Dice que la única verdad en este plano es la ausencia de certezas. Que prefiere, entusiasmada, empuñar “algunas magias” y creer en que antes de habitar el mundo de la materia, somos “luces” capaces de elegir “la familia que nos abraza, las emociones que transitamos y las lecciones que aprendemos”. Y viene a cuento en tanto hablamos del destino. De si ya viene trazado. De si nacemos con el designio de tal o cual misión. Inexcusable interrogante que se dispara al verla hacerse más y más gigante en cada uno de sus escenarios. La música (omnipresente en las memorias que tejarán este relato) y con la que asegura haber sentido siempre “una conexión íntima e insondable, con una expansión, con otro mundo” (como señala), podría ser parte de la teoría. Y esa supuesta elección de los entornos, y sus circunstancias, también. Es así que, y más allá de sus dones, en este encuentro, Elena Silvia Roger (49) –en el marco de la despedida definitiva de Piaf (de Jamie Lloyd y producción de Adrián Suar y Preludio, en el Teatro Liceo), el próximo 3 de marzo y después de más de 260.000 ovaciones– revisará miradas. Esas que supieron advertirlos mucho antes que el público de dos continentes.
Amalia Castellani era hija de los condes de Urbisaglia, una comuna italiana de la provincia de Macerata, en la región de las Marcas. Suerte que duró hasta que su padre ludópata “se jugó todo lo que tenía”, cuenta Roger. Entonces fue empleada por una familia rica de su rama materna, como portera en su papelera, al tiempo que se enamoró de un insurrecto del Fascismo que sería deportado a las Américas por no querer quitarse el sombrero al escuchar la Giovinezza. A sus 25 y ya casada, se radicó en Barracas con más de un pesar. “Al dolor que insumía el desarraigo de una tierra a la que amaba, se sumaba una familia política para nada alegre, como el comentario recurrente de su suegro durante los 8 años que tardó en quedar embarazada: ‘Al árbol que no da frutos, hay que talarlo’…¡Malísimo!”, relata. Aún así, Amalia nunca dejó de cantar. “Sí, mi nona ha sido un gran ejemplo para mí. Ella supo mirarme, es verdad. Pero creo yo la miré mucho más”, asegura.
Dormían juntas, “en aquella casa de Barracas y en la misma cama en la que nacieron mi madre y mis dos tíos”, detalla Elena en un viaje a esos ambientes de tantas revelaciones. “Crecí escuchando sus poesías en italiano y esas canciones que ella había aprendido de todos esos artistas itinerantes, desde titiriteros a líricos, que visitaban su pueblo. Era genial oírla, pero también verla. Porque todo le quedaba lindo, como leer cada noche con luz de velador o escribir eternas cartas de añoranza a sus paisanos”, destaca entre otras tantas imágenes que atesora. Es así que, abriendo puertas, se descubre ese “cuartito”, pequeño, pero rico en libros y, por sobre todo, en discos de amplio espectro musical (que iban desde los éxitos de Palito Ortega a los hitos del Festival de San Remo), donde sonaba por ahí el bandoneón del tío abuelo Fasto, se estudiaba guitarra y en el que, alguna vez, se instaló un piano. Amalia, además, tenía afición por la ópera, un género que germinó fuerte entre los Roger. “Al día de hoy, si nos enteramos de que están dando Madame Butterfly en algún lugar, mi hermana y yo vamos solo para escuchar el aria Un bel dì vedremo (Giacomo Puccini), tomarnos de las manos y llorar un rato mientras recordamos nuestra infancia”, comparte.
En1984 llegó con Amadeus (de Miloš Forman), “y no dejábamos de alquilarla”, cuenta Elena respecto de ese “momento familiar” en el que se reunían para alabar a Mozart. Claro, por entonces, su hermana Amalia (54), hasta convertirse luego en profesora de Italiano, intentaba un camino con el piano. Y Sergio (57), músico y “dueño de una voz maravillosa”, tocaba la guitarra en bandas de rock. “Yo lo admiraba tanto que el mejor plan era sentarme a escucharlo. Entonces él, para divertirse, me cantaba El oso (Moris), porque sabía que esa canción me hacía llorar”. En definitiva, el film la inspiró al punto de pasar horas emulando las vocalizaciones del personaje que, en la trama, hacía las coloraturas de las óperas. Fue así que, en esos “agudísimos intentos”, el tío Corrado Castellani, con la percepción de avezado artista plástico, sugirió: “‘Atentos que esta chica tiene condiciones, eh’”.
Después de inscribirse en un conservatorio de Barracas, no pasaría mucho tiempo hasta participar del Yo sé de Feliz domingo (Canal 9) que le valió luego un viaje de egresados para toda su división del Instituto Zaccaría. Fue por insistencia de sus compañeros y a semanas de comenzar quinto año. “Pensé: Una ópera siempre será más prodigiosa que un bolero. Y pasé días escuchando el aria Ah, non giunge de La sonnambula (de Vincenzo Bellini) en un cassette de Lily Pons (1898-1976). Pero, tan chica de barrio, jamás se me ocurrió llamar a un pianista para que acompañase... No, ¡a capella! Así que frente al micrófono, en remera, con el pelo hecho un desastre, y enfundada en una guirnalda de Boca, escuché el tono, me descolgué los auriculares del walkman y empecé a cantar”. Claro que nadie notaría la cintura de una soprano ligera para ese tipo de piezas, y mucho menos entre las risas de una tribuna de pares. Después de todo: ¿Qué adolescente elegiría tal género? Pero Silvio Soldán (“El primero en pronosticar y alentar mi profesión”), por demás impactado, tuvo otra mirada. “Cuando abrí el cofre, en medio de esa euforia, él me preguntó: ‘Pero nena, ¿Vos vas a ser cantante? ¿Esta es tu vocación?’ ‘No, no lo sé… ¡Qué se yo!’, le respondí. Nos íbamos a Bariloche, “¿quién podía pensar en un futuro?”
Romilda, su madre (a quien apodaban Mimí), fue algo así como la ejecutora de su formación inicial. Elena, “varonera de las del fútbol callejero” y emuladora de Gene Kelly, no recuerda cómo, pero no llegaba a 10 cuando se vio en clases de danza en aquel comedor de un club barrial en el que los fines de semana los vecinos se reunían para comer asados, “y en el piso podía sentirse la grasitud de la carne”. Un año después, y tras ese primer intento, vio a Julio Bocca (56) bailar en televisión en el marco de un galardón, quizás, el Oro en el V Concurso Internacional de Danza de Moscú. “Ese día salí al patio e imité sus movimientos durante horas. Al terminar toda mi expresión física, entré a decirle a mamá: ‘Yo quiero hacer eso, tenés que encontrarme otro lugar’”. Así fue. Y, en definitiva, más allá del español, el jazz y el zapateo americano, ese sería el inicio de su idilio con la música clásica. Mimí no solo supo “alimentar mis inquietudes”, como señala. Ella siempre estaba ahí –”con la palabra justa”– en los momentos de dudas, como en el de su “primera gran decepción”.
Decidida a descartar de cuajo las Ciencias Económicas como posibilidad de estudio y a encontrar su camino laboral, tal vez, como docente de canto, Roger se alistó en las audiciones de admisión en el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón. “Las instancias eran: canto, educación audioperceptiva y fonética italiana, alemana y portuguesa. Yo pensé: ‘Bueno, ya me eliminarán en alguna etapa’. Pero jamás imaginé que me bocharían en canto”, dice. Con el tiempo, y desde este lado de la profesión, pudo entender el criterio de los responsables: La inmadurez de una voz “sin graves” y hasta la prioridad que merecían los estudiantes más grandes por el límite de admisión de 25 años. “Recuerdo que mi hermano coreaba: ‘Al Colón, al Colón, a pasar el papelón’. Fue catastrófico para mí. Llegué a pensar: ‘Entonces no soy tan buena como me decían en todos lados’. Y me angustié tanto que no canté más”, reconoce. Pero ahí estuvo Mimí, sugiriendo el Conservatorio Superior de Música Manuel de Falla. Como cuando estuvo para advertirle, tan amorosamente, ante el capricho (“o la curiosidad”) de castinear en el Maipo: ‘Pero Elena, las vedettes son altas’, le decía. O como cuando la contuvo del otro lado de la línea y a más de 11 mil kilómetros. “Yo estaba en Londres, audicionando para Evita. La llamé: ‘Che, má. Pasé esta prueba, pasé esta otra… Pero ahora tengo que cantar frente a Andrew Lloyd Webber (75) y a Tim Rice (79)…'. Estaba muy nerviosa. Y ella, así de sabia y de tranquila, me dijo: ‘Mirá, vos siempre pensá que todos vamos al baño’. Nunca olvido esa frase. ¡Mi vieja era hermosa!”.
Su intento en el Maipo, y el comentario de Mimí, amerita un break en esta charla. Elena revela haber enfrentado ciertos prejuicios por su metro 53. “Hubo directores, a los que no mencionaré, que fueron capaces de decirme: ‘Con esa altura jamás vas a protagonizar’”, cuenta. Tampoco faltaron los comentarios de los parientes: ‘Mmm, tu nariz, para el cine… Por ahí deberías operarte’. “Pero en casa se solía destacar y alentar las diferencias. Porque en realidad, lo más importante del artista es que no seamos todos iguales”, argumenta. “Recuerdo que, una vez, papá me dijo: ‘Nunca te atrevas a tocarte la nariz, ahí también está tu personalidad.’ Yo tendría 13 o 14 años y para mí fue palabra santa: ‘Ah, lo dice mi viejo’. Y entendí que estaba bien querer lo que soy”.
Hace años que Roger no se maquilla. Considera que “la cara de una mujer es mucho más linda al natural”. Le gustan sus pestañas que “no se ven”. Y asegura haber “encontrado mi belleza”. Pero hay otras cuestiones que acompañan esta línea. “¿Por qué me maquillo? ¿Por qué los hombres no lo hacen? Entonces entran a jugar los pactos que se hacen con uno mismo”, explica. Y la conciencia de la sustentabilidad que adquirió durante su vida en Europa, remató la postura. “¿Tiene sentido usar un rímel y descartar una cosa así de plástico que no se recicla? Empecé a estar muy atenta de la huella que dejamos en este mundo”.
Mimí falleció en 2023, tres semanas después de que los médicos lo anticiparan, debido a una falla cardiaca producida por la obstrucción de sus arterias “y con los brazos en alto como si alguien hubiese venido a buscarla”, relata Elena. “Tenía 83 años y varios golpes de la vida. Haber cuidado a mi papá, víctima de un ACV y por consecuencia hemipléjico, durante 22 años, la devastó”. Édith Piaf (1915-1963) solía decir que la muerte es sólo el comienzo de algo. Roger está de acuerdo y habla de “nacimiento a otra vida”. Sostiene que recibirla como tragedia o como “lo peor que puede pasarnos”, no es más que un capricho social, “una elección”. Es entonces que revela un “ejercicio” íntimo y personal. “Yo trabajo mucho el hecho de las pérdidas para aceptar que esa persona ha sido parte de mi vida, estuvimos juntos y ahora está bien, con el camino que debía encarar, bien transitado. Y eso me nos da cierta calma”. Esa postura es otra arista del cultivo o conexión espiritual que comenzó “al dejar la religión (católica), ya hace varios años”, señala.
“Cambié el método. En vez de adjudicarle el poder a lo externo, como puede ser una medalla, una cruz o un Dios, lo hago en mi capacidad de producir algo en esta compañía de luces que somos, sintiéndome parte del Universo. Pongo el foco en lo que depende de mí: ¿Qué tengo para dar? ¿Con qué magias cuento para generar mi vida? ¿Qué hago para construir mis días? ¿Qué cosas sueño y se realizan? O, tal vez, ¿por qué no sucede? Ejercito esto de explorarme y no echar culpas al exterior”, relata Roger. Entre tanto suelta el dato de otra habilidad. Durante las presentaciones de Piaf en Madrid, Elena completó el segundo nivel de Reiki. Pero, al mismo, dice limitar esa práctica de energía japonesa al ámbito más íntimo, con sus hijos y eventualmente, con un motor. Así se cuela la graciosa anécdota de un paseo por El Tigre, en el que la falta de nafta detuvo los planes sobre el mismísimo Delta. “Entonces dije: ‘Voy a poner mis poderes’. Y la lancha encendió… ¿Qué más puedo decir?”, bromea. En fin, y regresando a las lecciones de las pérdidas, Elena habla de los enlaces de planos. “Creo en las presencias. Siento las presencias”, comienza. “Recuerdo la última visita a papá. Fue antes de Navidad, porque me iba de vacaciones. Pasé a saludar a mamá, porque sus cenizas aún están en casa, y al momento de salir de la habitación… ¡Pong! Sonó el reloj”, cuenta. “Está bien, podés decir: ‘Tenía que sonar’ Sí. Pero a mí me gusta pensar que fue ella diciéndome ‘chau’”.
Sería Sally Bowles en la puesta de Cabaret con la que el director Sam Mendes (58) había descollado en Broadway del ‘98. Pero a esa gran noticia, del hecho artístico que la llevaría al escenario del Ópera en mayo de 2002, se sumaría otra que cambiaría, para siempre, la dinámica familiar. Ricardo Roger (79) había sufrido un ACV (Accidente Cerebrovascular). “Fue demasiada la angustia, la ansiedad, la tristeza, que sufrió por la crisis económica de 2001. Y no resistió”, recuerda Elena. El tiempo transcurrido entre que lo encontraron caído en el baño y su traslado al Hospital Británico, con escala previa sin éxito en el Argerich por la falta de un tomógrafo, resultó definitorio para el deterioro. “Pudo haber muerto si el cirujano que lo trató no se imponía diciendo: ‘Yo lo opero’”. Estuvo 45 días en coma. En un momento le sacaron parte del cráneo, la que luego se infectó por lo que debieron retirarlo por completo. Todo eso fue terrible para todos. “Se nos había desplomado la columna vertebral de la familia”, define. Tenía 57 años. “Fumaba, comía mucho, se preocupaba demasiado… Y, después de todo, debía pasar”, suma convencida del destino. “Si algo aprendí, de todo eso que atravesamos, es a ponerle límite a la mala sangre”.
A lo largo de 22 años, Elena (“como todos”) supo acomodar la suerte en un sitio “divertido”. Porque, según dice, “él mismo recibió lo que le toca con tranquilidad”. Ricardo, a quien suelen apodar Marcel Marceau (mimo francés, 1923-2007) por las señas que hace en el intento de expresar palabras o emociones, jamás dejó de ser partícipe de su carrera. “Cuando hice Evita me los llevé a Londres. Y fue una aventura desde que subimos al avión. Alquilamos para papá una silla de ruedas eléctrica y paseamos por París y por Gales, de donde es su familia”, relata. Lo extraña. “Extraño quién era papá antes del accidente. Y en un momento de mi vida extrañé mucho esa figura masculina con quien charlar. Aunque él no era muy hablador”, admite Roger al tiempo de desempolvar un pasaje familiar con los tintes de comedia negra. “El chiste de mamá siempre fue: ‘¡¿Justo ahora se te da por hablar, Ricardo?!’”, suelta con gracia. Entonces recuerda aquella que una telemarketer de cierta compañía de telefonía celular, de esas que insisten hasta la desesperación de aquel que atienda, se ensañó con Mimí. “‘Ah… ¿Querés hablar con el titular de la línea?’, preguntó mamá. ‘¡Ahí te lo paso!’. Y le encajó el teléfono a papá. Claro, cuando él empezó con el ‘me, me, me…’, la chica cortó. Eso sirvió para que nunca más volviera a llamar”, cuenta Elena entre carcajadas.
Y en su silencio también había amor. Elena recuerda la noche en la que un compañero de Ricardo, en la empresa de venta de caucho en la que trabajaba, fue a verla en Mina, che cosa sei (El Nacional, 2003). “Él, muy conmovido por la función, me esperó para contarme: ‘Y pensar que tu papá, una mañana llegó a la oficina muy preocupado, diciendo: ‘Tengo miedo, mi hija quiere ser actriz. ¿Cómo va a vivir?’ Y al escuchar a este hombre, pensé: ‘Wow…¡Qué genio mi viejo! Fue capaz de callarse frente a mi gran pasión.’ Así de amorosamente me han criado. Algo que sigo agradeciendo”, asegura. “Papá es hoy, un gran ejemplo para mí. Quedó viudo a los 21 años y con un hijo (Su hermano mayor es el del primer matrimonio de su padre). Sobrevivió a su tragedia y a la muerte de mi madre. Nunca se cayó. Jamás lo vi derrotado. Me enseñó a decir: ‘Acá estoy vida… ¿¡Qué sigue!?’”, reflexiona. “El otro día estaba viendo Iosi, el espía arrepentido (Daniel Burman, 2022). Hay una escena en la que Alejandro Awada (62, protagonista) entra a la casa en la que creció y dice: ‘Qué linda esa etapa en la que uno no tenía nada que perder’. Y es así. La infancia es así. Yo recuerdo mis 11 años como los más felices de mi vida: Me sentía casi mujer, no había preocupaciones, veraneaba en Mar del Plata con mis tíos, mi abuela me cantaba, mamá me acompañaba y papá era papá. Pero con el paso del tiempo logré entender que todo lo que nos pasa, finalmente, nos enriquece”, concluye Elena en el intento de raspar una moraleja al dolor.
Dejó el West End, en Londres. Dejó Broadway, en New York. Pero nunca pudo irse de Barracas. “Esta ciudad está embrujada, sin saber…”, canta de Siempre se vuelve a Buenos Aires (Eladia Blázquez) en rapto exquisito. Un cariño tejido, más allá de su historia en esas calles, por la elección de “vivir simple”, define. “Los Roger mantenemos el cordón umbilical bien tirante. Todos estamos a no más de cinco cuadras a la redonda”. Sí, claro que es lindo radicarse afuera. “Yo me ocupaba de lo mío. Si había problemas en casa de mis padres, no me enteraba. Y si no lo hacía: ¿Qué podría resolver? Y, por otro lado, si la situación en Londres no estaba bien, tampoco era mi país. Todo ese período fue permanecer en una muy reconfortante burbuja protectora”, explica. “Pero cuando los proyectos que me habían puesto en esas ciudades terminaban y debía salir a buscar trabajo… Ahí sí, no dejaba de extrañar los almuerzos familiares de domingo, las charlas con mamá y hasta estar rodeada de mis colegas. Y, entre tanto, apareció Mariano”, cuenta. Elena habla del actor Mariano Torre (46), “el hombre con el que, evidentemente, yo debía transitar gran parte de mi vida”, rotula. Y, además, quien le enseñaría otra mirada sobre el amor y mucho más que eso.
“Mariano y yo somos muy trabajadores del ser humano”, relata Roger. “Estamos todo el tiempo cultivando el diálogo por lo que nos peleamos, ni nos mentimos. Frente al desacuerdo, siempre, hay escucha. Entonces se da eso de: ‘Che, ¿viste que vos hablás de todo esto? Pero estás haciendo lo otro y eso no está bueno’”, dice. “Confío plenamente en su mirada, porque él sabe bien cuál es mi búsqueda. Como yo sé cuál es la suya. Llevamos juntos 15 años y hasta el momento no hubo nada que no sepamos del otro ni cosa que no hayamos logrado entender. Así, en el marco de este ‘ser pareja’ que hemos creado, el ego se equilibra bastante bien”, asegura. Se conocieron en 2009, en el Liceo, donde se da este encuentro. Teatro reconocido por el gobierno porteño como el más antiguo de la ciudad (1872), y precisamente mientras ella presentaba Piaf, dicho sea de paso, espectáculo al que asegura hoy estar “duelando” en su despedida final. Y no solo por haber resultado “un personaje muy cercano”, sino también “porque a esta altura, ya soy yo”. En fin. Retomando el hilo, Torre (vegetariano, yogui y con ideología ambiental, tal cual ella), “estaba soltero”. Elena, “en una relación medio amorosa” que, a priori, no estaba funcionando. Es así que, durante algún tiempo, en ese vínculo han sido tres.
“Mientras mi cabeza se acomodara, y sin plantear plazos ni condiciones, a Mariano nunca le importó que yo estuviese también con este amante”, explica Roger. “Él solo quería estar conmigo y mientras a mí me pasara lo mismo, todo sería genial. ‘La verdad es que siempre tuve en mente la pareja abierta. Y estoy dispuesto a intentarlo’, me dijo alguna vez. Perfecto. todo siguió su curso hasta que, claro, la pelota estuvo del otro lado”, revela con gracia. Elena, “ya desprendida de aquel vínculo”, y en relación “más o menos formal” con Torre, se instaló en España con plan laboral. “Al reencontrarnos me salió preguntarle si, durante esa distancia, él había estado con alguien más. Y muy suelto me respondió que sí. Yo me quedé pálida”, relata. “Pero recordé lo que, de un modo u otro, yo misma había propuesto, el modo en que se había dado todo hasta ahí… Y cuando vi que nuestra relación no se había modificado en absoluto, valoré su honestidad. Porque más que abierta, nosotros tenemos una pareja honesta”, define tal y cual lo hicieran el compositor alemán Kurt Weill y la actriz y cantante Lotte Lenya, en cuyo amor basó el musical Lovemusik que protagonizó en 2016. “Una pareja que no registra ataduras ni posesiones. Algo que nos sirvió para caminar nuestras vidas profesionales e, inclusive, desarrollarnos personalmente. En definitiva, nos hace bien sabernos libres. Y todas las experiencias que hemos tenido hicieron que hoy estemos juntos”, explica. “Mariano (que alguna vez dijo no imaginar la vida sin Elena) es un ser de luz. Un maestro. Un pibe que vino a iluminar mi vida, a ser mi compañero y copiloto de crianza. ¡Me encanta el padre que es!”, califica a su socio en la creación de la Fundación NAT (Naturaleza Aplicada a la Tecnología) y con quien (inspirados en El guerrero de la basura, de Michael Reynolds), se adentró en la construcción una casa autosustentable en Ushuaia, terruño del actor, llamada Nave Tierra. Tarea, de 26 días y 70 voluntarios, registrada en el documental que presentaron en el Green Film Fest.
Había sido ya nominada a un Evening Standard y alzado un premio Oliver sin desmerecer, claro, los 5 reconocimientos nacionales, incluyendo el Hugo de Oro al Teatro Musical por su trayectoria y la piel de Piaf que hoy tanto cuesta desprender. Pero para Elena, la auténtica cima era “una familia”, subraya. “Todavía trabajaba en Broadway cuando un periodista me preguntó: ‘Pudiendo estar a un paso de Hollywood… ¿Justo ahora querés tener un hijo?’ Pero eso era parte del imaginario de la gente. Yo necesitaba otra cosa. Ya había hecho demasiado y era tiempo de dar alimento a otra parte de mi vida, a otra arista de experiencias que debía vivir en este tránsito”, cuenta. Así fue. Bahía (10) y Risco Torre (5) hoy imprimen esa mirada más sustancial. Sí, la elección de sus nombres también es prueba de eso que los dos se propusieron: “Jamás quisimos ni queremos ser iguales a otros”. Entre paréntesis, bautizaron a sus hijos con intención de ligarlos a la naturaleza. “Y fueron totalmente acertados para cada una de sus personalidades. Él es Risco Florián, “para complementar, con algo de dulzura”, el risco que suele ser. Ese riesgo permanente”, bromea. Ella es Bahía Vida, “calma, contenedora y amorosa con quien sea”. Además, claro, de ser fan de Roger al punto de pedirle: ‘Má, dale, contame cosas de tu vida’.
Bahía –seguidora de Wos (26)– canta, baila, actúa y dibuja, con “el estímulo” de dos padres observadores. Y acompañarla, para Elena, es volver a ese patio de Barracas y, por supuesto, “acordarme de mi relación con mamá”, sugiere. Jugar. Sin dudas se trata de eso que, en algún punto añora. “Algo que dejé de hacer, al menos asiduamente, desde que logré cierto espacio o un nombre en esta profesión. Quizás por recelos típicos del ‘qué dirán’ o de ‘lo que se pretende de mí’. Aunque intuyo que pronto daré vuelta la situación para volver a travesear pero hoy más sabida, más vivida”, marca tal cual lo hiciera cuando entre ‘Evitas’ grabó Vientos del sur, uno de sus cinco discos propios. “No es fácil criar. Requiere de una alerta permanente, con la experiencia que no es todo. Porque aún uno tiene mucho que aprender. Pero ahí voy, pisando con cuidado, tratando de ser consciente de todo eso que a mis hijos les transmito de la vida y de la profesión. Ojalá les hagamos el menor daño posible”, destaca. Y en términos teatrales, la figura de Entrelazados (Disney), pone el seguidor “en la escucha y el respeto”, según señala. Y podría darse un fuerte aplauso por eso. “Amarlos. Darle todo el tiempo posible en abrazos y mimos. Muchos mimos y muchos cuentos”, dice, como los de la nona Amelia. “Se los he leído todos y fue hermoso. En pandemia, por ejemplo, nos acostábamos juntos a leer o acurrucarnos en la hamaca que armamos en casa para escuchar música de María Elena Walsh, del disco El mundo del revés (que ella misma grabó en 2020 junto a Escalandrum)”, comparte. “La otra prioridad es invitarlos a que sean personas respetuosas de lo que le pasa al otro y, principalmente, a ellos mismos. Que se vean. Que no hagan aquello de lo que no tienen ganas, incluso si es lo que sus padres quieren. Y que nunca, pero nunca, olviden la única obligación en esta vida: ser felices”.