Después de Bajos instintos y Sliver, Sharon Stone no solo se había convertido en una de las actrices más impactantemente bellas de la historia del cine, sino que además había quedado asociada al casillero mito sexual. Pocos veían que detrás de su imagen turbadora y de su mirada indescriptible, existía una talentosa actriz.
Luego de participar en varias películas clase B, ser la fantasía erótica de Woody Allen en Recuerdos, aparecer fugazmente en El vengador del futuro con Arnold Schwarzenegger, a Stone le llegó su gran oportunidad en Bajos Instintos. El director Paul Verhoeven, que la había conocido en El vengador..., fue quien la convocó. Atrás quedaban las 15 temporadas que pasó desfilando para la agencia Ford, tiempos donde fue una modelo tan famosa como infeliz. “Vivía en Europa torturada por playboys italianos. Me preguntaba qué hacía allí cuando lo que yo quería era hacer cine”. Pero, realista al fin, seguía con ese trabajo porque “era mejor ganar 500 dólares diarios desfilando en una pasarela que un salario de miseria en una oficina”.
En la piel de la asesina Catherine Tramell, Stone dejó sin respiración y ocupó la fantasía de unos cuantos. 385 millones de dólares dejaron en las boleterías de todo el mundo los espectadores, que quedaban pasmados al verla cruzar sus piernas frente al teniente Nick Curran (Michael Douglas) y donde asomaba tan fugaz como naturalmente su sexo. Una escena icónica que, con los años, se supo que fue producto de un engaño. El día del estreno, una Sharon conmocionada por los aplausos del público se dio vuelta y encontró la mirada cómplice de Faye Dunaway. La actriz que enamoró al planeta en Bonne y Clyde le susurró al oído: “Ahora podés decirle a todos que se vayan a la mierda. Ahora sos una estrella”.
Bajos instintos cambió la cotidianeidad Stone. “La gente me persigue por las calles, se esconde en mi auto, sube a mi casa. No termino de creerlo. Contraté una agencia de seguridad para que me asesore a mí y a mis amigos porque nos pisan, atropellan y empujan todo el tiempo”, contaba, aunque revelaba pícara que también protagonizaba momentos lindos: “Un día se acercó una pareja sesentona y la señora me dijo: ‘Usted volvió a encender una chispa en mi matrimonio’. Fue emocionante”.
Después de Bajos instintos llegó Sliver, un fallido thriller erótico sobre una relación volcánica con un hombre ocho años menor. Por ese trabajo le pagaron dos millones de dólares, mucho más de lo que ganaba de modelo y muchísimo más de lo que hubiera cobrado como oficinista. En las entrevistas le preguntaban cuándo volvería a ser Catherine Tramell, pero ella aclaraba con firmeza: “Ya exploré todo lo que podía en esa línea. Quizás dentro de algunos años, cuando tenga más experiencia, encuentre algo nuevo que aportar al tema. Si lo intentara ahora no funcionaría, sería como un mago sin conejo en el sombrero”.
Las propuestas de guiones parecían distintas pero todas eran similares. Con más o menos protagonismo, con más intriga o menos romance, apenas pasaba algunas páginas Stone ya sabía que, con escasas variantes, seguía ubicada en el rol “bomba sexy que devora hombres y escupe sus pedacitos”. Filmó El especialista, con Sylvester Stallone, donde él era un experto en explosivos y ella… una hermosa y misteriosa mujer que lo contrata. Después fue la protagonista de Rápida y mortal, con Gene Hackman y Russell Crowe. En este western, y aunque le costó, logró salir de los roles de prostituta o pueblerina santurrona con peinado ridículo que solían adjudicarles a las actrices, para meterse en la piel de una pistolera ruda e inteligente.
Caracterizada como Ellen, Stone estaba feliz de abandonar tacones y glamour para vestir siempre unos sucios pantalones. Lo que más le gustaba era que su personaje solo requería 45 minutos en la sala de maquillaje y nos las dos horas que precisaron sus otras criaturas. Realizó todo lo que le pedían, desde cabalgar poniéndose un aplique de pelo en su cabeza, grabar escenas bajo la lluvia y permanecer horas sentada en la tierra.
Solo una vez dijo: “No es no”. Le pidieron que apareciera semidesnuda en una escena de sexo con Crowe. “Ellos imaginaban que yo estaría desnuda, cargando solo el cinturón y la cartuchera y les dije: ‘Hey, eso no me queda bien’”, explicaba en una entrevista de 1995. “Me resisto a pensar que esta gente no sepa que sexo y sexualidad no solo tiene que ver con quitarse la ropa. Muchas veces una mirada, una palabra, significan mucho más. Cuando uno recuerda a su amante no es porque tiene su culo presente en todo momento”.
Rápida y mortal no pasó desapercibida en cines, pero tampoco fue un exitazo. Después de filmarla siguió descartando roles de mujeres fatales, recordaba las palabras de Dunaway, y aunque no mandaba “a todos a la mierda”, sí lo hacía con esas historias a menudo ridículas e incoherentes. Stone sentía el encierro de la mirada ajena. Como el minotauro de Borges en La casa de Asterión, podía decir: “Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias”.
Stone Iba a una fiesta, se reunía con un productor, asistía a un evento o leía algún guion y en todo se esperaba que fuera una mujer sexy: como el minotauro, estaba encerrada en un laberinto. “Me sentía una tonta”, le confesaría al periodista argentino Marcelo Panozzo. “Tenía un conflicto conmigo misma acerca de mi sexualidad. Un día llegué a la conclusión de que debía guiarme por lo que sentía. Empecé a decir: ‘No quiero usar mucho maquillaje, no quiero que me peinen de determinada manera, no quiero lucir como ellos quieren’. El alivio que sentí al no cumplir con esa imagen de sexualidad fue inmenso”.
Entre proyectos que no le cerraban recordó su primera clase de actuación. Cuando el profesor le preguntó cuál era su gran sueño no respondió ganar un Oscar, ni ser conocida en todo el mundo, ni actuar en decenas de películas. Su sueño era “compartir una escena, tan solo una, con Robert De Niro. No sé. Estar sentada al otro lado de una misma mesa, ya con eso me alcanza”.
Soñando ese sueño actuó en películas malas y aceptó roles de símbolo sexual. Ahora, aunque era la segunda actriz mejor paga de Hollywood detrás de Demi Moore y vivía en una casa de tres millones de dólares en Beverly Hills, se sentía aplastada por guiones malos y encerrada en ese gris laberinto de mujer fatal. Stone sabía qué era lo que quería y lo que no para su carrera, pero los que parecían desconocerlo eran los productores. Sin embargo, un hombre posó una mirada artística diferente. Cuando los demás solo veían una actriz sensual, él vio una actriz dramática. Ese hombre era un director mítico y venerado por el mundo cinéfilo: Martin Scorsese. Y la convocó para Casino.
El realizador le contó que su nuevo filme estaba basado en la historia real de una prostituta que se enamora del administrador de un casino de Las Vegas y que, entre alcohol y drogas, lo engaña con su hombre de confianza. Le propuso ser Ginger. Sharon dudaba, al fin de cuentas debía hacer de prostituta o sea de mujer fatal. Preguntó con quién debía engañar y la respuesta fue: “Joe Pesci”. Cuando averiguó de quién se debía enamorar, reprimió el grito: “Robert De Niro”. Ahora sí podría decirle a todos “que se vayan a la mierda”.
Al comenzar a filmar, en la primera toma De Niro le proponía matrimonio y Sharon debía responderle que había elegido a la mujer equivocada. En vez de tranquilizarla, sintió esa escena como premonitoria. “Parecía mi propia situación. Veía en la cara de Bob la de Scorsese y yo diciéndole: ‘Elegiste a la chica equivocada’”. Esa noche, en el silencio de su casa, evaluó sus únicas dos opciones: rendirse o pelear. La vida le daba una oportunidad doble: salir del rol sensual y actuar con el hombre con el que siempre quiso actuar. No era momento para agitar la bandera blanca. “Sentada en mi cuarto reflexioné. Me quedan cinco meses de filmación. Es la oportunidad de mi vida. No les temas y confiá en tu intuición”.
Scorsese le había dado libertad para que hiciera a Ginger como mejor le pareciera. Stone decidió investigar sobre esa mujer. Leyó todo lo que encontró sobre McGee, la showgirl de la vida real en la que se basaba su personaje, habló con la gente que la conoció. “Ya había trabajado en Las Vegas otras veces, así que conocía a gente allí, y en cuanto supieron que me podían ver antes de la película, me empezaron a llamar y a decirme: ‘Yo conocía a Geri. Si quieres hablar, nos vemos a la una de la mañana en la esquina de tal con tal. Llevaré una camisa azul y hablamos si quieres”. Quedábamos en secreto y me daban información sobre ella.
Segura de lo que sabía, convencida de lo que creía, en la escena que debía drogarse frente a su hija y Sam la busca, le pidió al director cortarse el pelo. “Le expliqué que creía que una mujer desesperada no se deja estar. Cambia. Se prepara para lo que vendrá”. El director la escuchó atento, sonrió frente a la explicación y se preguntó si la actriz hablaba de su personaje o de ella. Aceptó su sugerencia sin dudar.
Otro día Scorsese le preguntó qué escuchan constantemente en el set, ella le contó que era “The Thrill Is Gone"”, de B.B. King, la canción que, según había averiguado, escuchaba siempre MacGee; el director la incluyó en la banda sonora.
Como esa prostituta que se convierte en gran dama de los casinos para terminar sumergida en un infierno de drogas y miseria, Stone mostró una compenetración total. “Sentí de verdad que McGee volvía a la vida a través de mí”, le confesó a la revista Vogue. “La sentía conmigo cuando interpretaba, y cuando llegó la escena de su muerte, me sentí ella al cien por cien. Quería darle absoluta verdad y pureza, y quería se viera bien su muerte, lo sola que estaba. No quería que pasara desapercibida, como sucedió en realidad”.
Se compenetró con su personaje y quedó cautivada por De Niro. “Estaba tan locamente enamorada de él como actriz, que él podría haberme golpeado en la cabeza con un martillo y yo habría dicho: ‘¡Oh, sí! Pero fue bastante fabuloso’”. Entonces llegó la escena que esperaba: el beso. “Lo viví de una manera tan extraordinaria, con gran respeto. El beso fue un momento cumbre para mí. Había mucho puesto ahí”, contó en el programa Watch What Happens Live With Andy Cohen para destacar que, aunque fue besada por galanazos como Michael Douglas, Arnold Schwarzenegger, Sylvester Stallone y George Clooney, De Niro, con total certeza, fue el mejor besador. “Por mucho el mejor”. Y si el lector está pensando “qué genio”, va un dato más. Afirmó que si bien hay actores muy misóginos que “literalmente me interrumpían trabajando para decirme lo que creían que debía hacer, ese no es Robert De Niro. Ese no es Joe Pesci, esos no son como esos tipos”.
Pese al trabajo de Stone y a la majestuosidad de la película, Casino no fue valorada por la crítica ni por el público de ese momento. Obtuvo una sola nominación al Oscar y fue para Sharon Stone como actriz de reparto. No ganó la estatuilla y nunca más volvió a ser nominada. Seguramente esa noche, cuando regresó a su casa, ni se preocupó por no haber alcanzado el premio. Ese nunca había sido su sueño. Pero trabajar con De Niro, sí. Lo había cumplido y con beso incluido (y merecido).
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