apenas algunas semanas, que advirtieron la cuarta y caprichosa reaparición del cáncer. “Tenía la teta dura. Me hicieron ecografías, mamografías, de todo… Y al no ver nada extraño, me quitaron un pedacito y entonces sí detectaron células cancerígenas de la mama en la piel”, explica Marta respecto de la metástasis cutánea que el equipo médico intenta controlar. “De aquí en más me esperan dos inyecciones cada veinte días, dos pastillas diarias y una nueva medicación que es más fuerte que la quimioterapia. En fin, así es mi vida ¡Hace 25 años que lucho contra esta enfermedad! Y tengo derecho a estar agotada”, dice lagrimeando su resignación.
Conoció los antidepresivos, recién a sus 75, en el marco de la pandemia que incluyó la pérdida de su hermano Gerardo (8 años mayor). Desde entonces, Marta cuenta haberse impuesto “momentitos de los más simples que me hagan decir: ‘¡Bendito sea Dios por tener vida para disfrutar esto!’”. Si la voluntad cae, “me visto enseguida y me obligo a salir”, comparte. Cambió los solitarios juegos de computadora por clases de gimnasia “en las que bailo y gozo como loca” y no deja el teatro ni en sus días de descanso, “porque me sana desde el escenario y hasta en una butaca”. Da cuenta que volvió diferente de aplaudir a Jorgelina Aruzzi (50) en Animal humano, y que al llegar a su casa pensó: “¿Podré ver estas maravillas desde allá arriba?” Pide permiso para pausar la entrevista el tiempo que tarde en ir a su cuarto y regresar con su nuevo hallazgo.
“¡No sabés cuánto me emocioné con esto!”, dice Marta cargando los tomos I y II de un viejo diccionario español de páginas tan ocres que imploran paciencia quirúrgica para ser ojeadas. “¡Era de Gerardo! Si lo habremos usado... ¡No me digas que no te conmueve!”, se maravilla con tanta ingenuidad que sería criminal distraerla de ese viaje con primer stop en Guatemala, entre Humboldt y Fitz Roy, donde creció como la tercera de cinco hermanos (Gerardo, Mercedes, María Esther y Gustavo) y lamentándose: “¡¿Por qué la cigüeña me dejó en una casa tan pobre?!” Claro que recordará, una vez más, la escena de La cuna vacía (1949) que, desde su sitio de extra y a los 5 años, interrumpió al reclamar el mismo juguete que recibía el niño protagonista como indicaba el guión y la fascinación que despertó en “Don Armando Discépolo” a partir de ese accidente; Que a los 9 años, “sin saber qué era jugar con muñecas”, ya le urgían los contratos, “y si al inicio del año no tenía firmado alguno, me angustiaba. Esa era mi vida”; La “impronta laburante” de su padre, Manuel González (empleado en una tabacalera), “un gallego que odiaba que lo apodaran gallego” y experto en cálculos que jamás había aprendido al abandonar tercer grado; Y, principalmente, la huella profunda de la figura que diseñó y cimentó su destino.
A Mercedes Fiorda la llamaban Ñata y fue quien “tan insistentemente nos metía en los sets cuando yo ni siquiera sabía qué carajos significaba ser actriz”, cuenta Marta respecto de su madre, obstinada con que sus 5 hijos fueran extras de cine. Ella disiparía como al humo sus “sueños de típica Susanita”, al menos por un rato, legando una vocación que “no sería elegida hasta después del nacimiento de mis hijos”, sostiene. “Porque esta carrera, para mí, solo fue la oportunidad de una entrada de dinero durante la racha de telenovelas como Ella, la gata (1967) o Estrellita, esa pobre campesina (1968), que llegó a alcanzar 80 puntos de rating. El éxito me sorprendió de golpe y no tuve mucha elección de bajarme de ese tren. Creo que realmente elegí conscientemente esta metier ya de grande, cuando comenzaron a llegar los roles más comprometidos”. Sin dejar de mencionar el de Nené en Boquitas pintadas (de Leopoldo Torre Nilsson, 1974), su eterno hito profesional y personal que la llevó hasta el Festival de Cine de San Sebastián y tiempo después a formar parte del jurado del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva (España). “Había deseado tanto ese personaje que el Universo me escuchó. Y al momento en que finalmente me lo ofrecieron, me desgracié por completo frente al productor”, remata con su humor.
Ñata, hija del barbero de Alfredo Palacios y un eximio violinista, era vestuarista, “de esas aguerridas” a la que se les va la vida entre los percheros. “Ella trabajó en todos los canales y llegó a ser jefa de vestuario de ‘el 9′. Y muchas veces, al terminar mi trabajo, me tomaba un taxi y pasaba a darle una mano con el planchado de la ropa de otros artistas”, dice Marta. Tal vez un pretexto para estar cerca de esa “mujer tan sabia, tan de avanzada”, como define. Y se detiene en ella para explicar que el legado materno fue más allá del vocacional: “Mamá defendía las libertades”. Por lo que apunta “nada casual” verse hoy marchando junto a sus nietas a favor del aborto seguro, legal y gratuito o apoyando a su hija en la lucha por la ley de parteras. Entre tanto, respecto del culto a las diversidades que lideraba la vieja, evoca el festejo de carnaval que terminó con sirenas y policías. “Fue en el 62, imagínate… Mamá decidió prestar la casa de Guatemala, donde vivíamos, para hacer una gran fiesta gay. Sus amigos, especialmente los bailarines del Colón, llegaron travestidos en una época en la que era casi un delito. Todavía recuerdo a Lalo, a uno de ellos que amábamos tanto, diciendo: “¡Putos éramos los de antes. Esos que debíamos salir a la calle disfrazados de hombres!”. En fin… ¡Estaban divinas! Y todo se divirtieron hasta que alguien del Club Palermo detectó que los chicos estaban cobrando entrada, nos denunció y el asunto terminó en ‘vivienda clausurada’. Esas cosas y más era mi Ñata”, relata con gracia.
El 28 de noviembre Marta cumplirá 80 años y no habría para ella mejor celebración que un gran viaje, “como buena sagitariana”, desliza. “Yo sé que aún me debo Calabria y Sicilia, tierras de mis abuelos maternos. Porque a Grecia llegué el año pasado, en compañía de mi hija… Pero estos no son tiempos en los que pueda planear”, infiere. En revisión de sus deudas suma otra profesional: “Me iré sin haber sido Angela (interpretada por Stefania Sandrelli) en Divorcio a la italiana (de Pietro Germi, 1961)”. Y una muy personal: “Hablar inglés”, apunta después de haber intentado hasta con un método que partía del latín para aprenderlo. “No hubo caso, che… ¡Jamás podré pronunciar una palabra!”. A fin de cuentas, González dice haber tenido “la carrera que no imaginé pero que quise mucho”, con un único saldo: “el de la gente que encontré de camino”, asegura en la última parada de este libre tren de las memorias: una fiesta privada en casa de los Castro, en Cuba.
Se codeó con Sofía Loren, conoció a Richard Burton, charló con Alain Delon, recibía en su casa a Miguel de Molina, aprendió a cantar Esta noche me emborracho con marcaciones de la Merello, pudo decirle al mismísimo Gabriel García Márquez cómo había “llenado mi vida con sus libros” y entablar un vínculo con Fidel en el marco de un festival teatral al que fue tiempo de presentar la pieza El gran deschave (1983) en la isla. El punto de contacto entre los dos fue Anita Castro, prima de Chiche Sosa. “Siempre había querido conocerlo”, comparte. Y tras redactar una carta dirigida hacia él y enviada a través de Enrique Aragonés, quien fuera presidente del Banco de Cuba, Marta fue invitada a una fiesta privada para 70 personalidades en la residencia de Raúl Castro. Fue así que, en 1984, al conocer al Comandante, la actriz se presentó de esta manera: “Yo soy la mamá putativa de Anita”. A lo que él respondió: “Entonces eres la madre de María Mercedes, que ahora debe tener 18″. Claro, la recordaba porque Anita había llevado a mi hija a La Habana como regalo por sus 15 años”, explica. “Eso, y más allá de cualquier idea política, es ser un buen líder: estar en todo”, suelta González.
Marta no teme a la muerte, “mi rival de siempre”, como la llama. Tampoco cree que eso se trate de “estar entre nubes”. Pero sí que **”después de este plano, al que le sigue la nada, hay un instante previo en el que nos abrazaremos con los seres que amamos y hemos perdido. Yo sé que voy a ver a **Leandro y solo ese momento valdrá la eternidad… Ya lo sabré, después te cuento”, concluye con el humor que la salva. A esta altura de la soirée, Martina Agustina González (así se llama), está convencida: “Tuve una vida de dolores y también de suerte. He llegado hasta aquí desde Guatemala, entre Humboldt y Fitz Roy. Mirá en donde estoy. Mirá cuánto afecto he dado y recibido. ¿Qué más puedo exigir? ¿Qué es vivir sino disfrutar con ganas de lo que se tiene?”