En una entrevista con Teleshow, el inolvidable Pepe Soriano contó que al debutar en el escenario, un profesor le predijo “serás actor pero… de peluca”. Contemporáneo de artistas de irrefutable pinta como Alfredo Alcón y Lautaro Murúa, Soriano sabía que nunca encarnaría el rol de galán, sin embargo daría “cátedra de actuación”. Con el tiempo, se convirtió en referente e indispensable. Los que disfrutamos de esa joyita que es la película Los que se quedan podemos extrapolar esa anécdota a Paul Giamatti. Como él declara no posee “un rostro para el romance”. Sin embargo, pocos actores logran en las dos horas trece que dura la película enfurecer, conmover, divertir, exasperar, emocionar hasta terminar con ganas de traspasar la pantalla para abrazase con el personaje y ovacionar al artista. Si el lector no me cree, le suplico que vaya a verla. Le aseguro que ni la invasión de mosquitos ni el calor podrán borrarle la felicidad que sienta al salir del cine.
Paul Giamatti es un actor con aspecto de hombre común. No cuenta con el carisma de George Clooney, el rostro perfecto de Tom Cruise, la sensualidad descarada de Johnny Depp ni el físico imponente de Will Smith. No muy alto (1,74), de escaso pelo, ni excedido de peso ni con abdominales trabajados, Giamatti parece ser de esos seres que nunca serán el centro de atención de una fiesta. De los que si se los ve por la calle, de algún lado suena conocido. Y sin embargo, ese “hombrecito gris” posee un talento que ilumina escenarios y pantallas.
En la casa de los Giamatti, lo académico era lo cotidiano. Tony Smith, su madre, soñaba con ser actriz pero terminó trabajando como profesora de inglés. Bartlett, el padre, era un verdadero bocho: doctorado con un magna cum laude en la Universidad de Yale, con solo 26 años se convirtió en profesor de la reconocida entidad y con 40 en su presidente, siendo el docente más joven en lograr ese cargo.
En esa casa donde se respiraba docencia no hubo sorpresa cuando Paul, el hijo menor, anunció que estudiaría filología inglesa. Nadie le preguntó dónde ya que la respuesta era obvia: Yale. Gracias al trabajo de su padre, comenzó sus estudios sin necesidad de preocuparse en cómo financiarlos. Se graduó con excelentes notas en tiempo y forma. Para esa época comenzó a participar de clases y grupos de teatro universitarios y compartió escenario con otro muchacho de aspecto serio y concentrado, Edward Norton.
Su vida transcurría sin grandes problemas hasta que un hecho la despedazó. Su padre, apasionado del béisbol y fanático de los Boston Red Soxm, en 1986 fue nombrado presidente de la Liga Nacional y dos años después lo eligieron como comisionado. En su cargo debía ocuparse desde las reglas del arbitraje hasta las feroces negociaciones de marketing con patrocinadores, los reclamos laborales de jugadores y técnicos y los contratos televisivos. Pese a la presión, Giamatti padre estaba feliz, pero su cuerpo no tanto. El 1° de septiembre de 1989, luego de 154 días en el cargo y mientras estaba de vacaciones en la exclusiva Martha’s Vineyard, su corazón se detuvo. Murió de un ataque cardíaco a los 51 años.
Paul tenía solo 22 cuando la vida le mostró que a veces puede ser una gran porquería y entonces solo queda seguir viviendo. “Pensaba dedicarme a una vida académica, aunque no creo que hubiera sido adecuado para ello. Es porque mi padre murió repentinamente que me convertí en actor. Su muerte nos dejó a todos perplejos. Yo acababa de graduarme. Él murió antes de que supiera qué iba a hacer con mi vida”, contaría sobre ese momento bisagra.
Dicen que Dios a veces habla a través de las desgracias y aunque Paul se definía ateo sintió que si no era Dios, a menos la vida le había hablado. Recordó ese día cuando un profesor de matemática que detestaba lo fue a ver a una obra de teatro. Al acabar la función, se acercó a su alumno y le confesó lo conmovido y emocionado que se encontraba. “¡Vino a darme las gracias! En ese momento no vi ni un atisbo de ese sujeto tan ruin que parecía en clase. Digamos que el contraste me impactó muchísimo y, por un momento, pensé que ése era el verdadero poder del teatro: cambiar a la gente, hacerla buena. No puedo decir que él me aconsejara dedicarme a la interpretación ni que yo decidiera en ese momento nada, pero fue como una revelación que gracias al teatro fuera capaz de ver por debajo de la amargura de un ser humano”, contaría en diciembre pasado en El Mundo.
Dejó un seguro futuro en el campo académico -donde había comenzado a dar clases de latín- para dedicarse a la actuación. Con una Licenciatura en Artes en Inglés y una Maestría en Bellas Artes de la Escuela de Drama de Yale, abandonó todo para ser actor. Comenzó un camino sin estridencias, sin golpes de suerte ni descubridores fortuitos, pero también sin claudicaciones ni renuncias. Sus primeros trabajos fueron en obras teatrales de esas con más ganas que espectadores. Su nombre empezó a circular y entró a proyectos más redituables de Broadway.
Su primer papel en el cine pasó desapercibido: fue mozo en La boda de mi mejor amigo. Comenzó a consolidarse como un imprescindible actor secundario, de esos que no recordamos el nombre pero lo tenemos de alguna actuación. Como un hombre común. Así lo vimos -o disfrutamos- en The Truman Show, Rescatando al soldado Ryan y El negociador. Sin problemas de ego, no “moría” pero tampoco “mataba” por un protagónico.
“Es más cómodo actuar de secundario. Por supuesto, es un privilegio, un honor y una alegría ser el protagonista, pero la responsabilidad crece de modo exponencial. Y eso estresa bastante. La energía del protagonista es completamente distinta. Cuando eres el protagonista tienes el trabajo extra de ser un poco el líder del equipo”, explicaba en la mencionada entrevista con el medio español. También reflexionaba sobre la industria de la que forma parte: “Hollywood, como toda la sociedad en la que vivimos, se nutre de la novedad y de hacer dinero. Y las estrellas le hacen ganar mucho dinero. Así es el negocio y no tiene sentido quejarse. Es lógico y comprensible que toda la atención se centre en las estrellas. De todas formas, hay una gran tradición de actores de reparto de la que me siento muy orgulloso”.
Especializado en papeles secundarios, el protagónico le llegó con Entre copas. Dirigido por Alexander Payne se destacó en esa inolvidable road movie de cuarentones amantes del buen vivir y buen beber. “Era un gran guion, pero a nadie le iba a importar una película sobre dos borrachos en California”, sintió al leer la propuesta. Se equivocó. La historia fue un éxito y ganó un Oscar como mejor guion adaptado y dos Globo de Oro, pero la alegría vino acompañada con un gran dolor: su madre falleció de cáncer poco antes del estreno. “Me deprimí en ese momento porque era como si mi mejor público hubiera muerto”, reveló “Mi papá nunca me vio en nada. Es extraño no tener padres vivos”.
Con su aspecto común, demostró que era eficaz y perfecto para esconderse detrás de casi cualquier personaje. Dejó de ser “ese que vi en alguna película” para tener nombre y apellido. “El éxito del filme resultó grandioso, algo totalmente inesperado. Fue maravilloso. Y supongo que también me ayudó en mi carrera, porque empezaron a llegar toda clase de ofertas mucho mejores que antes. Pero aunque sea maravilloso, para mí es un bonus. Solo con estar en una buena película ya me alegro. Y cuando pasan cosas así, las tomo con mucho cuidado, trato de no prestarle tanta atención”.
Pero no todos fueron aplausos. Con crueldad disfrazada de humor, un sitio web lo definió como “con cara de patata”. Pero lejos de enojarse, él respondió que no le importa no ser un sex symbol de la pantalla mientras lo sigan contratando: “Nunca me he considerado una persona interesante y todavía tengo la mentalidad de un actor secundario. No creo que eso cambie”, dijo por entonces. Y no cambió. Siguió trabajando de manera constante y a la fecha contabiliza 119 títulos. “Hice un montón de películas de estudio de lo más estúpidas. Pero me alegra que me recuerden más por las indies, porque es donde he encontrado personajes más interesantes”, reflexionó.
La popularidad definitiva parece haber llegado con el profesor Paul Hunham, apodado El bizco que compone en Los que se quedan. Un docente que obliga a sus alumnos a ejercitarse en la nieve mientras les asegura que “la adversidad fortalece el carácter” y que parece disfrutar cuando todo el curso menos uno recibe un aplazo en su materia. Lo interesante es que Giamatti podría robarse la película pero es de esos actores generosos que, a diferencia de otras figuras que de tan enormes opacan el trabajo de otras, logra que todos hagan lo que mejor hacen.
Si uno no tiene dudas pero tampoco pruebas, solo es cuestión de sentarse a disfrutar de la nueva creación de Payne. ALERTA SPOILER: Aquí Giamatti nos hace llorar, enojar y reírnos con su gruñón profesor -y asociarlo a uno o varios docentes que alguna vez amamos o… insultamos-. Cuando el actor brilla, hace brillar a Da’Vine Joy Randolph, esa actriz que encarna a una mujer atravesada por la furia y el dolor por la muerte inexplicable de su hijo, y que detesta pero no desprecia a esos chicos ricos que no solo no sienten tristeza sino que además no entienden la suya. Y también se luce Dominic Sessa como ese adolescente insolente, que opina que la amistad “está sobrevalorada”, un pibe detestable y detestado por pares y maestros y que, sin embargo, es feliz con una comida casera y no encargada en un restaurante cinco estrellas. Ese alumno que a fuerza de furia y soledad pasa a ser maestro de su profesor.
Por este trabajo, Giamatti consiguió su primera candidatura al Oscar como mejor actor protagónico. No la tiene fácil con Cillian Murphy y su Oppenheirmer y Bradley Cooper en Maestro compitiendo por la misma estatuilla. Pero quizá muchos de los que vimos las tres películas apostamos/queremos que se la lleve Paul, porque es lindo cuando los hombres comunes, y no solo los bendecidos, son los premiados. Como el profesor Paul Hunham, Giamatti asegura que “La vida es como la escalera de un gallinero. Corta y llena de mierda.”. Sin embargo, películas como Los que se quedan, nos hacen que al menos en el cine nos resulte “corta y llena de alegría”. Y solo por eso, Giamatti ya se merece el Oscar o al menos nuestro agradecimiento.