A las 5 del día, como cada mañana. “Cortadito” en mano y Chambao sonando para inspirar. Porque, según dice, su vocalista ha sabido apuntarle una lección de vida. “Ella (María del Mar Rodríguez Carnero, 49) volvió de un cáncer de mama cantando con más sabiduría y mayor vivacidad. Y yo estoy superando otro muy gordo, que ha sido un cáncer moral”, describe en tanto del hecho que lo arrojó en la Corte, lo sumió en una década de “elegido ostracismo público” y resultó disparador de este ritual en el que enmarca el desafío cotidiano de redescubrirse al amanecer. Imanol Arias (67) medita. Se ha hecho habilidoso en ese trajín de “abrazar mi aquí y mi ahora, entender que es posible la aceptación de los errores, la reconstrucción de sí y un nuevo comienzo”. Que, en definitiva, “es sostenerse; Es no caer en la edad. Es impedir que el viejo entre en mí. Y aprender a proponerse solo aquello que me apetezca en este tramo limitado que es la vida”.
Se trata de “encender la pineal”, cuenta este seguidor del Dr. Joe Dispenza (61), especializado en neurociencia, epigenética y física cuántica, conferencista mundial y autor de El placebo eres tú, entre otros Best Sellers. Sus prácticas de meditación proporcionan las herramientas necesarias para quebrar limitaciones, lograr la conexión cuerpo-mente y la coherencia cerebro-corazón. Durante 45 minutos, los ejercicios, centrados en las ondas cerebrales y campos cuánticos, escalan etapas que van desde una respiración consciente a la gratitud. “Y aquí estamos, en camino de acabar con la distancia entre quién dices ser y quién eres realmente”. Tener un sentido del amor muy universal y, sobre todo, no ser enemigo del cortisol (llamada la hormona del estrés), relata Imanol. “Generalmente quienes arribamos a eso ya hemos pasado por drogas, por esos largos momentos sin dormir en los ‘80… Yo llegué tarde a la cocaína porque no tenía con qué pagarlas. Y no he tocado las más fuertes por ser muy vitalista y tal. Pero en cuanto tuve dinero y las circunstancias… ¡Pues imagínate!”.
“Así, “van quedando atrás las épocas en las que la superficialidad de la vida se hace tan presente, y uno tan conocedor de todo eso. Y entonces entiendes que el tiempo y el espacio hacen lo real. Y de ahí viene esa certeza de que la palabra es uno de los elementos más dañinos o más beneficiosos que pueda existir. La palabra construye. Y es por eso que, llegado el turno de reconstruirme, siempre apunto hacia al teatro”, descubre teniendo en claro que ya no espera eso que nunca llegará como en El coronel no tiene quien le escriba (que protagonizó en 2019) ni admite “el dadaísmo de esta sociedad” del que habló en la piel de Willy Loman (personaje principal al que dio vida en Muerte de un viajante, 2022). Es el sacro lapso que se ofrenda a diario “cuando todos duermen, mientras no hay tensiones, avaricias ni deseos y la ciclotimia aún se domina”, enumera. Arias aprendió que a altura de la soirée “no me sirve criticar lo que no voy a vivir, ni pelear con lo que no me afectará”. Sin embargo, “sí estoy interesado por entender eso que ahora está pasando”.
Este trip tan personal con “necesidad de sanar” y el saldo final de una nueva mirada, sobre todo y sí mismo, inició en el andén de un proceso judicial. “Nunca he sido militante, mucho menos activista de algo que no sea mi vocación y la manera de enfocarla. Porque el activismo obliga a un pensamiento único lleno de certezas que impiden pensar. Ese no es mi fuerte. Pero sí he sido un buen polemista basado en el secreto de todo: una asombrosa popularidad que ha excedido a cualquier trabajo que haya hecho o merecido”, revisa respecto a la coincidencia del camino democrático en España y sus “edades fructíferas en el cine y la internacionalidad”, lo que lo erigió “un actor de prestigio” ideal para ciertas responsabilidades como la ser embajador de UNICEF (en la guerra de Bosnia o en el Sahel Central) y hasta presidente de la Propiedad Intelectual de los actores en su país. “Mucho lo hacía con desconocimientos absolutos, imagínate que soy electricista… Siempre rodeado de gente que, desde los poderes, me ayudaba. Y fue así que, entre tantos, alguien que me daba una mano, decidió que no era normal que teniendo yo rendimientos de contrato y un éxito tal que me impedía dejar de trabajar, no intentara invertir”, relata. “Entonces empezó a hacer fórmulas fiscales que me valdrían, luego, un juicio de diez años”.
Se refiere a la causa “Nummaria”, de fraude fiscal, que incluye 31 imputados e iniciará a juzgarse el próximo mes de junio. En resumidas cuentas, y según un escrito, el bufete de abogados presidido por Fernando Peña, diseñó “estructuras societarias” para ocultar parte de las “rentas” de sus clientes. Señalando, en el caso de Imanol, las obtenidas durante 22 años de Cuéntame cómo pasó (2001-2003), la teleserie suceso de La 1 (RTVE). El actor procuró un acuerdo de conformidad con la Fiscalía Anticorrupción en el intento de reducir la pena y evitar 28 años de prisión. “No era consciente de lo sucedido, pero soy responsable. Devolveré hasta el último centavo”, pronunció al tiempo de reintegrar al fisco la suma de 2 millones y medio de euros. Respecto de si tuvo miedo de ir preso, hoy Arias responde: “No. Pero sí le he temido a la idea de agotarme y de enfermarme”. Y a lo largo del camino, dice haber visto “la piel del lobo”, cuando habla de los medios. Y de “cuán amargado me han tenido”, revela. “He aprendido qué es un like para un periódico digital, a qué debe sonar un titular y qué busca una entrevista. Créeme que todo aquello me ha enseñado muchas cosas, tantas que ya no creo nada. Si me dicen que hay que beber agua, no lo hago. Porque sé que estará envenenada”.
A Imanol ya no le interesan las noticias, “no las sigo en televisión ni leo los periódicos. Hoy elijo enterarme de otras maneras”. Asegura “cierto respeto por las redes”, pero no le gusta esto que pasa. Y aunque se sabe longevo, “no permitiré que me inserten el chip”, sentencia. “Veré llegar la transhumanización pero he decidido que, al menos como persona, me niego a sufrirla. No creo que aún estemos suficientemente preparados para eso. Llevo 10 años con la necesidad de aislarme. Yo no disfruto de la vida como la vemos ahora. Me cansa. Me agobia. En cada sitio hay una brecha, hay tirantez y tanta velocidad que ya no da tiempo ni a pensar en cuál sería el modo de adaptarse a la vorágine”, explica. Mientras, me he propuesto encontrar el resquicio para no cumplir con la agenda que nos asesina. Somos vasallos felices abrazando una tecnología, trabajando para ella, creyendo que nos facilita las cosas, y sin reaccionar cuánto sabe de nosotros y la medida en la que nos transforma. Creo que estamos en vías de ser la sociedad más sumisa e infeliz de toda la historia de la humanidad. Eso sí, con ‘grandes logros’ y rarísimos tipos multimillonarios que se han adueñado de la medicina, la alimentación, el transporte y la moral”, define.
Fue entonces que “a sabiendas de que mi proceso se arreglaría muy pronto, decidí marcharme de España”, dice Arias. “Hacía tiempo que me había propuesto pasar una temporada en Buenos Aires y se me hacía ideal, porque es el único sitio en el que puedo pegar otro mood, muy lejos de aquel trajín laboral de dos décadas y de aquella constante presión mediática que tanto he padecido. Llegar aquí, para mí, siempre ha sido resetearme”, describe. Y como hoy “en el trabajo solo busco divertirme con cosas inteligentes, sobre todo analógicas”, Mejor no decirlo ha resultado la mejor excusa para otra reconstrucción personal (¿recuerdan?) y, por supuesto, para otros 3 meses en la ciudad porteña. La comedia de Salomé Lelouch, coprotagonizada con Mercedes Morán (68) y dirigida por Claudio Tolcachir (48) –presentada en la Sala Pablo Neruda del Paseo La Plaza, desde el 22 de marzo y por únicas 10 semanas– comparte la clave de un matrimonio añejo: saber cuándo hablar y cuándo callar. Planteando qué sucedería si, inéditamente, se proponen el hecho de decirse absolutamente todo. Este, que promete ser el suceso teatral del año, no solo se extenderá en gira regional por países limítrofes sino que, además, arribará a la Madre Patria para la temporada 2025.
En términos de Metafísica, la dupla suele justiciar este reencuentro al que definen “un deseo muy antiguo”, diciendo “nos manifestamos mutuamente desde hace mucho tiempo”. Tenían 28 años. Morán, amiga de Susú Pecoraro (71) desde tiempos adolescentes, presentaba El efecto de los rayos gamma (de Paul Zindel). E Imanol, invitado por su icónica Camila, aplaudió el debut de la pieza que coincidía con el de su carrera como actriz teatral. Desde entonces (1983) se han cruzado “cantidad de veces, aquí, allá y en cientos de festivales”. Y finalmente se dio. “Mercedes es una reinona”, define Arias, usando el mote coloquial que se les da a las divas del flamenco español. Alaba su talento, por supuesto, pero no solo el que conocemos. “Ella tiene una gran habilidad que yo quisiera: la impronta perfecta para defender su vida sin atacar el trabajo. Sin dudas, es quien completa esta experiencia profesional que estaba haciéndome tanta falta”.
A propósito de este país, y de camino, bien vale el paréntesis. Advierte que suele abstenerse de las opiniones respecto de la política. Después de todo, “ya he pagado el precio por haberlo hecho”, dice. “No es bueno meterse ahí si uno no tiene ansias de poder. No es bueno para un artista. No lo aconsejo para nada, salvo que vivas en una sociedad como esta, donde todavía se permite exponer un compromiso, a veces abstracto, pero existente”. Aun así, y desde ese amor que pronuncia por estas tierras, Imanol se anima a una sutil mirada sobre la Argentina actual. “No podría entenderla desde la singularidad, sin referencia de un contexto mundial”, destaca. “Este país sigue siendo muy nostálgico de un gramscismo especial. Me sorprende que los medios hayan tenido un gran avance en la creatividad y en términos de contenidos sigan siendo tan similares a los procesos anteriores: la cierta ingenuidad. La ingenuidad de quien, desde una postura progresista, se ría de un señor que maneja las redes. Que le den poca importancia a gente que ha transformado el mundo. Que hicieron que un país como Brasil se echara contra el Congreso. Que Estados Unidos manipulara las elecciones intentando acabar con ellas… Esa cierta ingenuidad a la hora de plantear soluciones”, sentencia. “Veo que todo va muy rápido. Y la referencia no es la periodística, sino la humana. Aquí hay, todavía, mucho dolor por gestionar. Mucho desconcierto. Argentina lo pasará muy mal en esta etapa. Porque el proceso que en otros países se ha hecho a lo largo de 20 años, aquí se quiere hacer en poco tiempo”, analiza. “China llegó a Déficit Cero, a aminorar la pobreza, después de tres décadas. Y lo hizo a base de crear multimillonarios y no de desestatalizar. Aquí se habla de dos meses como punto crítico y, por lo menos a mí, me parece demasiado pronto”.
El matrimonio de Imanol y la Argentina se celebró con el cortejo de la Bemberg, la compañía de Susú y el fuego de River Plate. Y se brindó con la mejor bebida que ha sido la democracia. Tal es así que ni Raúl Alfonsín (1927-2009) ha faltado al set de Camila. “Fue el 9 de diciembre de 1983, el día anterior a su asunción como presidente”, evoca. Arias, quien lo recibió “vistiendo sotana”, aún recuerda el impacto que sintió por “la importancia que él le dio a mi conocimiento respecto de la dictadura y su proceso en el país”, cuenta. Al fin y al cabo, eso era lo mismo que buscaban publicaciones como Sitio o los más prestigiosos entrevistadores. “A mí me llamaba Neustadt (1925-2008) para hablar de la privatización universitaria”, recuerda. “Me senté 4 o 5 veces en su programa (Tiempo Nuevo) porque tenía fascinación por llevarme la contraria. Debía ser que yo no tenía tanto nivel como para lograr ponerlo nervioso”, bromea. Alfonsín no fue el único presidente en visitar su set. “Pepe Mujica (88, ex mandatario de Uruguay) también me dedicó una tarde entera mientras rodaba Cuéntame”, cita. “Llegó con su señora (Lucía Topolansky) y quebrando su agenda, nos fuimos a comer un atún salvaje impresionante. Siempre me pareció un hecho por demás curioso… ¡En la vida no se hace tanto!”.
Alguna vez, a vistas de aquel gran Goya inolvidable bajo el que firmó el contrato de su cuarta película, María Luisa Bemberg (1922-1995) le prometió que le regalaría un país, “a cambio de mi compromiso con ese primer y trasformador relato democrático que sería Camila”, rememora. “‘Debe ser demasiado lo que me toca hacer, porque esta cifra es estratosférica’, le dije al ver el documento. Yo era muy joven, y ella muy interesante. ‘Mira, yo soy artista y también soy rica. Pero uso mi dinero para hacer cosas por las mujeres. Y en este film hablarás de una muy importante’, respondió. Y ella no sólo me ha regalado un país, también un continente. Es por eso que jamás dejaré de honrar este suelo”, asegura. Pero su idilio había nacido mucho antes: entre los cuentos de su padre, en los que la Argentina era un compendio de imaginarios y fabulosos escenarios de tantas aventuras más allá de los mares.
Manuel Arias era marino y mecánico naval de una compañía que trasladaba soja y vacas vivas entre Rosario y Bilbao, con escala en Cádiz (“para carnear” de camino a Holanda), en viajes de 12 días. “Él fue pintando Buenos Aires como una ciudad imposible de dimensionar, con un sentido de la geografía que resultaba épico para un niño de pueblo pequeño e industrial, donde fábricas y casas se mezclaban. Donde patrones y obreros vivían de junto compartiendo algún buen vino. Donde la gente de bien iba a la misa de ocho, la que se daba en euskera, latín y castellano”, describe respecto de la localidad vizcaína de Ermua, en País Vasco. “Entre que descargaban las semillas y cargaban los animales, mi viejo pasaba una semana creando una vida propia en ese sitio. Él era muy rosarino. Y bueno… Rosario es muy vasca”, concluye. “Sus narraciones, y ese cariño entrañable por estas tierras, fueron el primer regalo que recibí de papá. El segundo ha sido un banderín de River Plate”, referencia. “Por aquel entonces yo tenía 8 años. Y habrán pasado 10 hasta preguntarle por qué había elegido aquel equipo. Me respondió: ‘Pues mira, yo siempre iba a ver a Rosario Central. Pero en esa época, sin fútbol televisado, todo el mundo en la radio decía que el más grande era ese’. Desde ahí, me he convertido en un hincha muy ferviente. Y yo así lo hice con mi hijo”, indica respecto de Jon Arias Vega (37, actor y cantante) –hermano de Daniel Arias Vega (23, también actor)– “hincha y coleccionista” del Millo.
Cuando papá zarpaba, el pequeño Manuel María Arias Domínguez, aún muy lejos de Imanol pero llamado Imanolchu por los cercanos, “debía asumir, en casa, el estatus de presencia y de representación familiar”. Un destino reservado para el mayor de los hermanos. En este caso, referente de Enrique (63, camarógrafo), Mayte (“la mamá de todos”, 59) y Ana (55, asistente del actor). “Por lo pronto tenía que saber cumplir y retirarme. Al llegar mi aita (padre) yo volvía a ubicarme a la derecha y a bajar por el vino, tarea de mi hermano en su ausencia”, describe. Y este chaval que hablaba perfecto castellano “al igual que el Manu”, dice parodiando a los del pueblo, no dejaba pasar la libertad de la mirada paterna para rozar el teatro, como un rapto clandestino que pedía prisa.
La vocación brotaba como secreto y en cada muelle de despedida, encallaba la misma duda. “Yo pensaba: ‘Si se enterase… ¿Qué carajos pensaría el jefe a su regreso?’ Siempre temía lo peor. Hasta que un día acerté”, cuenta. “Eso no ha sido fácil. Nada fácil para él ni para mí”. A toda infancia la atraviesa una emoción dominante e Imanol reconoce la huella de cierta angustia. Por un lado, “me recuerdo como un chico poco feliz con eso que me tocaba. No soportaba la cuestión industrial… ¡Era intolerable! Lo que me haría, luego, muy atento a todo lo que había por fuera”, describe. Y por otro, la de la desafección. “Mis padres nunca me besaban, ni acariciaban, ni mucho menos pronunciaban ‘te quiero’. Tal vez la razón por la que hoy soy un hombre lleno de amor que requiere de abrazos”, analiza. “La popularidad me sanó, luego me confundió, pero finalmente me hizo sentir muy querido. Y al crecer entendí que no debía devolver a los míos la misma moneda. Sino una nueva forma. Mi madre sigue siendo poco cariñosa conmigo, sin embargo ya ha aceptado sin protestar que la colme de besos y abrazos cada vez que la veo”.
Imanol, que pasaba horas entre el Cinefórum o algún Cineclub, y que ya con 14 había visto Cuerno de cabra (de Metodi Andonov, 1972) –”sin entender ni papa pero fascinado”–, debía ser un técnico industrial. “Ni siquiera hubiese sido bueno en la práctica, pero tenía facilidad con el idioma a la hora de explicar los tecnicismos”, explica. “Después de los 7 años dejábamos las escuelas para estudiar en las fábricas para pasar luego a una escuela industrial… ¡Y acatando los horarios de cualquier obrero mayor!”, relata. A los Arias les tocó una división dentro de Alfa, reconocida empresa de máquinas de coser, junto a una industria de armas. “El idioma siempre fue el faro de mi vida. Como suelo decir: ‘Mi patria es la lengua’”, cuela. Y a esa habilidad le ha sacado ventaja. “Quienes veníamos de León, con el acento de Burgos para arriba, ayudábamos a estudiar a los niños vascos que bajaban del caserío. Porque no se llegaría a ser ni mecánico ni tornero sin entender la matemática en castellano”, explica. “Sus madres nos ofrendaban frutas, leche y quesos a cambio de que yo les permitiese escucharme hablar”. Así aparece una memoria ligada a las tardes de aquellas calles, cuando “los hijos de los patrones solían pedirme que relatase sus carreras de bicicletas como se hacía en la radio. Era el modo de ganarme que prestaran una para dar una vuelta”. Imanol fue convirtiéndose en el orador de las ceremonias de cada curso a las que solían asistir el rector, el dueño de la factoría o el presidente de la cooperativa. “Sin ser rico ni brillante en la técnica, la comunicación fue una válida herramienta para subsistir en ese ambiente”, dice de una racha finalmente torcida por las más particular de las miradas.
Era talentosísimo. De manos inmensas. Tornero y gran dibujante. Un actor que, con apenas 22, se atrevió a la creación de Tábano (grupo de teatro independiente desarrollado en Europa e Hispanoamérica entre 1968 y 1983) y de Rajatabla, en Venezuela, donde protagonizó la primera versión de Señor presidente (de Carlos Jiménez, 1977)…”, enumera con orgullo al mencionar a su primer mentor: Cosme Cortázar (1947-1993), “mi tío lejano”. Junto a él participaba de números artísticos en el que encarnaba “al niño con chispa” que fastidiaba al pobre Cosme, “y siempre había un policía persecutor”, en un trío a lo Charlotte. “Yo no sabía por qué, pero muchas veces hacíamos festivales para presos del franquismo que siempre culminaba con la Guardia Civil metiéndonos a todos en un calabozo”, relata. “Entonces eso se me hacía la vida real. Por lo que, durante mucho tiempo, para mí ser una artista era terminar en un calabozo”.
“Mi viejo, hombre de Santander, vasco de Castro, fue tremendamente popular. Fuera de casa se comportaba exquisitamente cuidadoso, adentro, muy exigente y demasiado tacaño consigo mismo”, describe Imanol. “Él era de pocas palabras. Siempre las mismas. Solo pensaba en su razón, jamás en todo eso que produciría en los demás lo poco que decía. Entonces me resultaba terrible, muy hostigante”. Arias partió hacia Madrid luego de un “simulado” paso por la Universidad Laboral, “donde comencé con dos años de beca pero a sabiendas de que jamás aprobaría”, asegura. El único logro que ahí anotó fue el Premio Nacional de Teatro Universitario, pero “‘con cuatro suspensos en primer año y cuatro en el segundo, a tercero ya no pasas’, me dijeron”. Don Manuel inventó que su hijo emigraría tras el título de Perito Electrónico, lo que amenguaría su vergüenza, “porque por años él siguió negando y negándose mi vocación”, subraya quien, en pos de mantener el cuento de cara al pueblo no podía regresar (“para volver a hacer algo de dinero”) hasta la fecha oficial de final de curso.
Con 19 años había encontrado ya su sitio en el Teatro de La Zarzuela, “como figuración al principio y luego haciendo una batuta en el primer año”. Pero la compañía terminaba 15 días antes de los tiempos que debía fingir. “Yo vivía con lo puesto. Con lo que ganaba me pagaba la Pensión Monroy, una sola comida completa diaria (que solía ser crema de verduras y jamón asado), algún bocado por la tarde y un paquete de Ducados negros”, evoca respecto de esa “economía de escala” que compartía con su amigo Chema de Miguel, “al igual que los tantos minutos de baño diario que teníamos permitidos”. Si algo fallaba siempre estaría su amiga, Rosalía Dans (actriz y artista plástica fallecida hace días, a sus 68), “mi gran acogedora”, abriendo las puertas de la casa de su madre en la ciudad. Pero cuando las cosas iban “realmente mal”, ellos sabían armarse el lecho en un rincón del metro de la plaza del Teatro Real, “donde encontrábamos calor y nadie nos molestaba”. Todavía recuerda el olor de la masa madre que desprendía esa panadería cercana donde compraban la barra de pan en la que untaban el foie gras de una lata robada, “que con agua se hinchaba en el estómago y nos hacía dormir como lirones”, describe. “Y a las 6, apurados por el tránsito de los pasajeros, nos dábamos una vuelta por la escuela para echarnos un baño en las duchas de ballet”, relata Imanol.
Entre tanto, aparece la figura de su madre en el relato. Y es, precisamente, tirando del hilo de aquel banderín de River, primer regalo de su padre. Instalado en el Bauen, durante los efervescentes días del estreno de Camila, Arias recibió una carta que se le hizo especial, tal vez algo más que, por ejemplo, la del Obispo Podestá, identificado con la historia de su Ladislao, o de esas tantas personas con sospechas de ser hijos de sacerdotes. Pero esa vez, leyó: ‘Hola Imanol, soy Carmen. He conocido a tu padre y lo he querido demasiado. Me alegra conocerte’. Esas líneas estaban documentadas por una foto de la pareja en la Plaza Guernica, de Rosario, justamente al lado de los escudos vascos. “Me quedé helado”, cuenta. “Y la cité en el hotel, donde tras dos horas de charla le pregunté: ‘Dime: ¿Tengo un hermano o hermana?’ Me respondió: ‘¿Eso te preocupa?’. ‘No, me ilusiona’, dije. Pero no corrí con esa suerte”, se lamenta. “Lo más curioso fue que, al nombrar aquel banderín, ella preguntó si aún lo conservaba. Entonces reveló: ‘Cuando regreses, fíjate que no era para ti’. Así fue. Detrás llevaba escrita una leyenda: ‘Para Manu de Carmen’. ¡Claro! Ese había sido el regalo de la culpa”, bromea a la distancia. Carmen descubrió “una historia de amor estupenda” y admitió haberla vivido “sin engaños, siempre sabiendo cómo sería”, cuenta Imanol. “Es más, me dijo: ‘Te pareces mucho a tu vieja’. Y me dejó perplejo. ‘Pero… ¿Conoces a mamá?’, pregunté. ‘Sí, yo he visto varias fotos de Tere’, se animó”. Arias convivió con el secreto hasta la muerte de Manuel (en 2005, a los 65 años). Tiempo después, “y muy tranquilamente”, decidió compartirlo con su madre. “¡Y, naturalmente, ella se echó a reír!”, recuerda.
Teresa Domínguez (88), leonesa de sepa (“de palabra y de carácter, como yo”), era “la macho de la casa” en una región “afortunadamente matriarcal en donde ellas son quienes gestionan”, define. “Quizás, la razón por la que el País Vasco es tan trabajador, ahorrador, cuna de varios orígenes multimillonario de España y con muy bajos índices de corrupción”, justifica Imanol. “Mamá se dedicó al servicio (doméstico) desde sus 14 años. Y en vez de desarrollar asco, odio o resentimientos, decidió observar a sus empleadores, a la gente tan poderosa de aquellas clases acomodadas. Y aprendió no solo a comportarse sino a ver la vida. Adquirió una educación emocional muy especial a través de ese oficio”, cuenta. “En las largas ausencias de papá, ella no solo ejecutaba la vida en casa sino que además, discreta y suspicaz como sigue siendo, me propiciaba el ámbito para que yo pudiese expresar lo mío. De un modo u otro, me bajaba línea, me autorizaba”, detalla. “Y ese guiño tejió un vínculo sumamente estrecho entre nosotros”.
Fue así que, de repente, se vieron compartiendo itinerarios y destinos que los sets de filmación determinaran. Han vivido juntos en Lisboa, Bruselas, Buenos Aires y La Habana, ciudad, esta última, que nos da el pie preciso para rematar el cuento del banderín. “¡¿Qué podría pensar mi madre de aquella historia?!”, suelta Imanol con cierta pillería recordando el par de meses que vivió en Cuba mientras rodó el tercer de sus films, Cecilia (de Humberto Solás, 1982), que lo convirtió en el primer actor extranjero en ser abrazado por la isla. Define el trato como “tan exquisito que el propio Fidel Castro (1926-2006) se empeñó en mi protección”. Teresa estuvo ahí y esos privilegios también la alcanzaban. “Le pusieron a mamá un coche Lada soviético, con un conductor que era mulato blanconazo. Y la rubia, que pasaba del rodaje, de mí y de todo, no quería hacer más que irse por ahí a conocer la ciudad. Ese fue el tiempo más feliz de su vida. Algo que tampoco mi padre ha sabido jamás…”, revela Arias. “¿Pa’ qué le diría yo que mi madre estaba encantada con ese muchacho mulato blanconazo, 15 o 20 años más joven que ella?”
Teresa o “Milano”, como la llamaba su marido por esos ojos verdes que la diferenciaban de sus hermanas y de aquellas tantas mujeres de montaña (“morenas y de pelo acaracolado”), prefiere no telefonear muy a menudo ni que la llamen “si no hay algo importante que contar”, dice Imanol. Pero logra ingeniárselas para saber de ella “ante alguno de sus movimientos”, especialmente en umbrales de cada verano. **”Mamá, a sus 88, tiene un motorhome con el que, desde hace 40 años, se instala en la mejor parcela de un camping en Laredo (Cantabria). Lleva cocina completa, una heladera doble y un horno ferroviario de carbón para sus asados de pescado. Ahí sí, antes de su partida, nuestras conversaciones se intensifican por cuestiones de logística que quiere consultarme: ‘¿Cuándo te parece sacar la rulot del hangar?’, o le pregunto ‘¿Quién te ayudará esta vez con los toldos?’ Tampoco la dejo tan tranquila durante esos tres meses. Ya te imaginarás: ¡Cada tanto hay que echar un vistazo para saber cómo está la niña!”, bromea.
Y en esos tiempos en los que Cuba procuraba que su cine, ya popular en Cannes, se distorsionara sobre otras fronteras trascendiendo las coyunturas concretas, como el arte de Pablo Milanés (1943-2022) o Silvio Rodríguez (77), Imanol dice haber encontrado “una gran aliada”. Habla de Alina Fernández Revuelta (67), hija extramatrimonial y reconocida de Castro junto a Natalia Naty Revuelta Clews. “En ese contexto, ella contribuyó a mi presencia”, cuenta sobre hechos como los ciclos artísticos con los que fue homenajeado en el ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos) y al que dice “he regalado a su enorme filmoteca, copia de todo lo que he hecho en mi carrera”. En fin, y a propósito del mote ‘el yerno de Fidel’ que ha resonado en la prensa por aquellos años, Arias asegura: “Yerno es mucho… Al menos uno oficial. El yerno real de Fidel fue un bailarín que se fue de la isla dejando a Alina embarazada de una niña a la que conocí. Ella y yo hemos sido muy, muy, muy buenos amigos”.
Y esa amistad no solo le abrió camino en el círculo artístico sino también en un plano social de lujo que comenzaba en sus reuniones casuales con el comandante, quien tenía también un despacho en casa de Natalia, madre de la joven, donde era habitual cruzarse con personalidades de la talla de Gabriel García Márquez y Antonio Gades. Una merced no menor al hecho de las lecciones que ha sabido capitalizar. “Porque yo, que hasta entonces solo me había dedicado al teatro, y a través de una fulminante disciplina diaria de rodaje, aprendí a hacer cine en Cuba”, rememora. Dirá que durante sus primeras cuatro películas “no me creía dotado para ese ámbito”, que solía aceptarse como “un galán que gustaba” y que al volver a ver Camila remasterizada, se dio un tirón de orejas: “No había sido justo conmigo mismo”. Pero es saco de otro costal. Alina, quien jamás dejó de llevar el apellido del hombre que la crió y que alguna vez confesó “nunca pude decirle papá a Fidel”, abandonó su país un año después, con peluca, pasaporte falso y una fuerte oposición al régimen. “Hemos hablado varias veces, como cuando participé de una de las ediciones del Festival de Cine Pobre (en La Habana) y la llamé porque se me vino una anécdota que quise compartirle. Pero luego de haberla recibido en mi casa de Madrid, tras su exilio, recién volvimos a vernos hace cuatro años, en una de mis visitas a Miami”, cuenta, ciudad en la que reside y conduce Simplemente Alina, su ciclo radial de WQBA.
Es entonces que el amor se nos hace ineludible en esta charla. En definitiva, lleva casi medio siglo hablando de eso a lo largo de sus 70 films, una quincena de escenarios y dos decenas de teleseries. ¿Pero qué ha aprendido Imanol de entrecasa en la materia? “Bueno, yo he sido muy amado. Tal vez tanto que jamás consigo deshacerme de mis relaciones”, revela. “Por ejemplo, sigo siendo muy cercano a la madre de mis hijos. Excepto por la convivencia, no sentimos demasiado que nos hayamos separado”. Se refiere a la actriz y presentadora televisiva Pastora Vega (63), con quien estuvo casado entre 1984 y 2009, madre de sus hijos y actual pareja de Darío Grandinetti (65). “Y exactamente lo mismo sucede con mi último matrimonio… (con la fotógrafa Irene Meritxell, entre 2010 y 2021). Hay gente que suele decirme: ‘¿Pero de qué trata lo vuestro? ¡Si trabajan juntos y hasta viajan…!’ Es que sí, me he sentido muy amado”, subraya. Aún así, Imanol habla de cierto “síndrome del impostor” en las relaciones. Dice que “siempre he tenido una novia secreta que era yo mismo”. La misma con la que supo ser “muy infiel”, porque como explica: “Cumplía el papel por fuera, pero muy en el fondo dedicaba mucho tiempo a mí. A verme, a armarme y a justificar todo lo que pasaba”.
“En esta etapa de mi vida he decidido estar solo”, descubre. “Tal es así que, ayer, caminaba del salón a mi habitación sorprendiéndome de esta soledad”, detalla uno puede imaginárselo en el piso temporario de la Recoleta, al que supo definir alguna vez como “mi barrio” y segundo sitio favorito del país, “el otro es Mendoza, con sus vides y montañas”. Entonces giró por encima de su hombro y “sentí un imperioso impulso de estar así. De someterme y sostenerme solo. ¡Y engordar, por supuesto!”, bromea “luego de 20 años de mantener 64 kilos y un bigote” en función de Antonio Alcántara en Cuéntame cómo pasó (La 1). Eso de enamorarse “no se da”, sentencia. “Para hacerlo hace falta una necesidad, un futuro que perseguir. Es verdad que uno tiene ‘amistades con exclusividad de algunas cosas’. Sí. Pero hoy valoro otras tantas cosas. Ya no busco ese tipo de irrupciones o deslumbramientos. Ya no busco una familia. Ya he tenido hijos. Ya soy mayor. Ya no sé qué justificaría el compromiso de un matrimonio para elegirlo de nuevo. No le encuentro más sentido”, reflexiona.
Sin embargo, “estar solo es lo más complicado”, deduce. “Uno puede creer que únicamente se enfrentará a la falta de compañía. Pero no. Lo que muchas veces hace que estés solo y, principalmente, lo que descubres al estarlo, es la cantidad de parásitos y de amistades dañinas que te sobran”, expone. “Hay gente que ha sido centro de mi vida y en este regreso a la Argentina he decido ya no ver. Pero es algo de lo que no me daba cuenta al no estar solo. Ahora, ya despojado de ese círculo de amigos tóxicos que me retrotraían a otras épocas, me encuentro recuperando personas que nunca han dejado de ser queridas por mí desde el sitio más honesto. Pues para eso sirve este tránsito: para limpiar el catálogo”. A fin de cuentas, “he descubierto que soy el hombre de mi vida”, rotula. “Mi parte femenina necesita un hombre lado y ese soy yo. Y retomando esa idea de que las palabras construyen y reconstruyen, puedo asegurarte que estoy disfrutando de mí y conmigo, mi propio marido... Qué buen nombre sería para una pieza teatral, ¿no?”
Tomó distancia de todo para acercarse a sí mismo. “Cuando logras evitarte el ruido, la necesidad de tener la razón y la percepción de que debes defenderte, evitas la necesidad de odiar. Y detrás de todo eso, lo único que queda es amor. Y yo estoy lleno de amor”, relata. “Hoy estoy aquí porque me apetece. Porque me siento a gusto. Porque es el mejor sitio donde pueda estar. Y me siento como en una función que es puro pop francés de los 90. No es música clásica. No es ópera. No es tragedia. Es Jane Birkin (1946-2023), la de mucho antes de Serge Gainsbourg (1928-1991), la de aquella fresca irreverencia”, detalla. “Pues yo estoy en Jane Birkin aquí. Nunca más limpio, incontaminable y nuevamente feliz”.