Marina Esther -tal era su verdadero nombre- nació casi con el siglo XX, el 1ro de junio de 1903. Hija de Pedro Traveso y Ángela Perez, dos inmigrantes asturianos. El matrimonio ya conocía lo que era la palabra desdicha: era la menor de sus cinco hijos, de los cuales dos habían muerto de difteria antes de que ella naciera. Tampoco hubo mucho tiempo para festejar su llegada. Tenía apenas dos meses cuando murió su papá.
La madre viuda y sus hijos dejaron la casa en el barrio de Caballito y se instalaron en otra de San Telmo. A la más chica la llamaban Marinita, Ninita y finalmente le quedó Niní. “La vida parecía reservarme un destino de desdoblamientos. Para mi madre era Niní. Fui la nena para el tío Marcelino, Maruja para mi hermana Blanca, Viducho para Ana y nunca supe por qué mi hermano me llamaba Perico”.
En su nuevo hogar, Niní solía asomarse por la ventana para escuchar los distintos acentos con los que se comunicaban sus vecinos inmigrantes. Pronto dio muestras de un temperamento inquieto. Pasaba horas escondida esperando que la fueran a buscar. La anotaron en una primaria estatal, pero era el tiempo donde el modelo “calladita y modosita” imperaba sobre el de “autónoma y empoderada”. Sus morisquetas no se consideraban gracias sino falta de respeto y en el boletín se la encasillaba en “conducta: mala”. Para ver si la hija mejoraba a la madre se le ocurrió una dudosa solución: la anotó medio pupila en un colegio de religiosas.
Las ganas de “disciplinar” a Niní se ve que no eran tantas. A los seis años, la niña deslumbró con una actuación en el Centro Asturiano y doña Ángela decidió anotarla en una academia de danzas españolas. Al tiempo, el zapateo se impuso y la madre viendo el talento de su hija, la sacó del colegio religiosa y la reinscribió en el público.
En la secundaria, Niní se destacaba por imitar a sus docentes. En la fiesta de graduación le pidieron hacer un cartel con lo que deseaba ser y escribió “domesticóloga”, muy lejano a su real sueño de seguir Filosofía y Letras. Nunca pudo inscribirse porque se recibió “tempranamente de señora”. Apareció en su vida un ingeniero llamado Felipe Edelman, nacido en Rusia y varios años mayor. Se casaron y se fueron a vivir al interior. Fueron padres de Ángeles. El ingeniero resultó ser un jugador compulsivo. Niní volvió a Buenos Aires sin marido, sin trabajo y con una beba por mantener. La cena solo era un tazón de café con leche que la madre convertía en un viaje mágico. “Me invitaba a imaginarnos que estábamos en una cabaña, afuera nevaba mucho, hacía frío y aullaban los lobos… yo me asustaba pero no le decía nada”, recordó alguna vez su hija.
Gracias a Delfín Ravinovich, un amigo de su abuela, consiguió trabajo en una redacción. Primero como periodista especializada en temas de mujer en La novela semanal y luego en Sintonía. Firmaba como Mitzi y redactaba una columna llamada Alfilerazos con observaciones punzantes y graciosas sobre los cantantes de moda que ella misma ilustraba.
En la editorial alguien descubrió su veta cómica y le aconsejó presentarse en la reina de ese momento: la radio. Se anotó en un concurso como Ivonne D’Arcy y ganó en la categoría cantante internacional. Pasó por radio Belgrano y luego anduvo por Nacional y Municipal.
Para esa época conoció a Marcelo Salcedo, un contador paraguayo que la amó como mujer y la valoró como artista. Le dijo que Niní era un nombre maravilloso pero que faltaba un apellido. Ella tomó el Mar de Marcelo y el Sal del Salcedo. Pero los periodistas agregaron una l y una sh. Así surgió la artista que sería leyenda: Niní Marshall.
En Nacional hizo nacer a Cándida Loureiro Ramallada, una gallega desopilante que se despedía con un “Muitas gracias por tanto comedimento”. Después llegó Catita Pizzafrola y su “Sepa, caballero, que me toque, antes tiene que pasar por el Registro Civil”. Creaciones que mezclaban las voces que escuchaba en su San Telmo de infancia y que perfeccionó realizando viajes en tranvías y colectivos, visitando ferias, recorriendo fábricas. Creó personajes queribles, creíbles y reconocibles. En esa voz, los que hasta ese momento no tenían voz comenzaban a tenerla. El cocoliche fue el mejor reflejo de esa sociedad atravesada por criollos e inmigrantes. Observadora inteligente y mordaz, Niní convertía en libretos la realidad. Hizo del humor una bandera. Jamás se burló de los más débiles. Creía en el humor, no en la crueldad.
Era 1937 y junto a Juan Carlos Thorry comenzó una gira por teatros barriales. El aplauso era reconocimiento pero también confirmación. El camino era el correcto. No fue fácil imponerse en ese mundo masculino. En radio El Mundo le dijeron que sus libretos eran graciosos pero que como no era conocida debía actuar lo que escribían los escritores. Las primeras líneas que le dieron fue decir “la mesa está servida”. Ella insistió en escribir textos propios. Hay que imaginarse a esa mujer de contextura pequeña, tímida pero capaz de plantarse en un mundo de señores convencidos, convencida de su talento. Vaya a saber si por decisión o solo por sacársela de enicma le dieron cinco minutos en el programa de Canaro y arrasó. Al otro día le dijeron que podía escribir y decir, en suma ser Niní.
Si de la gráfica pasó a la radio, ahora el que invitaba era el cine. En 1938 estrenó Mujeres que trabajan. Sería la primera de las treinta y ocho películas que protagonizó.
No había manera de no rendirse ante su talento. Porque Niní no solo actuaba sino que creaba a sus personajes y escribía los guiones. Como si fuera poco, sus criaturas no solo eran un éxito “de local” también eran aplaudidas en toda Latinoamérica y España. Siguió creando personajes como doña Caterina Gambastorta de Langanuzzo, la abuela de Catita, la soprano Giovannina Regadiera y una ex cupletista Loli, la Matapúgiles. Estaba Gladys Minerva Pedantone, una estudiante tan tragalibros como delatora y la increíble Mónica Bedoya Hueyo de Picos Pardos Sunsuet Crostón, una dama de la sociedad cuidadosa de su mediocre parentela manchada de tuco, que impuso palabras que todavía repetimos como “depre”. “porsu” y “tarúpido”. “Siempre le di más importancia al texto que a la actuación. Cuando escucho algunos malos libretos me doy cuenta que lo mío era extremadamente cuidadoso los hacía y rehacía permanentemente, hasta último momento, y ya ante el micrófono quitaba lo superfluo y dejaba lo esencial”.
Alcanza este pequeño texto de Catita para descubrir por qué tantos la amaron tanto. “A lo primero en el esenario salieron los hermanos Cuarteto de Cuerdas. Cada uno con un violón apropiado pa‘ su edá: violincito, violinón, violinazo y violinote. Y empezaron a tocar con unos espamentos que yo me creí era el hino. Le doy un codazo a mi amá y le digo “Parémolos”. Y los paramo toda la familia de pies y el Mingo haciendo la venia...”. Su reflexión sobre la cultura: “Es una gran cosa. A usté le hablan de Chopin, y en una de esas cree que es el inventor de la sopa de pescado. Le hablan de Platón y cree que es un plato de este tamaño, pero Platón inventó los amores platónicos adonde el punto se la pasa de plantón en la esquina. Esa es la coltura”.
Millones de oyentes se convirtieron en sus fieles seguidores, pero entonces irrumpió la estupidez o apareció un “tarúpido”. Era 1943 y había firmado contrato con Radio Splendid. Al poco tiempo de debutar, algunos funcionarios le dijeron que sus personajes, sobre todo Catita, deformaban y lesionaban el idioma popular.
A semejante “tarúpido”, Niní le contestó con inteligencia. En una emisión actuó la muerte de Catita por catalepsia. Su vuelta a la vida fue hablando un español purísimo que ni la Real Academia Española detentaba. Enfurecidos, los censores le prohibieron continuar frente a los micrófonos porque “su personaje Catita tergiversa el correcto idioma e influye sobre el pueblo que no tiene capacidad de discernir”.
Pudo seguir filmando pero se quedó sin contrato en Splendid. Para 1946, las cosas empeoraron. Su amistad con Libertad Lamarque y ciertos rechazos a las invitaciones de Juan Duarte, hermano de Evita hicieron que decidiera irse del país. Se habló también de un supuesto enojo de Eva por una imitación de Niní. “Era mentira pero nadie me quiso escuchar”.
Un día de 1950 voló a México donde se instaló. Arrasó con Una gallega en México y cruzó a España donde brilló con Yo no soy Mata Hari. Intentó volver pero le dijeron que no. Se divorció de su segundo marido y llegó otro amor, Carmelo Santiago. Disfrutó una luna de miel por el Caribe y Hollywood. Volvió al país en 1955 y recibió excusas del propio Perón. Desdeñó a radio Splendid y se pasó a El Mundo.
En los 60 se cansó de colocar el cartelito de “entradas agotadas” en el teatro con Cosas de mamá y papá, La señora de Barba Azul y Coqueluche. En televisión apareció en los programas de Nicolás Mancera. Volvió a descollar pero esta vez en el formato café concert con el espectáculo Y se nos fue de redepente.
En 1968 se terminó su tercer matrimonio. Rechazó ofertas laborales y en el San Martín presentó Una noche en la radio con sus personajes más reconocidos.
La despedida escénica llegó en 1981 con ¿Quién apagó la radio?. Cuando le preguntaban por qué se retiraba daba una respuesta precisa: “No quiero presenciar mi propio funeral”. Su última actuación fue doña Caterina, la abuela de Catita. La hizo por cariño a Antonio Gasalla en el debut de su ciclo televisivo en 1988.
No volvió a protagonizar espectáculos, no aceptaba fotos y huía de los reportajes pero comenzó a ser venerada. Ernesto Sábato la calificó como “la profunda observadora de la condición humana”. María Elena Walsh la llamó “la Cervantas nuestra”, Enrique Pinti decía que “deberá llegar el momento en que Shakespeare condecore a Niní Marshall” y Jorge Luz aseguraba que Niní era superior a Chaplin “porque todos sus personajes son geniales”.
Alejada del espectáculo, se convirtió en la abuela Mimina. Sus nietos, Marina y Carlos, jamás precisaron contratar payasos. Su abuela les montaba obras usando el vestuario de viejas películas.
En los últimos años se levantaba temprano, desayunaba mate de leche con algún libro en sus manos. Después hablaba por teléfono con amigos como Libertad Lamarque, Tita Merello o Jorge Luz, también se reunía a tomar el té con China Zorrilla. A veces asistía a alguna obra de teatro pero cuando se enteraban de su presencia, en la sala le dedicaban un cerrado aplauso del que ella se escabullía con su humildad innata y no impostada.
Al hablar de su arte decía que “algunos creen que es intrascendente hacer reír, poniendo al humor en segundo plano con respecto al drama. Yo hablaría mejor de la trascedente manera de provocar gracia, porque ello es muy difícil. Sacar a una persona de una depresión o un estado de tristeza es muy arduo. De allí la trascendencia del humor”. El 18 de marzo de 1996, Niní Marshall se despidió. Se la extraña. Es que gente como ella nos hacen creer que al menos por un rato, el mundo es un lugar bastante más lindo de lo que realmente es.
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