Cuenta la leyenda (y ella misma) que cuando soñaba con ser actriz en su casa de Villa Cañás, al sur de la provincia de Santa Fe, no anhelaba hacerse conocida sino que buscaba el amor del público. “Yo necesito que la gente me quiera”, diría años después y con todo conquistado, al frente de su propio programa, Rosa María Juana Martínez, ya consagrada como Mirtha Legrand o como muchos la llaman La Chiqui. Y eso no lo consigue cualquiera. ¿Cuál es entonces el secreto de esta mujer nacida el 23 de febrero de 1927?
La receta parece ser una conjunción de carisma -fundamental-, trabajo, empeño y mucha entrega y dedicación. En distintas entrevistas, Mirtha aseguró que le dio su vida al trabajo, aún a costa de restarle tiempo y dedicación a su familia, a su marido y productor, Daniel Tinayre, y a sus hijos, Marcela y el fallecido Danielito. Y si bien de algunas cosas se arrepiente y ha pedido disculpas en distintas ocasiones, como cualquier ser humano a lo largo de su vida, lo suyo con la cámara es un amor de toda la vida y su destino, que ya estaba marcado. Y eso lo vivenció cuando era adolescente y llegó la oportunidad de su primer protagónico cuando apenas tenía 14 años, con Los martes, orquídeas, donde compartió cartel junto a Juan Carlos Torry: “Fui a los estudios en colectivo, ¡y volví a mi casa en limousine!”.
Hija de un comerciante, José Martínez, y una maestra, Rosa Suárez, comenzó su carrera de niña junto a su hermana gemela, María Aurelia Martínez, quien adoptó el nombre artístico de Silvia Legrand pero fue más conocida por su apodo, Goldy. Cuando cumplieron siete años, con su mamá se mudaron a Rosario para recibir cursos de teatro y baile, pero todo cambió cuando en 1937 falleció el padre y Rosa tuvo que tomar una decisión trascendental. Para ese entonces, las niñas tenían 9 años y junto a su madre y a su hermano, José -director de cine, fallecido en 2019), tomaron sus pocas pertenencias y viajaron a Buenos Aires en búsqueda de oportunidades.
Ya en la gran ciudad, comenzaron a estudiar en el Conservatorio de Arte Escénico y la suerte golpeó la puerta el mismo día. Ambas debutaron como actrices en el filme Hay que educar a Niní, junto a Niní Marshall, en 1940, pero el gran salto de la Chiqui llegó de la mano de Los martes, orquídeas. Las hermanas comenzaron juntas su carrera en el mundo de la actuación. Grabaron varias películas en las décadas del ‘40, ‘50 y ‘60. Pero casi de un día para el otro, Goldy decidió dar un paso al costado y nunca más volvió a pisar un escenario ni un estudio de grabación, convirtiéndose en la primera de los tres hermanos en alejarse del mundo del espectáculo. Mirtha se convirtió en la diva de los almuerzos y Silvia eligió un camino diferente pero no menos feliz. Se casó con Eduardo Lopina, un subteniente del Ejército Argentino y decidió abandonar su carrera artística. A partir de su matrimonio cambió fama por anonimato, trocó el bullicio de los sets por la paz de su casa y abandonó a Silvia Legrand para volver a ser Goldy. Tuvo dos hijas, diez nietos y una docena de bisnietos, a quienes disfrutó hasta su último día.
La construcción de una estrella
“No sé si me siento una diva. Sólo sé que me gustaría que me recuerden como una mujer entusiasta, trabajadora y apasionada, porque tengo pasión por todo lo que hago. Creo que en la vida hay que ser apasionado. Todo lo que uno hace tiene que hacerlo con el corazón. Si no, la vida te devora. Siempre me pregunto qué va a ser de mí el día que me retire. Y no lo sé”, dijo alguna vez en una entrevista Mirtha, demostrando la templanza de su personalidad. La de una estrella con los pies sobre la tierra, la de una trabajadora sin tiempo ni edad.
Al amor por la actuación un día se le sumó la pasión por conducir. Chiquita encontró allí una herramienta poderosa para comunicarse y llegar a la gente, y conquistó la escena. Muchos años antes había conocido al cineasta francés Daniel Tinayre y cayó rendida ante sus encantos apenas lo vio, mientras rodaba la película Cinco besos. Con él formaron una familia pero también, una dupla laboral plagada de éxitos. Hay dos fechas para marcar: una en 1945, cuando se casaron; otra en 1968, cuando comenzaron los almuerzos. La idea fue de Alejandro Romay y la negativa de ella fue inmediata: “¿Comer en cámara? ¡Qué horror!”. Pero su marido la convenció de que lo intentara. Y lo que le siguió, incluyendo sus incontables premios y reconocimientos, ya es historia conocida.
A sus 97, la máxima figura de la televisión argentina parece tener la receta no solo para acumular años sino también y principalmente, para mantenerse vigente, activa y al aire de un programa de dos horas pero que requiere al menos de cinco de grabación. De hecho, para la jornada de su cumpleaños, la Chiqui no descansará para el festejo de la noche sino que grabará el envío que saldrá al aire al día siguiente. Y ahí radica un poco esa vitalidad, en el motor del trabajo, de hacer lo que le gusta, de cruzarse con sus pares, de recibir la calidez de su gente. Lejos de las planillas de rating, de los contratos con canales y programadores, citando a una tal Julia Roberts en Un lugar llamado Notting Hill y haciendo una asociación libre podríamos decir que, detrás de los brillos, los anillos y las lentejuelas, “solo soy una chica parada frente a su público, pidiéndole que la ame”.