El hombre llegó temprano al bar para encontrarse con sus amigos y ocupó una mesa lo suficientemente amplia para que entren todos. Tiene unos 30 años, el físico trabajado en largas jornadas de gimnasio, el cuerpo golpeado por cicatrices familiares de esas que cuesta una vida sanar. Y guarda entre un selecto grupo de confianza un secreto de época. Corren los ‘80 en la Argentina y la homosexualidad es un tema tabú. Aunque cada vez menos, y esa barrera también está dispuesto a sortearla.
Gustavo Martínez mira una y otra vez la hora pero sus amigos no llegan a la cita. En cambio, ve pasar a un hombre unos años más joven que él, con paso firme y andar magnético. Lo tiene de algún lado, pero hoy le llama particularmente la atención. Siente que esa mesa puede esperar y se propone un encuentro casual que se note lo menos posible. Charlan un rato y no mucho más que eso. Sin redes sociales ni teléfonos celulares, solo le queda dejar algunas señales durante la conversación. Que el joven esté atento a captarlas. Y que el destino aporte algún que otro comodín.
Ricardo Fort era un joven empecinado en romper el mandato familiar que le esperaba en la industria chocolatera. Hacer carrera en la factoría que endulzaba a todo el país no lo seducía tanto como convertirse en el nuevo rey de la canción romántica latina. Quizás de eso haya hablado con Gustavo el día que lo abordó sorpresivamente en un bar. O de ropa, o de autos deportivos, o de rutinas físicas. Solo un dato le quedó dando vueltas en la cabeza. Sabía a qué boliche iba a ir. Y resolvió que esa noche no tenía otra cosa que hacer.
Unas horas más tarde, Ricardo y Gustavo se volvieron a encontrar. Bailaron un rato con amigos y la pasaron tan bien que la noche se hizo día en un café. Allí sucedió el gesto que terminó de rubricar el flechazo. Pidieron la cuenta y Gustavo sacó rápido de reflejos su tarjeta de crédito.
—Pago yo, dijo Ricardo, acostumbrado ser el que siempre lo hacía
—Por favor, ¿me cobrás el desayuno? —le pidió Gustavo al mozo, ignorándolo.
Finalmente se impuso la actitud del entrenador y Ricardo vio como su estructura se desarmaba. Quizás porque le llevaba casi diez años, o porque quedó petrificado al ver que alguien se animaba a desafiarlo en el terreno en el que era el rey. Lo concreto es que sobre esa actitud se cimentó la relación entre ambos. Que se mantuvo antes, durante y después del huracán mediático, el despilfarro económico y la exuberancia ilimitada y encerró una historia que conectaba los chocolatines Jack con la convulsionada noche porteña de los ‘80 y asuntos familiares sin resolver. Respetaron mutuamente sus lugares, acompañándose hasta el final y entendiendo que era muy difícil vivir sin el otro. Quizás por eso Gustavo estuvo al lado de Ricardo hasta el último día de su vida. Y cuando sintió que había cumplido con su misión, decidió terminar con la suya.
Después de aquel primer encuentro causal, Ricardo invitó a Gustavo a una cita al teatro. Pero una cita a lo Fort, nada convencional, porque incluía a su madre. Gustavo sintió la mirada inquisitoria de Marta Fort durante todo el espectáculo, que pasó a un segundo plano. Con el tiempo, iba a amar a esa mujer como a pocas. E iba a encontrar aún en la disfuncionalidad de los Fort, algo parecido a la familia que nunca tuvo.
Un muchacho de barrio
Gustavo Adolfo Martínez nació el 4 de junio de 1959 y pasó su infancia en San Isidro, en una familia de clase media sin lujos ni carencias, que se veía normal a los ojos externos y a los mandatos de la época. Eran cuatro hermanos, hijos de un padre que trabajaba en la Fuerza Aérea y de una madre ama de casa. Pero bajo la apariencia de una familia feliz, se escondían unas cuantas miserias. Una madre con una adicción al alcohol que no podía controlar y que le terminó costando la vida. Un padre que entendía que algunas situaciones se solucionaban con la violencia y nadie se lo cuestionaba, mucho menos él mismo. Un escenario que Gustavo padeció desde sus ojos de niño, y del que tomó nota para no repetirlo en el futuro.
En sus años jóvenes en San Isidro, Gustavo era el Chino. Su sufrida historia familiar forjó una personalidad introvertida y solitaria, que canalizó en el ejercicio físico. Ahí sí se hacía notar y querer y lo que en un principio era un pasatiempo se transformó en un estilo de vida y luego en una profesión. El fisicoculturismo era una novedad en el país allá por los ‘80 y Gustavo se hizo muy querido en el ambiente. Llegó a desarrollar una incipiente carrera con su hermano Claudio, que se destacó a nivel competitivo, consagrándose campeón argentino y sudamericano y convirtiéndose en una leyenda en la disciplina. Quizás Gustavo tenía un camino similar al de su hermano, pero se enamoró de Ricardo Fort y su vida cambió para siempre.
Tal vez ni Ricardo ni Gustavo supieron con precisión cuanto tiempo fueron novios. A veces el empresario declaraba seis años, otras corregía por cuatro, y así. El tiempo variaba según el testimonio y los estados de ánimo, y Gustavo siempre se lo tomaba con humor. “Nunca le duraron demasiado las parejas a Ricardo”, admitía. Lo que coincidió fue el motivo de la ruptura. Uno de ellos siguió con su estilo de vida, con el gimnasio como hábitat natural. El otro, levantó drásticamente su perfil. Quería ser cantante y estaba dispuesto a todo, no importaba si en Los Ángeles o en Miami. Pero no en la empresa de su padre.
Gustavo se quedó en su casa y lo siguió amando en silencio, sin perder el contacto. La amistad se mantuvo a salvo de los vaivenes amorosos y se cimentó en aquel pago al amanecer. Si la primera impresión es la que cuenta, Ricardo supo enseguida que ese hombre no estaba con él por la plata. Y mucho menos iba a hacerlo por la fama, cuando la alcanzó en lo que pareció otra vida. Gustavo siempre lo amó en silencio y lo acompañó en los momentos más importantes de su vida, como el proceso para convertirse en padre.
Cuando sus compromisos laborales se lo permitían, viajaba a California para apuntalar ese tratamiento largo, engorroso, en el que siempre supo cuál iba a ser su papel. Ni padre, ni madre, aunque el propio Ricardo insistía en que sus hijos tenían dos papás. Y en esos momentos de extrema plenitud del empresario, acaso los más felices de su vida, se dio el gusto de elegir el nombre de uno de los mellizos. Sabido es que Ricardo llamó a Marta como su madre y a Felipe como su abuelo. Gustavo nunca supo el por qué de Carolina. En cambio, fue quien bautizó Segundo a Felipe. “Se lo puse yo, me gustaba: Felipe Segundo, tiene nombre de rey”, contó orgulloso durante un diálogo con Verónica Lozano. Y con la llegada de los mellizos el 25 de febrero de 2004, el vínculo entre Ricardo y Gustavo alcanzó su dimensión definitiva.
La soledad se hace carne en mí
Promediando el 2010, Ricardo ya era una figura mediática avasallante, y en uno de sus pocos remansos convocó a su gran amigo a su departamento. Gustavo asistió entre sorprendido y ansioso, y cuando ingresó al living, el empresario lo esperaba con un abogado y una contadora. Sobre la mesa, descansaban un papel y una lapicera. Era una orden de tutela dativa, según la cual, “en caso de fallecer Ricardo Fort, el cuidado de sus hijos, Marta Carolina y Felipe Segundo, quedaba a cargo de Gustavo Martínez”. Un documento repleto de datos fríos, pero que encerraba la prueba de amor que jamás había recibido. Sin embargo, se negaba a firmarlo. Un poco conmovido por la situación. Quizás, para borrar de su mente cualquier designio trágico que pudiera involucrar al amor de su vida.
—¿Te parece correcto? Aparte, vos sos más joven que yo —intentó persuadirlo, buscando una escapatoria.
—Firmalo, dale —respondió el empresario, sin escuchar opciones, y sin rodeos.
A diferencia de lo que había ocurrido con el célebre tarjetazo, esta vez Gustavo le hizo caso a Ricardo, garabateó su firma y activó el mecanismo de negación. Aunque había escuchado reiteradas veces de la propia boca de Ricardo decir que iba a morirse joven, jamás pensó que iba a usar ese papel. En cambio, estaba acostumbrado a ocuparse de las cosas que su amigo o no quería, o no sabía cómo afrontar. Hasta entonces, siempre con la compañía incondicional de la niñera Marisa López, asistía a reuniones en la escuela, colaboraba en algunas tareas domésticas, o simplemente los cuidaba. Pero Ricardo empezó a padecer las cirugías y operaciones en su cuerpo y el 2013, cuando finalmente había logrado que todo el país hablara de él, fue puro padecimiento. A su lado, estoico e incondicional, siempre estuvo Gustavo. Durmiendo en la misma cama, acurrucado en el rincón que encontraba libre, creyendo que de un momento a otro las cosas podían cambiar.
Así llegó el fatídico 25 de noviembre cuando Ricardo falleció a los 45 años. En medio del dolor y la impotencia, y antes de que entrara en juego cualquier resolución legal, tuvo que enfrentar a Martita y Felipe, que entonces tenían 9 años, para darle la noticia que nunca les hubiera querido dar. Con el corazón destrozado por la partida del hombre al que había amado toda su vida, se agarró de donde pudo para buscar ayuda. Habló con la psicóloga, con la incondicional Marisa, y también hurgó en su memoria, en el recuerdo de su madre. “Andá con la verdad”, fue el consejo que retumbaba en su cabeza. Sentó a los niños en su cama y juntó coraje:
—Les tengo que contar algo —arrancó titubeante.
—Ya sé lo que me vas a contar, que papá falleció —lo interrumpió el instinto de Felipe.
—Qué lástima que no hubo tiempo para querernos más —reflexionó Marta abrazando a Marisa entre lágrimas.
Mientras veía las reacciones de esos niños a quienes quería con todo su corazón, empezó a pasarle la película de su vida, con la violencia de su padre y la enfermedad de su madre tiñendo aquellos años en San Isidro. Veía cómo se desplomaba el sueño de tener una familia de verdad. Y se propuso que Martita y Felipe tuvieran la mejor infancia del mundo. “Creo que lo estoy logrando”, señaló conmovido durante su visita al programa de Mirta Legrand en 2017.
Gustavo organizó su dinámica laboral a contraturno de la escuela de los chicos para poder pasar la mayor cantidad de tiempo posible con ellos. Contaba que Marta le hacía acordar mucho a Ricardo, en su carácter rebelde y cambiante. Que Felipe era un santo, pero algo remolón en el colegio. Que se incomodaba a la hora de ponerle límites, pero sabía que se había comprometido para eso. Que nunca dejó de trabajar y que administró a conciencia la fortuna que rondaba a su alrededor “Yo no uso los bienes de los chicos, ni quiero un centavo. Siempre fui independiente”, explicó en una nota Teleshow. Y siempre declaró tener en claro cuál era su lugar. Le encantaba que lo llamaran Gus. Tan simple como eso. Ni papá, ni mamá, ni tío, ni padrino.
Tampoco quiso rehacer su vida. En las contadas entrevistas que dio, casi que se escandalizaba de solo escuchar la pregunta sobre volver a enamorarse. Como si eso profanara la memoria del gran amor de su vida. “Nunca más tuve un novio, no fui nunca más a ningún lado. Que nadie toque la historia como está. Mi corazón quedó para Ricardo Fort y los chicos”, y no decía mucho más de su vida privada. “Lo único que le pido a Dios es que me dé la vida suficiente para verlos crecer, ahí me voy a sentir completo”, era otra de las frases que repetía, y que a la luz de los hechos se volvió premonitoria.
Un principio de Alzheimer potenciado por la pandemia, el miedo al abandono de los mellizos, el temor a quedarse solo, algunas versiones cruzadas. Hay muchas teorías y muy pocas certezas sobre los motivos que desencadenaron en la tragedia del 16 de noviembre de 2021. Gustavo cortó la red de contención y se arrojó del balcón del piso 21 del departamento de Belgrano. Sí, ese que fue testigo de tantos momentos de su relación con Ricardo y donde vivía con los chicos. En una habitación Martita veía una serie y en otra Felipe jugaba a los videos con un amigo. Faltaban 9 días para que los adolescentes cumplan la mayoría de edad. Al décimo día, no tenía nada más que hacer.
La relación entre Gustavo Martínez y Ricardo Fort estuvo al margen de cualquier atisbo de escándalo. Al menos puertas para adentro, resguardaron ese vínculo sagrado y no dejaron que nada ni nadie interfiera. Ni el dinero, ni la fama, ni los Rolex, ni los Rolls Royce, ni los gatos, ni las novias, ni la tele, ni la muerte. Con la partida del personal trainer, empezó otra etapa. Afloraron las internas familiares, se habló de propiedades, de millones de dólares, aparecieron familiares y allegados y algunos trapitos se lavaron a la vista de todos. Ellos estaban en otra sintonía.