Durante más de tres días no tuvieron noticias de su padre. El importante empresario de 83 años había desaparecido. Durante las primeras horas las especulaciones fueron varias. No era la primera que no se sabía de él por un breve lapso. Pero el paso de los días les hizo perder esperanzas de volver a verlo. Ya nadie pensaba en un secuestro. Hubo llamados a hospitales y comisarías. Alguien apeló hasta a sus contactos políticos. Pero el hombre seguía sin aparecer.
Hasta que al finalizar el tercer día, la familia recibió un llamado de la morgue. Habían encontrado un cuerpo sin identificación que podría llegar a ser el hombre que buscaban: un señor mayor pero que no parecía de 83 sino de bastante menos. Los hijos, al escuchar la información, sintieron que alguien se paraba sobre sus tráqueas. Ese hombre mayor pero juvenil podía ser su padre. Los tres se miraron. Alguien debía ir a reconocer el cuerpo. El que se ofreció fue el hijo menor, el más impensado. Él no solía absorber las obligaciones familiares y mantenía un largo enfrentamiento con su padre. Les dijo a sus dos hermanos mayores que él era el indicado porque sería el más frío, el menos afectado por la impresión, por los afectos. Los otros dos aceptaron.
Ricardo, el hijo menor que estaba por cumplir los 40 años, ingresó a la morgue con decisión, como si fuera a completar un trámite burocrático (en cierto modo lo era) que estaba habituado a realizar. Sintió el cambio de temperatura, vio el gesto circunspecto, algo afectado, del hombre de delantal y guantes quirúrgicos que caminaba frente a él y no pudo dejar de pensar que el lugar parecía el set de una película. Después el ruido neumático de una de esas compuertas metálicas abriéndose, la camilla deslizándose y el cierre de la bolsa negra abriéndose. El profesional de la morgue separó los dos bordes de la bolsa, dejó al descubierto la cabeza y parte del torso del cadáver y sin mirar ni al muerto ni al hombre que lo venía a reconocer, se corrió hacia un costado.
Al primer vistazo, Ricardo Fort supo que ese era el cuerpo sin vida de su padre Carlos.
Se quedó mirándolo un rato largo. No lloró. Ni siquiera tuvo ganas de hacerlo. Lo incomodó la sensación de alivio que lo invadió. Después fue como si un ejército en miniatura de soldados enloquecidos corriera por su torrente sanguíneo. Sintió una rara euforia que lo desubicó. Trató de que no se trasluciera en los gestos de su cara.
En ese momento Ricardo Fort supo que su vida había cambiado definitivamente.
Menos de un año después de ese momento, se convirtió en una celebridad. Tal vez en el personaje de mayor fama y mayor espacio en los medios del país.
Había conseguido lo que siempre había anhelado.
Su vida pública fue una tormenta breve pero de una intensidad descomunal. Fueron tan sólo cinco años de exposición, escándalos, peleas, exhibicionismo y dolor.
En esos cinco años, entre 2008 y 2013, Ricardo Fort llegó, se instaló, se peleó, triunfó, escandalizó, se despedazó en público y se murió.
No hubo, ni antes ni después, un fenómeno similar.
Fue empresario del chocolate, millonario, cantante, youtuber, jurado de Showmatch, habitué de cada programa de la tarde, adicto a la fama, narcisista, buscarroña profesional, una víctima de su ambición y de la voracidad de un medio, y varias cosas más.
Fue también un personaje desbocado, triunfal y triste. Patético y magnífico. Que traslucía en medio de su jactancia una insatisfacción permanente. Alguien que buscaba casi desesperadamente, sin tapujos, atención, amor.
Murió el 25 de noviembre de 2013, hace diez años, en una clínica porteña, estragado por el dolor, por las 27 cirugías a las que se había sometido, por los analgésicos, la adicción a la morfina y las hemorragias internas de un sistema digestivo que no soportó tanto maltrato.
La gran mayoría de la gente recuerda la primera vez que supo de él, que lo vio en televisión. Yo también. Fue una noche en el programa de Fantino. Tardé varios minutos en entender qué pasaba. Hablaban de las botas que Fort tenía puestas. Un primer plano del calzado, luego se las sacó y se las pasó al conductor que elogiaba la calidad del cuero. Fort contó que las había comprado en Miami y también cuánto costaban. Una cifra bastante alta en dólares. Me llamó la atención la falta de pudor para hablar de dinero. Dijo que tenía una decena de pares de esas botas en su casa. Era un personaje de la década del 90 metido en otro tiempo, cuando ya nadie ostentaba.
Estaba rodeado de chicos jóvenes musculosos que remedaban a una barra de amigos sintéticos y en esteroides y de algunas chicas. Había también un par de guardaespaldas circunspectos. En la charla se amontonaban los Rolls Royce, Miami, millones de dólares y algunos objetos fastuosos más. Tal vez en mi recuerdo esté mezclando las dos primeras veces que lo vi. La siguiente fue mostrando un departamento espectacular en Belgrano y un vestidor sorprendente (solo ese ambiente debía pagar más ABL que el 99% de los televidentes).
Pero lo que más me llamaba la atención era no poder determinar quién era ese hombre más allá de leer en el graph su nombre y apellido y que Fantino recordara cada tanto que era uno de los herederos de Felfort. Ricky Wonka y la fábrica de chocolates.
¿Era un imitador? ¿Una especie de parodia de un millonario posible? ¿Esa voz grave, cavernosa y afectada era una mofa a alguien a quién yo todavía no podía identificar? ¿Era un fisicoculturista que habían contratado para hacerse pasar por un millonario? ¿Era un paso de comedia algo desacomodado, con un ligero problema de timing? ¿Ese mentón, esa quijada caricaturesca era una prótesis que le habían colocado en maquillaje antes de salir al aire? ¿Era posible que unas botas y unos cinturones pudieran salir tanta plata? ¿Y esa troupe que lo rodeaba? Más allá de las preguntas, de saber bien qué era lo que estaba sucediendo, tuve claro dos cosas. Eso –él, el espectáculo que brindaba, las respuestas exageradas, que parecían salir de un mal sketch de película de Porcel y Olmedo, sus acompañantes: Fort y su mundo- era algo muy diferente a lo que la televisión solía mostrar. Lo segundo fue una revelación que me produjo incomodidad: no podía dejar de mirar.
Y eso le terminó pasando a millones de personas. Su irrupción produjo fascinación. Y perplejidad.
El camino, con algunos desvíos, escalas y bifurcaciones, fue más o menos así. La muerte de Carlos Fort, su padre rígido, conservador y empresario exitoso, liberó a Ricardo, su hijo menor. Por fin pudo dedicarse a lo que quería: a buscar la fama y a disfrutar de su fortuna. Un reality por Youtube, después la madrugada de Canal 13, las presentaciones en los programas de TV (en especial Infama y Animales Sueltos), el programa a las 12 de la noche en América, el salto a Showmatch, primero como participante, después como jurado, las obras de teatro fastuosas, con millones de dólares de presupuesto pero sin público, su show propio y fugaz en el prime time. Una carrera meteórica y extraña.
En el teatro fracasa por varios motivos. Porque todo está demasiado armado (prefabricado), porque no tenía ángel, porque se pierde esa sensación de vértigo, de desastre inminente, que había en cada una de sus apariciones públicas. Porque a la gente no le interesaba su arte. Le interesaba él y su mundo vertiginoso. Eso que la televisión y las redes mostraban todo el tiempo.
Otra experiencia personal. Una sola vez lo vi en persona. Es una manera de decir. Lo que ocurrió en realidad es que me encontraba en un evento en un sitio que tenía muchas salas y salí a tomar aire a uno de los pasillos, a alejarme un poco de la gente que no conocía demasiado y de las conversaciones circunstanciales y algo artificiales (esperaba a que llegara mi esposa a rescatarme). De pronto, un tumulto. Un murmullo que fue creciendo hasta convertirse en un griterío inconexo. Y una estampida. La gente en el pasillo se corrió, o fue corrida, contra la pared y pasó un manojo de gente a bastante velocidad hacia la sala del fondo, la principal, en la que había un estreno relacionado con la farándula. Ese amasijo humano estaba conformado por curiosos, chicos jóvenes ultra producidos, alguna chica pulposa, varios camarógrafos, fotógrafos y noteros, un puñado de guardaespaldas y en el centro, en el corazón de esa masa andante, Ricardo Fort. Fue cómo cuando por una avenida pasan los micros con los barra bravas de un equipo escoltados por la policía, a toda velocidad, sin respetar los semáforos, mientras el resto de los ciudadanos comunes se deben mover contra los cordones para darles paso y para no ser arrollados. Esa fue la sensación: el fenómeno Fort arrollaba al que se pusiera delante. Después, por desgracia, supimos que también desintegraba al que iba en el medio.
Ricardo Fort no hubiera sido él sin toda la fauna que lo rodeaba. Los guardaespaldas: varios llegaron a convertirse en celebridades: Dani la Muerte y, en especial, Tito Speranza, metamorfoseado en estrella del Bailando por el instinto de Tinelli. Los Gatos: el grupo de chicos jóvenes, musculosos y bellos que lo acompañaban a cualquier lado –boliches, TV, viajes a Miami, temporadas de verano-; este elenco era rotativo y en el imaginario popular quedaron como los que se aprovechaban de la fortuna de Fort y que eran maltratados por él tal cómo se veía en los realitys autoproducidos. Las novias de diseño: pulposas (alguien dijo que no era necesario tuvieran pechos grandes: si no tenían, Fort se los ponía), muy llamativas, con ropa cara y con facilidad para la esgrima mediática; Violeta Lo Re, Virginia Gallardo, Claudia Ciardone fueron algunas de ellas. En algún momento, ya en el programa de Tinelli, realizó un reality dentro del reality: el casting para convertirse en su novia que terminó ganado Erika Mitdank. Al final, después de su outing, tuvo un novio futbolista. También estaba Marta, su madre. Y fuera de campo: sus dos hijos, su antigua pareja Gustavo Martínez, Marisa la niñera que los chicos aun quieren como una madre, sus dos hermanos, alguna cuñada.
Muchas veces considerado victimario, Ricardo fue víctima de algo que hoy no sería recibido de la misma manera. Durante mucho tiempo fue preguntado, pinchado, presionado, hostigado para que revelara su condición sexual. Compañeros de trabajo, panelistas, periodistas y conductores muy importantes en su momento lo empujaban para que saliera del closet.
En sus entrevistas tenía cuatro temas recurrentes, sus obsesiones. El dinero, la búsqueda de la fama como objetivo último, la muerte y el padre.
Carlos Fort nunca aprobó las decisiones de su hijo. La relación entre padre e hijo fue la historia de una incomunicación perpetua. Uno de sus hermanos contó que cuando Ricardo tenía 14 años se quedaba sentado en la mesa familiar mirando al padre, inmóvil. Cuando el progenitor le preguntaba qué estaba haciendo, él respondía: “Esperando”. El padre insistía: “¿Esperando qué?”. Antes de levantarse de la mesa, el Ricardo adolescente contestaba: “Heredar”.
Uno de los focos de tensión en esa relación fue que el hijo menor nunca quiso trabajar. Se quería dedicar a la música, su deseo era triunfar como cantante en el mercado latino. Ser una especie de Ricky Martin, de Chayanne argentino con proyección internacional. Carlos Fort utilizó sus contactos y le consiguió una audiencia con Palito Ortega. El Rey lo escuchó y sentenció: “Cantás bien pero no transmitís”. Ricardo no se dio por vencido. Instalado en Miami probó durante unos años con diferentes productores y hasta llegar a grabar un disco mientras trabajaba de bailarín a go go en las discotecas. Su padre no le pasaba dinero porque la condición era que tuviera un trabajo tradicional y en lo posible en la fábrica. Los gastos extras los hacía gracias a la protección de Marta que siempre le conseguía una extensión de su tarjeta de crédito a espaldas de su marido.
El otro gran punto de tensión era la homosexualidad de Ricardo. El padre lo vivía como una gran vergüenza. Prefería ni siquiera hablar del tema. Aunque alguna vez le dijo, en medio de una de sus frecuentes peleas, que prefería tener un hijo drogadicto a uno homosexual (seguramente Carlos utilizó una palabra más despectiva, infamante). Ricardo, cuando ya era famoso, y recordaba este diálogo, remataba: “Y al final tuvo uno que fue las dos cosas”.
Regalaba IPhones, Rólex, motos y hasta autos. Dicen que muchos le robaban, que se aprovechaban de él y de su prodigalidad. Pero a Fort eso no le importaba demasiado. Era su manera de mostrarse, de demostrarles, que él era superior, que podía pagarles cualquier salario por exuberante que fuera. Una forma de ostentar su poder. En los videos se ve como era un pequeño e impiadoso dictador con los integrantes de su séquito. Ser entourage de Fort no era sencillo ni barato.
Cuando se escuchan sus declaraciones sorprende descubrir la cantidad de veces que hace referencia a la muerte. Como si estuviera convencido de que no iba a llegar a viejo, que su vida sería breve. Hasta imaginó un destino para sus restos. Dijo que deseaba ser cremado y que sus cenizas fueran lanzadas desde lo más alto del Obelisco porteño. Su familia no cumplió esa última voluntad y lo enterró en un cementerio privado en una ceremonia íntima en la que no dejó ingresar a curiosos ni periodistas.
Esa fijación con la muerte es probable que fuera consecuencia de la convivencia permanente con el dolor. La obsesión por el cuerpo lo llevó a operarse 27 veces. Tenía decenas de clavos en su columna. Muchos afirman que se había puesto talones para ser más alto y que después por los problemas en el resto de su humanidad se realizó la intervención inversa. Desde joven tomó hormonas y anabólicos para cincelar los músculos. La mandíbula de cómic. Toda esa tortura permanente hizo que abusara de analgésicos, medicamentos varios y que desarrollara en el último tiempo dependencia a la morfina. Fue un esclavo de su cuerpo, un soldado del dolor
El tiempo despeja los enconos, olvida desplantes, vanidades y crueldades. Pasada una década de su muerte, Ricardo Fort sigue vivo en memes, stickers, videos de YouTube, frases y expresiones que se colaron, como un guiño, en el habla cotidiana. Los medios siguen publicando notas sobre él (esta es una prueba), hace un par de años Anfibia y Spotify produjeron Basta Chicos, un extraordinario podcast basado en su vida conducido por Damián Kuc, y este año Star Plus, la plataforma de Disney, dio a conocer una serie documental sobre él con guiones, entre otros, de Juan José Becerra y Tamara Tenenbaum.
Ese es su triunfo, su gran revancha. No triunfó en la música, no se consagró como artista, al menos no como uno tradicional. Él, que se impuso como mediático, como un producto del escándalo televisivo, del impacto, subvirtió la naturaleza de esa especie. La característica esencial de ese tipo de suceso es lo efímero, lo pasajero; lo mediático es aquello que no perdura, que es tapado y olvidado por el siguiente escándalo.
Ricardo Fort, con su singularidad, con sus excesos, con su dolor, con ese desmoronamiento público, con esa especie de martirio en el altar de la fama y frente a todos, logró permanecer.