A comienzos de los 80 una enfermedad contagiosa y desconocida comenzó a matar gente. Los prejuicios y la ignorancia hicieron que muchos dijeran que era “una plaga divina contra los homosexuales”, el grupo con el que parecía que se ensañaba principalmente. La llamaban “la peste rosa”, pero su nombre real era Síndrome de Inmuno Deficiencia Adquirida (SIDA y, en inglés, AIDS). Cegados por el pánico ante lo desconocido muchos pensaban que el mero contacto con un enfermo de sida bastaba para contagiarse. Los padres impedían que una persona homosexual cargara a sus bebés o abrazara a sus hijos. Los amigos ya no aceptaban que su amigo gay les diera un beso en la mejilla, y hasta exigían que los nombres de los enfermos fueran públicos para tener la opción de evitarlos.
Para 1985 todas las regiones del mundo tenían confirmado al menos un caso de VIH. Rock Hudson, que murió en octubre de 1985, fue la víctima más impactante. También morirían de sida el bailarín Rudolf Nureyev, Anthony Perkins (actor de Psicosis), el mítico Freddie Mercury y el filósofo francés Michel Foucault, el mismo que, al enterarse de su enfermedad, habría dicho: “Un cáncer que solo afectaría a los homosexuales, no, sería demasiado bello para que fuera verdad… ¡Es para morirse de risa! ¿Qué podría ser más bello que morir por el amor de los muchachos?”.
Mientras el sida hacía estragos ningún estudio se animaba a producir una película sobre ese drama. Había razones de peso y de dólares. Por un lado ni productores ni guionistas se decidían a abordar un tema tan complejo como doloroso ni encontraban la manera de mostrar la homosexualidad de una manera humana y cotidiana. Pero por otro, los pocos filmes con esa temática -como Juntos para siempre- habían sido un rotundo fracaso en taquilla, y si “billetera mata galán”, también mata película.
En medio de esto, Jonathan Demme, que venía de dirigir El silencio de los inocentes, decidió hacer un cambio radical de estilo y filmar una película sobre un enfermo de sida pero, antes que nada, sobre el rechazo y la discriminación: Filadelfia.
Para esa época y después de haberse hecho famoso en comedias como Quisiera ser grande y Splash, y de pasar un tanto desapercibido como el entrenador alcohólico en Un equipo muy especial, Tom Hanks se preguntaba qué quería hacer y cuál era su lugar en la profesión. Fue entonces que su agente le habló de la posibilidad de meterse en la piel de Andrew Beckett, el abogado homosexual despedido por tener sida.
El papel era tan interesante que estrellas que eran más estrellas que Hanks, como Daniel Day-Lewis, Richard Gere, Kevin Kline y William Hurt, se mostraron interesadas. Pero Demme quería que el espectador se centrara en la historia y pudiera empatizar con lo que le pasaba al protagonista, que viera un hombre común con una situación que le podía tocar a cualquiera. Hanks era ideal, por algo se decía de él que no solo era “el más dulce de los posibles maridos”, sino también, “lo más parecido a un buen hombre que se puede encontrar en Hollywood”.
Hanks aceptó. “Me atrajo la historia de ese hombre cuyos derechos habían sido perjudicados y que reclamaba justicia. Ni venganza ni castigo, solo justicia. Nadie podía dejar de sentirse aludido por una historia así”, explicaba, y contaba que había conversado con su hijo mayor para aclararle que “probablemente alguien te grite: ‘¡Hey, tu papá es gay!’. Vos decile que es actor. Eso es todo”.
Sin llegar a realizar la llamada actuación de método, esa por la cual el actor trata de conectar tanto con su personaje que opaca a la persona real, Hanks se preparó. “No sentí que fuera necesario frecuentar los bares homosexuales ni salir de levante por Sunset Boulevard. En mi ambiente siempre hubo hombres y mujeres homosexuales”, contaba en una entrevista de 1994. Sí “devoró” los libros de Paul Monette, uno de los autores gay más significativos y brillantes de los Estados Unidos que murió de sida en 1995.
Además de leer, conversó con médicos y pacientes. Les hacía preguntas al límite entre la empatía y la brutalidad como “¿Cuál fue tu reacción al saber que estabas infectado?” o “¿Qué pasó en tu mente al saberlo?” ya que “era lo que necesitaba conocer para interpretar mi papel”.
La película se filmó en orden cronológico y Hanks tuvo que pasar por distintos cambios físicos para mostrar el deterioro que sufría su personaje. Adelgazó 15 kilos, sacrificó sus rulos y se afeitó la cabeza.
Como pareja de Hanks se convocó a Antonio Banderas. El malagueño ya había hecho de homosexual en La ley del deseo y no le importó el qué dirán a la hora de aceptar el rol. “Existía el miedo de que si hacías de gay te podían identificar con la homosexualidad, pero no me dejé llevar por algo así”, revelaría en un programa de televisión británico en 2015 para cerrar con un contundente: “Hice de asesino en serie y eso no me convirtió en uno”.
En su rol de Miguel Álvarez, Banderas resultó convincente. Cuando los periodistas le preguntaban cómo se había preparado desmitificaba: “Mire usted, no he hecho nada porque no creo que un homosexual sea más diferente que yo en ningún aspecto. Tengo muchos amigos homosexuales que descubrí que lo eran a los dos años de conocerlos”.
La química entre ambos actores fue tan buena que el estadounidense lo elogiaba con un “si fuera homosexual me gustaría tener como pareja”, y el español respondía que “fue fantástico trabajar con él. Es una persona abierta y relajada”. Pasaron de compañeros de trabajo a amigos, después de la película se siguieron viendo y desde entonces es frecuente que cuando uno visita el país del otro, salgan a cenar.
Una idea que en su momento pareció forzada fue la elección de Denzel Washington como Joe Miller: que un abogado negro y homofóbico defendiera a un blanco, rico y gay parecía poco creíble. “Al principio mi personaje no quería tomar el caso pero ese aspecto de David contra Goliath, ver cómo marginan a ese hombre, lo convence. Hay una vuelta interesante que sea un abogado negro porque es un grupo que también sufre discriminación”, argumentaba el actor.
Sin embargo, la razón por la que decidió participar del proyecto no fue la historia sino su director. “Quería trabajar con Demme, y si hubiera hecho una película de beisbol estaría hablando de esa película. No es que leí el guion de Filadelfia y dije: ‘Tengo que pelear por esta causa’”, admitía con sinceridad poco marketinera.
Un dato curioso es que si a Hanks su papel le exigía bajar de peso, Washington debió subirlo para que las figuras de ambos resultaran más contrastante. Tom se desesperaba por las rosquillas que engullía sin problemas su compañero.
Los cambios físicos, más una historia compleja y dura, otorgaban una emotividad especial a la filmación. Pero lo más conmovedor no lo generaba el guion sino los que vivían la historia en carne propia. Se contrataron 40 actores enfermos. Uno de ellos fue Michael Callen, que además de actor era un gran cantante y solía amenizar los parates con sus canciones. También era el fundador de tres organizaciones para luchar contra el sida. “Nunca en mi vida había visto a nadie con un rostro tan flaco. Era poco más que una sombra. Le quedaban unos pocos momentos para vivir, y a pesar de ello solo pensaba en vivirlos plenamente”, lo recordaría Hanks. Callen murió el 27 de diciembre de 1993.
Párrafo especial merece la canción que identifica la película: “Streets of Philadelphia”. Demme era muy amigo de Jon Landau, el manager de Bruce Springsteen, y le pidió al músico “un tema rock y guitarrero”. Springsteen no se consideraba “muy bueno haciendo música de películas”, pero aceptó. Sin leer el guion pero con la descripción de Demme, grabó una maqueta en su casa con una caja de ritmos y unos teclados. Resultó algo opuesto a lo pedido; no muy convencido se la mandó al director. Demme quedó fascinado: “Mi mujer y yo nos sentamos y la escuchamos, y cuando terminó, literalmente, estábamos llorando”.
El tema fue toda una declaración de principios. Para muchos Springsteen era un estadounidense al que identificaban como un “macho puro, blanco y hetero”, y que se pusiera del lado de las víctimas no solo era conmovedor, era aleccionador. La canción no nombra al sida ni dice enfermedad, ni gay, ni siquiera muerte, pero habla de todo eso lo que despierta la solidaridad inmediata, esa que surge cuando se canta de modo inteligente, emotivom y sin “bajada de línea”. El tema ganó el Oscar, pero sin duda el mejor elogio fue el de Hanks: “Si alguna vez quieres disfrutar de un gran momento con una película, sal por la puerta y asegúrate que te han puesto una canción de Bruce Springsteen”.
Filadelfia fue un éxito de público, tuvo cinco nominaciones a los Oscar y se llevó dos. En Vanity Fair, Banderas llamó a esa premiación el “momento perfecto” de su carrera. “Tom Hanks ganó el premio y me lo dedicó a mí. Y yo presenté a Bruce Springsteen. Esa noche, fui a la fiesta de Elton John. En la mesa estaban Elton John, Bruce Springsteen y su mujer, y Steven Spielberg, Tom Hanks… Había dos Óscar sobre la mesa, junto a las bebidas, y Steven me dijo: ‘¿Conoces a un personaje llamado El Zorro?’. Y le contesté: ‘Sí, solía ver la serie en televisión cuando era pequeño’. Y me dijo ‘¿Te gustaría hacerlo? Ven mañana a las 10 y hablaremos de ello’. Esto ocurrió por Tom. Su amabilidad. Él siempre, siempre, ha sido un caballero”.
Hanks logró dejar de ser solo un actor de comedias, Washington consiguió uno de sus papeles más aplaudidos y para Banderas supuso el salto a Hollywood. Además, Springsteen revitalizó su carrera. Pero no todos fueron aplausos: una de las críticas que recibió el filme fue que no profundizaba en la relación amorosa de los protagonistas. La única escena de intimidad entre ambos -donde simplemente estaban en la misma cama hablando- se eliminó.
Otra crítica era que el guion reforzaba el mito persistente en esos años: que el sida era una enfermedad exclusiva de la comunidad gay, y se abordaba la homosexualidad y el mundo del sida de un modo muy suave. Sus protagonistas lo refutaban asegurando que, para los parámetros que movía el mundo Hollywood, era bastante valiente, abría una puerta a la esperanza. No solo ayudaba a entender mejor la enfermedad, mostraba el estigma alrededor de los enfermos y cómo las parejas homosexuales se enfrentaban al brutal rechazo de esa época.
El sida no era el tema principal de la película sino la excusa para plantear el problema de la discriminación a los homosexuales. A 30 años de su estreno y en tiempos donde el odio sigue caminando entre nosotros, quizás sea un buen plan volver a verla y escuchar su banda sonora que nos pregunta: “Hermano, ¿vas a dejar que me consuma y me consuma en las calles de Philadelphia?”, o en las de Buenos Aires, las de Lima, las de cualquier lugar de este mundo, que es nuestro mundo.
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