Cuando Michelle Pfeiffer era una adolescente creciendo en Midway City pasaba mucho tiempo frente al televisor. En ese poblado del sur de California donde la vida se percibía monótona y gris, lo único que ponía un poco de color era en blanco y negro. Michelle amaba ver Batman, protagonizada por Adam West, no por las andanzas del Hombre Murciélago, ella idolatraba a Gatúbela. “Adoraba ver la serie para que ella saliera, aunque para mí sus apariciones nunca eran suficientemente largas. Creo que rompía todos los estereotipos de lo que una mujer debía ser. Eso me parecía excitante y prohibido. Probablemente yo estaba en la edad en que comenzaba a darme cuenta de mi sexualidad y ver a Gatúbela en acción resultaba emocionante”.
Segunda entre cuatro hermanos, la hija de Donna, un ama de casa, y de Dick Pfeiffer, un técnico que se ganaba la vida reparando calderas y aire acondicionado, alternaba la escuela con ayudar a su padre limpiando los aparatos rotos que acumulaba en el taller. Su familia la educó de una manera muy simple: “Si querías algo tenías que ganarlo. Si rompías algo tenías que arreglarlo. Si no te gustaba algo debías cambiarlo”. Y Michelle, lo que decidió cambiar fue de trabajo. Consiguió un empleo tan duro como aburrido: apilar jeans en un depósito a las 4 de la mañana y con la apertura del local, atender la caja.
En ese presente donde el futuro se vislumbraba con exceso de realidad y poca expectativa, comenzó a soñar ser actriz. Sin contactos, pensó que la mejor manera de atraer la atención de un agente de talentos sería presentarse en un concurso de belleza donde éste oficiaba de juez. Solo se planteaba un gran problema. Le sobraba belleza y le faltaba… un vestido. En su armario únicamente colgaban pantalones, no usaba otra prenda. Decidida a participar robó un traje de baño y un vestido del local y se presentó al concurso. Con prendas ajenas pero hermosura propia la coronaron Miss Condado de Orange.
Después del certamen le llegaron propuestas menores. Filmó algunos comerciales y debutó en el cine haciendo globos con su chicle en Grease 2. Recién llegada a Hollywood vivió uno de los momentos más extraños de su vida. Decidió sumarse a un movimiento conocido como Respiracionismo. El grupo afirmaba que las personas podían dejar de alimentarse y vivir solo de la energía solar. Con apenas 20 años, esta locura más que creencia le resultó creíble y adhirió a sus principios.
Según contó en una entrevista en The Telegraph, conoció a los respiracionistas mediante unos vecinos. Al principio creyó que eran entrenadores personales, ya que “trabajaban con pesas y ponían a la gente a dieta, lo suyo era el vegetarianismo”. Poco a poco se fue acercando, participó de reuniones, y aunque no llegó a integrarse a una comunidad, les solía entregar dinero. Fue entonces que se enamoró de su primer marido, el actor Peter Horton, y mientras lo ayudaba a preparar su papel en una película sobre la secta Moon, se dio cuenta de que ella estaba en otra. Dejó de asistir a las reuniones y de mantener contacto con sus miembros.
Alejada de la secta, Michelle comenzó a ser elegida para mejores papeles. Fue Elvira, la novia de Al Pacino en Caracortada (Scarface). Siguió La dama halcón, Las brujas de Estwick, Casada con la mafia, Relaciones peligrosas y Los fabulosos Baker Boys. Decidida a no encasillarse en el papel de mujer sensual y bonita aceptó aparecer con un sucio delantal y el pelo sin lavar en Frankie y Johnny, un drama romántico donde un expresidiario metido a cocinero (su viejo conocido Al Pacino) se enamora de una camarera escéptica y desconfiada de los hombres. Convertida en una de las actrices mejor pagadas de Hollywood y reconocida por la crítica, se daba el lujo de rechazar protagónicos como el de la agente Starling en El silencio de los inocentes.
Estaba de vacaciones cuando supo que Tim Burton dirigiría Batman y necesitaba una actriz para Gatúbela. Dejó descanso, abandonó relax y se puso en campaña para conseguir el rol. No solo quería interpretar ese personaje que admiraba, además anhelaba trabajar con un director que la maravillaba. “Tim tiene una manera muy poco corriente de ver el mundo. Hay una oscuridad inocente, malévola e infantil en todas sus películas. Ningún director está haciendo algo parecido y ese es un signo de genialidad, en mi opinión. Que pueda retener su particular visión sombría y triunfar en Hollywood para mí es todo un milagro”, explicaba.
Pfeiffer quería el papel y el estudio quería a Anette Bening. Pero el destino, o en este caso una cigüeña, se interpuso. Bening se había casado con Warren Beatty y no solo había logrado que el gran seductor de Hollywood aplacara su libido; además lo convenció para formar una familia. Cuando Burton la convocó, Anette estaba embarazada. Descartada su primera opción, el director le tomó una prueba a Sean Young. La actriz que enamoró a Kevin Costner en Sin salida se presentó enfundada en un traje de Gatúbela y Burton pensó que era la indicada. Michelle no se rindió. En la revista Rolling Stone contó su estrategia: “Yo tenía amigos que trabajaban para Tim y le sugerí, a través de ellos, que el guionista escribiera una escena para mí y que la actuaría gratis”. La estocada final fue llamar al director de los pelos parados para suplicarle el papel. El plan funcionó y se quedó con esa heroína a la que admiraba desde adolescente.
La alegría por ser elegida se transformó en desafío, Burton le advirtió que el trabajo sería duro. Esa muchacha que cuando era niña no se amilanaba al momento de agarrarse a las piñas con sus compañeros varones pasó semanas aprendiendo kickboxing, una disciplina que combina boxeo con patadas. “Michelle es perfeccionista. Si no lo hace bien la primera vez, practica y practica hasta que se vuelve as de lo que sea. Es una mujer de determinación increíble”, contaba Katthy Log, campeona de artes marciales y su profesora. Al entrenamiento intensivo le sumó clases de gimnasia y yoga.
El reto mayor lo enfrentó con el látigo de tres metros. Con una determinación única logró dominar el arte de enlazarlo a su propio cuerpo y de atrapar al otro por la cintura, el cuello o la muñeca. “Solo conocí una o dos personas que se aproximan a la expresión de Michelle con el látigo. Lo utiliza exactamente como lo haría Gatúbela. Es sensual, sinuosa, sexual y peligrosa”, admitía Tony De Longis, su entrenador. Todos la contemplaban con admiración, excepto su doble profesional, que se quedó sin trabajo porque ella manejaba el instrumento mucho mejor.
Si el entrenamiento físico fue extenuante, afrontó un desafío peor. Ese catsuit que, como un oxímoron aunque era de una felina disparaba ratones, todo lo que lucía de sensual lo poseía de incómodo. Para ponérselo debía entalcar todo su cuerpo y calzarlo con la ayuda de dos o tres asistentes. Una vez metida en el traje, aunque era de goma, al ser tan ceñido y complicado de volver a poner no podía ir al baño. Ya sobre su cuerpo lo pintaban con un acabado en silicona para que mostrara su brillo característico.
Al engorroso traje se le sumaba la incomodidad de la máscara, que apenas la dejaba respirar, y las uñas enormes, que se enganchaban por todas partes. Pfeiffer miraba con envidia a los pingüinos reales que se usaron en el rodaje. Como las aves precisaban que la temperatura del agua y del ambiente fuesen bajas, les armaron su propio camerino en el que nadaban plácidos en una piscina con agua fría con una zona de refrigeración especialmente diseñada.
Si el traje era incómodo cierta situación también podía generar incomodidad: Pfeiffer había sido pareja de Michael Keaton, el actor escogido como protagonista. Cuando él supo que su ex sería su compañera, la llamó por teléfono para tranquilizarla, ya que si bien “teníamos una historia en común y nos conocíamos lo suficiente para establecer una comunicación necesaria, no nos conocíamos lo suficiente como para que interfiriera negativamente en nuestro trabajo”, reveló la actriz. “Yo me encontraba en una película fuera de mi elemento habitual y fue reconfortante tener a alguien familiar, con quien había compartido algo de mi vida. Sabía que cuando tuviera un problema podía ir y preguntarle: ‘Okey, ¿por qué me siento así?’. Y que él me susurraría al oído ‘porque es absolutamente normal en esta situación’”.
Traje incómodo, dominar el látigo, un exnovio como compañero: nada amedrentó a la actriz, pero sí la asustaron sus propias inhibiciones. “Fueron mi gran dificultad. En algunos momentos pensaba. ‘Estoy vestida de gata, totalmente expuesta y comportándome de un modo que no se corresponde con el que se espera tradicionalmente de una mujer. El tener que lamerle la cara a Batman es algo que en principio no quieres hacer con nadie. Para ningún papel tuvo que liberarme de tantas inhibiciones como para este”, admitía. “Cuando hacés algo te entregas totalmente o fracasas. No hay término medio. Y eso sentí al encarnar a Gatúbela. No puedes pararte a pensar qué estás haciendo. Simplemente lo haces”.
Después del estreno de Batman, Pfeiffer dejó de ser considerada la gran actriz que protagonizaba grandes películas pero no grandes recaudaciones para ser una de las más requeridas de Hollywood. Ella, sin embargo, minimizó su éxito. “Ahora que mi heroína de infancia es un dato más en mi currículum de actriz espero mi próximo proyecto. Sé que soy una estrella y que tengo admiradores incondicionales. Pero en la calle, como persona, deseo ser anónima: detesto que me persigan para declararme amores imposibles. Es divertido, pero la vida pasa mucho más rápido y todavía tengo mucho que hacer”.
Todavía recuerda el día que descubrió que se había convertido en una celebridad. “En un puesto vi una revista con mi cara en la portada. El título era solo y en letras grandes, ‘Michelle’. Nada de Michelle Pfeiffer. Solo, Michelle. Entonces pensé: ‘Ya está, ya estoy aquí'. Sin embargo, todavía no estoy segura de que merezca la pena”.
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