¿Existe alguna manera de cerrar/sanar las heridas que provoca una guerra? Las sangrantes suelen curarse en hospitales, pero para las invisibles, esas que parecen que devoran por dentro, pareciera no haber cura. Algo de eso sintió Oliver Stone, el director que intentó sanar su alma con Pelotón.
Stone pudo haber nacido en Francia. Su padre, Louis un soldado estadounidense conoció a su madre, Jacqueline Goddet, una chica francesa paseando en una calla parisina cuando se callaban las bombas de la Segunda Guerra Mundial. Más desesperados que enamorados se casaron, del embarazo se enteraron al descender del barco que los llevó desde Europa hasta la Estatua de la Libertad. El hijo único creció en una familia conservadora en lo político pero liberal en lo religioso, Louis era de la comunidad judía y Jacqueline, de la católica. Ambos creyeron que la mejor educación que podía recibir ese hijo -que solo parecía ser feliz en la oscuridad del cine viendo películas de Kubrick y David Lean- se la daría una escuela de pupilos. La institución era tan estricta como opresiva, con sus compañeros, Stone se levantaba al alba para asistir a misa, al terminar las agobiantes y monótonas horas de clase no llegaba una pausa sino otras cinco destinadas a las tareas escolares.
Lo peor no resultó el encierro sino descubrir que su familia ideal era bien real. Con 16 años leía en su cuarto cuando el director lo llamó a su despacho para comunicarle lo que su padre le pidió que le comunicara: se separaba de su madre. No terminaba de asimilar la noticia cuando el hombre le sumó que la economía familiar estaba quebrada, con deudas y sin dinero para pagarlas. El hijo dejó la escuela, el padre se mudó a un hotel y la madre se volvió a Francia. En el primer encuentro el padre le contó al hijo que con su madre se engañaban mutuamente. Le reveló que tenía una amante desde hacía varios años y que ella había tenido varios, varios años. “Era la época de la liberación sexual de los sesenta y los matrimonios casados en los cincuenta empezaban a circular entre sí. Fue una época interesante, divertida”, desdramatizaría muchos años después.
Terminado el secundario logró entrar a la Universidad de Yale pero cambió aulas por aventuras. Viajó a Oriente y dio clases de inglés en Saigón, Camboya, Tailandia y Laos y volvió a su país. Su padre lo consideraba un fracasado. No le importó. Veinticuatro meses más tarde, regresaría a esa región asiática, no como maestro sino como soldado.
La Guerra de Vietnam había comenzado. “Creía que era buena para mí país. Tenía a John Wayne como modelo. Era un jovencito de Yale, de buena familia y modos corteses que lucharía por su país y su bandera. Creí que aquello era “mi” guerra, “mi” deber”, afirmaba en una entrevista de la revista Gente en 1987. Decidió enrolarse como infante de la Universidad de Yale en la División 25.
Entre 1967 y 1968 combatió en Vietnam. Vio morir a algunos de los 58 mil estadounidenses y al millón de vietnamitas que dejaron su vida en el conflicto. Desde el primer día comprendió que “la guerra es una lotería y el heroísmo solamente azar. Me hundí en la bajeza de la muerte, del horror, en el nivel más bajo de la miseria”.
Una noche el fuego del vietcong se hizo sentir. Stone, el soldado de 21 años, lanzó una granada furioso contra esos enemigos que no veía pero percibía. Al amanecer salió de su refugio, caminó un trecho, encontró a un muchacho como él, soldado como él pero de ojos rasgados, quemado, mutilado y con medio cuerpo destrozado… por su granada. “No dejé de ver esa imagen en mi cabeza. Pero no siento culpa. Él está muerto. Y yo vivo. Así es cómo funciona”, escribió en sus memorias Chasing The Lights (Perdiendo la luz) sobre la primera vez que mató a un hombre. Siguió combatiendo, lo hirieron de bala dos veces, le dieron una medalla y la baja. Regresó a su país, sin decirle a nadie ni siquiera a sus padres que había vuelto.
Apenas llegó vivió un episodio de esos que parecen de cuento. Lo arrestaron en la frontera con México al intentar contrabandear una onza (28,35 grs) de marihuana vietnamita. Desde una cárcel californiana llamó a su padre: “Tengo dos noticias. Una buena y otra mala. La buena es que volví de Vietnam. La mala es que estoy en la cárcel y pueden condenarme a entre 5 y 20 años”, le comunicó. Su padre no lo abandonó. Logró sacarlo de prisión y que levantaran los cargos.
Su cuerpo estaba en Estados Unidos, pero su mente había quedado en ese infierno tan vivido, durante años lo atormentaron las pesadillas. Despertaba a los gritos y sudado. “Volví anarquista, amoral y apolítico. Loco y deprimido mi estado de confusión mental era total. Y me salté la barrera. De la derecha pasé a la izquierda. Me transformé en un radical”, contó. Estaba dispuesto a todo, a matar pero sobre todo a morir. En tiempos de segregación racial se hubiese convertido en un Pantera Negra. La visión de su país era terrible. “Lo odiaba. Odiaba la segregación. Odiaba la guerra encubierta que había en mi país”. Furioso y desorientado muchas veces se encontró en el baño, desconociendo a ese conocido que veía en el espejo.
Las drogas parecían las únicas que podían salvar su alma. Se dejó atrapar. Consumía ácido para expandirse y marihuana para adormecerse. Pasaba horas “fumado” escuchando a Motown, The Doors, Bob Dylan, The Greatful Dead… Cuando creía que las drogas eran lo único que si no curaban al menos anestesiaban su dolor, en 1971 se inscribió en la Escuela de Cine de Nueva York.
La primera clase con el primer profesor fue con un tal… Martin Scorsese. El director llevaba el pelo largo, la ropa desaliñada. Fue ese profesor con aspecto de científico loco, el que descubrió que ese alumno llevaba una furia volcánica en su interior. Lo alentó a poner su enojo en palabras. Stone escribió once guiones, cuatro de ellos relacionados con la droga, que se convirtieron en películas: Expreso de medianoche, Caracortada, El año del dragón y 8 millones de maneras de morir. Con el primero ganó un Oscar y sobre todo, ganó un nombre en la industria.
Como guionista le fue bien desde el comienzo, pero como director los inicios fueron inciertos. En 1974 filmó Seizure de la que recuerda con humor “no la vieron ni los acomodadores del cine”. Siguió con The hand, una insípida película de terror con Michael Caine y una mano caminando por las calles. Filmaba, escribía pero la guerra y su horror seguían siendo su pesadilla. Los demonios estaban agazapados pero no domados. Decidió que la única manera de derrotarlos era arrojarlos a la pantalla. Surgió Pelotón.
Se convirtió en el primer director contemporáneo que filmó una película de guerra y combatió en una. Pelotón narra cómo un grupo de jóvenes de clase obrera reaccionan al verse enfrentados al mandato de matar. Para lograr el sí de su idea, Stone tuvo que pasar muchos no. Productoras grandes y estudios chicos le rechazaron el guion al menos cien veces. Argumentaban que era demasiado deprimente, demasiado realista, demasiado siniestro y sobre todo poco comercial. “Era como si se negasen a ver que la guerra se había perdido. Los estadounidenses no queremos ver películas en las cuales no somos héroes. No queremos ser los que pierden”.
Pensó que jamás la filmaría hasta que en 1984 lo logró. En solo seis semanas y con apenas seis millones de dólares de presupuesto registró el horror. Habían pasado 18 años y el joven combatiente volvía al combate como el adulto director. No fue fácil. Los actores se quejaban de que era demasiado duro y estricto. Charlie Sheen que interpretaba a Chris, el personaje basado en el mismo Stone, le pidió no quitarse la camiseta porque temía las picaduras de los insectos y los efectos del sol. Stone le contestó que si no podía trabajar con el pecho descubierto se volviera a Malibú.
Lejos de desmentir las críticas por su rudeza, Stone justificaba su modo de trabajo. “Así era la guerra. A los actores los entrenamos para la guerra real. El que no obedecía las órdenes de los instructores quedaba fuera del film. No se puede hacer una película sobre la guerra con actores débiles. En la guerra se mata y se muere. Yo maté y vi matar. ¿Cómo van a parecer capaces de matar si son incapaces de correr 10 kilómetros o dejarse picar por una araña?”.
Cuando se estrenó la película causó conmoción. Nunca antes un conflicto armado protagonizado por los Estados Unidos se había filmado de un modo tan real y sin romanticismo. El público se dividió. Algunos lo acusaron de “sucio comunista” y otros le agradecían que por fin una película mostrara lo que se había vivido en Vietnam. “Yo simplemente narré mi propia odisea. Espero, después de esta película, que nadie, nunca más, tenga una visión romántica de la guerra. Quiero que frente a la guerra no haya concesiones. La guerra es basura. Ya no necesito ser un Pantera Negra. Mi país ahora ha podido digerir aquella guerra. Puede verla. Puede verse y juzgar. Tarde o tempranos se juzga. Y yo quiero que el resultado de ese juicio sea: “Nunca más un nuevo Vietnam”.
Después de Pelotón, Stone se convirtió en un director conocido y reconocido. Dos veces más la guerra volvió a su filmografía. En Nacido el 4 de Julio con Tom Cruise volvió a shockear y emocionar con la historia de ese combatiente lisiado. Cerró el círculo con El cielo y la tierra, película de 1993 protagonizada por Tommy Lee Jones.
Entre premios, reconocimientos y polémicas, se podría pensar que sus heridas de guerra cerrarían, pero no siempre lo que se piensa es lo que sucede ni lo que sucede conviene. Stone asegura que en ese hombre exitoso y reintegrado a la sociedad “las heridas te quedan. Siempre me voy a sentir un poco diferente de la gente de mi edad que no fue a la guerra. Siempre va a existir un mar que nos separa”. Sensaciones de un hombre que todavía siente que el final, a veces, solo ocurre en las películas.
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