La historia de Ricardo Blume es una narrativa de resiliencia y talento. Periodista, escritor, intérprete, es también la historia del hombre que encontró en la actuación la forma de comunicarse con el mundo, y la de esos ojos curiosos, que disfrutaban de los días de semana por sobre los domingos, porque les gustaba ver los negocios abiertos.
Nacido en Perú el 16 de agosto de 1933, hijo de Juan Carlos Federico Blume Dixon y Rosa María Traverso Magán, tuvo cinco hermanos, pero el apego más importante fue con Eduardo, Eddie, el más chico. Con él se inclinaba más hacia la lectura y el aprendizaje, en tanto que los otros cuatro son recordados por alborotar los alrededores del tradicional barrio de Miraflores, en Lima.
La vida de la familia cambió drásticamente en 1940, cuando un terremoto de magnitud 7.9 sacudió Perú, afectando especialmente a la capital. El desastre natural no solo causó destrucción física sino que también trastocó la estabilidad económica de muchas familias, incluida la de los Blume. Sin embargo, no trastocó los cimientos de Ricardo, quien continuó sobresaliendo en la escuela y mantuvo su enfoque en la educación. Claro que no estaba preparado para un golpe al corazón.
Una jornada su padre reunió a los seis hijos y les contó eso que tenía atragantado. Los dolores de Rosa eran cada vez más fuertes y los estudios de urgencia no dejaron lugar a dudas. Tenía cáncer de colon. Y no le quedaba mucho tiempo. Una de las últimas palabras que escuchó la mujer fueron las de su esposo, quien le juramentó que no iba a permitir que otra persona críe a sus hijos. Rosa murió tranquila, sabiendo que Juan Carlos iba a cumpir su promesa. Nunca más volvió a formar pareja y vivió para los chicos.
Ricardo tenía 13 años y los recuerdos se le bordaron en el alma. “Tengo una imagen, casi un flash, de mi mamá en cama, seguramente en su último tiempo, y yo me abrazaba a ella y sentía lo que llaman el meteorismo. Eso lo recuerdo mucho”, explicó a al sitio Cosas.
Como si fuera uno de los culebrones que no tardaría en protagonizar, la tía Enriqueta, la hermana de Rosa, llegó al hogar para poner orden y suplir dolores. Le pidió a Juan Carlos que continuara con sus obligaciones laborales, que no había forma de estar solo con los seis chicos. Y que el compromiso con su hermana estaba sellado para siempre.
Con su padre nuevamente en ritmo de trabajo y arropado por el amor de su tía, Ricardo comenzó su incursión en la poesía, escribiendo versos a su madre, al amor, a las ausencias, al extrañar. “Hablaba de ella y de la falta que me hacía”, recordó en varias entrevistas, como si hiciera falta. “Aún los tengo. Son pésimos, pero me ayudaron a mantener el vínculo”, agregó con autocrítica. Otra forma de paliar los dolores era el arte. Disfrutaba de escuchar a Pedro Infante, Jorge Negrete o a Javier Solís, además de sentirse fascinado por la edad de oro del cine mexicano, con estrellas de la talla de María Félix.
Cuando terminó sus estudios en el colegio Champagnat, tenía 16 años y no sabía qué hacer con su vida. Mientras todos sus compañeros tenían asegurado su futuro, sea en los negocios familiares o siguiendo las tradiciones universitarias de sus padres, él se encontraba perdido. En este panorama, un amigo le preguntó si se quería ganar unas monedas en la cosecha de algodón. Ganar su primer dinero lo sedujo y aceptó sin dudar demasiado.
El tiempo en la hacienda abrió su mente a un mundo que nunca hubiera imaginado, y aprovechaba los momentos de descanso para escribir las nuevas sensaciones. Como si todo fuera un sueño, le quería poner palabras a eso que experimentaba su cuerpo o a las ideas que volaban en su mente. Su amigo lo miraba sorprendido y un día le preguntó el por qué. “Voy a ser escritor de novelas y de obras de teatro”, respondió convencido. Y siguió escribiendo.
Como en Perú no había una escuela de formación profesional para escritores ni de arte dramático, apuntó a la Asociación de Artistas Aficionados. Sin darse cuenta, la dramaturgia perdió terreno y la actuación capturó su interés. También lo hizo Silvia del Río, una bailarina que solía cruzar en los pasillos. Rápidamente se hicieron amigos, pero él sabía que quería algo más con ella.
“Recuerdo que fui con mi amigo Leslie a ver a las chicas en mallas que bailaban ballet, que era como verlas en topless ahora, y allí Silvia”, reveló Ricardo sobre aquel flechazo. “Primero fuimos amigos, un día nos dimos cuenta de que estábamos yendo de la mano, otro día nos besamos… y de ahí en adelante todo ha sido muy natural”, agregó, y tendió un puente entre dos épocas: “Es difícil con una profesión como la mía, con la época de la galanura en que las mujeres se me tiraban encima. Pero siempre supe que Silvia era la mía… ‘La mía’, ¡qué machista, qué estoy diciendo!”, reflexionó con autocrítica.
La actitud que mostraba en escena y la forma en que interpretaba los papeles, rápidamente lo llevaron a destacarse como el suplente en todas las obras donde pudiera. Él quería estar, como sea, y cualquier reemplazo era la oportunidad de su vida. Así conoció a los máximos exponentes del género en su país y pronto consiguió un lugar en la Compañía Nacional de Teatro del Perú.
Perfeccionándose en la actuación, jugando con los mejores, ya comprometido con Silvia, la vida de Ricardo estaba en su mejor momento. Un día, uno de sus profesores llegó con una propuesta que se convirtió rápidamente en un desafío: gracias a su tenacidad y empeño, le ofrecían una vacante para perfeccionarse en una escuela de actuación de Madrid, con una duración mínima de un año.
Dio tantas vueltas para enfrentar la situación ante su futura esposa, que la respuesta de ella lo dejó aún más desorientado: “Vete, si nuestro amor es real como creemos, esto lo podremos superar. Si es simplemente una payasada, esto se terminará”. 23 años tenía nuestro actor, y debía tomar una decisión urgente.
Para que la historia tenga más épica, decidieron que la comunicación entre ambos sería solo por carta, prescindiendo de los teléfonos. Los papeles cruzaban el océano de a cientos y llegaron a completar un baúl. Pasó el año estipulado y Ricardo se dio cuenta que no podía dejar de aprender, que estaba ante la oportunidad de su vida. “Ella me esperó esos cuatro años. Nos casamos a mi regreso, en 1960″, explicó más tarde, donde lamentó el impulso juvenil de deshacerse de los manuscritos: “Un día cometí la estupidez de tirar todas las cartas para acabar con el pasado y seguir adelante. Qué estúpido, ¿no?”, se sinceró.
Al volver a la tierra que lo vio nacer, Ricardo no solo había adquirido una formación teatral sólida sino que también se había convertido en un hombre más maduro y atractivo. Pronto, se le ofreció una columna en un periódico importante de Perú, El Comercio. Su padre se convirtió en su crítico más riguroso, impulsándolo a mantener un alto nivel en su escritura. Con el tiempo, compilaría sus columnas en dos libros, consolidando su legado tanto en el teatro como en la literatura.
Su hermano menor, Eddie, también se destacó en el ámbito actoral en Perú y fue un importante activista por los derechos de los homosexuales en el país. La relación entre ambos hermanos continuaba siendo estrecha: “Yo era tan ingenuo que no sabía que mi hermano era homosexual. Hasta los años ‘70 que, estando en México, se confesó conmigo y para mí fue como ‘¿¡qué es esto!?’. Admiré muchísimo su trabajo y su valentía; no compartía muchas de sus formas, pero… no es un tema que me guste tratar”, reconoció. Eddie falleció en 2009.
En Lima, Ricardo fundó y lideró el Teatro de la Universidad Católica (TUC) en 1961. En su rol de profesor en esta institución, produjo obras teatrales de alta calidad y formó a actores y directores que luego se destacarían en el ámbito nacional, como Jorge Chiarella y Gianfranco Brero. En 1967 regresó a España para filmar una película con producción argentina, Mi secretaria está loca... loca... loca, en la que interpretó a la pareja de la protagonista, la gran Violeta Rivas.
Pero su consagración definitiva iba a ser en México. Luego de ganar reconocimiento en toda Hispanoamérica con su participación en la telenovela Simplemente María, a inicios de los 70, se trasladó a ese país, donde continuó su carrera en telenovelas sin abandonar el teatro. Fue galardonado con la medalla Mi vida en el teatro, el reconocimiento más prestigioso en actuación, otorgado por el Centro Mexicano del Instituto Internacional de Teatro de la Unesco.
Entre 1980 y 1992, regresó a Perú con la intención de comprar o al menos alquilar un teatro, un objetivo que describió como “la única frustración de toda mi carrera”. Apareció en televisión una única vez como invitado en la serie Gamboa y posteriormente, trabajó como comentarista en una página cultural y como presentador de documentales televisivos. Volvió a México con algo de tristeza a cuestas, pero allí lo esperaba la cadena Televisa con un contrato de exclusividad.
En 1994 se conoció con Thalía, y su popularidad no tuvo fronteras. Ella era Marimar y Ricardo, el gobernador Fernando Montenegro. Fue el primer paso de un recorrido en conjunto que hizo historia en el mundo hispanoamericano de las ficciones, que se ratificó un año más tarde, cuando fueron las figuras destacadas de María la del Barrio.
Remake de Los ricos también lloran, protagonizada originalmente por Verónica Castro en 1979, cuenta la historia de María, una muchacha humilde que nació en la pobreza. Su madrina, Casilda, la cuidó desde pequeña, le inculcó valores morales y una precaria educación. Al morir Casilda, María quedó sola y su único apoyo es el Padre Honorio, quien le pide a uno de sus benefactores, el millonario Don Fernando De la Vega, que la lleve de sirvienta a su casa. Ella no sabe que este señor, interpretado por Ricardo Blume, es el padre del hombre de sus sueños: Luis Fernando De la Vega.
Blume brilló en la ficción y rápidamente se convirtió en figura mundial, gracias a la amplia aceptación que en ese momento en la región tenían las novelas mexicanas. Sin embargo, a él nada de eso le cambiaba su pensar y su sentir, y siempre se mostró con los pies en la tierra y en el escenario. Actuó en otra decena de ficciones en la pantalla chica, filmó siete películas y en ningún lugar fue más feliz que en el teatro, donde participó de más de 70 obras.
En 2013, su amigo y productor teatral Jorge Coco Chiarella junto con una amiga y socia adquirieron una sala en Perú y decidieron nombrarlo Teatro Ricardo Blume en su honor. El gesto lo emocionó profundamente, y sentía cómo la vida de alguna manera le hacía un guiño. No había cumplido su promesa de erigir uno, pero al menos algo quedaba con su nombre.
Poco tiempo después, la salud de Blume comenzó a ser noticia en los portales, y en medio de especulaciones, se supo que estaba enfermo de Parkinson. Murió el 30 de octubre de 2020 en la Ciudad de Querétaro, México, su patria adoptiva. La Asociación Nacional de Intérpretes (ANDI) informó del deceso a través de su cuenta de Twitter: “El Consejo Directivo y el Comité de Vigilancia de ANDI comunican el sensible fallecimiento del socio e intérprete Ricardo Blume. Nuestras más sentidas condolencias a su familia y amigos”.
El dolor se replicó en todo el continente, y naturalmente en su tierra natal. “El Ministerio de Cultura del Perú lamenta el fallecimiento de Ricardo Blume, destacado primer actor nacional de teatro, cine y televisión. Expresamos nuestro más sentido pésame a su familia y seguidores”, se publicó en la cuenta oficial de la dependencia gubernamental.
Pero el mensaje más esperado era el de aquella joven que se llevaba el mundo por delante hasta converse en una de las grandes estrellas del firmamento latino. “Ricardo Blume. Nuestro amado Tío Güero partió. Siempre te recordaré con mucho cariño. Gran actor, gran compañero, gran persona. Los fans de María, la del barrio y yo mandamos paz y amor a toda su familia y amigos”, escribió Thalía y emocionó a sus fans.
Sus cenizas fueron llevadas a Perú, cumpliendo su última voluntad. Allí reside Silvia, el gran amor de su vida, junto a sus hijas y nietos. “Mi vida es normal, sencilla, con los pies en el suelo”, dijo Ricardo en una de sus últimas entrevista. Aseguró disfrutar de la soledad y no tanto de celebrar sus cumpleaños. “No es el día que más me gusta, pero me reúno con mi familia, mis nietas. Me encantan los días normales, de semana cuando las tiendas están abiertas. No me gustan los fines de semana ni las fiestas... Me acuerdo cuando iba a las fiestas, me paraba detrás de un sillón y las chicas tenían que sacarme de allí para bailar porque no me atrevía”. Y fue el teatro lo que lo ayudó a vencer esa timidez. “El teatro nos permite ser ‘otro’ y hacer de todo. Hasta ahora me ocurre”.
La historia de Ricardo Blume es un testimonio de cómo el talento y la resiliencia pueden superar las adversidades, desde desastres naturales hasta desafíos personales. Su legado en las artes sigue siendo una fuente de inspiración. Y su recuerdo permanece imborrable entre aquellos que lo disfrutaron.