Don Ramón no hubiera existido sin Ramón Valdés. Y viceversa. La máxima podría sostenerse en el lugar común: ese personaje entrañable hubiera sido muy distinto sin la impronta particular del actor, cuya vida personal -a la vez- no se habría visto atravesada por la fama, el éxito y la popularidad que consiguió por aquel rol en El Chavo del 8. Pero no. La explicación es mucho más simple: uno y otro, persona y personaje, son lo mismo, casi creados a imagen y semejanza. No es casual que compartieran nombre, apodo, origen y vestimenta; incluso, nadie podría aventurar quién nació primero.
En rigor, el actor Ramón Antonio Esteban Gómez Valdés y Castillo -tal su nombre completo, como él mismo lo anunciaría en un sketch del Chapulín Colorado- se asomó al mundo en Ciudad de México el 2 de septiembre de 1923, si bien se crio en Ciudad Juárez como parte de una familia tan numerosa en integrantes como en carencias. En cambio, Don Ramón se daría a conocer recién en 1971 -en el episodio El Ropavejero de El Chavo del 8- como un hombre cascarrabias y malhumorado recién llegado a la bonita vecindad desde el estado de Chihuahua, cuya ciudad más poblada es Ciudad Juárez; el primer guiño entre ambos.
A esta altura la crónica requiere una mención expresa, para poder distinguir a quién le corresponde cada acontecimiento, característica o particularidad: Don Ramón o Ramón Valdés. Y de ese modo distinguirlos, como si esto fuera posible.
Los dos tuvieron ocupaciones diversas. Pese a su escasa afición al trabajo, el padre de la Chilindrina desarrolló múltiples oficios: fue plomero, zapatero, peluquero, vendedor de ropa usada (de allí el nombre del capítulo que significó su debut en el programa), jardinero, carpintero y mucho más. Por su parte, este padre de 10 hijos -de dos matrimonios diferentes- y abuelo de 17 nietos también fabricó muebles de madera, además de haber sido chofer y comerciante, por mencionar solo algunas de las ocupaciones que desarrolló.
La inestabilidad laboral hacía que ambos encontraran dificultades para llegar a fin de mes. Así como Don Ramón le debía la renta al Señor Barriga, Valdés solía pedirle dinero prestado a su célebre hermano Germán Tin Tan Valdés para afrontar sus deudas, mientras buscaba triunfar como artista. Para él, todo cambiaría con el suceso del ciclo de Roberto Gómez Bolaños, claro.
Paradoja del comediante: habituado a provocar carcajadas, Chespirito no tenía la risa fácil. Y les contaba a sus amigos que solo una persona conseguía hacerlo reír: Valdés. Se habían conocido en 1970 cuando Gómez Bolaños lo había convocado para su programa Los supergenios de la Mesa Cuadrada. Con el Ingeniebrio Ramón Valdés, el actor desembarcaba en la televisión a sus 47 años y con una trayectoria extensa en el cine -ya había participado en más de 70 películas, en varias de ellas con Cantinflas-, pero errática en su reconocimiento popular y monetario.
Un año más tarde Chespirito volvería a llamarlo, esta vez para El Chavo del 8. Podría afirmarse -no sin riesgo- que Don Ramón no es propiedad de su inagotable creatividad: quizás sea el único personaje que no le haya pertenecido. Y terminaría por reconocerlo de manera tácita, ya que a diferencia de lo que decidió con Carlos Villagrán, por ejemplo, a quien nunca le cedió los derechos de Quico, Gómez Bolaños jamás se opuso a que Valdés fuera Don Ramón allí donde quisiera, por fuera del programa. El actor podía usar con absoluta libertad su nombre de ficción, la vestimenta del personaje, sus clásicas muletillas y sus ocurrencias. Si casi nada de eso surgió de un guion. Si todo eso era Ramón Valdés. Por algo lo primero que Chespirito le dijo al proponerle sumarse a su ciclo en aquel 1971 fue “Sé tú mismo”.
Partiendo de esa premisa, todo se mezclaba. Gómez Bolaños escribía los libros y Valdés aprendía sus líneas con oficio, por supuesto, pero no podía con su genio: “¡Si serás, si serás!”, “Con permisito, dijo Monchito” y tantas otras frases más fueron improvisadas por el actor, sin haber estado incluidas originalmente. Y hasta ese Monchito correspondía a su verdadero apodo: de esa manera lo llamaban sus amigos en su infancia en Ciudad Juárez.
Los límites entre ficción y realidad fueron difusos como pocas veces. De ese modo, si Don Ramón era adorado por el público, ¿cómo sus compañeros no iban a querer a Ramón Valdés? La actriz María Antonieta de las Nieves lo amaba del mismo modo que lo hacía la Chilindrina: como a un padre. Por algo fue Valdés quien la acompañó al altar cuando se casó en la vida real.
La antipática Bruja del 71 caía rendida a los pies de Don Ramón (a quien cariñosamente le decía “Mi Roro”) del mismo modo que Angelines Fernández lo hacía con Valdés: siempre lo amó, jamás fue correspondida. Esta actriz de carácter nacida en España, que llegó a México escapando del régimen de Franco al que combatió como guerrillera, se cruzó en algún teatro con un joven actor. Angelines pronto supo que no solo se había enamorado de Ramón, sino que lo haría para toda la vida. También comprendió que él la adoraba, pero no la amaba. Ni la amaría.
Pese a tamaña revelación, siguieron trabajando juntos en distintos proyectos y se hicieron muy amigos, al punto que fue Valdés quien alentó el ingreso de ella a El Chavo del 8. Y claro, la tragedia romántica se trasladaría a sus personajes, en los fallidos intentos de conquista amorosa.
Cuando el actor murió, el entierro fue multitudinario. Cuando esa tarde todos se fueron, Angelines permaneció en soledad y durante horas junto a la lápida de Valdés en el panteón Mausoleos del Ángel, en la Ciudad de México. Cuentan que una y otra vez la escucharon murmurar, entre sollozos: “Te fuiste mi Roro… mi Roro…”.
A esa despedida no concurrieron tres figuras destacadas del Chavo del 8. Una fue María Antonieta: se encontraba en Perú trabajando como la Chilindrina, y no llegó a tiempo; no pasaría un día sin lamentarlo. La segunda: Florinda Meza. En su caso, lo hizo por decisión propia.
El desprecio entre Doña Florinda y Don Ramón halló su correlato cotidiano, como podía esperarse frente a estas barreras ausentes entre lo ficcional y la realidad. Cuando Meza -ya como mujer de Chespirito- pasó a encargarse de la dirección artística del ciclo, Valdés estuvo en consonancia con el resto del elenco: no lo aceptó. Reacio, solo obedecía las órdenes del creador, el mismo que lo había convocado. Y cuando Villagrán fue despedido por los celos que la trascendencia de Quico generaba en el propio Gómez Bolaños, entendió que había sido demasiado para su dignidad. Y siguiendo la huella de su amigo, él también se fue, con Don Ramón a cuestas pero las manos vacías: resignaba muchísimo dinero.
Pese a contar -lo dicho- con los derechos de su personaje, Valdés ya no lograría el éxito cosechado junto a Chespirito. Alternaría buenas y malas, y su salud comenzaría a desmejorar. La adicción al tabaco -era el único que tenía autorización para fumar en los estudios de Televisa, pues... ¡era Don Ramón!, ¿quién se lo iría a prohibir?- le provocaría un cáncer de estómago. Los doctores le explicaban que si no abandonaba ese hábito nocivo, el final era irremediable; apenas se iban de la habitación, Valdés encendía un cigarrillo.
El tumor no se detuvo y un nuevo diagnóstico fijó un pronóstico irreversible: le quedaban seis meses de vida. Ramón Valdés tenía 64 cuando murió, el 9 de agosto de 1988, cuatro años después de que los médicos hubieran determinado aquella fecha fatídica.
Roberto Gómez Bolaños: de él se trata este párrafo. Chespirito fue el tercer ausente en el entierro de Ramón. Tal vez en respaldo a su esposa, consideró que no debía acercarse a dar el pésame. Y ya nunca se perdonaría no haberle rendido homenaje a quien, más allá de las diferencias profesionales, había logrado lo que nadie podía: hacerlo reír. Tiempo después el guionista describiría su gesto como un gran error, quizás sabiendo que ni falta hacía que lo dijera. El corazón de Valdés hubiera sido incapaz de albergar el rencor.
Así, esta crónica se agota en su falsa promesa: no alcanzan sus palabras para despejar certeza alguna. Don Ramón y Ramón Valdés, ¿cuál era uno y cuál el otro? Quizás a modo de justificar el incumplimiento, además de no despejar la incógnita se plantea una nueva: ¿a quién le importa resolver ese dilema? Si al fin de cuentas, ahí está lo mejor. Aquí no había truco alguno. Con Ramón -Don o Valdés, da igual- la magia simplemente sucedía, desprovista de engaños y doble fondo.
Porque mientras tanto nos cuesta ser auténtico -en la vida o en cualquier ficción-, Ramón, simplemente era.